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CETECIC

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Una organización dedicada a la formación y asistencia en Terapia Cognitivo Conductual. A través de este espacio ofrecemos capacitación a distancia.
  • Salud Mental y Tratamientos

Conceptualización y tratamiento del TOC con ideación sexual

  • CETECIC
  • 19/11/2020

Artículo escrito por Carmela Rivadeneira, Ariel Minici y José Dahab.

Los psicólogos que trabajamos en clínica desde la terapia cognitivo conductual sabemos perfectamente qué es un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) y cómo tratarlo, ya que abunda bibliografía al respecto y, hoy por hoy, nadie desconoce las implicancias de esta patología. Sabemos también que tiene una alta incidencia en nuestros consultorios y que existen variados subtipos de TOC dependiendo de la forma que adoptan las obsesiones y compulsiones que presenta el paciente.

Desde la aparición del DSM 5, el TOC como entidad diagnóstica ya no pertenece al grupo de los trastornos de ansiedad, sino que conforma una categoría aparte. En esta entidad los contenidos específicos de las obsesiones y las compulsiones varían entre los individuos, pero ciertas dimensiones de los síntomas son comunes, como los síntomas de limpieza (las obsesiones de contaminación y compulsiones de limpieza), la simetría (obsesiones de simetría y repetición, compulsiones de contar y de orden), los pensamientos prohibidos (de agresión, sexuales, y obsesiones y compulsiones relacionadas con la religión) y los de daño (el temor a hacerse daño a uno mismo o a otros y compulsiones de comprobación relacionadas).

Cabe aclarar que en este artículo hablaremos de TOC homosexual y no de identidad sexual, del mismo modo que hablaremos de  TOC de pedofilia y no de pedofilia o pederastia. No se puede equiparar pensamientos intrusivos sexuales con ser homosexual y, desde ya, no es lo mismo padecer ideaciones involuntarias que ser pedófilo o pederasta. Esta diferenciación conceptual la desarrollaremos pormenorizadamente al abordar cada uno de estos subtipos de TOC.

Dentro de los TOC con pensamientos prohibidos sexuales se encuentran entonces estos dos subtipos:

  1. TOC de pedofilia
  2. TOC homosexual

A pesar de que estos subtipos pueden constituirse como motivos iniciales de consulta, la verdad es que suelen aparecer luego de una fase avanzada del tratamiento, ya que el paciente siente mucha vergüenza de contarlo y teme que el terapeuta lo juzgue negativamente como “perverso” o “degenerado”. Muy probablemente, muchas personas que padecen estos subtipos de TOC ni siquiera lleguen a la consulta, conviviendo con estas ideas y seguramente realizando acciones para neutralizarlas sin gran éxito. Es por esta razón que, si bien existen estimaciones acerca de la incidencia de estas patologías, se sospecha que los datos epidemiológicos infravaloran la realidad del fenómeno. Su frecuencia en el consultorio también se ve seguramente sesgada por los prejuicios tanto del paciente como de algunos terapeutas poco familiarizados con las mencionadas formas del cuadro.

En el presente artículo, efectuamos una conceptualización de los mencionados subtipos de TOC, enfatizando los rasgos distintivos de su diagnóstico diferencial, lo cual nos conducirá a las especificidades de su tratamiento. Ergo, el tratamiento de estos dos subtipos de TOC (de pedofilia y homosexual) muestra algunas diferencias importantes respecto de los otros subtipos; de hecho, existe el riesgo de cometer errores, algunos muy serios.


Tabla de contenido

  • ¿Qué es el TOC?
  • La pedofilia y el TOC de pedofilia
    • La pedofilia es una parafilia
    • ¿Cómo se presenta el TOC de pedofilia?
    • Tratamiento del TOC de pedofilia
  • La homosexualidad y el TOC homosexual
    • ¿Qué es y cómo se presenta el TOC homosexual?
    • Tratamiento del TOC homosexual
  • Conclusiones

¿Qué es el TOC?

Ante todo, hagamos una somera recapitulación de qué es y cómo funciona el trastorno obsesivo compulsivo. Es una patología que implica un desorden en el pensamiento, de hecho, se trata del elemento más afectado y disfuncional del cuadro. El paciente con TOC carece de un mecanismo inhibitorio cerebral a nivel de la corteza orbitofrontal, de la corteza cingulada anterior y del cuerpo estriado.

Este hallazgo biológico, fruto de la investigación de los últimos años, fue en parte lo que llevó a remover al TOC del capítulo de los trastornos de ansiedad ya que, por más que la ansiedad constituye una parte del síndrome, en su topografía y funcionalidad no se comporta como el resto de los cuadros de ansiedad. Es por esta razón que el paciente con TOC no elige pensar de la manera en que lo hace y que la psicoeducación, si bien colabora para entender el trastorno, jamás alcanzará para modificarlo. Grosso modo, el paciente con TOC evalúa, analiza y juzga sus propios pensamientos. En ocasiones también lo hace con las sensaciones y emociones. Al pensar algo como “si agarro un cuchillo puedo clavarlo a mi hijo”, sentirá terror y evitará estar cerca de los cuchillos. Ahora bien, aquí estamos en la típica descripción de obsesiones (la idea) y compulsiones (la acción).

A partir de la investigación de las últimas décadas, algunos autores como Paul Sakolvskis aportaron una valiosa idea respecto de los pensamientos automáticos que se disparan como consecuencia de las obsesiones: son pensamientos de juicios de valor, los cuales, en lugar de orientarse a un hecho externo, lo hacen hacia el propio contenido mental, no cualquier contenido mental, sino las propias obsesiones.

Se trata de meta-pensamientos, vale decir, pensamientos que se refieren a otros pensamientos. Hoy se trabaja más con la modificación de tales metacogniciones que con las mismas obsesiones. Ejemplos de estos pensamientos automáticos son: “¿Por qué pienso en clavarle un cuchillo a mi hijo? ¿Qué clase de padre puede pensar algo así? ¿Soy un asesino reprimido? ¿Será que en mi inconsciente tengo un deseo reprimido de matar a mi hijo? ¿Amaré a mi hijo?”. Justamente es frente a estas metacogniciones que resulta más probable el disparo del sufrimiento y la aversión en la persona y, desde allí, directo a generar la compulsión que mitigue esas sensaciones.

Para ser más claros, la obsesión no dispara la compulsión, sino que los metapensamientos causan un malestar intenso y desde allí la compulsión aparece como una acción que intenta neutralizar esa emocionalidad aversiva.

Esquematizamos a continuación este modelo del TOC.

Entendiendo así la dinámica del pensamiento del sujeto con TOC, pasemos entonces a observar los dos subtipos de TOC sexuales.

La pedofilia y el TOC de pedofilia

Para comenzar, establezcamos una discriminación entre pedofilia y TOC de pedofilia.

El DSM 5 posee un capítulo denominado “trastornos parafílicos”, el cual describe un conjunto de desórdenes cuyo denominador común radica en la presencia de: “interés sexual intenso y persistente distinto del interés sexual por la estimulación genital o las caricias preliminares dentro de relaciones humanas consentidas y con parejas físicamente maduras y fenotípicamente normales”. El capítulo incluye desórdenes como el voyerismo, sadismo, fetichismo y exhibicionismo, entre otros.

Aunque como todo criterio psicopatológico pueda ser cuestionado y deje algunos casos sin resolver, nos brinda una idea general de lo que pretende demarcar; esto es, placer sexual que se obtiene de forma poco convencional y/o con personas que debido a su edad o condición no pueden consentirlo, pero en todos los casos se refiere a un placer sexual efectivamente obtenido o fuertemente deseado. Así, las parafilias conllevan la obtención de placer sexual; esto es, se trata de un impulso que conduce a la aproximación hacia los objetos que lo satisfacen. La forma en que está formulado el criterio general permite incluir tanto la satisfacción onanista acompañada de fantasías como las prácticas reales con (o contra) otras personas aunque, claro está, en su forma severa las parafilias, las más problemáticas y patológicas, son aquellas en las cuales el sujeto no puede refrenarse de consumar tales prácticas, exponiéndose así al repudio de su cultura y, la mayoría de las veces, a la condena por un acto criminal.

La pedofilia es una parafilia

Consiste en la excitación o el placer sexual que obtiene una persona adulta o un adolescente mayor al llevar a cabo actividades o al tener fantasías sexuales con niños menores de 13 años. Más allá del criterio formal, psicológicamente hablando, la pedofilia es un constructo multifactorial en la personalidad del que la padece, y se compone de aspectos mentales, de educación sexual, de violencia, de control de los impulsos, etc. En este sentido, se suelen distinguir dos tipos de pedofilia: una primaria o esencial, muy arraigada en el sujeto, y otra secundaria, que aparecería motivada por factores circunstanciales.

Las conductas pedófilas son muy heterogéneas: desde casos casi imperceptibles hasta aquellos en que alcanzan niveles que entran dentro de lo criminal. A la actividad sexual de un pedófilo con un menor de 13 años se la conoce con el nombre de abuso sexual infantil o pederastia. Sin entrar en detalles de esta categoría diagnóstica, no todos los pedófilos son abusadores, ya que muchos simplemente no pasan de tener fantasías sexuales con niños y de esta manera sienten placer. El pederasta, en cambio, necesita tener acciones sexuales con un menor y de esa manera alcanza el placer, cometiendo un acto delictivo.

¿Cómo se presenta el TOC de pedofilia?

En la mayoría de los casos, aparece en varones, adultos, que tienen y han tenido históricamente relaciones sexuales con otros adultos, y sus fantasías sexuales también se refieren a adultos. Así, gozan masturbándose mientras imaginan o miran pornografía de personas adultas. Pero estas personas temen que les gusten los niños, temen que al estar cerca de niños puedan cometer algún acto de abuso o agresión de tipo sexual, temen que en algún momento se les desarrolle un deseo irrefrenable por mantener relaciones sexuales con niños y, de ese modo, se conviertan en abusadores infantiles. Pero quien padece TOC de pedofilia no tiene ni tuvo relaciones sexuales con niños, ni fantasea o mira pornografía relacionada con menores; lo que sí tiene es terror de que tal cosa suceda, debido a lo cual lleva a cabo conductas de evitación y compulsiones. Por eso, padece TOC. Describamos entonces el problema en el lenguaje propio del cuadro.

Al paciente se le presenta la obsesión/pensamiento intrusivo de poder agredir sexualmente a un niño, lo cual le gatilla pensamientos automáticos/metacogniciones acerca de ser un abusador o pedófilo, ello conduce a un malestar emocional intenso que deriva en intentos de neutralización, vale decir, compulsiones y conductas de evitación. Así, en general, evita permanecer en lugares donde hay niños, como plazas, cercanías de escuelas, reuniones familiares donde hay menores.

