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Publicaciones por autor

Nicolas Genise

5 Publicaciones
Soy licenciado en psicologia y psicopedagogia. Cuento con una especializacion en psicoterapia cognitiva y en psicogerontologia. En la actualdad, me encuentro doctorando en psicologia en donde investigo como el terapeuta toma decisiones en una primer entrevista. Soy co-autor de "Fonzo esta Furioso"(editorial Akadia) y director de TCM (https://www.tcmcognitiva.com)
  • Análisis
  • Salud Mental y Tratamientos

Elige tu propia aventura diagnóstica

  • Nicolas Genise
  • 14/11/2023

Desde hace décadas, los manuales diagnósticos han dominado la escena psicoterapéutica, formando a generaciones de terapeutas entrenados en codificar el sufrimiento humano desde una topografía. Casi sin darnos cuenta, comenzamos a actuar como si estuviéramos en las puertas de una nueva iglesia. Aprendimos recitando una y otra vez que si el señor X presentaba 5 de los 9 parámetros establecido, tendría el placer de calificar para el selecto grupo de personas con trastornos mentales, pero (siempre hay un, pero), si tan solo lograra tildar 4 de los 9 criterios, su suerte no sería para esta mano. El señor X debería regresar a su casa con las manos vacías, pero con el mismo espíritu sufriente.

Nuestra nueva religión denominada “Terapias basada en la evidencia” no cubría los daños por un caso que no llegara al umbral.

No obstante como nos enseña la historia, una y otra vez, con el tiempo las voces comienzan a subir su volumen y plantean amenazas a lo ya establecido. Por ejemplo, Allen Frances, uno de los 28 caballeros de la APA Task Force destinado a supervisar el desarrollo del DSM-V cometió la herejía de gritar que la entonces biblia diagnóstica, no debía ser considerada más que una guía con considerables defectos.

Como es de imaginar, en los últimos años el diagnóstico de la salud mental ha sido acechado por los demonios de la inflación diagnóstica y las comorbilidades, generando una gran crisis de confianza. Se calcula que aproximadamente el 5 % de la población general tiene un desorden mental y que el 15 a 20 % adicional tiene condiciones más leves o temporales que son sensibles al placebo y a menudo, difíciles de distinguir de los problemas esperables de la vida cotidiana (Frances, 2013).

Poco a poco, la caída del imperio comenzó lentamente a verse reflejada en las investigaciones. Por ejemplo, Kim and Ahn (2002) al estudiar la manera en que los psicólogos clínicos piensan y actúan en su trabajo diario, observaron que, a pesar del hecho de contar con manuales diagnósticos conocidos, en general suelen utilizar sus propias teorías al razonar sobre los trastornos mentales.  Sin embargo, las investigaciones vinculadas a las actitudes psicológicas hacia el DSM se mantuvieron silenciadas por gran cantidad de tiempo (Johnson, 2021). Salvo por dos estudios realizados en los inicios de los 80, la producción sobre esta variable ha sido escasa.

En el 2016, la Organización Mundial de la Salud (OMS) al analizar las actitudes de los psicólogos sobre las clasificaciones diagnósticas encontró que, en general, los profesionales suelen valorarlas por su facilidad para informar y comunicar información, pero que, en general, prefieren utilizar pautas diagnósticas flexibles. Casi sin levantar la voz, han manifestado sus preocupaciones por los posibles sesgos, estigmatización, medicalización y sobre patologización (Evans et al., 2013). Diferente fue lo encontrado cuando quienes respondieron fueron los psiquiatras. Como es de esperar, el DSM recibió el abrazo de una visión positiva (Raskin et al., 2022).

Para el mismo año, Raskin and Gayle (2016) replicaron los estudios ejecutados en los 80 encontrando que, si bien seguía siendo utilizados, la mirada sobre los manuales había empeorado significativamente. Pareciera que estamos atrapados en el DSM como si se tratara de un círculo vicioso. Pensamos que es hora de dar el paso, pero sin saber para donde.

Nuevos relatos

En las últimas décadas, el diagnóstico ha comenzado a experimentar el surgimiento de nuevas voces que ofrecen renovar el aire viciado.

Por ejemplo, en el 2006, una pequeña fuerza conformada por 5 organizaciones psicoanalíticas, se unieron con el objetivo de crear un marco de referencia que no solo intentara capturar los síntomas y comportamientos observables, sino que, además, relevara y evaluara a la personalidad permitiéndoles a los clínicos ganar una sensación más fuerte del funcionamiento biopsicosocial del consultante. El modelo diagnóstico psicodinámico (conocido en inglés como PDM) se define como una taxonomía de la persona y no de las enfermedades que busca estudiar lo que se ES en lugar de lo que se TIENE. En pocas palabras… el diagnóstico necesita de contexto. Su diseño fue pensado con la finalidad de contar con un acercamiento multidimensional focalizándose en el extenso rango del funcionamiento mental (Lingiardi & McWilliams, 2017).

En el 2017, Kotov y un notable equipo presentaron al HiTOP o Hierarchical Taxonomy of Psychopathology con la finalidad de ofrecer un enfoque diagnóstico no categorial, que busque reemplazar a las innumerables categorías del DSM. Este, intenta hacerlo a partir de 6 dimensiones espectrales como la externalización antagonista, la internalización y los desapegos emocionales, entre otros, intenta colocar al sufrimiento mental dentro de espectros. Al igual que PDM, intenta presentar un acercamiento que tome en cuenta a la persona completa (Raskin et al., 2022).

Entonces, por ejemplo, mientras que el DSM presenta una sola categoría para la ansiedad social, por ejemplo, el HiTOP lo hará de una manera más específica. Él aclamará que el problema que presenta la persona deberá ser pensado en múltiples continuos.

Sin embargo, este acercamiento ha recibido grandes críticas como ser demasiado simplista, no contar con evidencia que lo sostenga y no estar preparado para la clínica real.

Por su parte, Research Domain Criteria Proyect (RDoC) también ha estado ganando fama y potencia, pero a diferencia de lo anteriormente mencionado, se ha presentado como una iniciativa en progreso. Fue lanzado por el National Institute of Mental Health (NIMH) en el año 2010 para redireccionar los fondos que antes entregaba a las investigaciones propuestas por el DSM. A diferencia de este, el RDoC propone analizar fuertemente la biología a partir de los aportes de las neurociencias. La NIMH suele aclamar que, su nuevo proyecto presenta un acercamiento diagnóstico más integrativo y científico que permite construir un entendimiento de los trastornos mentales más objetivos y medibles (Insel et al., 2010).

Por último, cabe destacar la frescura que está aportando el nuevo paradigma psicopatológico transdiagnóstico. Desde el trabajo de Ingram (1990) sobre la atención centrada en uno mismo a las propuestas actuales, cada vez más adeptos llegan a sus orillas.

Hoy en día, algunos referentes plantean la necesidad de desarrollar al modelo de modelos que permitan organizar el trabajo sobrepasando las peleas teóricas (y de dinero) (Hayes et al., 2019). Desde estas voces evolucionistas, intentando tomar distancia (y presentar un nuevo producto al mercado) buscando quitar peso relativo a los aspectos biológicos, al entender a los trastornos mentales como un inter juego de distintas dimensiones donde lo biológico entrará en relación con el ambiente, el aprendizaje y la cultura (entre nosotros… bastante parecido a lo que planteó Papá Freud en sus series complementarias casi al comienzo de su carrera) (Hayes & Hofmann, 2020).

¿Cuál será el resultado? No lo sabemos… hoy tenemos el privilegio (aunque a veces incómodo) de estar en la cocina de lo que gobernará la realidad psicopatológica de las próximas décadas. ¿Será un marco el ganador, serán varios o habrá un supersistema que permita englobarlos? Tampoco lo sabemos… Pero como dijo Charles Chaplin: “El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto”.

Referencias

  • Evans, S. C., Reed, G. M., Roberts, M. C., Esparza, P., Watts, A. D., Correia, J. M., Ritchie, P., Maj, M., & Saxena, S. (2013). Psychologists’ perspectives on the diagnostic classification of mental disorders: results from the WHO-IUPsyS Global Survey. International Journal of Psychology, 48(3), 177-193.
  • Frances, A. (2013, Jun). The past, present and future of psychiatric diagnosis. World Psychiatry, 12(2), 111-112. https://doi.org/10.1002/wps.20027
  • Hayes, S., & Hofmann, S. (2020). Beyond the DSM: Toward a Process-Based Alternative for Diagnosis and Mental Health Treatment. New Harbinger Publications.
  • Hayes, S. C., Hofmann, S. G., Stanton, C. E., Carpenter, J. K., Sanford, B. T., Curtiss, J. E., & Ciarrochi, J. (2019, Jun). The role of the individual in the coming era of process-based therapy. Behav Res Ther, 117, 40-53. https://doi.org/10.1016/j.brat.2018.10.005
  • Ingram, R. E. (1990, Mar). Self-focused attention in clinical disorders: review and a conceptual model. Psychol Bull, 107(2), 156-176. https://doi.org/10.1037/0033-2909.107.2.156
  • Johnson, B. T. (2021). Toward a more transparent, rigorous, and generative psychology.
  • Kim, N. S., & Ahn, W.-k. (2002). Clinical psychologists’ theory-based representations of mental disorders predict their diagnostic reasoning and memory. Journal of Experimental Psychology: General, 131(4), 451.
  • Kotov, R., Krueger, R. F., Watson, D., Achenbach, T. M., Althoff, R. R., Bagby, R. M., Brown, T. A., Carpenter, W. T., Caspi, A., & Clark, L. A. (2017). The Hierarchical Taxonomy of Psychopathology (HiTOP): A dimensional alternative to traditional nosologies. Journal of abnormal psychology, 126(4), 454.
  • Lingiardi, V., & McWilliams, N. (2017). Psychodynamic diagnostic manual: PDM-2. Guilford Publications.
  • Raskin, J. D., & Gayle, M. C. (2016). DSM-5: Do psychologists really want an alternative? Journal of Humanistic Psychology, 56(5), 439-456.
  • Raskin, J. D., Maynard, D., & Gayle, M. C. (2022). Psychologist attitudes toward DSM-5 and its alternatives. Professional Psychology: Research and Practice, 53(6), 553.
  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Movimiento transdiagnóstico: el nacimiento de un nuevo paradigma psicopatológico

  • Nicolas Genise
  • 19/07/2021

Cuestionar los paradigmas que han ordenado y dirigido nuestras acciones y pensamientos tiende a ser una experiencia perturbadora, angustiante y disruptiva. Los supuestos analíticos que proporcionan los paradigmas nos brindan el andamiaje necesario para encontrar respuestas a las preguntas que nos hacemos, orientando nuestra mirada hacia los datos que deben ser considerados como relevantes para que luego, podamos realizar nuestro trabajo metódicamente.

