En 2023, el Journal of the Royal Society of Medicine publicó un artículo que desató un intenso debate en la comunidad psiquiátrica y psicológica. Firmado por Roger Mulder y Peter Tyrer —dos de los investigadores más influyentes en el estudio y la clasificación de los trastornos de la personalidad—, el texto sostiene que el diagnóstico de trastorno límite de la personalidad (TLP) carece de una base científica sólida y que su uso clínico ha generado más confusión y estigma que comprensión.
Los autores argumentan que el término borderline, originado hace más de sesenta años, se ha convertido en una etiqueta imprecisa que agrupa manifestaciones emocionales y conductuales muy diversas, sin describir un patrón estable de rasgos de personalidad. Según Mulder y Tyrer, lo que alguna vez se consideró una categoría diagnóstica útil hoy actúa como un “concepto tóxico” que oscurece la comprensión clínica, dificulta la investigación y refuerza actitudes discriminatorias hacia los pacientes.
La crítica no se limita a una cuestión terminológica. Los autores plantean que seguir utilizando el diagnóstico de TLP impide avanzar hacia modelos más precisos y dimensionales, como los propuestos en el ICD-11 y el DSM-5 Alternative Model of Personality Disorders, que priorizan la evaluación de la severidad y los rasgos de personalidad por encima de categorías rígidas. Desde esta perspectiva, abandonar el término borderline no significaría negar la existencia del sufrimiento emocional que describe, sino reemplazar una etiqueta estigmatizante por un enfoque más empático, científico y clínicamente útil.
He traducido y adaptado el texto para que puedan leerlo y comentarlo. Las referencias de todo el paper pueden descargarlas desde aquí.
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Hace veinte años, George Vaillant, en un artículo titulado “El comienzo de la sabiduría es nunca llamar a un paciente ‘borderline’”, señaló que el diagnóstico de trastorno límite suele reflejar más el estado afectivo del clínico que una evaluación cuidadosa. Esta no era una opinión aislada, pero sostenemos que poco ha cambiado desde entonces, y que el término borderline, en el contexto de la personalidad, se ha convertido en un término tóxico que está obstaculizando el progreso en la investigación y el tratamiento.
La única característica precisa del término borderline es su propio nombre, una palabra que describe acertadamente su completa falta de especificidad. Surgió hace más de sesenta años para referirse a pacientes que se encontraban en la frontera entre la neurosis y la psicosis, y que podían ser susceptibles de tratamiento mediante el psicoanálisis. No es de sorprender que sus criterios diagnósticos no sean disposiciones estables de la personalidad, sino síntomas y conductas fluctuantes.
La tríada compuesta por ánimo inestable, relaciones erráticas y conductas perturbadas puede identificarse con facilidad, pero eso no la convierte en un trastorno de la personalidad; una alteración crónica del sueño produce los mismos síntomas. Un aspecto constante e indiscutido del verdadero trastorno de personalidad es la presencia de rasgos —características que reflejan el funcionamiento individual— que suelen mantenerse estables a lo largo del tiempo y que, cuando la alteración se convierte en trastorno, resultan desadaptativos. Las características ampliamente fluctuantes de la inestabilidad emocional no encajan dentro de este paradigma.
El diagnóstico de borderline o trastorno de personalidad emocionalmente inestable en la importante revisión del DSM-III de 1980 fue introducido únicamente como un compromiso poco elegante para satisfacer a los psicoanalistas que se sentían incómodos con un sistema de clasificación sin base teórica. Las revisiones del ICD-10 y del DSM-IV pusieron en evidencia los fracasos de las etiquetas previas. Ambos comités de clasificación favorecieron una representación dimensional de la patología de la personalidad, más coherente con la evidencia actual.
Este modelo implica que las características centrales de una personalidad anómala deberían estar presentes, aunque en menor grado, a lo largo de todo el espectro de alteraciones de la personalidad. Tanto las clasificaciones más recientes —el ICD-11 (Organización Mundial de la Salud) como el Modelo Alternativo de Trastornos de la Personalidad del DSM-5 estadounidense— incluyen dominios de rasgos que se vinculan bien con los conocidos cinco grandes dominios de la personalidad normal (Big Five). Todos los intentos por identificar un factor borderline han fracasado. Si el borderline fuera realmente un trastorno de la personalidad, no quedaría fuera de este sistema.
