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¿Sigue teniendo sentido llamar a la adicción una “enfermedad cerebral”?

  • Equipo de Redacción
  • 24/09/2025

«Soy Isabel y soy alcohólica», dijo la mujer al presentarse en la sesión de terapia grupal. «Hace 22 años que no bebo.» Una de nosotras, Chrysanthi, asistía a la sesión como parte de su formación clínica. Con genuina curiosidad, preguntó: «¿Qué te hace alcohólica si no has bebido en casi un cuarto de siglo?» Isabel la miró, algo perpleja, y respondió: «Es una enfermedad. La tengo en mi cerebro».

Para Isabel (cuyo nombre ha sido cambiado aquí), comprender su adicción como una enfermedad cerebral fue liberador. Su experiencia ilustra cómo el modelo de la adicción como enfermedad del cerebro, planteado por primera vez en 1997 por el psicólogo estadounidense Alan Leshner, probablemente ha ayudado a algunas personas con problemas de adicción a sentir menos culpa y autorreproche. Este modelo otorgó legitimidad científica a un concepto más antiguo, popularizado por Alcohólicos Anónimos, que describía la adicción como una enfermedad crónica que requería apoyo espiritual y comunitario, en lugar de castigo y vergüenza. Al despojar a ese concepto de sus elementos espirituales y morales, el modelo de enfermedad cerebral buscaba eliminar de una vez por todas el estigma que rodeaba a la adicción: la ciencia demostraría que se trata de una disfunción cerebral, no de un defecto de carácter.

De hecho, reducir el estigma fue uno de los objetivos explícitos del modelo de la adicción como enfermedad cerebral. Al mismo tiempo, introdujo una nueva forma de explicar la adicción, como una condición crónica y recurrente causada por alteraciones en la estructura y función del cerebro. Surgió de un cambio cultural más amplio que comenzó en la década de 1960 y culminó en los años noventa con la llegada de las técnicas de neuroimagen, que dieron cada vez más protagonismo a la neurociencia en la comprensión de los trastornos mentales. Este modelo influyó en las prioridades de investigación en todo el mundo. Se esperaba que descifrar las causas biológicas de la adicción llevara a tratamientos más efectivos, incluidas intervenciones dirigidas a procesos neurobiológicos o neuroquímicos específicos.

Casi tres décadas después, es importante evaluar si este modelo ha cumplido sus promesas. ¿Sigue siendo el mejor enfoque para entender la adicción? ¿Justifican sus resultados haber educado a generaciones enteras de pacientes, familias y clínicos a verla principalmente como un problema de patología cerebral individual?

Al despojar a ese concepto de sus elementos espirituales y morales, el modelo de enfermedad cerebral buscaba eliminar de una vez por todas el estigma que rodeaba a la adicción: la ciencia demostraría que se trata de una disfunción cerebral, no de un defecto de carácter

La respuesta corta es que no lo ha hecho. Tras innumerables estudios que hallaron diferencias neurobiológicas débiles entre personas con trastornos por consumo de sustancias y aquellas sin ellos, no se han identificado biomarcadores fiables para el diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento personalizado. Los tratamientos más efectivos para la adicción son de tipo psicosocial –incluyendo grupos de apoyo entre pares y terapia– o se desarrollaron mucho antes de que surgiera este modelo. Por ejemplo, la FDA aprobó la metadona para el trastorno por consumo de opioides en los años 70, y la naltrexona en los 80. La buprenorfina fue aprobada a principios de los 2000, justo cuando el modelo ganaba fuerza, pero sin relación directa con él.

Aunque testimonios como el de Isabel no son infrecuentes entre personas con adicción, el impacto del modelo sobre el estigma es más complejo de lo que suele asumirse. Investigaciones recientes muestran que aceptar este modelo no reduce de manera sustancial el estigma en la población general, ni disminuye el apoyo a respuestas punitivas frente a la adicción. En algunos casos, la idea de que alguien “tiene una enfermedad cerebral” podría incluso reforzar el estigma, alimentando el pesimismo sobre las posibilidades de recuperación y reduciendo la sensación de agencia personal. Medicalizar una condición no la desestigmatiza automáticamente; de hecho, las etiquetas de enfermedad pueden ser en sí mismas altamente estigmatizantes, como se observa en condiciones como el VIH/Sida.