Mientras nos mantengamos dentro de estos parámetros (preguntas adecuadas, métodos específicos y unidades analíticas claras) sentiremos que estamos realizando “buena ciencia”. Así, el practicante (ya sea clínico o investigador) y el paradigma se vuelven, en cierta medida, inseparables. Como es fácil de imaginar, en momentos donde los supuestos que nos orientan son señalados y examinados críticamente, el velo de la desorientación nos recubrirá progresivamente.

Durante décadas, asumimos que el norte de nuestra práctica, para llevar el estandarte de calidad “tratamientos basados en la evidencia (TBE)”, debía estar guiado por los resultados de la inmensa cantidad de pruebas experimentales a través de protocolos focalizados en síndromes psiquiátricos impulsados por el afán que resaltaban la importancia de la utilización de los manuales diagnósticos.

Desde sus orígenes, el DSM, nos brindó un lenguaje común entre clínicos, investigadores y funcionarios de la salud pública. Nos ofreció detalladas definiciones de los distintos trastornos permitiendo limitar y disminuir la ambigüedad subjetiva inherente al proceso diagnóstico (Regier et al., 2013). Junto a ellos, la terapia cognitiva conductual (TCC) progresó fuertemente con la creación de modelos que buscaban explicar la aparición y mantenimientos de síntomas para cada uno de los trastornos.

Durante “la era de los protocolos” las ideas de mejoras y beneficios se vio impulsada por la producción de una gran cantidad de información científica relacionada a los síndromes. Así, las investigaciones avanzaron identificando un número creciente de trastornos con sus características específicas y definiciones diagnósticas cada vez más estrechas. El auge y éxito del enfoque específico para cada trastorno se evidenció en el incremento significativo de tratamientos con soporte empírico para diagnósticos específicos (Schaeuffele et al., 2020). Junto al auge de los sistemas clasificatorios de los problemas mentales, los clínicos comenzamos a ser entrenados para desarrollar una mirada topográfica y médica del sufrimiento humano que pudiera detectar y cuantificar signos y síntomas presentes en la persona (Hayes & Hofmann, 2020). Así, al cumplir con ciertos pasos determinados, el psicoterapeuta podía acceder a un conocimiento profundo del funcionamiento psicopatológico de la persona, identificar los déficits que conformaran la diátesis de un trastorno, para luego aplicar el conjunto de técnicas (mecanismos de cambio) adecuadas según los diversos protocolos y estudios controlados (Barlow, 2004; Laska et al., 2014).

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Pero los resultados imaginados y prometidos no se produjeron. A pesar de los cuantiosos recursos invertidos, las investigaciones no lograron identificar patologías subyacentes a los problemas psicológicos. Por ejemplo, dados los supuestos existentes detrás de razonamiento “de enfermedad” fue ciertamente desalentador que el mapeo completo del genoma humano no brindara información consistente sobre genes o sistemas de genes identificables que pudieran explicar de una manera sólida y directa a la psicopatología (Hayes et al., 2019). Este paisaje ordenado y predecible, con el paso del tiempo, comenzó a ser cuestionado por un significativo aumento de contradicciones y preguntas sin respuestas lo suficientemente satisfactorias.

El paso del tiempo fue evidenciando numerosos y significativos síntomas e incongruencias que socavaron lentamente la confianza en el paradigma, ente los que se destacan: 1) la pérdida de información importante por no cuadrar dentro de las categorías diagnósticas, 2) la alta tasa de comorbilidad, y 3) la falta de apoyo al carácter distintivo de las categorías (Meidlinger & Hope, 2017).

En la práctica clínica no resulta inusual ver personas con diagnósticos subclínicos que, por no cuadrar dentro de las categorías diagnósticas, no reciben el tratamiento adecuado o estos son finalizados a pesar de la existencia de síntomas residuales, lo que se estima, que favorecerá el desarrollo de futuras recurrencias. Por ejemplo, se estima que la depresión subumbral o subdrómica presenta una prevalencia, en adultos, que oscila entre 2,9% y el 9,9% en atención primaria y entre el 1,4% y 17,2% en entornos comunitarios. No solo se ha demostrado que personas que sufren este tipo de cuadros depresivos experimentan importante deterioro funcional, ven empeorada su calidad de vida y utilizan servicios de salud en mayor medida que personas sin síntomas depresivos sino que también, representa un importante factor de riesgo para el desarrollo de un futuro trastorno depresivos (Lee et al., 2019).

Paralelamente, siendo posiblemente uno de los síntomas mas significativos, la inflación diagnóstica dejó en evidencia la adicción persistente y continua de trastornos expandiendo progresivamente las barreras de los desórdenes psicológicos.

Se calcula que aproximadamente el 5% de la población general tiene un desorden mental (WHO, 2008) y que, entre 15 y 20% adicional, tiene condiciones más leves y/o temporales que son sensibles al placebo y a menudo, difíciles de distinguir de los problemas esperables de la vida cotidiana (Frances, 2013). Este movimiento se vio acompañado por el desarrollo de un nuevo y letal síntoma para las premisas básicas del paradigma: la comorbilidad.

La comorbilidad se ha transformado en la norma y no en la excepción llevando a que como terapeutas debamos aportar cada vez mayor grado de creatividad para evaluar y tratar a los problemas de los pacientes

Se estima que, aproximadamente el 40% de los pacientes presentan más de un diagnóstico (Schaeuffele et al., 2020). Por ejemplo, la mayoría de las personas que cumplen los criterios diagnósticos de un trastorno cumplirán los criterios diagnósticos de un segundo trastorno. A su vez, la mayoría que cumplen los criterios para dos diagnósticos los cumplirá para un tercero (Caspi & Moffitt, 2018).

Las categorías diagnósticas comenzaron a verse cómo agentes extraños y la realidad de la persona fácilmente descriptible comenzó a perder fuerza. Nos encontramos ante la realidad cotidiana de que las personas rara vez encajan claramente en las categorías diagnósticas definidas en los TBE. La comorbilidad se ha transformado en la norma y no en la excepción llevando a que como terapeutas debamos aportar cada vez mayor grado de creatividad para evaluar y tratar a los problemas de los pacientes.

Para completar el cuadro, en las últimas décadas, los protocolos basados en la evidencia proliferaron a tal punto que, lentamente fueron superponiéndose entre distintas variantes y versiones resignando, en muchos casos, parte de la especificidad de los tratamientos y de la energía para identificar componentes y procesos claves del cambio.

La propagación de alternativas para el tratamiento de las diversas afecciones se vio acompañada al mismo tiempo por el aumento de competencia entre las distintas marcas terapéuticas por ser quien presentará mayor efectividad en los distintos tratamientos.

Por ejemplo, tanto la TCC, la terapia interpersonal y la terapia de activación conductual han intentado mostrarse como el camino más efectivo para el tratamiento de los trastornos depresivos (Cuijpers, 2016). A pesar de presentar diferentes premisas que explican cómo se desarrollan los problemas y como estos pueden ser tratados, no han logrado hasta el momento, diferenciarse significativamente en cuanto a la efectividad.

Ante esta realidad no es de sorprendernos que aquello supuestos, que tiempo atrás parecía tan consolidado y estable, comenzara a crujir y verse movilizado. Así fue como, el discurso unificado dentro de la TCC comenzó a sentirse desactualizado dando lugar al surgimiento de otras y nuevas visiones alternas (quizás, potencialmente complementarias). La hipótesis de que ciertos procesos cognitivos y conductuales se encuentran presentes en una amplia gama de trastornos fue ganando terreno lentamente (Mansell et al., 2009). Así, la conceptualización de la comorbilidad cómo la coexistencia de trastornos comenzó a ser dejada de lado cobrando fuerza la idea de que esta es el resultado de una base subyacente común compartida entre los distintos trastornos (Caspi et al., 2014).

Lentamente la era de los protocolos vio iniciada su puesta dirigiéndose nuevamente la atención del mundo científico hacia los procesos de cambio (Hofmann & Hayes, 2018).El aumento de interés por comprender la interacción dinámica entre distintos procesos y la psicopatología comenzó a ser eje de los estudios y las investigaciones.

La identificación y clasificación de los distintos procesos transdiagnósticos pasó a ser el eje central de discusión favoreciendo su rápido crecimiento. Por ejemplo, desde el pionero trabajo de Ingram (1990) que nos proporcionó una visión completa del papel relevante que juega “la atención centrada en uno mismo” en el desarrollo de una amplia gama de trastornos (como por ejemplo: la depresión, una variedad de trastornos de ansiedad, abuso de alcohol, esquizofrenia y psicopatía) al comienzo del milenio, Harvey et al. (2004) publicó uno de los primeros libros que recolectaba los desarrollos producidos hasta ese momento en los distintos trastornos. En su libro logro identificar más de 100 procesos. Número que, con el paso del tiempo continúo creciendo a gran velocidad generando el interés y la necesidad de desarrollar modelos descriptivos que integraran conjuntos de procesos pudiendo así guiar la selección y el desarrollo de las intervenciones. Por ejemplo, se ha intentado clasificar los procesos según su especificidad (evitación experiencial, neuroticismo, emociones desadaptativas), amplitud (los procesos más amplios pueden ser entendidos como procesos de orden superior o subyacentes que se expanden a distintos procesos específicos), según su flexibilidad o rigidez (siendo esta ultima la que determinará, más que los procesos en sí, el desarrollo de la psicopatología) (Morris & Mansell, 2018) o según los contenidos mentales de los procesos (ya que después de todo, las creencias y los pensamientos de los pacientes son centrales para la terapia). (Dalgleish et al., 2020).