Puesto esquemáticamente:

Al efectuar el diagnóstico diferencial, el TOC de pedofilia resulta frecuentemente confundido con la pedofilia, tal vez porque ambos tienen su alcance en la fantasía. No obstante, hay un elemento diferente y crucial al momento de compararlos: el placer. El pedófilo siente placer mirando fotos, fantaseando, imaginando acciones sexuales con niños, mientras que el sujeto con TOC siente asco, repulsión o sensaciones aversivas cuando aparecen en su mente imágenes de acciones sexuales con niños. Si logramos hacer esta mínima distinción, ya iremos entendiendo que no son cuadros ni siquiera parecidos y que, por lo tanto, la manera de abordarlos también será completamente diferente.

Tratamiento del TOC de pedofilia

Como estamos hablando de un subtipo de TOC, la técnica de primera elección en este trastorno es la exposición y prevención de la respuesta (EPR). Si bien el procedimiento ha mostrado alta efectividad, puede suceder que el terapeuta no sepa hacer un buen análisis funcional del caso y termine interviniendo con un protocolo de exposición inadecuado,  e incluso iatrogénico con algunos pacientes.

Aquí volvemos a recordar algunos axiomas respecto de a qué se expone al paciente cuando se hace exposición. Como hemos discutido en otro artículo, en ocasiones se expone a lo que el paciente teme, al objeto fobígeno o, puesto en lenguaje conductual, a los estímulos condicionados de ansiedad. No obstante, muy frecuentemente, lo más operativo y funcional es exponer a lo que el paciente evita o, en lenguaje conductual, a los estímulos discriminativos de las conductas de evitación y escape que se mantienen por reforzamiento negativo. Vale decir, lo que el paciente teme no siempre es lo que evita. Lo que teme y lo que evita pueden ser lo mismo o pueden ser algo diferente, pero siempre se encuentran funcionalmente relacionados. La elección del conjunto de estímulos hacia los cuales habremos de dirigir la exposición se guía más por lo que se evita que por lo que teme. En el caso del TOC este axioma adquiere especial importancia.

Ahora bien, ¿qué teme el paciente con TOC de pedofilia? En general, tiene miedo de hacerle algo sexual a un niño: tocarlo, abusarlo, verlo desnudo, violarlo. Por ende, al exponer al paciente a su temor, ¿deberíamos conducirlo, por ejemplo, a que toque niños desnudos? ¡Obviamente que no! Algunos terapeutas inexpertos podrían pensar en exponerlo a imágenes de niños desnudos, o peor aún, a películas de pedofilia, donde se abusa sexualmente de un niño, de modo tal que aprenda a tolerar dichas imágenes… ¿Sería correcto hacerlo? Tampoco, nada más lejos que esto.

En estos casos, habremos de ser muy cautelosos ante todo, entender bien la patología, sus implicancias y las de nuestra intervención. Así, conducir la exposición de manera adecuada requiere un análisis funcional preciso y acorde a lo que el paciente hace y no a la descripción neta de lo que teme, ya que en muchas ocasiones lo que teme es universalmente aceptado; en efecto, en lo que hace a la sexualidad infantil, todos tenemos miedo de lo mismo, en menor o mayor escala. Toda persona que se precie de ubicarse dentro de la salud mental y que no padezca de pedofilia sentiría aversión de ver fotos, películas o cualquier material donde se abusa de menores. En este sentido, nuestro paciente con TOC no difiere para nada de la norma, por el contrario, está muy apegado a ella y por eso sufre al juzgar su pensamiento como algo perverso y que puede llevarlo a una acción severamente antiética y contracultural. Resulta imposible efectuar conductas que dan asco y repulsión, al menos voluntariamente. En virtud de esto, a la hora de planificar la exposición, precisamos más enfocarnos en lo que evita el paciente y no tanto en lo que teme.

Los pacientes con TOC de pedofilia esencialmente evitan a los niños, por ende, no van o ni se acercan a plazas, escuelas o reuniones en las cuales haya niños; si por algún motivo se ven imposibilitados de escapar, entonces procuran mantener distancia de los niños o no permanecer con ellos a solas. De acuerdo con lo expuesto, los estímulos seleccionados para la exposición incluirán entonces los espacios donde haya niños. Así, por ejemplo, en una efectiva exposición en vivo, instruimos al paciente para que permanezca sentado en una plaza, sabiendo y observando que hay niños alrededor, aun cuando se le crucen ideas pedófilas sabemos que no hará ninguna de las acciones temidas (atacar sexualmente a un niño). Dicho simple y llano, la exposición será a contextos con niños, contacto con niños; hablarles, preguntarles algo, permanecer y jugar con niños de su familia, tan solo sentados simplemente en el mismo lugar.

Caso clínico de tratamiento del TOC de pedofilia

Traemos a colación un caso de un papá primerizo, quien comenzó con este tipo de ideas al poco tiempo de nacer su hijo, motivo por el cual se negaba a cambiar los pañales de su hijo, bañarlo o simplemente alzarlo por el temor de llevar a la acción las ideas pedófilas que lo atormentaban. La terapia de exposición consistió en que paulatinamente se aproximara a su hijo en situaciones supuestamente cada vez más peligrosas para él; así empezó alzándolo, luego cambiándole el pañal y finalmente bañándolo. Esto se lleva adelante más allá de que las ideas intrusivas pedófilas aparezcan en la consciencia, y tal vez justamente con esos pensamientos mucho mejor, pues la terapia de exposición se orienta a combatir la creencia de que “por tener esas ideas, soy un pedófilo y voy a abusar”. El paciente comprueba que los pensamientos intrusivos pedófilos son eso, únicamente pensamientos, los cuales pueden incluso persistir pero que no conducen a actos. A diferencia de lo que sucede con la evitación, que les otorga centralidad y saliencia, las ideas intrusivas van progresivamente perdiendo valencia con el paso del tiempo a medida que progresa la exposición.

La homosexualidad y el TOC homosexual

De manera análoga, efectuemos una distinción entre la homosexualidad y el TOC homosexual. Afortunadamente, ya no tenemos criterios para la homosexualidad en el DSM 5 ni en ningún otro manual diagnóstico que se pretenda científico, dado que, desde hace unas cuantas décadas, no se la considera una patología.

Dicho de manera simple, ser homosexual implica la experiencia de excitación y placer sexual con personas del propio sexo. Tal experiencia puede adoptar la forma de prácticas sexuales con otros seres humanos pero también incluye a la fantasía y a la visualización de imágenes, algo hoy muy común dada la proliferación de la pornografía a través de internet.

Por supuesto, la definición anterior admite muchas discusiones y está lejos de ser una que resuelva el problema de cómo categorizar a la homosexualidad. En realidad, lo que resulta muy difícil es formular una clasificación que logre captar la diversidad y flexibilidad de la sexualidad humana. De todos modos, este no es el tema de nuestro artículo y, a los efectos de lo que acá precisamos, basta el concepto de homosexualidad presentado arriba. De ella se deriva fácilmente que la persona homosexual disfruta, experimenta placer en el intercambio erótico con otra persona de su propio sexo; vale decir, la homosexualidad se halla predominantemente definida por una búsqueda de placer sexual. Otra vez, nos encontramos frente a un impulso, una tendencia a la acción que nos aproxima al objeto que lo satisface.

¿Qué es y cómo se presenta el TOC homosexual?

En primer lugar, nos encontramos frente a una persona heterosexual, que frecuentemente tiene y/o ha tenido históricamente parejas heterosexuales; asimismo, el contenido típico de sus fantasías eróticas se refiere a personas del sexo opuesto. Segundo, el individuo experimenta desagrado ante la idea de contacto sexual con una persona de su propio sexo; si alguna vez ha intentado relacionarse sexualmente con una pareja homosexual, ha sido con el objetivo de “probarse”, lo cual resultó en una experiencia subjetiva desagradable. Tercero, la persona teme ser homosexual, más precisamente, se le entrometen en su consciencia pensamientos acerca de la posibilidad de ser homosexual, lo cual le genera mucho malestar y por lo tanto se esfuerza por evitarlos. En otras palabras, y en el lenguaje descriptivo del TOC, la persona tiene obsesiones y/o pensamientos intrusivos signados por el contenido de sentirse atraído por personas de su propio sexo, lo cual la conduce al pensamiento automático “¿y si soy homosexual?” y ello genera el malestar emocional que conduce a los intentos de neutralización, es decir, compulsiones de verificación de su propia orientación sexual o conductas de evitación.

Esquemáticamente:

Vamos con una aclaración necesaria en esta discusión. No debería tildarse de homofóbica a la persona que experimenta una reacción aversiva ante la idea de mantener relaciones sexuales con alguien de su propio sexo, tampoco a quien sienta desagrado ante imágenes de personas homosexuales de su propio sexo manteniendo contacto sexual, como le sucede típicamente a los varones heterosexuales ante la visualización de videos pornográficos gays. Este tipo de respuesta aversiva emocional se produce de manera involuntaria, ante algo que simplemente no gusta. La homofobia, contrariamente, consiste en adoptar una discriminación injusta hacia personas homosexuales en áreas variadas de la sociedad, desde las laborales hasta las amistosas casuales. Ser homofóbico tampoco tiene que ver con la propia orientación sexual; en otras palabras, se puede por ejemplo, ser gay y homofóbico al mismo tiempo, algo bastante más común de lo que a simple vista parecería.

Afortunadamente, nuestro mundo ha claramente evolucionado en la dirección de la aceptación hacia las minorías; un avance humanístico grandioso cuyas consecuencias favorables tan solo se empiezan a vislumbrar. Así como hace tan solo 40 años se consideraba una enfermedad mental a la homosexualidad, hoy el criterio de desadaptación apunta más a quienes no aceptan que otras personas experimentan el placer sexual de forma diversa. Sin embargo, ello no debe confundirnos respecto de lo que los seres humanos vivenciamos de acuerdo a nuestra identidad subjetiva: una reacción desagradable ante la idea de mantener relaciones sexuales con alguien que no constituye el objeto de nuestro deseo. Un varón heterosexual siente rechazo ante la idea de tener sexo con otro hombre, de modo similar a como un varón homosexual siente rechazo ante la idea de mantener relaciones sexuales con una mujer. Esto no es homofobia sino una reacción normal ante algo que nos desagrada.

El TOC homosexual también debe distinguirse de diagnóstico de “homofobia internalizada”, comúnmente efectuado en personas pertenecientes a la comunidad LGTB. Algunos individuos de este grupo no se sienten a gusto con su orientación sexual, tanto por lo que de suyo representa pero más comúnmente porque conlleva el desvanecimiento de algunas fantasías culturalmente validadas, como un matrimonio tradicional o la formación de la “familia tipo”. El conflicto puede conducir a niveles de angustia y depresión importantes y ha de ser resuelto en el terreno de la aceptación y reformulación creativa del propio plan de vida. Pero no se trata en ningún caso de la problemática discutida en el presente artículo acerca del TOC homosexual, pues la persona no se obsesiona con ser homosexual, sino que efectivamente lo es y no lo acepta.

