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Publicaciones por autor

Patricio Leone

4 Publicaciones
Psicólogo, docente, runner y administrador del reconocido grupo de Facebook: Psicólogas y Psicólogos de Argentina, Un grupo para debatir, intercambiar experiencias, compartir información sobre jornadas, encuentros, conferencias y todo tipo de actividad académica.
  • Artículos de opinión (Op-ed)

El síndrome de la última pija

  • Patricio Leone
  • 24/07/2015

Dos cosas me llamaban la atención de ella.

Era diminuta.

Muy.

Y venía siempre con un tapadito de paño verde.

Algo más: era apática al calor.

No importaba la temperatura, se acomodaba en el diván, y se cubría con su tapadito.

Recuerdo que la atendía en un consultorio totalmente vidriado que daba al Oeste.

También recuerdo una tarde asfixiante, con un sol indomable, en la que el equipo de aire bramaba, intentando complacerme.

Entró, se recostó, se cubrió con su tapadito verde, giró la cabeza y me dijo, tenue pero firme:

  • ¿Se podrá apagar el aire?

Casi le grito que no, pero me levanté, apagué el aire, obediente, y el Consultorio comenzó a parecerse al Hades.

  • Gracias – me dijo, y creí percibir una media mueca burlona.

Mi cuaderno quedó rápidamente borroneado por las viscosas gotas de sudor que se despeñaban de mi frente.

Era bella.

Muy.

Con una sagacidad cínica y una melódica forma de construir oraciones, que me fascinaba.

Pero no tenía suerte con los hombres.

Desfilaban, huidizos, breves, inconsistentes, luego de un sexo random que la insatisfacía.

Y volvía a su Ex, ese al que demolía, ese que la aburría, ese sin valor.

  • Volví con mi Ex.

  • Yo recuerdo mal, o ¿dijiste que no soportabas ni nombrarlo?

  • Con mis Amigas desarrollamos un concepto. Lo llamamos “El Síndrome de la Última Pija”

Casi me caigo del sillón.

Luego de acallar la carcajada, le pedí que se explayara.

  • Eso – me dijo, entre orgullosa por mi risa, y abatida por la solidez de lo que iba a decir

– Una termina con su pareja, porque ya no aguanta más esa relación tediosa, y comienza a buscar. Lo que viene es tan hostil, tan repugnante, tan nada, que vuelve, resignada, a… la última pija. Está ahí, a mano. Ya la conocemos, nos conoce, no hay que trabajar, no hay que fingir, no hay sorpresas.

  • ¿Y no apostás a otras pijas? – pregunté, completamente metido en el relato.

– Me gustaría, pero hay días que no doy más…

Era inteligente.

Muy.

Y buscaba otra cosa.

– No voy a venir más – me dijo – No sos lo suficientemente lacaniano.

La miré con una sonrisa que preparaba desde hacía tiempo.

– Si ese es el motivo, no tengo nada que decirte. Francamente, no lo soy.

Nos abrazamos, sin pompas, y se fue.

Al tiempo, recibí un llamado suyo:

– Hola, Patricio. ¿Puedo retomar mi Terapia?

Convinimos un horario.

Llegó, con su tapadito de paño verde, animada.

– ¿Voy directo al diván? – me preguntó.

  • No. Antes respondeme algo. ¿Esta escena no se parece mucho al “Síndrome de la Última Pija”?

Quedó perpleja.

Pensó un momento, callada, recóndita, inabordable.

– Tenés razón – dijo, abrumada -. ¿Te tengo que pagar?

  • No. No hace falta. Así está muy bien.

Se fue, con sus pasitos exiguos, verdemente diminutos, y nunca más volví a verla.

Ella me enseñó que esa sórdida tentación de repetir es tan potente, tan invisible, tan astuta, que sólo la Clínica puede hacer algo para desactivarla.

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  • Artículos de opinión (Op-ed)

Aquella paciente, la de las masitas

  • Patricio Leone
  • 24/10/2014

Llegó al consultorio un día como cualquier otro.

Un día ordinario.

Un día del que no recuerdo otra cosa que no sea que ella vino.

Vestida de negro, apoyada en un bastón casi a modo de placebo, encorvada, reseca.

Caminó unos pasos breves y sosegados, al tiempo que yo iba hacia ella

Me dio un beso sin sonido y se sentó.

— Es la primera vez que vengo a un psicólogo – dijo.

— Cuénteme – le respondí.

Y así fue que empezó a deshilar una vida de pesares, aflicciones y congojas.
Una vida triste de esa tristeza sin épica, esa tristeza deslucida, esa tristeza que hasta avergüenza.

Y así fue que empezó a deshilar una vida de pesares, aflicciones y congojas

La escuchaba sin distracciones, concentrado en un relato que volvería decenas de veces a lo largo de los años. La escuchaba sombrío.

— Nunca fui feliz – me dijo, mirando el escritorio.

— Siempre se puede intentar – dije, estúpidamente

Levantó la vista, divertida, y con una risita descascada me dijo:

— Me conformo con sufrir lo menos posible.

Vino durante tres años.