Lentamente (pero seguro), una agenda alterna comenzó a surgir y tomar mayor impulso con el norte fijado en dar herramientas a los clínicos para que puedan brindar tratamientos efectivos basados en la ciencia e individualidades para satisfacer las necesidades de cada paciente.

En resumen, las investigaciones sobre procesos transdiagnósticos están, aun, en fase de desarrollo y con ellos, sistemas clasificatorios alternos como el RDoC (Insel et al., 2010) o el HITOP (Kotov et al., 2017). Y si bien, hasta el momento, no existe un marco teórico completo que explique la interacción, organización jerárquica y la relación entre los distintos procesos, la formulación de caso ideográfica y el desarrollo de hipótesis sobre qué mecanismos subyace al problema que presenta la persona, ha demostrado brindar un entendimiento global del contexto y de la presentación del problema, dotando al clínico de la flexibilidad para planificar un tratamiento específico para cada persona (Meidlinger & Hope, 2017).

En cuanto a los tratamientos, si bien hoy en día, no existe una clara y uniforme definición, como denominador en común podemos decir que estos dirigirán sus esfuerzos a modificar procesos subyacentes y compartidos por una amplia gama de trastornos sin tener así que adaptarse a los distintos trastornos. Esta definición deja en evidencia un incremento en la modulación e individualización de las intervenciones (es decir, el pasaje de lo nomotético a lo ideográfico).

Modelo transdignóstico: el inicio de la era de los procesos

En la última década, la literatura emergente sobre procesos y tratamientos transdiagnósticos fueron ganando relevancia en los espacios académicos. Pero ¿Qué se entiende por procesos?

Los procesos transdiagnósticos pueden ser entendidos como procesos cognitivos (p. ej., atención, memoria, pensamiento) y conductuales (p. ej., evitación manifiesta) subyacentes que favorece el desarrollo y mantenimiento de la sintomatología en una amplia gama de trastornos. Muchas veces, alguno de estos procesos pueden recibir el nombre de “estilo”, como por ejemplo, “estilo de respuesta rumiativa” el cual puede ser utilizado para indicar la naturaleza repetitiva del proceso (Morris & Mansell, 2018).

Podemos continuar diciendo que los procesos terapéuticos son como un conjunto de cambios basados en una teoría (mecanismos), dinámicos, progresivos y multinivel que ocurren en secuencias predecibles establecidas empíricamente y orientadas hacia los resultados deseables (objetivo de tratamiento deseable).

Según la perspectiva transdiagnóstica los procesos psicológicos comunes conducen a trastornos clínicos aparentemente diferentes y al mismo tiempo, estos procesos podrán ser vinculados a determinados procedimientos terapéuticos que colaboren en la mejoría de la persona promoviendo su prosperidad. Sin embargo, los procesos en sí no ofrecerán un enfoque verdaderamente individualizado e integral para comprender y tratar a la persona detrás del problema que presenta. Solamente podrá ser llevado a cabo a través de la reflexión y formulación de casos.

A través de ella, se buscará identificar las vulnerabilidades subyacentes y patrones de respuestas que, generar hipótesis que expliquen la problemática de la persona, cómo se desencadenan y mantienen sus síntomas cognitivos, conductuales, emocionales y fisiológicos.

Frank and Davidson (2014) desarrollaron una poderosa guía con el fin de organizar la información relevante y orientar al clínico para que logre identificar los mecanismos de vulnerabilidad y respuestas que participan en los problemas de las personas. Ambos mecanismos estarán interconectados contribuyendo a la generación de ciclos de retroalimentación continua que perpetuarán el problema y a menudo, podrán generar problemas adicionales.

Los mecanismos de vulnerabilidad son construcciones similares a rasgos que predisponen a los individuos a padecer problemas psicológicos como resultado del inter-juego de factores de riesgo genéticos, predisposiciones fisiológicas, déficit regulatorio y experiencias aprendidas tempranas. Estos podrán ser cognitivos, emocionales, perceptuales, comportamentales o multidimensionales y habitualmente, tienden a co-ocurrir. Estos mecanismos, susceptibles a estresores internos como externos, desencadenarán respuestas de comportamiento desadaptativas (es decir, mecanismos de respuestas) que le permitirán a la persona mitigar y hacer frente a la vulnerabilidad psicológica.

Por su parte, los mecanismos de respuestas serán el intento que realice la persona de hacer frente o evitar estados emocionales displacenteros compensando el desequilibrio generado en el individuo. Por ejemplo, si la persona presenta intolerancia a la incertidumbre, esquemas negativos y dificultades en la regulación emocional (como mecanismos de vulnerabilidad) podrá intentar hacer frente al malestar a través de evitación experiencial y pensamientos negativos repetitivos (rumiación/ preocupación).

Al lograr identificar ambos mecanismos el clínico tendrá la posibilidad de contemplar los diferentes componentes del problema de la persona y la propia dinámica generada para hacer frente al malestar producido por los mecanismos de vulnerabilidad responsable de favorecer la creación de un bucle de retroalimentación positiva que perpetuará el problema y con el tiempo, posiblemente vaya agregando nuevas dificultades.

Contextos + procesos

Resultará indispensable comprender a los procesos como un grupo coordinado de cambios o sucesos en la estructura de la realidad vinculados de manera sistemática entre sí, ya sea de una manera causal o funcional (Rescher, 1996). Al igual que nuestra existencia, son contextuales y longitudinales por lo que, pensar en procesos nos requerirá que prestemos atención tanto al individuo como al contexto.

Esto es, más allá de los componentes activos del tratamiento, las personas experimentaremos una variedad de circunstancias por fuera del mismo. El contexto y los factores sociales influirán sobre la dirección y los resultados del tratamiento, como así también, el tratamiento la hará sobre el contexto y los factores sociales (Hayes et al., 2019).

Nuestro punto de vista y nuestras descripciones del mundo dependerán directamente de nuestra cultura, interés, historia y naturaleza de nuestro lenguaje. Nuestros conceptos y acciones relacionadas se irán desarrollando a través de procesos continuos de interacción con el mundo. Así, nuestro universo será un conjunto de relaciones entre relaciones dinámicas que irán permaneciendo y variando a lo largo del tiempo.

El marco de referencia que utilizamos para construir el mundo permitirá y restringirá (al mismo tiempo) el proceso de interacción. A través de dicho marco de referencia es que definiremos lo que percibimos como problema y de qué manera solucionarlo. Es decir que, por ejemplo, ante el aumento de malestar por una situación determinada, nuestra mente llevará a cabo una serie de acciones que intentarán disminuir el sufrimiento.

Este primer ensayo de solución, denominado “solución, cambio de primer orden o de tipo 1”, representará el intento, más o menos efectivo que haremos para alejarnos de aquello que nos genera dolor y sufrimiento (Fraser, 2018). Nuestra mente aprenderá, a través de reiteradas experiencias positivas de resolución que, cuando el incremento de sufrimiento se haga presente, existirá en nuestro bagaje de acción una serie de respuestas que podremos ejecutar para disminuir el sufrimiento y neutralizarlas.

Generalmente estas acciones serán efectivas y logrará disminuir el malestar. Sin embargo, cuando no lo logren se iniciará un desafío mayor. Ante el fracaso en la resolución del conflicto, los patrones de solución continúan ejecutándose, redoblando la apuesta ante la amenaza, pero obteniendo el mismo resultado negativo. Así, se iniciará el desarrollo de un círculo vicioso que se irán cronificando y exacerbando el problema que intentan solucionar. Este circuito se irá convirtiendo en un patrón auto organizado en función de una meta y dominio específico.

Soluciones diferentes a las planteadas por nuestro marco de referencia serán vistas, (siempre) como intentos contra intuitivos o paradojales por lo que, no las veremos como una opción válida a pesar de que puedan resolver o redirigir nuestros problemas. Este tipo de solución se denominarán “cambio de segundo orden o tipo 2”.

Al poder conocer una muestra de procesos de interacción presente en la persona en un momento determinado (los cuales tenderán a repetirse en el tiempo) el terapeuta tendrá la oportunidad de conocer el sistema de patrones más amplio permitiéndole observar el bosque más allá del árbol.

El entendimiento y la formulación de círculos viciosos activos en la persona permitirá al terapeuta realizar intervenciones que busquen generar pequeños cambios en dichos patrones, buscando generar movimientos en cascada (bucle de feedback positivo) distintos a los ya activados en la persona.

De esta manera, el ambicioso objetivo de la perspectiva basada en procesos será el generar una plataforma que permita integrar todas las psicoterapias que funcionan alrededor de principios de contexto, de proceso y de cambio.

Intervenciones

A medida que fue proliferando la identificación de constructos responsables del mantenimiento de los síntomas en una variedad de trastornos (y con ello, la nosología transdiagnóstica y la ciencia basada en procesos), los esfuerzos por generar intervenciones efectivas que mantengan la esencia de los principios transdiagnósticos, ya mencionados con anterioridad, han ido incrementando. El progresivo desarrollo y constante aumento de interés por comprender los procesos implicados en los distintos trastornos han ido complejizando la formulación y el entendimiento de la psicopatología.

Este movimiento progresivo estimuló la elaboración de protocolos de intervención (fiel a los fundamentos y búsqueda) que abordarán la heterogeneidad de la clínica y sus comorbilidades. En términos generales podemos decir que, la búsqueda central de las intervenciones transdiagnósticos será reducir paulatinamente el bucle de retroalimentación positiva existente entre distintos mecanismos de vulnerabilidad y resistencia.