Retomemos ahora el eje principal de discusión del presente trabajo. A la hora de efectuar un diagnóstico diferencial entre un TOC homosexual y una persona que elige tener sexo con otra persona de su mismo sexo, habremos de observar un factor emocional distintivo crítico: el placer. Nuevamente, este será un elemento a tener en cuenta a la hora de evaluar a nuestro paciente. La persona homosexual fantasea, piensa y goza con otra persona de su mismo sexo y es el placer y su búsqueda el motor principal de su accionar. Por el contrario, el sujeto con TOC homosexual suele ser un sujeto heterosexual que tiene temor, asco, terror o alguna emoción aversiva respecto a la idea de poder estar con alguien de su mismo sexo. Es justamente lo opuesto a lo que siente un homosexual, que no tiene ni asco ni dudas de lo que desea para su satisfacción sexual.

No está de más mencionar que en las terapias de orientación psicoanalítica resulta muy frecuente la interpretación de las obsesiones de pedofilia y/o las de homosexualidad, como señales inconscientes de un deseo que puja por ser cumplido. En un castellano simple y llano, el psicoanalista suele afirmar a sus pacientes con TOC homosexual frases tales como: “tus pensamientos pueden mostrar algo del orden de tu homosexualidad reprimida”; o al paciente con TOC de pedofilia: “¿señala esto acaso algo del deseo de dañar a un niño?”. Resulta sumamente inadecuado pensar que un sujeto que muestra sensaciones aversivas ante la idea de mantener relaciones homosexuales, es en realidad homosexual pero lo niega; así como que el sujeto que teme violar niños, en realidad desea violarlos pero lo niega. Aunque parezca mentira, existen aún algunas terapias que aportan este tipo de interpretaciones, enfoques psicodinámicos que hablan de un deseo inconsciente, aun cuando la investigación científica cada vez más se ha alejado de esta clase de explicaciones complicadas y sin ningún apoyo empírico. Muy lastimosamente, al ser estas “explicaciones” (que no son tales, sino conjeturas) ofrecidas por un profesional de la salud mental, no sólo no generan ningún cambio favorable sino que, contrariamente, más bien logran que el paciente empeore o abandone el tratamiento más confundido que antes.

Tratamiento del TOC homosexual

De acuerdo con lo desarrollado, será más fácil entender el abordaje de este subtipo de TOC pues comparte con el anterior muchas similitudes. Al igual que el otro TOC, aquí también aplicaremos el principio de exponer al paciente a lo que evita y no a lo que teme. El paciente con TOC homosexual teme esencialmente ser homosexual y terminar teniendo sexo con alguien de su mismo sexo.

Volvemos a hacer la pregunta anterior: ¿será correcto exponer al paciente a que mantenga relaciones sexuales con alguien de su propio sexo? Pues no, nada de esto; otra vez, pensemos tan sólo con sentido común. Exponer al paciente a una situación como la mencionada conlleva un grado muy intenso de compromiso con un resultado previsible, esto es, experimentaría intenso desagrado, ya que quien sufre TOC homosexual no presenta dudas acerca de qué le atrae sexualmente sino que duda de lo que piensa y siente.

Como dijimos anteriormente, el sesgo del TOC está puesto en el pensamiento y en sus sensaciones (juzga a las mismas y saca conclusiones erróneas). En verdad, si a una persona heterosexual se la expone a mantener relaciones sexuales con alguien de su propio sexo, seguramente no se sentirá para nada bien, más bien le resultará muy aversivo. Pensemos que nuestro paciente TOC es heterosexual con temor a ser homosexual. Volvemos a la pregunta entonces: ¿qué es lo que evita este paciente? Bien, muchas cosas, y de acuerdo con la configuración ideográfica se va a planificar la exposición.

Así, por ejemplo, el estar con un amigo de su mismo sexo a solas, desnudarse en el vestuario de pileta, estar en traje de baño con otros amigos de su mismo sexo o tomar un café con alguien de su mismo sexo y charlar (ahí a veces aparecen pensamientos de tipo fobia social, respecto a que la gente lo puede juzgar de homosexual si está tomando un café con alguien de su mismo sexo). En ocasiones, también se evitan estímulos propios de los ambientes LGBT, como permanecer cerca de alguien homosexual o mirar una película de temática gay. Justamente las situaciones evitadas serán los estímulos críticos de la terapia de exposición, por ende, tendrá que permanecer en la pileta, ducharse y cambiarse en un vestuario donde haya otras personas de su sexo. Al igual que en el anterior subtipo de TOC, estos comportamientos los llevará a cabo independientemente de que se le presenten pensamientos intrusivos de homosexualidad.

Eventualmente, le enseñaremos a discutir sus pensamientos automáticos que juzgan a su idea obsesiva, a fin de que comprenda que el juzgar sus ideas es el problema, no tanto las cogniciones intrusivas sobre la homosexualidad. Como siempre, la exposición se conduce gradualmente, con psicoeducación mediante. En los casos de TOC homosexual, sí pueden y suelen incluirse en la jerarquía de exposición estímulos como buscar proximidad con personas homosexuales o incluso mirar material gay, que no lo llevará a convertirse en uno. Así, por ejemplo, se le puede proponer al paciente que mire un video o fotografías de personas de su mismo sexo desnudas o que concurra a un bar de reunión de la comunidad LGBT. Si bien no suelen estas situaciones evitadas ser las que más preocupan al paciente, se lleva adelante esta clase de exposición como modo de potenciar el proceso de extinción a través de la variación de los contextos.

En el tratamiento en ambos casos, de TOC de pedofilia y de TOC homosexual, el paciente se considera “curado” cuando logra una vida normal y funcional de acuerdo con sus objetivos, realizando acciones que antes evitaba. En el caso de que algunas ideas persistan como sintomatología residual, el objetivo es que simplemente las contemple como ideas, ideas que no son peligrosas en sí mismas ni esconden nada perverso inconsciente.

Conclusiones

Conducir el tratamiento de pacientes con TOC implica un conocimiento minucioso tanto de la psicopatología del cuadro como de las técnicas a aplicar; tal vez en los casos de TOC homosexual y de pedofilia se requiera de algo más: sentido común, conocimiento de los hábitos y de las leyes de nuestra cultura. Los pensamientos indeseados que experimentan los sujetos con TOC aparecen en la población general; la diferencia radica en la manera en que los sujetos con TOC juzgan sus cogniciones con esquemas exagerados de responsabilidad y moral. Así, paradójicamente, una gran valoración de la infancia puede ser justamente el factor determinante en la eclosión del TOC de pedofilia.

La prepotencia del pensamiento basada en esquemas exagerados de moralidad facilita que los individuos con TOC se juzguen a sí mismos de modos categóricos, en términos absolutos de bien y mal, con poca observación de las evidencias reales y más autofocalizados en sus propios pensamientos. Así es que resultan ser personas muy complejas a la hora de juzgarse a sí mismas; inmersos en su propio teatro mental de pensamientos y desbordados por la angustia, terminan utilizando a la evitación como patrón de afrontamiento predominante; no obstante ello, apenas representa un alivio temporario. De ahí que la exposición sea la técnica más efectiva. Enfaticemos en que se lo expone entonces a un contexto, a una situación real evitada y no a sus pensamientos ni a sus temores.

Ahora bien, nuevamente, ¿qué es lo que queremos lograr con la exposición? No pretendemos que el paciente con TOC de pedofilia disfrute de la pornografía infantil, ni que el que padece TOC homosexual mantenga relaciones con alguien de su propio sexo. Por el contrario, buscamos que el primero pueda permanecer con niños de forma normal y natural, y que el segundo lleve una vida social adecuada sin rehuir de los contextos donde hay personas de su propio sexo. El error de muchos terapeutas radica en creer que lo que el paciente teme sea un deseo inconsciente que puja por surgir y, por ende, la persona quiere satisfacer. Será necesario revisar los propios axiomas y la teoría a la hora de hacer clínica.

Finalmente, en el terreno del TOC de pedofilia habremos de observar también las pautas culturales y legales. En la República Argentina, así como en muchos otros países, la ley prohíbe cualquier forma de tenencia, descarga y distribución de material pornográfico infantil, en cualquier formato. Así que si un terapeuta pretende buscar este tipo de contenidos para llevar adelante una exposición con su paciente, no solo comete un grave error técnico sino que también se expone a un problema legal serio.

Evitemos entonces problemas legales y simplemente hagamos las cosas bien, basándonos en las evidencias de tratamientos eficaces y, por supuesto, con sentido común. Nuestros pacientes nos lo van a agradecer.

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  • Salud Mental y Tratamientos

Puntualizaciones acerca de la terapia de exposición

  • CETECIC
  • 26/10/2020

Artículo escrito por: Ariel Minici, Carmela Rivadeneira y José Dahab.

La terapia de exposición es definitivamente la técnica más utilizada y la más efectiva en el tratamiento de la ansiedad patológica. Algunas de las ideas iniciales, planteadas en los años 40 por Isaac Marks y otros psicólogos conductuales de la época, parecen mantenerse hoy prácticamente inalteradas. Tal como él afirmó, ningún tratamiento para el miedo o la ansiedad puede considerarse efectivo si no incluye algún ingrediente de exposición a lo que la persona teme.

En efecto, quien teme de modo patológico a algún hecho real o imaginario de su entorno no podrá considerarse curado si no pone fin a la evitación y finalmente toma contacto con ello. Hay quienes temen a los gatos, las arañas, las multitudes, los monstruos, las personas o lo que ellas puedan decirnos, hacernos o pensar de nosotros, las agujas, las enfermedades, los gérmenes, etc., etc., etc. En cualquiera de estos casos podríamos pasar días hablando de nuestros miedos, recordar cómo se gestaron, reflexionar acerca de qué factores los producen o mantienen, o discutir largas horas sobre su irracionalidad; pero si no logramos acercarnos y tomar contacto con ellos, si no dejamos de escaparles, no estamos curados; punto. El fóbico a las arañas habrá de poder matar al insecto, el que le teme a las multitudes habrá finalmente de ir a un partido de futbol, quien teme a los monstruos deberá poder abrir su placar durante la noche, quien es temeroso de la gente y sus posibles dichos habrá finalmente de afrontar situaciones sociales donde pueda ser juzgado negativamente; en ningún caso una persona que padece de cualquiera de estos miedos podrá considerarse curada si no ha logrado hacer conductas de aproximación a lo que le dispara el temor.