Solo faltaba si le surgía algo realmente impostergable, o por problemas de salud.
Nunca la vi llorar, ni siquiera cuando luchábamos a brazo partido contra los recuerdos más borrascosos.

A los dos años de venir, se cayó.

Diagnóstico: fractura de cadera.

Con la movilidad severamente reducida, comencé a verla en su casa.

Domingos a las 11 de la mañana.

Siempre me esperaba con masitas y café.

— ¿Por qué no fui nunca a un psicólogo? – me dijo un día– Si hubiera sabido…

Pocas caricias me han hecho, tan caricia.

La relación se fue estrechando.

Cada tanto, me llamaba a la tarde y me decía:

— Licenciado, ¿podrá venir hoy a la noche? Estoy muy mal.

Y yo, que había comenzado el consultorio a las 8 y lo terminaba a las 22, me iba hasta la casa, a sesiones que durarían hasta la medianoche, desoyendo a mi cuerpo, que me imploraba descanso.

Un día me acercó un objeto y me dijo:

— Esto es para usted.

Es la soledad, licenciado. A veces tengo ganas de morirme…

Era la llave del edificio.

— Es mucha responsabilidad – atiné a resistirme.

— Déjese de embromar. Agárrela. No le vaya a decir nada a mi hija. Si se entera, me mata…

A pesar del intenso trabajo, su desánimo persistía.

Las cuestiones fácticas son tan obcecadas…

— Es la soledad, licenciado. A veces tengo ganas de morirme…

— Oiga –le respondía–, mire que vengo invicto. Y quiero terminar así.

Se sonreía, complaciente, y me decía:
– Quédese tranquilo. Mire si me voy a suicidar a esta edad…

Un día, otro día vulgar, sin huellas, recibí un llamado:

— Licenciado, mi mamá está internada. Tuvieron que amputarle la pierna de urgencia por una trombosis.

Fui a verla, pero estaba inconsciente o dormida, que en estos casos es, miserablemente, lo mismo.

— Esto le pasó porque es una cabeza dura –me dijo la hija, enojada–. Dejó de tomar el anticoagulante.

Lo habíamos hablado mil veces. Hasta se lo hice tomar en mi presencia, retándola.

Pero argumentaba que le provocaba dolores.

Volví el domingo, en esa hora de desasosiego en la que tarde y noche se conjugan para agobiarnos.

No había nadie.

Entré.

La vi, y una oleada filosa me recorrió el ánimo.

Me sonrió, y en esa misma sonrisa, supe que ella ya lo había decidido.

— ¿Es familiar? –me sobresaltó a los gritos una mucama que venía con la comida. Un consomé tan débil como ella, ahí, derramada.

— No. Soy su psicólogo.

La mujer me miró con una expresión indescifrable y me dijo:

— ¿Quiere darle de comer? Porque con nosotros no hay caso.

— Por favor – le respondí.

Nuestra profesión es, antes que nada, una oportunidad

Y ahí nos quedamos los dos, en ese acto tan íntimo, tan intenso, tan nuestro, tan final.

— A mí no me puede decir que no.

Se sonrió, con una sonrisa minúscula, y alcanzó a tomar un par de cucharadas.

Me quedé sentado en la cama, estrechándole la mano, acariciándola con el pulgar.
Cuando se quedó dormida, le di un beso tenue y me fui.

En el auto, me quedé sentado un rato tan largo como mi desaliento.
Al día siguiente, recibí el previsible mensaje de texto.

Todavía guardo sus memorias, dos hojas de cuaderno escritas a mano, con una letra tímida y convulsa.

Hay días en los que extraño sus masitas del domingo.
Son esos días en los que pienso que nuestra profesión es, antes que nada, una oportunidad.

Artículo previamente publicado en el grupo Psicologas y Psicologos de Argentina y publicado en Psyciencia con permiso del autor. 

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Sin categoría

Yo no creo en la psicología…

  • Patricio Leone
  • 24/06/2014

Mi tío Coco era un tipo bastante singular.

No voy a decir malo, o perverso, porque no alcanzaba esos estándares, pero sí prejuicioso, áspero, y bastante descalificador.

Cuando me recibí, hice una Reunión en casa. En un momento se me acerca, con esa sonrisa tan suya que nunca auguraba nada bueno, y me dice:

– ¿Qué mierda estudiaste? ¿Para qué te va a servir? Vos tenés que hacer como Beti, que estudia para Contadora. ¡Eso es una Carrera! ¡Lo tuyo es cualquier cosa!

– No sé, Tío – alcancé a decirle, perplejo – A mí me gusta.

Vos tenés que hacer como Beti, que estudia para Contadora. ¡Eso es una Carrera!

Hizo un gesto despectivo con la mano, se dio media vuelta, y volvió a incorporarse a la reunión.

Mi Tío Coco era tornero, hijo de Gallegos, tenía una carpintería en la que se amasijaba todo el día

Si tenía algún problema, se lo guardaba. De última, se iba a jugar a las bochas al club, se tomaba una Hesperidina, y eso lo despejaba. Ir al Psicólogo era algo que no entraba en su angosta cosmovisión. 

No creía en la Psicología. 