Desde las primeras propuestas de intervenciones generalizadas y unificadas, se han ido desarrollando nuevas propuestas más individualizadas y modulares, resaltando la importancia del juicio clínico y el análisis de datos (Schaeuffele et al., 2020). Dentro de este mundo diverso, encontraremos enfoques que mantienen una postura psicopatológica intrínsecamente transdiagnósticos, como por ejemplo ciertas teorías psicodinámicas, otros que pueden ser aplicados de forma transdiagnósticos, como muchos de los enfoques de la tercera ola y otros que fueron desarrollados específicamente desde esta perspectiva siendo esta su marca distintiva.

En los últimos años se han realizado distintos intentos por dar ciento orden y claridad al nuevo campo emergente de intervenciones transdiagnósticos. Por ejemplo, Sauer-Zavala et al. (2017) propusieron organizarlas en tres categorías generales: la primera (1) de estas, denominada Principios terapéuticos aplicados universalmente, se encuentran conformadas por intervenciones que involucran principios terapéuticos generalmente vinculados a una escuela o tipo de terapia específica (p. ej., psicodinámica, cognitivo conductual, humanístico) y contiene estrategias (p. ej., reestructuración cognitiva, trabajo transferencial) que se aplican a una amplia gama de problemas psicopatológicos

Aquí, las teorías proporcionarán las explicaciones de cómo se deberá realizar la terapia y las intervenciones representarán el esfuerzo “top-down” de aplicar una técnica terapéutica a múltiples trastornos, sin considerar explícitamente a los procesos (similares) que mantengan a los trastornos tratados.

La segunda categoría (2) estará conformada por los “tratamientos modulares”. Si bien los principios terapéuticos aplicados universalmente suelen representar el enfoque tradicional de los tratamientos transdiagnósticos, han surgido nuevos métodos para tratar múltiples trastornos. Las intervenciones modulares, también conocidas como intervenciones de elementos comunes, se destacan por presentarle al clínico la posibilidad de desarrollar un tratamiento único para cada paciente mediante la selección de un amplio abanico de estrategias terapéuticas con soporte empírico. Los tratamientos modulares pueden considerarse un enfoque empírico más que teórico ya que estos, intentan reducir la sintomatología sin abordar necesariamente los mecanismos psicopatológicos básicos.

El clínico listará los problemas del paciente y seleccionará las estrategias terapéuticas que relevantes para cada uno de estos, permitiendo generar un tratamiento específico para cada uno de sus consultantes, independientemente del diagnóstico. Por ejemplo, en la clínica infantojuvenil es posible destacar el tratamiento modular para problemas de ansiedad, depresión y/o problemas de conducta desarrollado por Chorpita and Weisz (2009) denominado MATCH ADTC. Años más tarde, Evans et al. (2020) demostraron la efectividad del protocolo para trabajar en niños con irritabilidad severa. También es posible destacar el protocolo para la prevención de la ansiedad y depresión en la infancia, desarrollado por Essau and Ollendick (2013). En adultos, el protocolo llamado Shaping Healthy Minds desarrollado por Black et al. (2018) ha mostrado efectividad para tratar la misma gama de problemas o el tratamiento modular CETA para abordar adultos con problemas de ansiedad y de ánimo (Murray et al., 2014).

El “tratamiento de mecanismos compartidos” serán la tercera categoría de los tratamientos transdiagnósticos. Estos estarán conformados por trabajos que intentan identificar los procesos que están implicados en el desarrollo y mantenimiento de una clase de trastornos psicológicos. Los tratamientos incluidos en esta categoría representarán un intento de cambio en la concepción de la psicopatología, la formulación del problema y el tratamiento. Por lo tanto, las estrategias estarán explícitamente diseñadas para dirigirse a las características centrales que generan el desarrollo de los trastornos.

Referencias bibliográficas

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  • Salud Mental y Tratamientos

Mapa de la psicoterapia de la depresión en adolescentes

  • Nicolas Genise
  • 15/04/2020

La historia de la psicoterapia se caracteriza por el cruce entre quienes sostienen que varios tratamientos son superiores a otros y aquellos que aclaman que los factores comunes a todas las psicoterapias son los responsables de los beneficios producidos por la misma (Wampolsd & Ulvenes, 2019).

Si bien algunas psicoterapias pueden hacer mejores matrimonios con algunos trastornos, con frecuencia nos encontramos ante la repetida conclusión del Dodo Bird apuntando a la igualdad en los resultados (Norcross & Wampold, 2018). En primer lugar Rosenzweig (1936) y luego Luborsky and Singer (1975) utilizaron el famoso veredicto (“Todos han ganado y todos deben tener premio”) para reflejar el estado de las investigaciones clínicas y la insistencia de la falta de diferencias significativas entre las distintas marcas de psicoterapia (Corrigan & Fong, 2014).

En pocas palabras, el veredicto solo parece estar vivo cuando se acepta el mito de la uniformidad del paciente y del tratamiento (Beutler, 2002), cayendo, tal como manifestaron, Frances, Clarkin, and Perry (1984) en una de las formas más fácil de practicar la psicoterapia: ver a todos los pacientes y problemas como iguales donde se deba aplicar un tipo de terapia estándar o un mix de estas para su tratamiento.

Por otro lado, muchos psicoterapeutas e investigadores reconocen que lo que funciona para algunas personas puede no hacerlo para todos. Sus energías se encuentran dirigidas en buscar adaptar la psicoterapia al trastorno o problema que el paciente presenta, a fin de encontrar el mejor tratamiento para un trastorno particular.

De esta manera podremos encontrar una gran cantidad de investigaciones (sobre todo ensayos clínicos aleatorios) sugiriendo que el tratamiento A correspondiente al trastorno B, puede resultar diferencialmente útil (eficaz) para un puñado de trastornos, como por ejemplo el entrenamiento a padres de niños con algún trastorno externalizador. Entonces, la psicoterapia puede ser adaptada a todas las personas.


Fragmento del libro El diario de Juana – Activación conductual aplicada, que será publicado en las próximas semanas.

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Pero por varios aspectos, la realidad que se suele estudiar en estos tipos de ensayos resulta ser ciertamente distinta a la que habitualmente se presenta en los consultorios de los clínicos. Por ejemplo, las muestras se suelen centrar en un único trastorno dejando de lado variables no diagnosticas (Norcross & Wampold, 2018).

A medida que el campo de la psicoterapia maduró, el tratamiento psicosocial idéntico para todos los pacientes comenzó a ser reconocido como inapropiado y, en casos seleccionados, perjudicial y quizás no ético. La realidad clínica (aunque a muchos defensores de marcas terapeuticas le cueste aceptarlo) es que ningún modelo psicoterapéutico es efectivo para todos los pacientes y situaciones, sin importar cuán buena sea para algunos. Esta realidad nos exige mantener una perspectiva flexible, integradora y consciente que nos permita reconocer que ciertas cosas que funcionan para una persona pueden no hacerlo en otras. Esta realidad nos lleva a mantener un esfuerzo constante en adaptar un tratamiento efectivo a un individuo específico con una situación particular.

Desde nuestra perspectiva, es al individuo único junto a un contexto singular lo que los clínicos buscamos comprender, entendiendo que el vínculo directo entre psicoterapia y trastorno resulta incompleto para concebir a la problemática de una persona y a la vez, en reiteradas oportunidades poco efectivo. Particularmente la falta de foco en como adaptar la psicoterapia a la persona del paciente, más allá de su trastorno, fue uno de los grandes problemas presentes en las investigaciones controladas y en los entrenamientos a los clínicos (Norcross & Wampold, 2018).

Entonces, en la constante búsqueda de generar tratamientos efectivos para un individuo determinado con una situación particular, el terapeuta, desde una posición de empatía y colaborativa, aspirará a crear una relación óptima con otra persona activa tomando en cuenta las características de personalidad que este tiene, su cultura y preferencias. A pesar de los distintos roles, no debe olvidarse que la psicoterapia implica una relación interpersonal íntima entre dos seres humanos (Wampolsd & Ulvenes, 2019). Esto no quita que la técnica sea algo irrelevante al resultado, sino que el éxito de todas estas dependerá de la calidad en la alianza que se tenga. Esta posición implica que el terapeuta aplique, para cada paciente “la psicoterapia” acorde a las características personales de la persona y su visión del problema (Norcross & Wampold, 2018).

Resulta más interesante saber qué tipo de paciente tiene determinado trastorno que, qué tipo de trastorno tienen un paciente. Entonces, por ejemplo, cuando un paciente se resiste en participar en los procedimientos terapéuticos del tratamiento (aunque sea el recomendado para su problemática), el terapeuta podrá considerar que quizás el procedimiento seleccionado sea incompatible con los valores, actitudes, cultura o creencias/preferencias, que la persona no se encuentre preparada aun para realizar esos cambios o que el estilo directivo utilizado no sea el indicado (reactancia).

Dicho en otras palabras, el clínico tendrá la ardua tarea de adaptar la psicoterapia a las características del paciente, sus tendencias y mirada del mundo, más allá del diagnóstico. Pero por sobre todas las cosas, sin olvidar que el paciente vendrá a la terapia con problemas o dificultades en su vida y probablemente haya intentado muchas estrategias para superar su problema sin lograr producir los cambios deseados.

En palabras de Frank and Frank (1993), el paciente se sentirá desmoralizado. Él o ella buscará, de manera inmediata, respuestas a ciertas preguntas: “¿Podrá este terapeuta entenderme a mi y a mis problemas? ¿Puedo confiar en él? ¿Tendrá las capacidades y experticia para ayudarme?” y será trabajo del terapeuta proveerle una explicación a su distrés y concomitantemente una acción terapéutica específica para superar su distrés.

