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Personas enojadas y el desafío terapéutico

  • Nicolas Genise
  • 27/07/2017
komposita / Pixabay

Existen numerosas definiciones sobre qué es una emoción o sentimiento, pero en sí mismos, ambos términos no han sido definidos claramente. Según Greenberg, el sentimiento puede ser entendido como «el darse cuenta» de las sensaciones producidas por el afecto o respuesta biológica, no consciente, de cierta estimulación. Por su parte, las emociones son entendidas como experiencias que implican la integración de diversos niveles de procesamiento. Estas dan un significado profundo a nuestra experiencia, nos dan información de aquello que para nosotros es significativo, influyendo en el qué, cómo y cuándo de las decisiones que tomamos (Greenberg, 2000).

Las emociones que siente una persona no son en sí problemáticas y tienen un valor funcional muy importante. Por ejemplo: el enojo, el temor, la tristeza y la culpa, entre otras, pueden ser de gran utilidad para la adaptación de la conducta de la persona a una situación particular que vive. Pero cuando la intensidad, la frecuencia y el modo afectan significativamente la conducta de la persona, así como de la gente que la rodea, las mismas pueden transformarse en un problema para ella y derivar en motivo de consulta psicológica (Howells, 2003).

El enojo, como toda emoción, cumple un papel importante en la vida de una persona, pero existen ocasiones en que se podrá transformar en un verdadero problema.

Cuando el enojo se logra expresar de manera constructiva y no hostil, nos dará la posibilidad de vivenciar sentimientos importantes, identificar problemas, corregir preocupaciones y motivar comportamientos efectivos. Pero cuando es expresado de manera hostil y agresiva, o de alguna otra manera disfuncional, el enojo podrá llevarnos a problemas. El enojo (o ira, en su defecto), como la hostilidad, son dos contribuyentes importantes de problemas de salud, especialmente de las enfermedades cardiovasculares.

Quienes no saben cómo manejar esta emoción encuentran afectadas tanto sus relaciones laborales, familiares y amistades como su desempeño laboral/estudiantil. A su vez, quienes tienen dificultades para manejar el enojo también suelen experimentar con mayor frecuencia ansiedad, depresión, baja autoestima y problemas con el alcohol (Deffenbacher, Oetting, & DiGiuseppe, 2002).

Las diferencias entre las personas y su facilidad para enojarse no es algo nuevo; comenzó a ser observado por los griegos alrededor del 400 a.C., en ciertas personas que tenían un temperamento mucho más colérico que otros.

Varios cientos de años después, en 1950, las investigaciones científicas comenzaron a estudiar en mayor profundidad la ira. Fue Charles Spielberger y sus asociados quienes introdujeron, en 1980, la teoría de rasgos de ira de la personalidad. En su teoría, la ira como estado es considerada una reacción emocional y fisiológica aguda que oscilará entre la irritación leve y la furia intensa.

Por otro lado, la ira como rasgo es considerada como una dimensión de la personalidad que muestra una tendencia crónica a experimentarla con mayor frecuencia, intensidad y duración. Es decir que aquellas personas con rasgos elevados de ira tenderán a enojarse con mayor frecuencia, intensidad, facilidad y por períodos más largos que aquellas que tengan el rasgo de ira bajo (Veenstra, Bushman, & Koole, 2017).

El enojo, en su máxima expresión, es un estado afectivo negativo que puede incluir aumento de la excitación fisiológica, pensamientos de culpa y una mayor predisposición hacia el comportamiento agresivo (Sukhodolsky, 2016). La ira, a menudo, es provocada por frustración o por provocación interpersonal. Su duración podrá ir de unos minutos a horas y el rango de intensidad fluctuará desde una molestia leve a rabia o furia.

En la ira se podrán distinguir dos componentes: el primero de ellos es la experiencia de la ira o sentimiento interno de la misma y el segundo, la expresión de la ira, es decir, la tendencia de un individuo a mostrar cólera, pudiendo dar rienda suelta a la misma, suprimirla o lidiar activamente con ella mediante el uso de habilidades adaptativas de control de la ira (Spielberger, 1988).

La experiencia y la expresión del enojo durante la infancia irá modificándose a lo largo del desarrollo. Los berrinches que incluyen llorar, pisar, empujar, golpear y patear son comunes en niños de 1-4 años y varían en frecuencia de 5 a 9 veces por semana con una duración promedio de 5-10 minutos. La intensidad y el número de berrinches tenderán a disminuir con la edad, aunque los niños podrán continuar mostrando hacia afuera cólera y frustración, comportamientos que los padres a menudo etiquetan como berrinches. La disminución de la frecuencia, antes mencionada, se debe a que el niño irá desarrollando habilidades para regular sus emociones y adquiriendo modos socialmente apropiados para expresar sus enojos (Blanchard-Fields, 2008).