También hubo problemas conceptuales fundamentales al enmarcar la adicción como una enfermedad cerebral. El doble propósito del modelo –ser una teoría etiológica y a la vez una herramienta para reducir el estigma– mezcló dos preguntas distintas: ¿es la adicción una enfermedad cerebral?, y ¿llamarla así ayuda a reducir el estigma? Esto generó confusión conceptual, ya que cuestionar la validez del modelo suele confundirse con apoyar una visión moralista de la adicción o perpetuar el estigma. Pero una teoría científica debe evaluarse por sus propios méritos: si ofrece o no una explicación necesaria y suficiente del fenómeno, y si genera predicciones comprobables empíricamente.

En los años 2000, la adicción se comparaba con enfermedades como el Alzheimer o los accidentes cerebrovasculares. Se creía que resultaba de una vulnerabilidad genética combinada con cambios inducidos por las drogas en regiones cerebrales relacionadas con la recompensa, el control de impulsos y las emociones negativas. Estos cambios duraderos se consideraban los principales responsables de las recaídas y se convirtieron en objetivos clave en la búsqueda de nuevos fármacos.

Los elementos centrales del modelo se condensan en la metáfora del “cerebro secuestrado”, popular tanto en la ciencia como en los medios. Según esta metáfora, el consumo crónico de drogas “secuestra” el sistema motivacional del cerebro, haciendo que consumir se vuelva irresistible pese a sus consecuencias negativas.

Tras innumerables estudios que hallaron diferencias neurobiológicas débiles entre personas con trastornos por consumo de sustancias y aquellas sin ellos, no se han identificado biomarcadores fiables para el diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento personalizado

Pero incluso estos elementos básicos han sido cuestionados. El grado de pérdida de control en la adicción ha sido puesto en duda, pues los síntomas responden notablemente a intervenciones psicosociales. El manejo de contingencias, por ejemplo, que utiliza el refuerzo positivo para incentivar la abstinencia, es altamente efectivo en diversos trastornos por consumo y sigue siendo el tratamiento de primera línea para aquellos sin medicamentos aprobados, como los trastornos por consumo de estimulantes. A diferencia de enfermedades cerebrales paradigmáticas como el cáncer cerebral, la adicción puede modificarse por el deseo de mejorar. Y aunque los trastornos por consumo pueden ser crónicos y difíciles de tratar, también existe evidencia de que muchas personas se recuperan sin recaídas. Estos hallazgos desafían la idea de la adicción como inherentemente crónica y recurrente.

Además, los cambios cerebrales asociados con la adicción no han demostrado ser lo suficientemente fiables ni específicos como para tener valor clínico. Actualmente, no existe una “firma neural” que permita distinguir con certeza el cerebro de una persona con adicción del de una sin ella. Algunos defensores del modelo sostienen que, con suficiente tiempo y recursos, la neurociencia ofrecerá conocimientos mecanicistas y mejores tratamientos. Sin embargo, tras décadas de investigación intensiva, ese optimismo parece poco realista.

Con los fundamentos del modelo cada vez más difíciles de defender en términos empíricos, sus defensores suelen recurrir a una visión más amplia: la adicción debe ser una enfermedad cerebral porque involucra al cerebro. Pero ningún científico discute seriamente que el cerebro está implicado en la adicción (o en cualquier trastorno mental), de modo que este argumento resulta trivial. Reconocer que toda actividad mental implica actividad cerebral, sin identificar disfunciones específicas, consistentes y tratables, no mejora la comprensión ni el tratamiento de la adicción. Esta visión amplia implicaría además que cualquier proceso que dé lugar a síntomas a través de mecanismos neurobiológicos calificaría como enfermedad cerebral. Sin embargo, eventos vitales negativos como una separación o una pérdida también pueden detonar síntomas depresivos mediante cascadas neurobiológicas, y nadie consideraría estos eventos una enfermedad cerebral.