Décadas de cuidadosas investigaciones han indicado que el paciente, la relación terapéutica y las adaptaciones transdiagnósticos influyen más significativamente en los resultados que un método de tratamiento particular. Dicho en otras palabras, la búsqueda de adaptabilidad de la psicoterapia comenzó a tomar en cuenta las características transdiagnósticos, dejando de manifiesto, en distintos metaanálisis y revisiones sistemáticas, múltiples métodos de respuesta relacional o adaptaciones de tratamiento que han demostrado ser efectivas. Estos métodos se han ganado el derecho de llevar la designación de “Prácticas basadas en la evidencia”.  En palabras de Hofmann and Barlow (2014):

“Nos estamos alejando de manuales relativamente prescriptivos que contienen conjuntos de procedimientos ligeramente diferentes para cada diagnóstico individual y estamos adoptando un enfoque transdiagnóstico unificado que elimina los principales mecanismos de cambios respaldados por la investigación, contenidos en tratamientos efectivos en grandes clases de trastornos y evaluando estas estrategias en ensayos clínicos aleatorios en comparación con el enfoque de diagnóstico único. Este desarrollo es posible gracias a una comprensión más profunda de la naturaleza de la psicopatología y al nuevo reconocimiento del importante papel del temperamento, particularmente en los trastornos emocionales”.

En resumen, los ingredientes especiales (o factores específicos) y los factores comunes no son exclusivos, sino que trabajan conjuntamente para que la psicoterapia sea efectiva. Wampolsd and Ulvenes (2019) denominaron a este modo de trabajo como “modelo contextual al cual lo definieron como un metamodelo del proceso psicoterapéutico, en donde se destacan tres caminos para cambiar: 1) La relación real, 2) expectativas a través de la explicación y tratamiento e 3) ingredientes específicos o técnicas terapéuticas. El modelo contextual reconoce la importancia de las acciones terapéuticas integradas a la relación creada entre el paciente y terapeuta. Así, las propiedades curativas de la relación será el vehículo para suministrar las acciones terapéuticas específicas para cada tratamiento.

Actualidad en los tratamientos de la depresión en adolescentes

Los tratarnos depresivos han recibido la atención de distintos modelos psicoterapéuticos. A diferencia de lo que sucede en otros campos de la psicoterapia, donde la investigación ha estado fuertemente dominada por la TCC.  Aquí, diferentes tratamientos psicológicos han sido puestos a pruebas en docena de ensayos controlados aleatoriamente confirmando que los efectos de estos son significativamente mejores que el no tratamiento. Especialmente la terapia cognitiva conductual, la terapia interpersonal y la terapia de activación conductual.

Vivimos una época fascinante y en constante expansión para la psicoterapia, donde se producen debates acalorados y apasionantes como el que se está llevando acabo en el campo de la psicoterapia de la depresión.

Pim Cuijpers (2016) estudió una gran cantidad ensayos de comparación (encontró por ejemplo que entre el 2006 y 2010 se realizaron 20 ensayos comparativos de este tipo, y entre 2011 y 2014, 34) obteniendo como resultados que los distintos tipos de terapia parecen ser igualmente o casi igualmente efectivos dando la impresión de que ningún tipo de tratamiento sobresale.Aunque mas de 100 ensayos han comparado los resultados de las psicoterapias para la depresión en adultos, ninguno de estos ensayos tiene poder suficiente para detectar una diferencia clínicamente relevante, y la pregunta central de investigación de estos ensayos (¿Hay algún modelo psicoterapuetico mas efectivo que otros?), permanece aun sin respuesta (lo cual tampoco implica que sean todos iguales). Lo que llamó la atención es que los efectos de la TCC fueron considerablemente menores a los esperados.

Cuijpers tambien remarco la presencia de ciertos errores estadísticos, sesgos de riesgos y sesgos de publicación favoreciendo el desarrollo de conclusiones erróneos en los estudios comparativos. Dicho en pocas palabras, Pim Cuijpers concluyó que los ensayos de comparación en el campo de la psicoterapia para la depresión tienen poco poder y los ensayos que se llevaron a cabo no se acercan al potencial estadístico que se necesita para examinar si una psicoterapia es más efectiva que otra.

En un estudio posterior Cuijpers, Karyotaki, Reijnders, and Ebert (2019) estudiaron si el efecto de la psicoterapia de la depresión era significativo obteniendo como resultado, en primera instancia, que el tamaño del efecto era grande pero al mismo tiempo muy heterogéneo. Posteriormente tomaron en cuenta los posibles errores en que pueden hacerse presente en los estudios metaanalíticos ( ensayos con grupo control, riesgo de sesgo y sesgo de publicación) obteniendo como resultado que el tamaño del efecto disminuyó considerablemente. Los autores concluyeron que el efecto general de la psicoterapia es pequeño pero significativo, lo que les llevó a preguntarse si ante tal evidencia se puede considerar que Eysenck estaba equivocado al decir que la psicoterapia no era efectiva.

Posteriormente, el trabajo de Cruijpers fue revisado por Munder et al. (2019) en donde, luego de eliminar los valores atípicos, corregir el sesgo de publicación, usar grupo de control en lista de espera y restringir el análisis a los estudios de psicoterapia (al igual que el anterior autor), los resultados analizados demostraron que la psicoterapia para la depresión es efectiva en comparación con el grupo control obteniendo como resultado que el tamaño de efecto de la psicoterapia en comparación con la historia natural se encontró en torno al 0.70. Según los autores, la discrepancia en los resultados obtenidos entre los dos estudios se funda en lo que se considera o entiendo qué y cómo es un grupo de control apropiado para determinar la efectividad de la psicoterapia. Según los autores excluir al grupo control (lista de espera) por ser sesgada no está respaldada por la evidencia, por lo que, dado los resultados obtenidos y el corpus existente de evidencia consistente con los resultados, el campo de la psicoterapia debe ser aceptar la conclusión general de que esta es una practica efectiva.

Mas allá de los debates actuales sobre cuales son los modelos psicoterapéuticos y si las intervenciones son en si efectivas para tratar los trastornos depresivos, al día de hoy, las guías de intervención clínicas recomiendan a la psicoterapia como el tratamiento de primera línea para el tratamiento de la depresión leve y moderada, dejando a la medicación como recurso reservado para los casos severos y aquellos en lo que la psicoterapia no muestre resultados positivos (Barth et al., 2016; McCauley et al., 2016).

En el mundo infanto-juvenil, a la luz de los hallazgos presentes en distintos metaanálisis, las psicoterapias para la depresión juvenil tienen efectos medios relativamente modestos (J. Weisz, McCarty, & Valeri, 2006). En la actualidad existen distintas líneas de intervención y modelos psicoterapéuticos que tratan la depresión en esta población. Aunque hay un amplio consenso de que varias psicoterapias son beneficiosas para la depresión juvenil, las revisiones sistemáticas recientes y los análisis metaanalíticos han cuestionado esta noción.

Según estos estudios, el tamaño de los efectos de la terapia cognitiva conductual (TCC) han disminuido recientemente en comparación con los resultados documentados en estudios meta-analíticos anteriores y han sugerido que los los tratamientos no cognitivos (Ej., terapia interpersonal – IPT) funcionan tan bien como los cognitivos. (Zhou et al., 2015) aunque tambien vale aclarar que otros estudios metaanalíticos continúan informando que la TCC es superior a otras psicoterapias. También resulta importante resaltar que los metaanálisis tradicionales fueron basados en un número limitado de ensayos con comparación directa entre dos tratamientos, mientras que algunos tratamientos rara vez o nunca se han comparado directamente en un ensayo controlado aleatorio.

En el metaanálisis realizado por Zhou et al. (2015) identificaron que, dentro del conjunto de intervenciones psicoterapéuticas evaluadas para tratar la depresión juvenil, tanto la IPT como la TCC (incluyendo a la activación conductual como parte del tratamiento TCC) son significativamente más efectivas que el resto de las intervenciones. A su vez, la IPT y la TCC manifestaron tener un efecto robusto sobre le seguimiento a corto plazo.

Por su parte, J. Weisz et al. (2006) lograron identificar un hilo común en todos los tratamientos efectivos: “hacer que los jóvenes alcancen objetivos medibles o aumenten sus competencias en un área de su vida en la que desea mejorar”. Además, la mayoría de los tratamientos efectivos proporcionaron: psicoeducación a los jóvenes, incluyeron forma de autocontrol, abordaron las relaciones sociales, las habilidades de comunicación, enseñaron reestructuración cognitiva y las habilidades generales de resolución de problemas, y utilizaron la activación conductual (Mccarty & Weisz, 2007; J Weisz et al., 2017).

Fragmento del libro El diario de Juana – Activación conductual aplicada, que será publicado en las próximas semanas.

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  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Ira: el desafio psicoterapéutico del siglo

  • Nicolas Genise
  • 10/10/2017

Si bien personas de todo el mundo, sin importar cultura ni edad, la experimentan con cierta frecuencia, la ira ocupa un lugar dentro de las emociones olvidadas por el mundo científico en los últimos tiempos. A través de la historia de la filosófica y de la psicología, los especialistas han reconocido las consecuencias negativas tanto físicas, como interpersonales y sociales, asociada a la experiencia intensa de esta emoción. El filósofo Seneca fue uno de los primeros en reconocer el carácter destructivo de la ira y la denomino “enfermedad de la naturaleza humana”. También relevó la importancia de los factores cognitivos tales como la interpretación y la evaluación de las situaciones, como llaves para padecerla o controlarla (DiGiuseppe & Tafrate, 2007).

Además de Seneca, otros pensadores influyentes, como Aristóteles y Plutarco, la definieron como una fuerte emoción o pasión que es provocada cuando la persona percibe o sufre un dolor, daño o desprecio por parte de otra persona, que motivan un intenso deseo de venganza, la cual, puede llevarlo a ejecutar acciones directas de castigo contra quien realiza la ofensa (O’Neil, 2000). Ya en ese entonces se buscaban estrategias para que las personas con dificultades en su control lograran domarla. Se les recomendaba llevar un diario de ira donde pudieran volcar sus pensamientos, las amenazas recibidas e identificadas (desencadenantes) y las respuestas alternativas que podrían haber llevado acabo (Deffenbacher, 1999).

