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  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Género, relaciones de poder y subjetividad

  • 13/05/2013
  • Irina Zanetti
Relaciones de poder / Shutterstock

En un recorrido a través de las últimas noticias nos topamos con una gran cantidad de casos de violencia de género, al punto que la cuestión ha dejado de ser una problemática del ámbito privado para pasar a ser un campo de intervención por parte del Estado y un área de competencia de la Psicología, tanto como del resto de los profesionales.

En un contexto socio-cultural tan agitado en el que ya es cuenta corriente escuchar acerca del maltrato verbal y físico, resulta menester revisar de qué hablamos cuando nos referimos a “género” pero también a “violencia”.

Ante todo cabe aclarar que el género nada tiene que ver con las condiciones biológicas de un sujeto, pese a lo cual, durante mucho tiempo las diferencias anatómicas se han usado para justificar la desigualdad social entre hombres y mujeres.

Desigualdad que tiene sus raíces en ciertas costumbres, tradiciones y creencias que han sido socialmente construidas y que se expresan en el acceso a los recursos económicos e incluso intelectuales, la toma de decisiones, el modo de desear y obtener placer, las tareas y los roles.

Mientras que el sexo se define según una diferenciación orgánica o anatómica, en el caso del género se trata de una construcción histórico- social en torno a un modo de ser, cuyos lineamientos surgen según fuerzas de poder en los procesos de crianza, socialización y educación, en el marco de diversas instituciones.

De ello se desprende que ni nacemos varones ni nacemos mujeres sino que la posición femenina o masculina es algo a construir. De ahí que las actividades y modos de relacionarse de un hombre o una mujer no depende tanto de sus capacidades ni de sus condiciones físicas como de los roles que se internalizan.

Sin lugar a dudas, cada sociedad, en determinado momento histórico inventa, crea y define las formas sociales. Si nos remontamos al periodo de la sociedad industrial nos dirigimos al momento de eclosión de una división que demarca límites entre lo privado y lo público, lo reproductivo y lo productivo, en concordancia con una marcada frontera entre lo femenino y lo masculino.

En aquel entonces el mundo se fraccionó en dos: por un lado, eran competencia de la mujer los asuntos domésticos o privados, así como la reproducción, el cuidado e instrucción de los hijos, siendo menester garantizarse el encaminamiento de estos futuros productores.

Y por el otro, en el caso de los hombres su papel pasaba exclusivamente por su productividad en el ámbito público, donde debía mostrarse fuerte, autónomo e independiente.

Pese a que actualmente podemos apreciar ciertos cambios en los modos de ser y de relacionarse respecto a estos parámetros, aun queda mucha tela por cortar en cuestión de género, en tanto las diferencias han dejado de ser características de uno y otro para pasar a ser una cuestión de discriminación y abuso de la fuerza del poder.

Para transformar esta situación será necesario primero de-construir y reconstruir las nociones fundadas, lo cual implica una tarea de desnaturalización de la concepción que se tiene tanto de hombres como de mujeres.

Siguiendo esta línea la “Mujer” se enmarca, tal como lo cuenta Ana María Fernández en su texto “La mujer de la ilusión”, dentro de tres mitos:

Uno de los mitos comprende una ecuación según la cual para ser madre hay que ser mujer, de allí que toda mujer debe ser madre, mito que establece una sinonimia entre uno y otro aspecto, acentuando el nexo en una cuestión “natural”.

Por otra parte, la mujer se caracterizaría por cierta pasividad; teniendo sólo cabida en el acto de reproducción pero no para sentir o mostrar placer en ese proceso. Este mito aparta el placer femenino, quedando exclusivamente al servicio del hombre.

Finalmente, el otro mito sostiene que la mujer esperaría toda su vida la llegada de un príncipe azul que vendría, en tanto héroe, a su rescate, posicionándola en un lugar de dependencia.

Sin embargo, lejos de quedarse la mujer en el área privada y el hombre en lo público, ciertas puntas instituyentes comienzan a filtrarse actualmente entre lo instituido generando nuevos modos de ser, produciéndose una subjetividad diferente.