No deberíamos olvidar lo que ya sabemos que ayuda en la vida de las personas: acceso gratuito e incondicional a tratamiento médico y psicológico, vivienda estable y apoyo comunitario para combatir la soledad

En el fondo, el modelo buscaba explicar la adicción con datos objetivos del cerebro, evitando lidiar con los aspectos subjetivos de la experiencia humana. Probablemente fracasó porque pasó por alto una realidad fundamental: no se puede quitar lo “mental” de los trastornos mentales. Los cambios cerebrales observados en estos trastornos obtienen su estatus disfuncional no al compararse con un cerebro “normal”, sino por la disfunción mental que supuestamente producen.

Algunos investigadores han sugerido que esos cambios cerebrales podrían no indicar una patología cerebral en sí, sino el reflejo de procesos normales de aprendizaje que se desvían a nivel conductual. El neurocientífico Marc Lewis, por ejemplo, ha propuesto que dichos patrones se arraigan no tanto por daño cerebral, sino por la falta de acceso a fuentes alternativas de recompensa –relaciones significativas, oportunidades educativas o empleo estable–. Esta es solo una de varias explicaciones complementarias que no dependen de anomalías cerebrales irreversibles para dar cuenta de la adicción.

Seguir presentando la adicción principalmente como un problema cerebral individual oscurece los factores sociales más amplios que intervienen, como la pobreza, el racismo sistémico y la desigualdad. Basta con observar la epidemia de opioides en EE.UU.: las fuerzas principales que la impulsaron fueron sociales y estructurales, no biológicas ni individuales, incluyendo la agresiva mercadotecnia farmacéutica y la desindustrialización. Esto sugiere que las respuestas efectivas a la adicción requieren abordar las condiciones estructurales que generan y sostienen la vulnerabilidad, en lugar de buscar una patología cerebral aún no identificada.

En la búsqueda de avances científicos, no deberíamos olvidar lo que ya sabemos que ayuda en la vida de las personas: acceso gratuito e incondicional a tratamiento médico y psicológico, vivienda estable y apoyo comunitario para combatir la soledad. La evidencia respalda estas medidas, pero siguen siendo insuficientemente implementadas.

En los meses posteriores a su encuentro, Chrysanthi llegó a conocer mejor a Isabel y comprendió que el modelo de la enfermedad cerebral le había brindado una narrativa útil en un momento de gran necesidad, cuando Isabel lidiaba con sentimientos de culpa, odio hacia sí misma y alienación. Pero es posible aliviar esos sentimientos sin afirmar que la adicción es una parte irreversible de su identidad.

Cuando Isabel regresó al grupo, quedó claro para ambas que lo que sostenía su recuperación no era el marco conceptual en sí, sino haber encontrado nuevamente sentido y sentirse vista, escuchada y comprendida por otros. Esto es lo que la psiquiatría corre el riesgo de perder de vista en su obsesión por ubicar la patología cerebral exacta: las intervenciones que ayudan a las personas a sentirse y estar mejor no siempre necesitan recurrir a la biología.

Autoras:

  • Chrysanthi Blithikioti es investigadora posdoctoral en el Departamento de Psicología General de la Universidad de Padua, en Italia, especializada en psicología y neurociencia. Su trabajo se centra en evaluar intervenciones psicosociales en los trastornos por consumo de sustancias y trastornos psicóticos, con el objetivo de mejorar los resultados en salud mental a través de enfoques basados en la evidencia.
  • Ioana Alina Cristea es profesora asociada de psicología clínica en el Departamento de Psicología General de la Universidad de Padua, en Italia. Su trabajo aplica la meta-investigación –métodos que estudian cómo se planifica, conduce y reporta la investigación– a preguntas de relevancia clínica, como cómo desarrollar, mejorar o evaluar de manera más sólida los tratamientos en salud mental.

Artículo publicado en Psyche y traducido y adaptado al español por David Aparicio.

Equipo de Redacción

Equipo editorial de Psyciencia.com

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  • Neurociencias

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