Más cercano a nuestro tiempo, la primera persona en identificar a la ira como una forma de psicopatología fue John Nowname en 1609, realizando una amplia descripción de esta emoción y de su naturaleza disfuncional. Años más tarde Darwin propuso una relación biológica entre experiencias afectivas, estado arousal y conductas expresivas, siendo estas últimas, parte del repertorio animal de comunicación con un alto valor de supervivencia (DiGiuseppe & Tafrate, 2007). Darwin sostuvo que las emociones tienen una función comunicativa adaptativa vinculada al sistema social, en donde su experiencia y expresión juegan un rol fundamental en la comunicación social. Así la ira quedó vinculada a conductas agresivas (Hofmann, 2016).

Continuando, con la idea planteada por Darwin, Freud (1994) propuso que la ira era una expresión débil de impulsos y conductas agresivas. Planteó que todos los humanos tienen un instinto agresivo que llevan a la persona a necesitar expresar su ira. Su idea planteaba que la agresión y sus derivados (enojo, hostilidad, rabia, etc.) eran impulsos naturales que resisten el control autónomo (Lazarus, 1991). Freud vinculó a la expresión de la ira con la depresión ya que, las personas con estado de ánimo deprimido solían experimentar ira hacia otros significativos y, al temer represarías por su expresión, resolvían dirigirla hacia sí mismos causándoles intensos sentimientos de tristeza. Por su parte, Kraepelin consideraba que la hostilidad y la irritabilidad eran parte del cuadro maniaco-depresivo.

Darwin sostuvo que las emociones tienen una función comunicativa adaptativa vinculada al sistema social, en donde, su experiencia y expresión juegan un rol fundamental en la comunicación

Si bien es posible marcar cierta relación dinámica entre la ira y la depresión u otro cuadro clínico, como por ejemplo los que se pueden observar en muchos casos de personas con ansiedad social, las cuales se abstienen, en muchas oportunidades, de realizar comportamientos asertivos por miedo a fallar y ser rechazados, por lo que empiezan a sentir resentimiento hacia aquellos con los que no han podido ser asertivos (Erwin, Heimberg, Schneier, & Liebowitz, 2003). Es decir que estas relaciones pueden ser solo una parte del paisaje a explorar. También existe la posibilidad de que la persona se enoje consigo misma por deprimirse o que se haya deprimido por haberse convertido en alguien con dificultades para manejarla (DiGiuseppe, R; Tafrate, R. C 2007). Es decir que la experiencia de una emoción puede convertirse en el gatillo de otra, no siendo necesariamente una secundaria de la otra (Barlow, 1991).

Pero a lo largo del siglo XX reinó una mirada asociativa dejando a la ira como resultado de otros cuadros clínicos, siendo impensado analizarla como cuadro psicopatológico independiente. Así quedó excluida del estudio psicopatológico del siglo pasado. Una muestra de dicha ausencia fue la falta de una categoría diagnóstica para el desorden de la ira en el DSM. La ira o irritabilidad es mencionada específicamente dentro de 3 trastornos del eje 1 (en el episodio maniaco del trastorno bipolar, en el trastorno de ansiedad generalizada y en el trastorno de estrés postraumático) y en 3 trastornos de la personalidad (Borderline, Antisocial y Paranoide) como criterios clasificatorios.

La escasa atención dada a la ira se evidencia, también, en las investigaciones y estudios sobre tratamientos eficaces. El total de estudios que mencionan tratamientos para la ansiedad, depresión e ira entre 1971 y 2005 fue de: 6356 para depresión, 2516 para ansiedad y solamente 185 para ira. En sí, esto refleja el hecho de que se piense a la ira como un cuadro secundario de otros y no como posible coexistente de un trastorno de ansiedad o depresivo (DiGiuseppe, R; Tafrate, R. C 2007).

En el siglo XX reinó una mirada asociativa dejando a la ira como resultado de otros cuadros clínicos

Muchos clínicos suelen utilizar el diagnostico categoría de Trastorno explosivo intermitente (TEI) para diagnosticar a personas con problemas de ira, por lo que queda encasillada dentro de problemas del control del impulso, aunque no todos los casos pueden ser encuadrados bajo dicha categoría.

¿Qué entendemos por emoción y cómo se desencadena la ira?

Puede ser definida como una experiencia multidimensional caracterizada por diferentes niveles de activación y de grados de placer-displacer que se asocian a experiencias subjetivas, sensaciones somáticas, tendencias motivacionales, factores culturales y contextuales que pueden ser regulados, en cierto grado, a través de procesos intra e interpersonales. Una emoción es una experiencia que es, en general, estimulada por una situación, un evento, una persona, un recuerdo, etc. En sí, a diferencia de lo que muchas veces se enuncia, una emoción no es buena ni mala, puede ser experimentada como placentera o displacentera, fuertes o débiles, cortas o largas dependiendo de factores contextuales como por ejemplo los aspectos específicos de una situación o la interpretación de la persona (Hofmann, 2016).

Las experiencias emocionales dependerán en gran medida del marco de referencia desde donde las emociones son experimentadas, el contexto y sobre todo la valoración cognitiva que se haga de la situación, el evento o el gatillo. Es decir que no es el desencadenante lo que nos hace enojar sino la interpretación que se haga de ese desencadenante.

En cuanto a la ira esta puede ser definida como un constructo multidimensional compuesto por reacciones fisiológicas, cognitivas (como creencias irracionales, pensamientos automático y negativos, atribuciones causales, etc.), fenomenológicas (como la conciencia subjetiva de los sentimientos de enojo) y comportamental (expresiones faciales, verbales, etc.). Spielberger introdujo la distinción entre estados y rasgos emocionales, siendo los estados episodios individuales de una emoción y los rasgos una tendencia a experimentar esa emoción frecuente e intensamente. En 1980 desarrolló la teoría de rasgos de ira de la personalidad, en donde, la ira como rasgo es considerada como una dimensión de la personalidad que muestra una tendencia crónica a experimentarla con mayor frecuencia, intensidad y duración. Aquellas personas con rasgos elevados de ira tenderán a enojarse con mayor frecuencia, intensidad, facilidad y por periodos más largos que aquellas que tengan el rasgo de ira bajo (Veenstra, Bushman, & Koole, 2017).

Las experiencias emocionales dependerán en gran medida del marco de referencia desde donde las emociones son experimentadas, el contexto y sobre todo la valoración cognitiva que se haga de la situación, el evento o el gatillo

El enojo, en su máxima expresión, es un estado afectivo negativo que puede incluir aumento de la excitación fisiológica, pensamientos de culpa y una mayor predisposición hacia el comportamiento agresivo (Sukhodolsky, Smith, McCauley, Ibrahim, & Piasecka, 2016). La ira es a menudo provocada por frustración o por provocación interpersonal. Su duración podrá ir de unos minutos a horas y el rango de intensidad fluctuará desde una molestia leve a rabia o furia.

En la ira, en tanto emoción, se podrán distinguir dos componentes:

  1. El primero de ellos es la experiencia de la ira o sentimiento interno de la misma, también conocido como Afecto, el cual incluye dos dimensiones: 1) activación vs desactivación y 2) placentera vs displacentera (Hofmann, 2016).
  2. El segundo, la expresión de la ira, es decir, la tendencia de un individuo a mostrar cólera, pudiendo dar rienda suelta a la misma, suprimirla o lidiar activamente con ella mediante el uso de habilidades adaptativas de control de la ira (Spielberger, 1988).

La ira y la terapia cognitivo conductual

Las personas que padecen problemas de ira no son propensas a buscar ayuda en los servicios de salud mental ni a permanecer bajo tratamiento. Frecuentemente, suelen fallar en identificarse como el problema y terminan acudiendo a sesión por dificultades en su vínculo de pareja, de crianza o familiares (DiGiuseppe, 1995; Sukhodolsky et al., 2016).

Hoy en día, continúa existiendo el debate dentro del campo de la psicología sobre como las cogniciones influyen en la activación emocional de las personas. La evaluación que realizan las personas sobre una situación, no es siempre del todo consiente. Muchas veces se realizan a través de asociaciones que activan emocionalmente a la persona sin ser conscientes de dicha evaluación. El clínico deberá destinar tiempo y trabajo para llevar conciencia hacia estos lares. Los pacientes suelen comentar incontables veces experiencias sobre la naturaleza automática de sus enojos. Entonces resultará necesario que ambos, clínico y paciente, dediquen trabajo y tiempo a identificar pensamientos que se encuentran por fuera de la conciencia inmediata que preceden a la explosión de ira.

Las personas que padecen problemas de ira no son propensas a buscar ayuda en los servicios de salud mental ni en permanecer bajo tratamiento

Existen numerosas creencias detrás de la ira que la justifican y la sostienen. Es habitual escuchar dentro del consultorio a personas con dificultades para manejar sus enojos, sostener que en muchos casos, expresar la ira es muestra de poder y como tal logran que la gente los respete y tomen en cuenta. Su utilización, en el corto plazo, puede ser pensada como una influencia estratégica que la persona puede utilizar para intimidar a otra y obtener beneficios, muestra de status, fuerza y competencia. También suelen sostener que al expresarla evitan que el otro se quiera aprovechar de ellos o que los tomen como ingenuos (DiGiuseppe, 1995; Tiedens, 2001).

Uno de los grandes factores que influyen en el desarrollo de la ira es la percepción de la persona, de que existe algún tipo de amenaza hacia sus objetivos o metas. Dicha percepción activará una serie de pensamientos, similares a los que se generan en cuadros de ansiedad.

Existen distintas disposiciones cognitivas que puede contribuir a dicha exageración en la percepción de amenazas como por ejemplo la existencia de distintas experiencias de vida relacionadas con abusos, maltrato, negligencias o desarrollo de esquemas mal adaptativos de confianza y aceptación, entre otros.

