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La memoria de los psicólogos clínicos

  • David Aparicio

Hay una habilidad que rara vez se nombra cuando se habla del trabajo clínico, pero que define buena parte de lo que hacemos: una memoria afilada, precisa y sorprendentemente estable. No es memoria “buena” en el sentido convencional. Es una memoria que nace de algo más básico: la capacidad de estar presente. De sostener la atención sin dividirla. De escuchar sin estar pensando en la intervención siguiente. De observar sin forzar interpretaciones.

Lo que la gente percibe como un “superpoder” —recordar detalles de hace años, conversaciones enteras, fechas específicas, frases textuales— en realidad es el resultado de un entrenamiento continuo en atención plena. Los psicólogos clínicos pasamos horas cada día practicando la misma habilidad: observar con intención, escuchar con apertura y registrar información emocional sin apresurarnos a reaccionar.

Cuando un paciente me pregunta: “¿Cómo te acuerdas de eso?”, lo que escucho, en el fondo, es un reconocimiento involuntario a la presencia. A esa forma de estar con otro sin prisa, sin ruidos internos, sin competir con el teléfono que vibra, la agenda del día o la ansiedad por “hacerlo bien”. La memoria clínica no surge de hacer fuerza. Surge de estar ahí.

Y eso, en terapia, es una ventaja enorme.

Esa capacidad de conectar un comentario aparentemente insignificante con un evento de hace cinco años permite ver patrones que la persona ya dejó atrás. Permite hilar experiencias que parecían aisladas. Permite devolver una narrativa más completa, más honesta y más útil para el cambio.

Cuando traigo a la sesión un detalle olvidado —la fecha exacta en la que ocurrió una pérdida, un gesto repetitivo asociado al miedo, la frase que alguien dijo antes de tomar una decisión impulsiva— el paciente siente que su historia tiene peso. Que alguien la está sosteniendo con cuidado. Y eso fortalece el vínculo terapéutico más que cualquier habilidad técnica.

Pero esta memoria tiene otra cara.

Fuera del consultorio, recordar con esa precisión puede convertirse en un suplicio. La atención entrenada no distingue entre vida profesional y vida personal. Registra con la misma claridad las discusiones incómodas, las decepciones, los silencios tensos y las frases que hubiera preferido olvidar. Lo que otros dejan atrás en días, yo puedo recordarlo con la nitidez de una fotografía reciente.

Y ahí surge la paradoja:

La habilidad que me ayuda a trabajar mejor puede complicarme la vida fuera del trabajo. Recordar es una herramienta en el consultorio, pero en la vida personal puede ser una carga difícil de soltar.

Con el tiempo he entendido que esta memoria no se “cura” ni se elimina. Formar parte del trabajo implica ver y escuchar con profundidad, y eso tiene un precio. Lo que sí puedo hacer es modularla: elegir conscientemente qué merece espacio en mi cabeza y qué puedo permitir que se desgaste con el tiempo. Dejar de alimentar recuerdos que no aportan nada. Renunciar a revisar escenas que ya cumplieron su función.

Ser presente en consulta es indispensable. Pero también es necesario aprender a darle presencia a mi propia vida sin quedarme atrapado en lo que ya fue.

No toda memoria merece ser permanente.

Recordar con atención plena ayuda a mis pacientes a avanzar. Y aprender a olvidar, aunque sea un poco, también me ayuda a mí a seguir adelante.

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David Aparicio

Editor general y cofundador de Psyciencia.com. Me especializo en la atención clínica de adultos con problemas de depresión, ansiedad y desregulación emocional.

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