La mujer sale a estudiar, a capacitarse, y luego a trabajar. Recién después piensa en la posibilidad de convertirse en madre, sin dejar las actividades que lleva, así como no tiene inconvenientes en dar a conocer su satisfacción sexual y el modo en que lo logra.

Por su parte, el hombre comienza a participar en los quehaceres hogareños, aportando su grano de arena en la conducción del hogar no sólo en términos económicos sino también con su presencia, con sus cuidados y educación.

La mayoría de las tareas pasan a ser compartidas habiendo menos diferencias en cuanto a los roles dentro del vínculo familiar, tal vez por una nueva urgencia histórica que sabremos denominar a posteriori, con el paso de los años, echando una mirada retrospectiva a las necesidades económicas actuales o a las inquietudes de las mujeres y a su deseo pujante que estaba en silencio hasta ahora en penitencia.

Si bien las actividades cambian, el viejo imaginario tiene aun hoy efectos en los modos de ser, relacionarse, sentir y pensar. Pareciera que cuesta admitir que tanto hombres como mujeres pueden estar ubicados en una misma posición en cuanto al poder más allá de sus peculiaridades y diferencias, más allá de que por momentos uno ejerza la fuerza y el otro la resista.

En todas las clases de vínculos existe un ejercicio del poder y, según nos cuenta Foucault, eso no tiene nada que ver con la violencia, en tanto que es el abuso de este ejercicio en beneficio de uno y en detrimento del otro, lo que lo convierte en violencia.

“Violencia” significa una fuerza utilizada para producir un daño en el intento de anular al otro como ser autónomo, pretendiéndolo reducir a la categoría de objeto para que no desee, para que no aparezcan rasgos de lo diferente, arrasando con la subjetividad de quien es lastimado y con ella, la posibilidad de decidir y razonar.

En el Artículo 1º de la Ley Nº 12569 de Violencia Familiar de la Provincia de Buenos Aires, consta que la violencia familiar remite a una acción, omisión o abuso que afecte la integridad física, psíquica, moral, sexual y/o la libertad de una persona en el ámbito del grupo familiar.

Violencia es entonces no sólo pegar sino también maltratar, denigrar, humillar, desaprobar constantemente, gritar, amenazar, vigilar y controlar, coartar la libertad, obligar a asilarse, así como generar miedos en la mente de la otra persona.

La violencia puede manifestarse en todas las relaciones, pese a lo cual, aquella que actualmente nos despierta sumo terror y angustia a causa de la gran cantidad de casos que salen a la luz es la violencia contra la mujer.

Si bien considero que no hay justificación alguna ante el hecho aberrante de la violencia, sí pienso que tal vez la motivación se encuentre en un no querer dar lugar a la mujer en términos diferentes a aquellos previamente establecidos y consensuados socialmente, como una resistencia contra la fuerza instituyente.

Con ello quiero decir que, mientras que el hombre haciendo uso y abuso del poder se posiciona como fuerte y autoritario, la mujer queda a disposición de él, siendo dependiente y pasiva, características que tienen bastante que ver con el imaginario de qué es ser hombre y mujer.

Que la mujer elija una pollera para salir de casa, que no haya hecho la comida porque no tenía ganas o que haya salido a comprar ropa o tomar mate con alguna amiga, no quiere decir que sea ni una prostituta ni una mala madre ni una mala pareja, quiere decir que es mujer, un sujeto, no un objeto y, en cuanto tal, tiene derecho a preservar su integridad física y mental, así como a elegir libremente qué quiere hacer con su cuerpo, qué decir , qué sentir y qué pensar.

La diversidad entre las personas no debería de ser concebida como una amenaza ni convertida en motivo de sometimiento, discriminación o desigualdad, sino que debemos echar luz sobre el hecho de que es gracias a la heterogeneidad que pueden recrearse vínculos novedosos en términos subjetivos.

Afortunadamente desnaturalizar los imaginarios que se construyen socialmente habilita la posibilidad de de-construirlos y volverlos a construir.

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Irina Zanetti

Licenciada en Psicología, egresada con honores de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de La Plata. Experiencia en clínica, docencia y redacción de artículos. Mail de contacto: [email protected]

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