Muchos clínicos y pacientes se sienten identificados con las descripciones diagnósticas de los rasgos borderline, ya que estos son fáciles de reconocer y muy frecuentes desde la adolescencia; además, el diagnóstico ofrece una aparente sensación de certeza frente a síntomas y conductas complejas e intangibles. Sin embargo, cualquier aspecto positivo se ve superado por sus contradicciones y la confusión generada por el solapamiento con otros trastornos. Es un diagnóstico difuso, una especie de mezcla amorfa (mushy blancmange) que abarca demasiada patología como para tener un valor real. Aunque los síntomas borderline pueden tener sentido como síndrome examinado de manera aislada, se diluyen en un factor general cuando se modelan junto a otros trastornos de la personalidad.
El solapamiento de las características borderline con casi todos los demás trastornos psiquiátricos —especialmente el TDAH, el trastorno bipolar y otros trastornos del estado de ánimo— también enturbia aún más el panorama diagnóstico. Tanto los grupos de trabajo del ICD-10 como los del ICD-11 rechazaron incluir el término borderline y la “inestabilidad emocional” en sus clasificaciones, pero fueron presionados por poderosos grupos de influencia. No solo la industria farmacéutica puede incidir en la práctica diagnóstica.
Dado que los criterios diagnósticos son excesivamente amplios —incluyendo síntomas de ansiedad y depresión, alteraciones de la identidad y rasgos psicóticos—, incluso en ausencia de una verdadera patología de la personalidad podría emitirse un diagnóstico de borderline. Hacerlo, sin embargo, oscurece la comprensión de la patología más que aclararla.
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Uno de los principales argumentos a favor del diagnóstico de trastorno límite de la personalidad es que estaría vinculado a tratamientos específicos. Sin embargo, la evidencia sobre su eficacia ha sido exagerada. Cuando se elimina la pátina terminológica —términos como dialéctica, mentalización, formación de esquemas o transferencia—, los tratamientos ofrecidos resultan ser esencialmente los mismos que se aplican para el malestar psicológico general y la disfunción emocional, solo que bajo un nombre innecesariamente nuevo: manejo clínico estructurado (structured clinical management).
Los métodos utilizados para reducir el malestar son transdiagnósticos y aplicables a todos los pacientes. Ningún medicamento ha demostrado beneficios consistentes en el tratamiento del trastorno límite de la personalidad, y los dos estudios más amplios y mejor diseñados —con olanzapina y lamotrigina— fueron inequívocamente negativos.
A pesar de ello, casi todos los pacientes con este diagnóstico reciben no solo uno, sino múltiples fármacos psicotrópicos, y varias guías estadounidenses continúan recomendando combinaciones farmacológicas para este trastorno. Una revisión Cochrane recién publicada concluyó que “ninguna terapia farmacológica parece ser eficaz para tratar específicamente la patología del TLP”.
El uso indiscriminado del término borderline en múltiples contextos es una fuente importante de estigma. Las personas con inestabilidad emocional —un síndrome que sin duda existe, pero que se entiende mejor como un trastorno del estado de ánimo— suelen ser combativas y, a menudo, elocuentes al buscar atención. Emplean lo que antes se denominaban defensas inmaduras, como la escisión y la proyección. Dicho de forma más sencilla, pueden distraer e irritar al clínico.
Existen muchas otras razones por las que los pacientes pueden desafiar a sus médicos, pero en el clima actual, ese tipo de comportamiento —ya sea en servicios de urgencias, consultas de atención primaria o entornos psiquiátricos— suele provocar miradas de fastidio, gestos cómplices y comentarios en voz baja como “otro borderline”, que anticipan intervenciones inapropiadas y carentes de empatía. Los profesionales de la salud son, lamentablemente, los principales responsables de perpetuar este estigma y de las reacciones defensivas o de enojo que provoca.
Como consecuencia, los pacientes etiquetados de esta manera son percibidos como más difíciles de manejar, incluso cuando su comportamiento no difiere del de otros pacientes sin esa etiqueta diagnóstica. Esto también dificulta el reconocimiento de otros trastornos psiquiátricos —como depresión, ansiedad o TDAH— en quienes han sido diagnosticados con “patología borderline”.