Tan solo pensando con un poco de sentido común uno llega a conclusiones como las anteriores, y resulta realmente sorprendente que aún existan tratamientos psicológicos aplicados al miedo y ansiedad patológica que no incluyan a la exposición como un elemento clave.

La terapia de exposición, en su mínima y más sencilla definición, consiste en que el paciente tome contacto con lo que teme, se mantenga en esa situación, permitiendo que la ansiedad aumente, y alcance un pico máximo para luego descender; habrá de repetirse esta acción hasta que se convierta en algo habitual, es decir, que el estímulo del que se trate ya no genere ansiedad. Ahora bien, ¿por qué sucede este proceso descripto? ¿Por qué la ansiedad aumenta, hace un pico y luego baja? ¿Por qué tiene lugar esta curva de ansiedad en los miedos patológicos? O, en otras palabras, ¿por qué la exposición funciona produciendo este patrón típico de respuesta de activación ansiosa que, a largo plazo, siempre decrece y se extingue? Esta pregunta, que toca al corazón mismo del mecanismo de la terapia de exposición, indaga también por qué la ansiedad no se extingue en los casos patológicos.

Si uno desea entender cómo y por qué funciona la técnica de exposición, habremos de buscar la respuesta en los factores de mantenimiento de la ansiedad patológica. Dicho breve y claramente, en las conductas de evitación y escape. Así pues, quien padece de ansiedad patológica no teme únicamente, sino que también huye; la evitación y el escape son los comportamientos que mantienen el proceso de ansiedad patológica, pues ellos interfieren con el proceso natural de extinción que tendría lugar si la persona no evitara. Es decir, si el fóbico a los insectos, a las tormentas o a los balcones no evitara dichos estímulos, a largo plazo terminaría por extinguir su ansiedad. Lo mismo sucede con cualquiera de las formas que adopta la ansiedad patológica.

En las fobias simples el mecanismo es más sencillo de observar, pero en toda la gama de trastornos de ansiedad asistiremos siempre a un conjunto de conductas de evitación y escape. Estas conductas pueden ser más o menos evidentes, más o menos sutiles, en diferentes planos de respuestas e intensidades, a veces típicas del cuadro y en otras ocasiones muy idiosincrásicas, pero siempre están presentes.

Por ello, como terapeutas habremos de estar atentos a tales conductas, dado que no tanto lo que el paciente teme, sino sobre todo lo que el paciente evita es lo que constituye la guía más sólida para establecer el protocolo de la terapia de exposición. Lo que se teme y lo que se evita son dos preguntas críticas en la formulación del caso, lo que se teme y lo que se evita a veces coincide, a veces no, pero siempre están relacionados funcionalmente.

Entonces, reformulando sobre las ideas anteriores, el principio básico de la exposición queda en exponer al paciente a lo que evita, permitiendo que la ansiedad aumente y haga su pico para luego descender, repitiendo esta acción hasta que se transforme en algo habitual y ya no genere más ansiedad. Así dicho, las cosas parecen muy sencillas y muy complejas a la vez.

¿Es tan sencillo como que la persona que teme al encierro, por ejemplo, se suba a un subte toda una tarde y pasee de punta a punta del recorrido durante horas y, así, al bajar estará curada? Pues bien, teóricamente sí, pero las cosas no resultan tan fáciles. Pensemos en la situación de consultorio, donde una persona llega y le cuenta al terapeuta que tiene miedo al encierro y, por ende, no puede viajar en subte, ascensores o trenes. El terapeuta le dice que para curarse lo que debe hacer es subirse a un subte, un ascensor o un tren durante un largo período de tiempo… ¡justamente lo que el paciente no puede! Muy probablemente el paciente no se sentirá comprendido, no regresará y se irá pensando que el psicólogo es un inepto.

ningún tratamiento para el miedo o la ansiedad puede considerarse efectivo si no incluye algún ingrediente de exposición a lo que la persona teme

Si bien sí es correcto que el núcleo de la terapia de exposición consiste en que el paciente tome contacto con lo que evita, los medios para lograr este objetivo varían mucho y en virtud de ellos tendremos una línea de variantes de la terapia de exposición. Por otro lado, las personas que padecen ansiedad patológica no llegan al consultorio con la claridad diagnóstica tal como para decirle al psicólogo a qué temen y qué evitan. Por ejemplo, en el reciente caso de la persona que padece temor al encierro, ¿cuál es el foco de su miedo del cual escapa?, ¿el subte?, ¿quedar atrapada?, ¿no poder respirar?, ¿sufrir un ataque de pánico y no poder recibir ayuda?, ¿todos los anteriores? El paciente con ansiedad social nos va típicamente a narrar que tiene miedo de asistir a una reunión, hablar en un grupo, dar un examen oral, reclamar si le trajeron el café frío y pedirle a su jefe unos días extra de vacaciones; nosotros como terapeutas habremos de unir todos esos ejemplos en el denominador común «temor a la evaluación negativa y rechazo de los demás».

De la identificación adecuada del foco de miedo y evitación dependerá gran parte de la efectividad del tratamiento por exposición, lo cual a su vez nos otorga otro criterio para establecer un conjunto de variantes de la técnica. A este último punto nos referimos en lo que sigue del presente trabajo.

La identificación del temor

La ansiedad es patológica cuando su foco no constituye un peligro real. Es por ese motivo que podemos tratarla ayudando al paciente a que se exponga a los estímulos que la disparan, porque sabemos que no habrá peligro objetivo alguno. Ahora bien, ¿cómo sabemos a qué exponer al paciente? ¿Cuál es en cada caso el foco de miedo y, por ende, de evitación?

Michael Eysenck, el hijo del gran psicólogo Hans Eysenck, propuso un modelo de ansiedad patológica denominado «de cuatro factores». La tesis básica sostiene que las personas con alguna forma de trastorno de ansiedad padecen de un sesgo atencional e interpretativo en el procesamiento de la información dirigido a uno de cuatro grandes focos.

  • En el trastorno de pánico el foco de ansiedad es propioceptivo, es decir, centrado en el funcionamiento de las propias sensaciones.
  • En la fobia social el sesgo se dirige a la propia conducta, esto es, se monitorea la propia acción por su vertiente comunicativa interpersonal.
  • En el caso del TOC el sesgo se orienta hacia el propio pensamiento, vale decir, la persona percibe a su propio pensamiento como una fuente de peligro.
  • En el TAG el sesgo ansioso es amplio, dirigido a un gran número de situaciones.

La teoría ha recibido fuerte apoyo empírico y en gran medida, al echar mano de algunas etiquetas diagnósticas, las hipótesis nos orientan mucho acerca del entorno de estímulos hacia el cual habremos de apuntar la exposición.

La exposición en las fobias simples

Se trata del caso seguramente más claro de todos. Quien padece este diagnóstico puede temer a los perros, los gatos, las tormentas, los truenos, los fantasmas, los espíritus o algún otro objeto relativamente fácil de demarcar en el ambiente externo. La exposición implicará alguna forma de aproximación a ese objeto. Dicha aproximación se puede llevar adelante de forma gradual, implosiva o en algún punto medio entre ambos; podrá adoptar forma imaginaria o en vivo, pero sí o sí, a la larga, la persona deberá tomar contacto directo con lo que teme, abandonando las conductas de evitación y escape; ahí se habrá curado. ¿Y qué hay de los fantasmas, espíritus y otros resucitados?

Ya desde los cuadros más sencillos, la terapia de exposición se encuentra con algunos desafíos de este tipo, los fantasmas no existen ni los muertos regresan, pero la gente les tiene miedo de todos modos. En estos casos el temor constituye una respuesta a un evento imaginario, un hecho de la misma mente de quien lo padece. En general, y si se trata sólo de fobias simples, basta con llevar la exposición a los entornos que disparan la aparición de las imágenes que evocan el miedo, como por ejemplo exponerse a dormir a oscuras y destapado o abrir las puertas del placar durante la noche.

En algunos casos, estos miedos se hallan insertos en un contexto más general de ansiedad patológica que amerita una evaluación ideográfica y otro tipo de tratamiento. Pero nótese que desde los cuadros más simples ya operamos con el principio de «exponerse a lo que se evita»: el paciente le tiene miedo a los fantasmas, por lo cual evita mirar hacia su placar durante la noche; consecuentemente, el tratamiento consistirá en que gradualmente mire, se acerque y finalmente abra el placar, que es lo que evita, no lo que teme. Y por si acaso no queda claro, salvo alguna rara excepción, no lo guiamos a que imagine monstruos y fantasmas.

La exposición en el trastorno por pánico

De todas las aristas psicopatológicas del trastorno por pánico, una de las más sobresalientes es el miedo a las propias sensaciones corporales y, por ende, su evitación. Quien sufre crisis de pánico reacciona con miedo a las sensaciones del cuerpo, como los propios latidos cardíacos, el calor o la transpiración. Tales sensaciones actúan a su vez como disparadores de nuevas oleadas de ansiedad que las vuelven a incrementar, un círculo vicioso en el cual el paciente queda entrampado. Por un lado, el círculo vicioso depende en gran medida de la interpretación de las sensaciones como señales de catástrofes inminentes. Por ejemplo, la persona pensará en el infarto ante la taquicardia o en el desmayo ante el mareo; vale decir, existe sin duda una cognición mediadora entre la señal propioceptiva y el aumento del miedo. Pero esto no es lo único.

Las señales propioceptivas se convierten también en estímulos condicionados de ansiedad, vía condicionamiento pavloviano, y de ese modo adquieren la capacidad de evocar la reacción de miedo sin necesidad de un procesamiento cognitivo complejo. De hecho, esto suele notarse no tanto en las formas severas del cuadro o cuando el paciente ya está en plena crisis de pánico, sino en las formas sutiles, en los inicios de un estado ansioso menor o en la fase final del tratamiento, cuando los pacientes ya aprendieron que la ansiedad no es peligrosa. En todos estos casos, observamos reacciones de malestar, incomodidad y activación ansiosa leve ante las propias sensaciones, sin que el paciente llegue a experimentar una crisis necesariamente. En efecto, el individuo puede saber y recordar que la taquicardia no es peligrosa pero su cerebro límbico sigue reaccionando ante ella como un peligro pues se ha convertido en un estímulo condicionado.

Este es el lugar de la exposición que, en este cuadro, adquiere el nombre de interoceptiva. Habremos de encontrar las señales corporales que más específicamente disparan la ansiedad y conductas de evitación en el paciente para luego aplicar los ejercicios que lo expongan a las mismas. Así, si teme a la asfixia o la sensación de falta de aire que le dispara la ansiedad, entonces le enseñaremos un ejercicio para respirar lento y provocar la situación temida; si su temor radica en el mareo, la técnica consistirá en mantenerse parado y concentrado en la propia sensación del equilibrio durante unos cuantos minutos. Sólo así lograremos desactivar el proceso de condicionamiento clásico que opera en la base del cuadro.