Según el DSM-5, en la niñez las dificultades para el manejo de la ira y la irritabilidad se encuentran directamente vinculadas con el trastorno oposicionista desafiante y el trastorno de conducta. A su vez, se encuentra altamente relacionada con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastornos del estado del ánimo como los trastornos de ansiedad, síndrome de Tourette y el espectro autista (Sukhodolsky, 2016).

Las intervenciones psicológicas deberán estar orientadas a favorecer la identificación de antecedentes y consecuencias, que el niño aprenda estrategias para regular su expresión de enojo, que aprenda a resolver problemas de manera adaptativa y que se favorezca la reestructuración cognitiva.

También resultará importante incluir a los padres dentro del dispositivo terapéutico, no solo para favorecer el cumplimiento del encuadre y que nos den valiosa información sobre los problemas de conducta del niño, sino que también serán una pieza fundamental para generar modificaciones en el ambiente y en patrones de comportamientos familiares donde el niño pondrá en práctica las herramientas que vaya aprendiendo en sesión.

Estos tendrán el papel de coaches donde premiarán, de manera consistente, las respuestas o conductas no agresivas, el esfuerzo del niño para tolerar la frustración y lo ayudarán a resolver problemas. También los padres deberán ser entrenados para empezar a ignorar conductas problemáticas menores (Sukhodolsky, Denis G; Smith, Stephanie D; McCauley, Spencer A; Ibrahim, Karim; Piasecka, Justyna B, 2016).

Ya en la adultez, como en muchos otros trastornos, detrás de las dificultades para controlar la ira existen distintas creencias y actitudes que sesgan el procesamiento de la información. DiGiuseppe (1995) identificó algunas de las creencias asociadas con la ira y cómo estas compiten contra los objetivos terapéuticos. Veamos algunos ejemplos:

  • La ira es apropiada
  • Baja responsabilidad personal
  • Culpa
  • Condenación
  • Justicia propia («Tengo razón y mi reacción solo…»)
  • Creencia de catarsis («Es mejor expresar la ira que controlarla»)
  • Creencias de que la ira funciona

Muchas veces la presencia de estas creencias favorece que la persona no busque genuinamente superar sus dificultades para manejar la ira y terminen yendo a un tratamiento por insistencia de otros significativos. La ira no es necesariamente problemática para la persona y, como ya hemos visto, reiteradas veces suele ser apreciada (Howells, 2003).

Tiedens (2001) sugirió que en muchos casos la expresión de la ira es percibida como la expresión de fortaleza y que su cumplimiento se relaciona con lo deseado. Su utilización, en el corto plazo, puede ser pensada como una influencia estratégica que la persona puede utilizar para intimidar a otra y obtener beneficios, muestra de status, fuerza y competencia, aunque a mediano y largo plazo esta podrá ser vista como poco amigable.

Las intervenciones terapéuticas deberán estar dirigidas, en un primer momento, a sortear las numerosas barreras y dificultades, como por ejemplo la presencia de trastornos de la personalidad. También se deberá prestar suma atención a la baja o falta de motivación para el cambio, las metas personales del paciente, el nivel de conciencia de las consecuencias sociales, aumentar las habilidades de afrontamiento y manejo de la frustración (Sukhodolsky et al., 2016).

Referencias:

  • Blanchard-Fields, F., & Coats, A. H. (2008). The experience of anger and sadness in everyday problems impacts age differences in emotion regulation. Developmental psychology, 44(6), 1547.
  • DiGiuseppe, R. (1995). Developing the therapeutic alliance with angry clients.
  • Greenberg, L. S., & Paivio, S. (2000). Trabajar con las emociones en psicoterapia: Paidós Ibérica.
  • Howells, K., & Day, A. (2003). Readiness for anger management: Clinical and theoretical issues. Clinical Psychology Review, 23(2), 319-337.
  • Spielberger, C. (1988). Manual for the State-Trail Anger Expression Inventory (STAXI). Odessa. FL: Psychological Assessment Resources. Inc.(PAR).
  • Sukhodolsky, D. G., Smith, S. D., McCauley, S. A., Ibrahim, K., & Piasecka, J. B. (2016). Behavioral interventions for anger, irritability, and aggression in children and adolescents. Journal of child and adolescent psychopharmacology, 26(1), 58-64.
  • Tiedens, L. Z. (2001). Anger and advancement versus sadness and subjugation: the effect of negative emotion expressions on social status conferral. Journal of personality and social psychology, 80(1), 86.
Nicolas Genise

Soy licenciado en psicologia y psicopedagogia. Cuento con una especializacion en psicoterapia cognitiva y en psicogerontologia. En la actualdad, me encuentro doctorando en psicologia en donde investigo como el terapeuta toma decisiones en una primer entrevista. Soy co-autor de "Fonzo esta Furioso"(editorial Akadia) y director de TCM (https://www.tcmcognitiva.com)

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