Los pacientes relatan con frecuencia que, al mencionar otros problemas, reciben respuestas como: “todo esto forma parte de tu diagnóstico de inestabilidad emocional” o “cuando resolvamos el problema borderline, esos síntomas desaparecerán”. Es casi como si la mera sospecha de patología borderline desvalorizara todos los demás síntomas, no solo los psiquiátricos, sino también los médicos, bajo la suposición de que son exagerados o distorsionados, y que pueden descartarse para atender a pacientes considerados más “merecedores” de cuidado.
Cada vez con mayor frecuencia, la simple mención de la inestabilidad emocional en la correspondencia clínica de un paciente se utiliza como motivo para excluirlo de diversos servicios de salud mental, bajo pretextos poco sólidos como “comportamiento inapropiado” o “incongruencia diagnóstica”. Esto no hace más que aumentar la sensación de alienación que muchos pacientes ya experimentan.
El hecho lamentable es que, hoy en día, cualquier referencia a la inestabilidad emocional se ha convertido en una de las principales razones para negar tratamiento en numerosos servicios psiquiátricos. Esto refuerza la idea de que el diagnóstico de borderline se está utilizando, cada vez más, como un criterio de exclusión, lo cual intensifica el sentimiento de rechazo y enojo entre quienes lo padecen.
Dado que solo una fracción muy pequeña de las derivaciones potenciales puede ser atendida por servicios especializados, la experiencia de rechazo y la consecuente frustración se están convirtiendo en la norma.
La nueva clasificación del trastorno de personalidad en el ICD-11 propone una evaluación mucho más amplia que la mera verificación de criterios operativos del diagnóstico borderline. Esta clasificación dimensional —que parte de la idea de que todos nos ubicamos en un espectro de personalidad— permite una valoración más matizada de la psicopatología del paciente, y supera con creces los límites del concepto tradicional de borderline.
El enfoque clínico comienza evaluando el nivel de gravedad de la disfunción de personalidad, que se clasifica en cuatro grados de severidad para establecer el diagnóstico. Luego, este se califica según la presencia de uno de cinco dominios de rasgos, similares a los Big Five de la personalidad normal. Se ha añadido un “especificador de patrón borderline” para aquellos profesionales que aún consideran necesario conservar el síndrome, aunque toda la patología relevante puede describirse dentro del marco del ICD-11 sin requerir ese término.
La mayoría de los pacientes se presentan de forma aguda en los servicios de urgencias tras conductas autolesivas o crisis similares, y es probable que correspondan a un trastorno de personalidad de gravedad moderada, caracterizado por disfunciones en múltiples áreas del funcionamiento y las relaciones, con frecuencia asociadas a daño hacia sí mismos o hacia otros y deterioro significativo en la vida cotidiana.
Una formulación clínica más sofisticada podría conducir a intervenciones diferenciadas, en lugar de aplicar un protocolo estandarizado igual para todos —que, previsiblemente, produce resultados similares—. Por ejemplo:
- Los pacientes con borderline menos severo, dominado por afectividad negativa, podrían beneficiarse de terapias menos estructuradas e intensas, posiblemente en formato grupal.
 - Aquellos con signos de desinhibición o rasgos disociales podrían requerir un tratamiento individual altamente estructurado y transparente, con límites claros.
 - Los pacientes con alteraciones de identidad o disociación podrían necesitar abordajes más enfocados en el trauma.
 
Estas consideraciones son, evidentemente, especulativas; sin embargo, seguir agrupando a todos los pacientes bajo el diagnóstico de borderline impide avanzar hacia modelos de tratamiento personalizados y más efectivos.
El diagnóstico de trastorno límite o de trastorno de personalidad emocionalmente inestable se utiliza de forma amplia e inapropiada. Aporta poca información útil, genera confusión e incertidumbre, y produce un enorme estigma. No tiene base en el estudio científico de la personalidad y se emplea indiscriminadamente para describir una gran variedad de interacciones humanas negativas, cuyas causas van mucho más allá del funcionamiento de la personalidad —desde simples desacuerdos hasta rupturas funcionales completas—.
Debido a su uso excesivo y a su falta de precisión científica, la comprensión, manejo y tratamiento específico de este grupo de condiciones se ha visto gravemente comprometido, convirtiéndose en un obstáculo importante para el progreso clínico.
El término borderline ya no tiene cabida en la práctica clínica moderna.