Por otra parte, también es claro que los pacientes con trastorno de pánico suelen desarrollar toda una parafernalia de conductas de evitación sutiles para mantener a raya las propias reacciones corporales. Por tal motivo, pueden dejar de hacer deportes o tener relaciones sexuales para no experimentar las sensaciones de su cuerpo. También pueden evitar movimientos o posturas, como acostarse o levantarse rápidamente a fin de no generar un mareo. Todos estos hábitos habrán de ser objeto del tratamiento, pues claramente son conductas de evitación y escape de las sensaciones normales del organismo.

Así, en el trastorno de pánico, la especificidad de la exposición radica en ser interoceptiva, esto es, afrontar las sensaciones corporales que se temen y evitan.

La exposición en la ansiedad social

El miedo a las demás personas adopta muchas formas e intensidades, desde una timidez leve no patológica hasta formas graves denominadas en la actual nosología diagnóstica trastorno de ansiedad social. Bajo tal rúbrica se ubican un conjunto amplio (y tal vez heterogéneo) de miedos a las interacciones con otras personas. Así, por ejemplo, padece de ansiedad social patológica quien no puede saludar, iniciar o mantener una conversación, preguntar en una reunión de trabajo, aproximarse a alguien que le gusta, comer o escribir en público, comprar un producto y hasta a veces, en las formas más severas, simplemente permanecer esperando un medio de transporte a la vista de otros. Solemos afirmar que el común denominador de todas estas situaciones temidas y evitadas radica en el potencial escrutinio público o, dicho más sencillamente, en que «los demás pueden pensar mal de mí y entonces rechazarme». Entonces la exposición, ¿a dónde habrá de dirigirse?

El tratamiento del trastorno de ansiedad social incluye típicamente una jerarquía de entornos sociales evitados a los cuales el paciente irá exponiéndose, en general de forma gradual y con ayuda de ejercicios de reestructuración cognitiva. De acuerdo a la gravedad, podremos acompañar al paciente y hacer de modelos en alguno de estos escenarios. Pero, justamente, como una de las cosas que más teme y evita el paciente es el rechazo social, habremos de favorecer algunas exposiciones en las cuales el rechazo social sea probable. Ahora bien, surge acá la cuestión crítica de qué es el rechazo social para el paciente que estamos tratando.

Frecuentemente, el rechazo social es una situación social embarazosa que a la mayoría de los seres humanos se nos presenta con alguna frecuencia, la cual sorteamos con un poco de incomodidad y punto. Por ejemplo, puede sucedernos que al ir de compras no nos demos cuenta de que hay una fila de personas esperando y vayamos directamente al mostrador, lo cual genere que nos digan «señor, por favor, haga la fila»; o quizá en el cine nos sentamos en una butaca equivocada, lo cual termina en que al llegar su genuino ocupante nos pida que nos vayamos. Este es el tipo de eventos de rechazo social que se teme y evita a toda costa y, por consecuencia, es el que a veces favorecemos. Por si acaso, no deberíamos exponer al paciente a situaciones sociales claramente vergonzosas como pasearse en ropa interior o hablar en un lenguaje inapropiado, ello sí causaría un rechazo por parte de los demás, pero también podría dañar seriamente la reputación de la persona.

Existe una técnica llamada terapia de la vergüenza, propuesta hace muchos años por Albert Ellis, el padre de la terapia racional emotivo conductual. Ellis sí proponía ejercicios tal vez un poco más desafiantes, como por ejemplo pedir a un paciente que se pasee con ropa de colores llamativos y una gran sombrilla por un lugar de la ciudad céntrico y concurrido en pleno horario de oficina. El procedimiento sí resulta efectivo para relativizar el catastrofismo vinculado al rechazo social, sobre todo en fases avanzadas del tratamiento, pero muchas veces es innecesario y, obviamente, poco aceptado por los pacientes. La terapia de la vergüenza tampoco se enmarca dentro de los actuales protocolos de exposición y, hasta donde sabemos, es poco utilizada en la actualidad.

La exposición en el trastorno de ansiedad generalizada (TAG)

Uno de los síntomas cardinales de TAG es la preocupación patológica incontrolable. El paciente se habla a sí mismo en un lenguaje confuso acerca de problemas que no son problemas, esto es, imagina y se anticipa excesivamente a escenarios negativos catastróficos de bajísima probabilidad y sobre los cuales resulta imposible actuar en el presente.

Por ejemplo, un paciente arquitecto imagina que en 20 años una de sus obras puede derrumbarse por falta de mantenimiento adecuado, lo cual le acarrearía un juicio por mala praxis profesional que terminaría en una condena en prisión. El paciente piensa fútilmente sobre el tema, se asusta, por momentos se tranquiliza diciéndose que él trabaja responsablemente, pero luego piensa que él no puede controlar el trabajo de todos los operarios y que, por difícil que parezca, no es imposible que suceda lo que teme, así el pensamiento regresa una y otra vez. Este tipo de casos son muy frecuentes en la clínica actual. Ahora bien, ¿qué es lo que teme y evita el paciente con TAG? En el caso concreto y citado, está claro que sí teme terminar preso o que se caiga una de las estructuras que él dirige, pero claramente la mayoría de estos pacientes terminan por reconocer la irracionalidad de su temor o, al menos, la imposibilidad de actuar en el presente para resolver algo. ¿Dónde está acá la evitación? La preocupación patológica es una conducta de evitación de las imágenes catastróficas.

La psicopatología del TAG es algo más compleja que la de otros cuadros de ansiedad, pero a los fines de este artículo tengamos en cuenta que el cerebro produce imágenes mentales de hechos negativos altamente improbables pero muy graves. Esas imágenes activan fisiológicamente al individuo, quien escapa de ellas interfiriéndolas con una cadena verbal, es decir, preocupándose. Y si bien la preocupación genera angustia, el monto es mucho menor del que se dispararía con una imagen visual. De este modo, las preocupaciones son una conducta de evitación y lo que se evita son las imágenes catastróficas. Por consecuencia, a ellas debemos exponer al paciente.1

La exposición específica del TAG se denomina funcional cognitiva, pues se orienta a recrear y mantener vívidas en la consciencia las imágenes catastróficas temidas, las cuales, por otro lado, no suceden. Naturalmente, el protocolo de tratamiento del TAG es mucho más amplio, pero la exposición funcional cognitiva cumple un rol crítico.

La exposición en el trastorno obsesivo compulsivo (TOC)

Al hablar de TOC, debemos contemplar a una entidad que admite un amplio conjunto de subtipos, tanto así que para algunos no se trata de una entidadsino de varias, o tal vez de un espectroen el cual se presentan muchas combinaciones de procesos y síntomas de variada intensidad. Por otro lado, vale remarcar que en la última edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Desórdenes Mentales (DSM 5), el TOC salió del capítulo de los Trastornos de Ansiedad para conformar uno aparte e independiente. Ello no significa para nada que la exposición no tenga en el tratamiento de este cuadro un rol fundamental; todo lo contrario, la terapia de exposición constituye la técnica psicológica de primera elección, pues a todas luces resulta la intervención de corte psicológico más eficaz. Pues bien, ¿qué teme y qué evita el paciente con TOC, entonces?

La respuesta fácil es que el paciente teme y evita a sus obsesiones mediante sus compulsiones. De hecho, existe entre ambas una relación funcional, pues mientras las obsesiones disparan el malestar, las compulsiones lo alivian. Por lo tanto, la intervención principal consiste en exponer al paciente a las obsesiones o las situaciones disparadoras de las mismas, al tiempo que impedimos que se lleven adelante las compulsiones. Y si bien esto es correcto, apenas nos da un panorama de lo que en la práctica verdadera hay que hacer.

El primer problema arranca en que las definiciones de obsesiones y compulsiones constituyen categorías amplias que pueden contener fenómenos psicológicos disímiles. Por otro lado, frecuentemente nos encontramos frente a variantes que no cumplen claramente los criterios de ambos conceptos (obsesiones y compulsiones). Así, por ejemplo, tiene un TOC la persona que imagina gérmenes en el pasamanos del colectivo y ejecuta compulsiones de lavado, pero también quien tiene pensamientos intrusivos de abusar de un niño, y por lo tanto se aleja de las plazas y los parques. El primero es un clásico TOC de subtipo contaminación; el segundo, de pseudopedofilia. Llamamos TOC atormentado al que se caracteriza por obsesiones que se alivian con compulsiones mentales o evitador al que alivia sus obsesiones previniendo situaciones que le dispararán las obsesiones. Dada la cantidad de formas y variantes que puede adoptar el cuadro, resulta imprescindible efectuar un análisis ideográfico pormenorizado del caso a los fines de conocer qué evita el paciente y, por ende, a qué se lo habrá de exponer.

Por ejemplo, en los casos más difundidos de contaminación llevaremos adelante una jerarquía de exposición relacionada con objetos progresivamente más contaminados (claro está, en la imaginación del paciente), desde un sillón de nuestro propio consultorio hacia, tal vez, el uso de un baño público de asistencia masiva. Justamente, como se trata de obsesiones y malestar relacionado con el contacto y es eso lo que se evita, el paciente debe aproximarse, la esencia de la técnica está en la exposición por acercamiento. Contrariamente, en los casos de TOC de verificación, la parte más crítica del procedimiento radica en la prevención de la respuesta, o sea, en que el paciente no verifique (la llave del gas, la cerradura de la puerta, etc.), porque lo que el individuo evita es contener un impulso que lo lleva a «compulsivamente» ejecutar un acto inútil pero que calma su malestar. Por tal motivo, debemos exponerlo al propio malestar subjetivo que se dispara por la misma prevención de la respuesta.

La idea central de este artículo, exponer al paciente a lo que evita y no a lo que teme, no puede ser mejor apreciada que en el entorno del TOC, un cuadro que nos sorprende con variantes, temores y evitaciones poco comunes. El TOC es tal vez el cuadro en el cual más deberemos afinar la puntería para no perder de vista el objetivo crítico de la exposición, esto es, lo que el paciente evita.

Conclusiones

La conclusión más evidente y simple de este artículo ha sido repetida varias veces a lo largo del texto; en síntesis, «en los casos de ansiedad patológica, la técnica de exposición habrá de centrarse en lo que el paciente evita y no en lo que teme». Esta conclusión conduce inevitablemente a la revalorización de una adecuada y pormenorizada evaluación conductual, basada en el análisis funcional.