Tanto Ellis (Ellis & Tafrate, 1998) como Beck (Beck, 1999) marcaron la existencias de distorsiones del pensamiento que colaboran en el desarrollo de dificultades en relación al manejo de la ira, como también de ansiedad. Por ejemplo: pensamientos catastróficos, inferencias arbitrarias, abstracción selectiva, sobre generalización y pensamientos de todo o nada. El trabajar con dicha distorsión permitirá disminuir el nivel de activación del enojo. Pensamientos como: “Nunca obtendré respeto aquí”; “Siempre ves en la TV lo que tú quieres”; “Mi compañero de oficina está siempre en contra mío” “Siempre vemos las películas que tú quieres”; “Esa persona es una inútil”, aumentarán la percepción de amenazas y con ello el incremento de emociones negativas. El hecho de que la ansiedad, la depresión y la ira compartan la percepción exagerada de una amenaza podría llegar a explicar por qué los pacientes suelen vacilar entre estas emociones. Según Lazarus, la respuesta que ejecute la persona dependerá de la evaluación que haga sobre la amenaza: si cree que es suficientemente más fuerte que la amenaza, la ira y el ataque serán respuestas propensas a ser ejecutadas. Pero si percibe que la amenaza es más fuerte que él entonces la respuesta estará más vinculada al temor y al escape (DiGiuseppe & Tafrate, 2007).

Además de las distorsiones cognitivas, se supone que la experiencia de baja autoeficacia, autoestima, niveles altos de arrogancia y de rasgos de personalidad narcisistas colaboran en el desarrollo de ira y conductas agresivas, aunque no hay gran cantidad de evidencia empírica que soporte dicha hipótesis. Por su parte, Baumeister, Smart y Boden (1996) sugirieron, al contrario de lo anteriormente planteado, que la presencia de alta autoestima podría causar hostilidad.

Intervenciones psicológicas para el manejo de ira

En los últimos años el mundo científico ha puesto énfasis en la creación y desarrollo de guías de tratamientos con soporte empírico, desarrolladas por expertos para facilitar intervenciones efectivas que los clínicos llevan a cabo. La American Psychiatric Association ha publicado en su sitio web guías de tratamientos para Trastornos de Estrés Postraumático, Conductas suicidas, Trastornos Obsesivo Compulsivo y Trastorno Bipolar, entre otras condiciones. Siguiendo con lo ya mencionado, la existencia de pocas investigaciones relacionadas con el manejo de la ira, ha llevado a que la mayoría de las modalidades de tratamientos no hayan sido evaluadas exhaustivamente. Si bien, los grupos de manejo de la ira, tanto en adultos como en adolescentes, han tenido gran difusión en la última década, aún quedan preguntas sobre la eficacia y efectividad de las intervenciones.

Como sostienen Norcross y Kobayashi (1999), el tratamiento de la ira puede no ser tan exitoso como el de otras emociones.

En un meta-análisis realizado por Sukhodolsky, Kassinove y Gorman (2004) se relevaron las distintas intervenciones utilizadas, dentro de un marco cognitivo conductual, en el tratamiento de niños y adolescentes. Entre ellas podemos encontrar:

  • Inoculación del stress y disminución de la activación arousal.
  • Intervenciones basadas en la teoría cognitiva social donde se toman en cuenta y se analizan los posibles mediadores cognitivos de agresión como los procesos atribucionales, los sesgos en la percepción de las señales sociales y fallas en habilidades para resolver problemas sociales.
  • También relevaron intervenciones desarrolladas a partir del modelo de trabajo de Kendall’s. El autor sostiene que la actitud de un terapeuta que trabaje con niños y adolescentes tiene 3 características centrales: ser consultor (1) ya que el terapeuta no es una persona que tiene todas las respuestas sino cierta idea de lo que hay que examinar y hacer donde se ayude al paciente a crear experimentos para probar alguna creencia disfuncional. Entonces, en lugar de decirle al joven qué debe hacer exactamente, el terapeuta lo ayudará a crear la oportunidad para probar algo que le permita generar experiencias que resignifiquen sus estructuras cognitivas. Lo ayudará a desarrollar habilidades, a pensarse independientemente para resolver conflictos. También será un diagnosticador (2), donde a través del conocimiento psicopatológico y del desarrollo normal explore todas las posibilidades que permitan explicar lo que le pasa al joven, independientemente de lo que enuncien la familia y el colegio. Y, por último, el terapeuta deberá ser un educador (3) en donde sus intervenciones busquen que el joven aprenda y desarrolle habilidades cognitivas, emocionales y conductuales (Kendall, 1993). Las intervenciones en jóvenes que tienen dificultades para manejar sus enojos estarán dirigidas a desarrollar deficiencias (por ejemplo, en el procesamiento de la información) y modificar distorsiones cognitivas. Estas buscarán:
  1. Desarrollar habilidades para aprender a expresar el enojo de forma socialmente apropiada.
  2. Educar afectivamente: incluye intervenciones focalizadas en la experiencia del enojo donde se trabaja en la identificación de emociones, en el auto monitoreo de la activación del enojo y en la relajación.
  3. Resolución de problemas: donde se trabaja en los déficits y distorsiones cognitivas a través del entrenamiento atribucional y en la evaluación de consecuencias.

En el tratamiento de adultos, los clínicos deberán enfrentar muchas veces las resistencias de los pacientes. Numerosas veces los pacientes se encuentras poco motivados para cambiar. Muchas veces suelen acudir a tratamiento empujados por problemas con sus jefes, pareja, justicia, etc., pero no por un deseo de cambio. Habitualmente creen y justifican sus enojos, lo que hace que no concuerden en los objetivos del tratamiento dificultando el desarrollo de la alianza de trabajo, por lo que las primeras intervenciones deben estar orientadas a allanar el camino y generar un verdadero compromiso con el tratamiento.

El segundo tipo de interferencias que puede encontrar el clínico al inicio del tratamiento y establecimiento de la alianza, es la existencia de ciertas actitudes o distorsiones sobre la función y la finalidad de la ira. Una de las grandes dificultades que tienen estos tipos de pacientes es encontrar alternativas emocionales a la ira, por lo que suelen fallar en poder evaluar sus reacciones como excesivas. A su vez encuentran una gran dificultad para decodificar la intención en las actitudes de los otros. Cuando estas son ambiguas suelen ser consideradas como hostiles.

Estos pacientes suelen fallar en tomar responsabilidades sobre sus emociones dirigiéndolas hacia eventos externos u otras personas. Es habitual escucharlos decir frases como “Él me ha hecho enojar”. En este movimiento externalizador suelen reportar la creencia de haber sido tratados injustamente, dejando de lado todo tipo de análisis de los actos propios. Suele existir la creencia de que la ira debe ser liberada para no explotar y mantener su salud sana.

Además de explorar las creencias de la persona sobre la ira, será necesario que el clínico busque la existencia de factores de mantenimiento de las rabietas en los otros significativos.

Estos pacientes suelen fallar en tomar responsabilidades sobre sus emociones dirigiéndolas hacia eventos externos u otras personas

Además de trabajar sobre las creencias disfuncionales, será necesario ir construyendo junto al paciente, repertorios alternativo de respuestas. Para ello el psicoterapeuta deberá poner énfasis en la empatía. Se suele reportar como uno de los principales obstáculos de los profesionales al trabajar con este tipo de pacientes, cayendo en argumentos invalidantes de la experiencia del paciente, generando en el paciente la idea de no ser escuchado ni comprendido. Aquí resultara beneficioso recordar la idea de Arnold Lazarus (1991) el cual sostenía que un buen terapeuta debe ser un auténtico camaleón, permitiéndole al paciente ver que está viendo la situación a través de sus ojos.

La entrevista motivacional de Miller y Rollnick (2000) es una herramienta potente y muy útil para el trabajo en esta primera etapa del tratamiento donde se busca la toma de conciencia del paciente de los costos negativos que traen en su vida, la ira. El clínico deberá sumergirse en la experiencia disfuncional del paciente para ayudarle a identificar las distintas emociones, construir alarmas que vayan alertando del aumento del enojo. El auto-monitoreo es una herramienta fundamental que debe desarrollarse junto con la toma de conciencia de las responsabilidades y las consecuencias de circuitos relacionales disfuncionales.

Resumen

Entonces, según lo que se ha expuesto en el tratamiento de personas que tienen dificultades para manejar su enojo se deberán tener en cuenta los siguientes aspectos:

  • Cultivar la alianza terapéutica
  • Motivar al paciente para el cambio
  • Aumentar el manejo de la activación psicológica
  • Modificar creencias disfuncionales
  • Ampliar el repertorio de respuestas

Sobre el autor: Nicolás Genise es el coautor de Fonzo está furioso, el libro de fichas de trabajo de terapia cognitivo conductual para el control de ira en niños de 6 a 12 años.

Bibliografía

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Baumeister, R. F., Smart, L., & Boden, J. M. (1996). Relation of threatened egotism to violence and aggression: the dark side of high self-esteem. Psychological Review, 103(1), 5.

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Ellis, A., & Tafrate, R. C. (1998). How to control your anger before it controls you: Citadel Press.

Erwin, B. A., Heimberg, R. G., Schneier, F. R., & Liebowitz, M. R. (2003). Anger experience and expression in social anxiety disorder: Pretreatment profile and predictors of attrition and response to cognitive-behavioral treatment. Behavior Therapy, 34(3), 331-350.

Freud, S. (1994). Conferencias de introducción al psicoanálisis (parte I y II): Amorrortu.

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Lachmund, E., DiGiuseppe, R., & Fuller, J. R. (2005). Clinicians’ diagnosis of a case with anger problems. Journal of Psychiatric Research, 39(4), 439-447.

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Norcross, J. C., & Kobayashi, M. (1999). Treating anger in psychotherapy: Introduction and cases. Journal of Clinical Psychology, 55(3), 275-282.