Los que iban al Psicólogo iban a tirar la plata, a perder el tiempo, o eran putos. 

El menemismo lo destruyó. Su trabajo en la carpintería fue mermando y, sumado a la muerte de sus padres, y a una sucesión mal encarada, terminó endeudado hasta la ruina, alejado de sus hermanas, y comenzó su debacle. Se volvió taciturno, hosco, silencioso. Una sombra.

Una noche, mi tía, en medio del sueño, escuchó unos ruidos en el patio. Tanteó la cama, y vio que mi tío no estaba. Abrió la persiana con un presagio urgente, y lo vio, arrodillado, en calzoncillos, llorando un llanto quieto, con su revólver apoyado en la sien.

El grito de mi tía trajo a mi primo a la escena y, entre ambos, lograron convencerlo de que no lo hiciera.

Al día siguiente, me llamaron, y Marcela, que trabajaba en Hospital, y tenía algunos contactos, logró que lo internaran en el Alvear. Ella estuvo muy presente en aquel proceso. Mi tío la quiso mucho, tanto como la valoró, creo que más que a mí, aunque esa medida sea más bien exigua.

Diagnóstico: Depresión.

Los psicólogos me salvaron la vida

Fue un proceso largo y pedregoso. Cuando salió, restablecido, consiguió un trabajo, y organizó nuevamente su vida.

Mi tío Coco ya falleció, pero me guardo a fuego las palabras que me dijo, calado en lágrimas, avergonzado, cuando se recuperó:
– ¿Qué cosa, no? Pensar lo que te dije cuando te recibiste, y resulta que Marcelita y los Psicólogos me salvaron la vida.

– Ya está, Tío, ya está – le dije, palmeándole un brazo – lo importante es que estás bien.

Cuando alguien me dice, con sorna y superioridad, que la Psicología no sirve, o que no cree en esas cosas, siempre me acuerdo de mi tío Coco.

Y no puedo evitar sonreír.

Post previamente publicado  en el Grupo de Facebook: Psicologas y Psicologos en Argentina y publicado en Psyciencia con el permiso del autor.

Imagen: Hartwing (Flickr)

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  • Artículos de opinión (Op-ed)

La primera paciente que atendí

  • Patricio Leone
  • 09/10/2013

La primera paciente que atendí, recién, recién recibido, a la segunda sesión, me trajo un chocolate.

Hubiera preferido que me trajera una serpiente de cascabel con Gripe A.

Yo miraba el chocolate, la miraba a Ella, sentía como millares de textos giraban y giraban en mi cabeza, sin que ninguno me diera una respuesta.

Así pasaron interminables 10 segundos, hasta que agarré el chocolate, lo puse al costado del escritorio y le dije:

– Te escucho.

———————————————————————————————————————————————————

Un domingo a la tarde, a punto de raviolar con mi familia, suena mi celular (que no se apaga NUNCA).

– Hola, licenciado. Soy X. Quería despedirme de Usted. Quería decirle que fue muy bueno conmigo y que me llevo el mejor recuerdo suyo. Ahora estoy yendo para el paso a nivel (vías del tren) del que le hablé la otra vez. Gracias por todo.

Otra vez el carrousel de textos en mi cabeza. Mudos. Veloces, pero Mudos.

– Tenés 10 minutos, nada más que 10 minutos para mí? Es lo único que te pido. – le dije.

———————————————————————————————————————————————————

Aguas Verdes. Vacaciones.

Suena mi celular (¿les dije que no se apaga NUNCA?). Una voz femenina me dice:

– Hola, soy la esposa de X, su paciente. Quería felicitarlo porque hizo muy bien su trabajo y logró separarlo de mí. Ahora Usted va a ser el responsable de mi Muerte.

Yo, que ya sabía que el desfile de textos me iba a dejar más en pelotas que una galleta de arroz, apenas atiné a decirle, mientras la señal iba y venía, y la conversación se entrecortaba:

– Hola, X! No veía la hora de hablar con vos! Pero no tenía manera de ubicarte. Tengo muchas cosas para contarte.

———————————————————————————————————————————————————

Algunas anécdotas clínicas. más que viñetas, situaciones.

He cursado con excelentes profesores. excelentes.

Soy un tipo ávido y los libros me tiran.

Pero tengo que reconocerlo: NADA me enseñó tanto como la clínica.

Cuando me recibí, iba muy orondo arriba de mi Pony, creyendo que era la reencarnación de Freud, Marx, Hegel, Lacan y Capote De la Mata (ya que estamos).

Los Pacientes me agarraron, del cogote unos, de la solapa otros, de los huevos varios más, y me pegaron tantos sopapos, que finalmente aprendí.

¿Qué? No sé bien.

Pero aprendí.

Quiero seguir aprendiendo toda la vida.

De los pibes estudiantes y de los viejos colegas.

Pero, sobre todo, de los pacientes.

Hay que ser humildes.

No hay otra.

Publicado previamente en el grupo de Facebook: Psicólogas y Psicólogos de Argentina y cedido por el autor para su publicación en Psyciencia. 

Imagen:  Peter Köves (Flickr)

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