Si bien la categorización diagnóstica propuesta por el DSM debe operarse y es sin duda útil, nunca logra capturar toda la complejidad del caso, no al menos como la necesita el terapeuta cognitivo conductual a los fines de planificar y conducir la intervención. En este sentido, la evaluación ideográfica fundada en el análisis funcional tiene un rol esencial irremplazable, particularmente en los casos de trastornos de ansiedad y ansiedad patológica en general. Esto incluye la tarea irremplazable de distinguir lo que el paciente teme, lo que evita y cómo lo evita, vale decir, cuáles son las conductas de evitación que lleva a cabo. Y, a propósito de esto, recordemos que las conductas de evitación se definen no por su forma sino por su función y que, por ende, pueden adoptar formas francas y evidentes (como escapar físicamente de una situación o no asistir a un entorno social) o disimuladas y sutiles (como tomar agua para eludir la sensación de atragantamiento).

Somos conscientes de que hemos dejado fuera de este artículo un conjunto de patologías relacionadas con la ansiedad y que también requieren a la exposición como ingrediente técnico fundamental. Así, por ejemplo, el trastorno por estrés postraumático o la ansiedad ante la salud son cuadros en los cuales se aplica todo lo que hemos discutido en este artículo. Probablemente serán tema de un próximo trabajo.

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  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Ansiedad e impulsividad

  • CETECIC
  • 22/05/2020

Frecuentemente, utilizamos las expresión «estoy ansioso» o «soy ansioso» para referirnos a experiencias emocionales tan diferentes como la preocupación angustiante por un examen difícil, el apuro por llegar a una cita con una persona que nos gusta o las ganas de salir en un viaje que estamos preparando hace tiempo. Pero, claramente, las emociones que acompañan a tales eventos no son las mismas. Si bien se trata de estados emocionales con algunos parecidos, la verdad es que priman más las diferencias.

Clarificando los términos: raíces en nuestro cerebro

Como ya hemos afirmado infinidad de veces en nuestros artículos, las funciones psicológicas debemos entenderlas en el contexto arcaico en el cual nuestro cerebro evolucionó. De este modo, la supervivencia y reproducción se encontraron atadas a la capacidad de dar respuesta a algunos desafíos naturales a los cuales se enfrentaron nuestros antepasados. Conceptualmente y en menor medida, también anatómicamente, podemos así identificar dos grandes sistemas primitivos y primarios; uno apetitivo y otro aversivo.

El sistema apetitivo primario, como su nombre lo indica, reacciona ante estímulos que satisfacen necesidades, como el hambre o el impulso sexual, lo cual es experimentado en general con un tono hedónico positivo, placentero. El sistema aversivo controla respuesta de tipo defensivas, como la huida de predadores o la lucha ante un contrincante, su tono hedónico predominante es negativo, vale decir, displacentero. Por supuesto, los sistemas no son los únicos que funcionan en nuestro organismo y si bien no son completamente excluyentes, a veces pueden competir.

El sistema defensivo primario, de tono aversivo, es el responsable principal de nuestras reacciones de ansiedad y enojo. Su activación está evolutivamente condicionada al escape y la lucha ante la amenaza y su tono emocional principal es la ansiedad o el miedo. Cuando nos encontramos en una situación donde consciente o inconscientemente percibimos amenaza, la amígdala, epicentro del sistema defensivo primario, comienza a disparar.

Si la amenaza es clara y/o la respuesta defensiva intensa, en pocos segundos nos volvemos conscientes y sentimos ansiedad. Esta emoción, ansiedad, se caracteriza por un sentimiento subjetivo de malestar, nerviosismo y aprehensión; en el plano cognitivo se experimenta como preocupaciones centradas en el foco de la amenaza; en el plano fisiológico, se dispara una respuesta de activación de la rama simpática del sistema nervioso autónomo, con reacciones como taquicardia, tensión muscular e hiperventilación; mientras que en el plano motor o conductual, tendemos a evitar, alejarnos, escapar de la situación que decodificamos como fuente de peligro. Veamos algún ejemplo.

Nos encontramos en la calle, caminando hacia nuestra casa de regreso del trabajo, ya es de noche, cuando observamos adelante, a una media cuadra, una situación de violencia; escuchamos gritos y algunas personas que corren. Todo sucede rápidamente frente a nuestros ojos, no logramos entender en unos pocos segundos de qué se trata, no obstante, experimentamos una brusca subida de ansiedad, palpitaciones y un poco de opresión en el estómago.

Antes de ser plenamente conscientes de la experiencia, ya nos detuvimos, dejamos de avanzar y probablemente ya estamos retrocediendo; no sin dejar de prestar atención a lo que sucede a unos metros. Esto es un ejemplo sencillo de ansiedad, una respuesta defensiva simple y normal. La reacción es automática y rápidamente nos conduce a la evitación, su sentido es transparente, alejarnos de una fuente potencial de peligro que nos puede dañar; sin importar que su significado final no esté claro: ante la ambigüedad, mejor es protegernos.

El sistema apetitivo primario es el principal responsable de nuestras conductas de aproximación a los estímulos que satisfacen nuestras necesidades, las cuales acarrean emociones gratificantes y placenteras. Ha evolucionado predominantemente en relación con la búsqueda de comida, compañeros sexuales y la formación de lazos sociales protectores en general. El hipotálamo es uno de los centros que controla este tipo de respuesta. Así, ante los estímulos apropiados como, por ejemplo, un potencial compañero/a sexual, el organismo se activa como modo de preparación para las conductas específicas de apareamiento de la especie.

Experimentamos un tono emocional positivo, al cual debemos llamar «impulsividad», caracterizado en el plano fisiológico por reacciones de activación, como un aumento de la presión sanguínea, la frecuencia cardíaca, la tensión muscular; el plano cognitivo se caracteriza por la atención focalizada en el estímulo específico (el potencial compañero/a) y la planificación de estrategias de aproximación; mientras que sistema motor tiene por rasgo distintivo conductas de aproximación al estímulo. Pensemos un ejemplo.

Un hombre heterosexual va a un lugar donde se baila tango, con el fin de sociabilizar y, eventualmente, conocer alguna mujer que le agrade. Mientras está sentado en una mesa tomando un trago con algunos amigos, observa una mujer que le gusta a unos pocos metros, con ella comienza inicialmente un juego de miradas, es decir, él la mira y observa que ella también lo mira a él. A partir de ese momento, se activa el sistema apetitivo; el hombre cada vez más estará pendiente de las reacciones de la mujer, su atención se centra en ella y en el momento evalúa las formas adecuadas para aproximarse; unos minutos después se levanta, se le acerca y la invita a bailar (conducta de aproximación). Mientras bailan, el hombre va experimentando un aumento de las reacciones fisiológicas como las descriptas arriba, esto es, frecuencia cardíaca, presión arterial, pero también más específicas como el entumecimiento del pene. El resultado final de la interacción es muy variable, puede ser una simple pieza musical, una relación sexual casual o un matrimonio con hijos…. Pero eso ya es otro tema.

En primer lugar queremos en este momento subrayar el paralelismo que se observa en las respuestas de tipo aversivas y apetitivas:

  • Ambas producen activación fisiológica1.
  • Ambas orientan los recursos atencionales hacia los estímulos evocadores específicos, sobre los cuales se generan cogniciones específicas.
  • Ambas poseen un carácter emocional.
  • Ambas dependen de sistemas evolutivamente arcaicos relacionados fuertemente con la supervivencia y finalmente, la reproducción de la especie.

Pero también encontramos diferencias, entre ellas:

  • Una observación más cercana, revela que el perfil de activación fisiológico es diferente en cada caso.
  • La focalización atencional es mucho más marcada en relación con el sistema aversivo respecto del apetitivo.
  • El tono emocional experimentado en cada uno de ellos es completamente diferente; uno es muy displacentero mientras que el otro, muy agradable.
  • El sistema aversivo se caracteriza por respuestas motoras de evitación y escape mientras que el apetitivo, contrariamente, por reacciones de aproximación.

El análisis comparativo de los dos patrones de respuesta podría seguir muy largamente. Nosotros preferimos detenernos acá pues alcanza para lo que deseamos desarrollar, esto es, algunas aspectos a tener en cuenta en el tratamiento cognitivo conductual de los desórdenes relacionados con cada uno de estos sistemas.

Los desórdenes derivados: trastornos de ansiedad y trastorno de control de impulsos

Los sistemas antes descriptos evolucionaron como adaptaciones durante millones de años. Como tantas veces hemos insistido, en la brecha que la cultura marcó con la evolución biológica hay que buscar el origen de muchas de la patologías psicológicas (y también médicas, pero ese no es nuestro tema).

El sistema defensivo primario suele ser el terreno en el que se experimentan los desórdenes de ansiedad. Sugerimos al lector que revise nuestro artículo «¿Por qué la ansiedad se vuelve patológica?», donde encontrará una descripción más detallada de diferentes mecanismos por los cuales esta emoción nos da tantos problemas en nuestra vida moderna y llena los consultorios de los psicólogos. Acá recordaremos que nuestro cerebro evolucionó en un ambiente lleno de peligros de tipo físico, donde la supervivencia y reproducción dependían de correr rápido o pegar fuerte y, especialmente, donde era mejor interpretar la ambigüedad en su peor sentido.

Esto es importante pues uno de los aspectos centrales que caracteriza la ansiedad patológica en la intolerancia a la incertidumbre. En el ejemplo antes descripto para explicar el sistema defensivo primario, en el que en la vuelta del trabajo nos topamos con un episodio de violencia callejera, nos hemos centrado ex profeso en un caso claro y sin ambigüedades, para ilustrar la naturaleza de nuestra respuesta defensiva en un contexto adaptativo actual.

Pero ¿qué sucede cuando venimos caminando por una calle vacía y a unos metros vemos dos hombres parados? ¿Son dos personas que simplemente se encuentran conversando, que ni siquiera van a notar mi presencia o son dos ladrones que están esperando a su próxima víctima? Otro ejemplo, más sutil y más culturalizado aún: tengo una pequeña inflamación en el rostro, duele, pica y está caliente; el médico me dijo que tome un antibiótico, que luego que se desinflame seguramente hay que extraer pues se trata de un quiste. No dijo más nada… pero ¿y si es un tumor? ¿Cómo estoy seguro de que no es un tumor maligno? Y podemos encontrar más ejemplos: ¿Cómo saber que mi amigo no piensa que soy un tonto, que mi pareja no me engaña? ¿Y si este mareo con el que me levanté hoy es el primer signo de un tumor cerebral o un incipiente ACV?