Spielberger, C. (1988). Manual for the State-Trail Anger Expression Inventory (STAXI). Odessa. FL: Psychological Assessment Resources. Inc.(PAR).

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Sukhodolsky, D. G., Smith, S. D., McCauley, S. A., Ibrahim, K., & Piasecka, J. B. (2016). Behavioral interventions for anger, irritability, and aggression in children and adolescents. Journal of child and adolescent psychopharmacology, 26(1), 58-64.

Tiedens, L. Z. (2001). Anger and advancement versus sadness and subjugation: the effect of negative emotion expressions on social status conferral. Journal of personality and social psychology, 80(1), 86.

Veenstra, L., Bushman, B. J., & Koole, S. L. (2017). The Facts on the Furious: A Brief Review of the Psychology of Trait Anger. Current Opinion in Psychology.

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Personas enojadas y el desafío terapéutico

  • Nicolas Genise
  • 27/07/2017

Existen numerosas definiciones sobre qué es una emoción o sentimiento pero en si mismo, ambos términos no han sido definidos claramente. Según Greenberg el sentimiento puede ser entendido como “el darse cuenta” de las sensaciones producidas por el afecto o respuesta biológica, no consciente, de cierta estimulación. Por su parte, las emociones son entendidas como experiencias que implican la integración de diversos niveles de procesamiento. Estas dan un significado profundo a nuestra experiencia, nos dan información de aquello que para nosotros es significativo, influyendo en el qué, cómo y cuándo de las decisiones que tomamos (Greenberg 2000).

Las emociones que siente una persona no son en si problemáticas y tienen un valor funcional muy importante. Por ejemplo: el enojo, el temor, la tristeza y la culpa, entre otras, pueden ser de gran utilidad para la adaptación de la conducta de la persona a una situación particular que vive. Pero cuando la intensidad, la frecuencia y el modo, afectan significativamente la conducta de la persona, como de la gente que la rodea, las mismas pueden transformarse en un problema para ella y derivar en motivo de consulta psicológica (Howells 2003).

El enojo, como toda emoción cumple un papel importante en la vida de una persona, pero existen ocasiones en que se podrá transformar en un verdadero problema.

Cuando el enojo se logra expresar de manera constructiva y no hostil, nos dará la posibilidad de vivenciar sentimientos importantes, identificar problemas, corregir preocupaciones y motivar comportamientos efectivos. Pero, cuando es expresada de manera hostil y agresivamente o de alguna otra manera disfuncional, el enojo podrá llevarnos a problemas. El enojo (o ira en su defecto), como la hostilidad, son dos contribuyentes importantes de problemas de salud, especialmente de las enfermedades cardiovasculares.

Quienes no saben como manejar esta emoción encuentran afectada tanto sus relaciones laborales, familiares y amistades como su desempeño laboral/estudiantil. A su vez, quienes tiene dificultades para manejar el enojo también suelen experimentar con mayor frecuencia ansiedad, depresión, baja autoestima y problemas con el alcohol (Deffenbacher, Oetting, & DiGiuseppe, 2002).

La diferencias entre las personas y su facilidad para enojarse no es algo nuevo, comenzó a ser observado por los griegos alrededor del 400 AC, en ciertas personas que tenían un temperamento mucho mas colérico que otros.

Varios cientos de años después, en 1950, las investigaciones científicas comenzaron a estudiar, en mayor profundidad a la ira. Fue Charles Spielberger y sus asociados quienes introdujeron, en 1980, la teoría de rasgos de ira de la personalidad. En su teoría, la ira como estado es considerada una reacción emocional y fisiológica aguda que oscilara entre la irritación leve y la furia intensa.

Por otro lado, la ira como rasgo es considerada como una dimensión de la personalidad que muestra una tendencia crónica a experimentarla con mayor frecuencia, intensidad y duración. Es decir que aquellas personas con rasgos elevados de ira tenderán a enojarse con mayor frecuencia, intensidad, facilidad y por periodos mas largos que aquellas que tengan el rasgo de ira bajo (Veenstra, Bushman, & Koole, 2017).

El enojo, en su máxima expresión, es un estado afectivo negativo que puede incluir aumento de la excitación fisiológica, pensamientos de culpa, y una mayor predisposición hacia el comportamiento agresivo (Sukhodolsky 2016). La ira, a menudo, es provocada por frustración o por provocación interpersonal. Su duración podrá ir de unos minutos a horas y el rango de intensidad fluctuará desde una molestia leve a rabia o furia.

En la ira se podrá distinguir dos componentes: el primero de ellos es la experiencia de la ira o sentimiento interno de la misma y, el segundo, la expresión de la ira, es decir, la tendencia de un individuo a mostrar cólera, pudiendo dar rienda suelta a la misma, suprimirla o lidiar activamente con ella mediante el uso de habilidades adaptativas de control de la ira (Spielberger 1988).

La experiencia y la expresión del enojo, durante la infancia, irá modificándose a lo largo del desarrollo. Los berrinches que incluyen llorar, pisar, empujar, golpear y patear son comunes en niños de 1-4 años y varían en frecuencia de 5 a 9 veces por semana con una duración promedio de 5-10 minutos. La intensidad y el número de berrinches tenderán a disminuir con la edad, aunque los niños podrán continuar mostrando hacia fuera cólera y frustración, comportamientos que los padres a menudo etiquetan como berrinches. La disminución de la frecuencia, antes mencionada, se debe a que el niño irá desarrollando habilidades para regular sus emociones y adquiriendo modos, socialmente apropiados para expresar sus enojos (Blanchard-Fields 2008).

Según el DSM V, en la niñez las dificultades para el manejo de la ira y la irritabilidad, se encuentra directamente vinculadas con el desorden oposicionista desafiante y el desorden de conducta. A su vez, se encuentra altamente relacionada con el déficit atencional con hiperactividad, trastornos del estado del ánimo como los desordenes de ansiedad, síndrome de Tourette y el espectro autista (Sukhodolsky 2016).

Las intervenciones psicológicas deberá estar orientadas a favorecer identificar antecedentes y consecuencias, que el niño aprenda estrategias para regular su expresión de enojo, que aprenda a resolver problemas de manera adaptativa y que se favorezca la reestructuración cognitiva.

También, resultará importante incluir a los padres dentro del dispositivo terapéutico, no solo para favorecer el cumplimiento del encuadre y que nos den valiosa información sobre los problemas de conducta del niño sino que también serán una pieza fundamental para generar modificaciones en el ambiente y en patrones de comportamientos familiares donde el niño pondrá en práctica las herramientas que vaya aprendiendo en sesión.

Estos tendrán el papel de Coaches donde premiarán, de manera consistente, las respuestas o conductas no agresivas, el esfuerzo del niño para tolerar la frustración y a ayudarlo para resolver problemas. También los padres deberán ser entrenados para empezar a ignorar conectas problemáticas menores (Sukhodolsky, Denis G; Smith, Stephanie D; McCauley, Spencer A; Ibrahim, Karim; Piasecka, Justyna B 2016).

Ya en la adultez, como en muchos otros trastornos, detrás de las dificultades para controlar la ira, existen distintas creencias y actitudes que sesgan el procesamiento de la información. Di Giuseppe (1995) identificó algunas de las creencias asociadas con la ira y como estas compiten contra los objetivos terapéuticos. Veamos algunos ejemplos:

  • La ira es apropiada.
  • Baja responsabilidad personal
  • Culpa
  • Condenación
  • Justicia propia (“Tengo razón y mi reacción solo…”)
  • Creencia de catarsis (“Es mejor expresar la ira que controlarla”)
  • Creencias de que la ira funciona

Muchas veces la presencia de estas creencias favorece a que la persona no busque genuinamente superar sus dificultades en manejar la ira y terminen yendo a un tratamiento por insistencia de otros significativos. La ira no es necesariamente problemática para la persona y, como ya hemos visto, reiteradas veces suele ser apreciada (Howells 2003).

Tiedens (2001) sugirió que en muchos casos la expresión de la ira es percibida como la expresión de fortaleza y que su cumplimiento se relaciona con lo deseado. Su utilización, en el corto plazo, puede ser pensada como una influencia estratégica que la persona puede utilizar para intimidar a otra y obtener beneficios, muestra de status, fuerza y competencia, aunque a mediano y largo plazo, esta podrá ser vista como poco amigable.

Las intervenciones terapéuticas deberán estar dirigidas, en un primer momento, ha correr las numerosas barreras y dificultades, como por ejemplo la presencia de trastornos de la personalidad. También se deberá prestar suma atención a la baja o falta de motivaciones para el cambio, las metas personales del paciente, el nivel de conciencia de las consecuencias sociales, aumentar las habilidades de afrontamiento y manejo de la frustración (Sukhodolsky et al., 2016).

Referencias:

  • Blanchard-Fields, F., & Coats, A. H. (2008). The experience of anger and sadness in everyday problems impacts age differences in emotion regulation. Developmental psychology, 44(6), 1547.
  • DiGiuseppe, R. (1995). Developing the therapeutic alliance with angry clients.
  • Greenberg, L. S., & Paivio, S. (2000). Trabajar con las emociones en psicoterapia: Paidós Ibérica.
  • Howells, K., & Day, A. (2003). Readiness for anger management: Clinical and theoretical issues. Clinical Psychology Review, 23(2), 319-337.
  • Spielberger, C. (1988). Manual for the State-Trail Anger Expression Inventory (STAXI). Odessa. FL: Psychological Assessment Resources. Inc.(PAR).
  • Sukhodolsky, D. G., Smith, S. D., McCauley, S. A., Ibrahim, K., & Piasecka, J. B. (2016). Behavioral interventions for anger, irritability, and aggression in children and adolescents. Journal of child and adolescent psychopharmacology, 26(1), 58-64.
  • Tiedens, L. Z. (2001). Anger and advancement versus sadness and subjugation: the effect of negative emotion expressions on social status conferral. Journal of personality and social psychology, 80(1), 86.

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