Los ejemplos se multiplican infinitamente en un ambiente en el cual los humanos actuales estamos plagados de situaciones ambiguas que pueden ser fácilmente interpretadas de modo pesimista y negativo, pero que en la grandísima mayoría de los casos sólo son detalles inofensivos que debo dejar pasar. Pero nuestro cerebro no evolucionó para eso, no evolucionó para ser optimista y feliz; sino para sobrevivir y dejar copias de sí mismo, reproducirse y perdurar ese patrón. La felicidad es algo que se construye y cada ser humano tiene que recorrer el aprendizaje de que, la gran mayoría de las veces, la ambigüedad no es peligrosa. Cuando eso no se logra, el sistema defensivo primario se impone y tenemos alguna forma de trastorno de ansiedad.

Así, los trastornos de ansiedad son una expresión del sistema defensivo primario; se los considera desadaptativos porque no existe un peligro real pero quien lo padece reacciona como si lo hubiera. Se caracterizan por la activación fisiológica y cognitiva orientada a la evitación y el escape de la fuente de peligro, de lo que percibimos como peligro, sea real o imaginario; pero escapamos de ello, nos alejamos y nos vamos.
Aquí radica justamente una de las claves de por qué hay una técnica que sobresale por su eficacia para el tratamiento: la exposición. Ella implica lo opuesto a lo que patológicamente representa un trastorno de ansiedad; vale decir, si la ansiedad patológica me lleva a evitar y escapar del peligro imaginario; la exposición me ayudará a afrontarlo.

En cualquiera de sus múltiples variantes, la exposición siempre lleva a que el paciente se ponga en contacto con las fuentes de peligro imaginario y de ese modo, se conduce a un aprendizaje de extinción. Este último, el aprendizaje de extinción, es un tipo muy especial de proceso que ocurre en nuestro cerebro para acabar con los miedos; la exposición es la técnica por medio de la cual los psicólogos cognitivo-conductuales procuramos producir ese aprendizaje. Así, la exposición es la técnica y el aprendizaje de extinción es el proceso neural involucrado.

Y todo esto funciona muy bien… lo sabemos hace años. Los trastornos de ansiedad constituyen un grupo de cuadros de los más comunes sobre los cuales operamos los psicólogos cognitivo-conductuales. La efectividad de los tratamientos es alta, junto con las depresiones moderadas unipolares son los cuadros de mejor pronóstico y la motivación del paciente para terminar con el problema es alta. En efecto, la ansiedad patológica genera sufrimiento subjetivo y coarta la vida de la persona de diversas formas. De este modo, el paciente se siente mal y muy típicamente la ansiedad le impide o dificulta seriamente hacer las actividades que desea. Así, el agorafóbico no puede salir a la calle, el fóbico a los exámenes no puede progresar en la facultad, el fóbico social se aísla y no consigue pareja. En todos los trastornos de ansiedad encontraremos tarde o temprano algún impacto variable en la calidad de vida del individuo. No es de sorprender, entonces, que quien lo padece tenga motivación para el cambio. Otro es el escenario de los desórdenes de control de impulso.

El sistema apetitivo constituye el suelo donde, al menos parcialmente, germinan los desórdenes del control de los impulsos. El ambiente arcaico donde nuestro cerebro evolucionó era restringido en alimentos y los compañeros sexuales se obtenían de modos muy diferentes a las actuales citas por Tinder. Así, durante millones de años los humanos hemos sido seleccionados para gustar de alimentos grasosos e hipercalóricos, cuya obtención implicaba esforzarse físicamente, caminar, cazar, trepar; lo cual imponía un fuerte desgaste energético que se absorbía de los mismos alimentos que tanto costaba conseguir; el equilibrio entre esfuerzo y refuerzo se volvía delicado. Así, ¿qué pasaba si un humano primitivo, un cazador / recolector de la prehistoria, daba accidentalmente con un árbol lleno de frutos? Lo mejor que podía hacer era tratar de comer todos los que cupieran en su estómago, para generar una reserva energética que lo resguardara por si en los próximos días no conseguía alimentos; la nomenclatura moderna psiquiátrica llama a esto «trastorno por atracón».

¿Y qué hay de la sexualidad? Pues bien, esto tal vez merezca un artículo aparte pues, evolutivamente hablando, los hombres y las mujeres difieren mucho en lo que es adaptativo. Probablemente, la narrativa de la sexualidad humana en términos evolutivos suene bastante repulsiva para los humanos modernos, en especial para algunas corrientes del feminismo. Lo que la evolución premia a largo plazo no es la calidad de vida y el amor con el que tenemos relaciones sexuales, sino la cantidad de copias que dejamos de nosotros mismos. Así, un hombre primitivo que utilizó sistemáticamente la violencia para tener relaciones sexuales con mujeres seguramente dejó más descendencia fértil que uno que fue tímido y respetuoso. La clasificación diagnóstica actual también tiene un nombre para estas personas, «psicópatas sexuales». Pero hay que reconocer que si retrocedemos muchas generaciones, todos tendremos algún antepasado violador…

Las dos funciones primitivas más básicas conducen por su exceso a problemas alimentarios y sexuales como los mencionados; pero el asunto no acaba ahí. El mundo moderno nos ha dado a los seres humanos un infinito número de elementos que se vinculan de diversos modos con este sistema primitivo apetitivo. Así, por ejemplo, la acumulación de dinero (que nosotros llamamos un reforzador generalizado) suele producir una fuerte activación de las mismas áreas apetitivas que la comida o la sexualidad. Y quizá no haya mejor ejemplo en este terreno que el de las sustancias psicoactivas.

Cuando una persona utiliza, por ejemplo, cocaína; tal sustancia llega a los mismos sistemas de neurotransmisión que se activan cuando tenemos relaciones sexuales. Pero también hay muchas diferencias. Para disfrutar de las relaciones sexuales tenemos que seducir a otra persona, hacer una cita u otro comportamiento prosocial, invertir tiempo, energía física de nuestro organismo y aun así, todo puede salir mal dado que la otra persona puede no gustar de nosotros y, finalmente, no querer tener relaciones sexuales. Contrariamente, la cocaína sólo lleva unos segundos para ser aspirada, con un mínimo esfuerzo se obtiene un placer seguro y mucho mayor que el de la cópula sexual. Claro está, las consecuencias a largo plazo son muy diferentes.

De este modo, cuando nos encontramos frente a un problema de control de impulsos, el desafío consiste en dejar de hacer lo que nos apetece, lo que fácilmente nos brinda placer. Contrariamente a lo que sucede con la ansiedad patológica, los trastornos de control de impulsos no generan conductas de evitación y escape sino todo lo contrario, conductas de aproximación. En este sentido, hemos de tomar nota muy bien de que la exposición se lleva adelante con fines muy diferentes, tanto que tal vez deberíamos considerar que es otra técnica.

El cuadro de los desórdenes de control de impulso se completa con alguna forma de déficit en el dique racional, el cual está asentado predominantemente en el lóbulo frontal. Poniendo las cosas de modo muy simple, nuestra corteza frontal, asiento de la racionalidad, pone un límite al sistema, inhibiendo conductas que, a pesar de ser placenteras, pueden dañarnos. Así, nos ayuda a pensar cuánto debemos y podemos gastar con nuestra tarjeta de crédito para comprarnos el teléfono que nos gusta o nos permite calcular las consecuencias desagradables de padecer un problema respiratorio crónico si continuamos fumando.

El tratamiento orientado hacia el control de impulsos habrá por ende de abordar dos frentes al menos: por un lado, deberemos aprender a moderar la fuerza con la cual experimentamos el impulso y por otro, habremos de aumentar el dique racional de autocontrol que nos inhibe de realizar lo que no nos conviene. En este contexto, utilizamos varios procedimientos: discusión cognitiva, entrenamiento en autocontrol, entrenamiento en autoinstrucciones, control del estímulo precedente y, también, exposición.

Pero en este caso la exposición no es una técnica de extinción del miedo y la ansiedad patológicos, no es la técnica que facilita el aprendizaje de extinción sino que, diferentemente, es una suerte de entrenamiento en autocontrol. El sujeto se expone a lo que dispara su impulso y practica autocontrolarse, es decir, no hacer lo que tiene ganas de hacer. Eventualmente, podríamos discutir si se trata más de un ejercicio de prevención de la respuesta. Pero definitivamente no es exposición en el mismo sentido que la que usamos para los cuadros de ansiedad patológica.

Dado que los desórdenes de control de impulsos proceden de la satisfacción de necesidades básicas, comportando un tono hedónico placentero, no resulta raro que el paciente no esté tan motivado para el tratamiento. Es relativamente normal que nos encontremos frente a adictos, jugadores patológicos, gastadores compulsivos, obesos crónicos que tienen poca o nula motivación para cambiar. En estos casos, contrariamente a lo que sucede en la mayoría de los cuadros de ansiedad, el trastorno es inmediatamente placentero y el esfuerzo por cambiar debe hacerse a costa de perder ese placer en pos de un futuro mejor. En este contexto, no nos sorprende tampoco que la efectividad de los tratamientos sea mucho más baja que la observada en trastornos de ansiedad.

Conclusiones

En el presente artículo hemos realizado un recorrido comparativo de dos tipos de problemas con los que el psicólogo cognitivo conductual se enfrenta cotidianamente en la clínica.

  • Los problemas derivados de la ansiedad patológica, relacionados predominantemente con el sistema defensivo primario, para cuyo tratamiento los pacientes suelen mostrar alta motivación pues les acarrea importante sufrimiento subjetivo. En el concierto de técnicas utilizadas, sobresale la exposición. El pronóstico generalmente es muy bueno.
  • Los problemas derivados de los impulsos elevados, relacionados especialmente con el sistema apetitivo primario y un sistema de autocontrol frontal/racional deficitario. En este caso, la motivación para el tratamiento es menor pues los pacientes experimentan como placentera la satisfacción del impulso y el sufrimiento subjetivo suele relacionarse con consecuencias posteriores al accionar en exceso. Entre los procedimientos utilizados, la exposición no parece tener un rol particularmente destacado. Por otra parte, tanto desde la fenomenología práctica de su aplicación hasta los mecanismos neurales postulados, la exposición en el desorden de control de impulsos difiere respecto de lo que se aplica en la ansiedad patológica; sugerimos que tal es la diferencia que ni siquiera se trata del mismo procedimiento.

Por supuesto, existen infinidad de casos mixtos, en los cuales los dos tipos de problemáticas se superponen e interaccionan complejizando el cuadro. A modo de ilustración, ¿qué sucede cuando a una persona adicta se le amenaza con quitarle la sustancia? Ve en esto una amenaza, reacciona así con ansiedad y/o enojo. Una persona que padece un TAG puede estar en la previa de un viaje que anhelaba mucho. El viaje es un potente reforzador que aumenta la impulsividad, en este caso, como es sana, solemos llamarla entusiasmo, por ejemplo. Pero quien tiene TAG está probablemente más preocupado ante la posibilidad de una huelga de pilotos de aviones que por planificar sus vacaciones; por ende, frente a la lejana y mínima posibilidad imaginaria de que algo falle, reacciona más con ansiedad que con entusiasmo.

Podríamos multiplicar infinitamente los ejemplos en los cuales interaccionan los sistemas y abrir una interesante discusión respecto a cómo conducir el tratamiento en estos casos. Pero ello ya es un tema que dejamos planteado para un próximo trabajo, el cual ya estamos ansiosos por escribir. ¿O estamos impulsivos? ¿O ambos?

Por: Lic. Carmela Rivadeneira, Lic. José Dahab y Lic. Ariel Minici


  1. En este punto, siempre conviene citar el clásico experimento llevado adelante por Schachter y Singer en el año 1962. Si bien sus conclusiones, en sentido estricto, se han demostrado erróneas; el experimento sigue siendo un clásico para entender la relación entre emoción y fisiología. ↩︎

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  • Salud Mental y Tratamientos

La obsesión con el estado mental

  • CETECIC
  • 31/07/2019

En la práctica clínica solemos observar pacientes que presentan casi permanentemente un estado de malestar subjetivo el cual, notoriamente, no se halla vinculado con situaciones problemáticas. Tampoco tal estado emocional se deriva de la presencia de una crisis de pánico o de un trastorno psicológico o psiquiátrico de relevancia. En estos casos, la particularidad clínica observada frecuentemente es la siguiente: el paciente lleva a cabo una “revisión” o “una suerte de monitoreo” permanente de su estado mental. El estado mental incluye la autopercepción y autovaloración de las propias emociones, pensamientos y conductas. Particularmente el sesgo se expresa predominantemente en la sensibilidad percibida por el paciente ante sus propias emociones; especialmente, ante las “positivas”, suelen preguntarse constantemente si “lo que sienten es realmente estar bien”, es decir, dudan sobre sus propias sensaciones de placer y de bienestar, poniendo en tela de juicio la autenticidad de lo que sienten. Una frase típica que refleja esto es: “no soy feliz, tengo todo pero no soy feliz”.

Características sintomáticas

Una forma de presentación de la obsesión con el estado mental consiste en la autoobservación excesiva de las propias sensaciones físicas y emocionales. La autoobservación de los propios estados emocionales positivos decrementa la intensidad de tales emociones, tornándolas neutras o incluso negativas. En ocasiones, el paciente también lleva a cabo algunas conductas puntuales para eliminarlas, por ejemplo, ingerir psicofármacos, consumir agua, lavarse la cara, evitar situaciones, hablar con alguien sobre este tema. En algunos casos, no aparecen conductas de eliminación de sensaciones, aunque el paciente presenta rumiación frecuente sobre su “incomodidad psicológica o perturbación emocional”.

Habría como un objetivo casi involuntario de intentar que las sensaciones buenas duren más de lo que duran y eso ya las torna, en sí, no tan positivas. Esto genera a su vez que, desde su propio automonitoreo, la persona concluya que no se siente bien y que su estado de bienestar ahora ya es displacentero, haciéndose un planteo casi de infelicidad e insatisfacción permanente.

En algunos casos, tal obsesión deriva en que el paciente tenga la sensación de que ningún tratamiento le funciona. Es típico escuchar en sesión al paciente diciendo: “me volvió a aparecer la tensión”, “esto no se me va más”, “otra vez me siento mal”, “lo bueno me dura poco”, “no consigo que el placer se quede”.

En estos casos, el paciente que ha logrado estar mejor en un tratamiento empieza a hablar de que ya no le es efectivo, que la sensación de mejoría y de felicidad en los comienzos de tratamiento ya no la percibe. Resulta particularmente importante que el psicólogo evalúe el significado idiosincrásico que le asigna el paciente a términos críticos tales como: recaída, recuperación, malestar, dolor, ansiedad, bajón, incluso aburrimiento. La persona tiende a magnificar el dramatismo de sus propias sensaciones, emociones y pensamientos, en un círculo vicioso que, en casos avanzados, puede derivar en trastornos de ansiedad y/o depresión.

Como se observa, este efecto de monitoreo en el paciente, se puede presentar en diferentes niveles.

En la activación fisiológica: Es frecuente que aparezcan sensaciones corporales provocadas por la autoobservación permanente que tiene el paciente. Es conocida la relación entre autoobservación y activación fisiológica y emocional, se trata de una de las piedras angulares de los pacientes con diagnóstico de trastorno por pánico. De todos modos, es el monitoreo mismo el que provoca las respuestas de ansiedad.

En el estado anímico: También es frecuente que la autoobservación derive en alteraciones anímicas. Dicho simplemente, cuando la persona revisa y cuestiona su estado anímico con cierta frecuencia, ese mismo acto perturba su emoción. Parafraseando a la psicología popular, “la persona que se pregunta si es feliz ya deja de serlo”.

La persona tiende a magnificar el dramatismo de sus propias sensaciones, emociones y pensamientos, en un círculo vicioso que, en casos avanzados, puede derivar en trastornos de ansiedad y/o depresión.

En lo que concierne al diagnóstico, la autoobservación obsesiva (AO) se asemeja mucho a algunas particularidades de la focalización atencional patológica y de pensamientos que se presentan en los siguientes cuadros: trastorno obsesivo-compulsivo con predominancia de obsesiones, trastorno de ansiedad generalizada, trastorno por pánico y depresión. La AO no es un cuadro diagnóstico en sí mismo, aunque afecta funcionalmente al flujo y ciclo natural de las propias emociones; puede cobrar tal protagonismo que derive en la formación de los diagnósticos señalados previamente. Las personas que no padecen este fenómeno no montan una lucha contra sus propias emociones, focalizando predominantemente la atención en la propia conducta y en las situaciones a afrontar.

Como dijimos previamente, la “incomodidad emocional” casi permanente que presenta el paciente no es efecto de un cuadro depresivo, problema externo o consecuencia natural de acontecimientos negativos de la vida cotidiana. Es más, la problemática en discusión se presenta varias veces en personas que no tienen por ejemplo, problemas económicos, familiares, de pareja o interpersonales. “La felicidad”, “la tranquilidad” y “la satisfacción plena” son algunos de los temas principales sobre los que reflexionan de modo obsesivo los pacientes con esta característica de automonitoreo excesivo. Pareciera que estas personas no tienen problemas graves, sus necesidades básicas están satisfechas, tienen exceso de tiempo libre y sedentarismo. Es decir, no es la situación la causa principal del malestar sino la forma obsesiva de monitorear, percibir y procesar las propias emociones positivas. Este tipo de planteos merma cuando la persona está ocupada en alguna tarea específica y diferente al automonitoreo.

Distinción entre objetivos, expectativas y resultados

El estado mental/emocional es el resultado de cumplir o no con ciertos objetivos. Los pacientes que presentan el monitoreo obsesivo descripto suelen confundir objetivos con resultados de manera tal que se proponen como objetivo “ser feliz”, “estar bien”, “estar satisfecho”. Ser feliz será en realidad el resultado de haber hecho determinadas actividades o pensado algunos contenidos que me dan placer. Por ejemplo, concretar una tarea que tengo muchas ganas de hacer me produce satisfacción, me hace sentir feliz; por lo tanto, el objetivo sería esa tarea y el resultado sería la sensación. A los fines de graficar este aspecto, supongamos que un paciente, luego de buscar empleo, finalmente consigue ser contratado en una empresa a la cual él deseaba ingresar. Luego de un primer momento de satisfacción, a los pocos días de conseguido el objetivo, el paciente tiene la sensación de insatisfacción, no por las condiciones laborales per se, sino porque el monitoreo se “independiza” del objetivo alcanzado. El foco atencional recae sobre las emociones, más que sobre los objetivos alcanzados. Así, cuando trabaja, se pregunta “¿es este realmente el trabajo que yo deseaba?”, “¿me estoy sintiendo realmente feliz?” “¿esto que me pasa es placer?”. Y si las emociones son agradables y el tono emocional placentero, se disipan rápidamente ante el automonitoreo que los transforma ahora en una fuente de amenaza.

En relación a este punto, es crucial el papel de las expectativas del paciente sobre su propia emoción. Si el paciente no alcanzó su objetivo (conseguir el empleo), se siente insatisfecho. Y cuando lo alcanza, tampoco es suficiente pues esperaba un estado emocional positivo marcadamente más elevado y más duradero. Una frase que generalmente se presenta en estos casos es: “Porque NO me siento satisfecho, como yo creía que me iba a sentir, el objetivo que alcancé no me hace feliz”. Nótese que en el caso descripto no sólo se trata de un problema de expectativas a secas (lo cual, dicho sea de paso, es un tema harto conocido en la psicopatología). Sabemos que las expectativas inadecuadas juegan un rol crítico en la etiología y mantenimiento de muchos desórdenes, el caso más paradigmático es la depresión. Pero en un caso como el referido, la cuestión radica en las expectativas de las emociones, no tanto en las expectativas del trabajo. En efecto, el trabajo es tal como se esperaba que fuera, pero lo que no es como se esperaba son las emociones derivadas de ese trabajo; vale decir, lo disfuncional radica en las expectativas respecto del estado subjetivo de placer que se alcanzará. En este sentido, cambiar de trabajo nuevamente, por ejemplo, no resolverá el problema.

Las expectativas inadecuadas juegan un rol crítico en la etiología y mantenimiento de muchos desórdenes, el caso más paradigmático es la depresión.

Otro terreno en el cual solemos observar este fenómeno es el de las relaciones de pareja. La felicidad de la conquista y del inicio de una nueva relación es fugaz. Por ende, al poco tiempo de establecido el nuevo vínculo, el sujeto monitorea su emoción, percibiendo que no tiene la misma intensidad que al principio, y ahí es donde tiende a evaluar a su pareja pensando que es el motivo de su falta de su emoción. La persona que ha sido elegida y que en un principio provocaba satisfacción en el paciente, queda teñida negativamente por el automonitoreo obsesivo hacia su propia emoción. Así, independientemente del comportamiento de la pareja, el paciente afirma cosas tales como “ya no siento lo mismo que antes”, a tan sólo dos meses de relación. En términos simples: el problema no es ni el trabajo ni la pareja, es la revisión permanente y obsesiva de su propia emoción; las expectativas de satisfacción ideal derivan en la desvalorización del objetivo alcanzado. En otras palabras, el monitoreo obsesivo de la emoción termina afectando, indirectamente también, a la situación.

Una aproximación neurofisiológica

Las emociones, cuyo sustento fisiológico radica en el Sistema Nervioso Autónomo (SNA), tienden a disminuir su intensidad a los segundos de haberse presentado; el ejemplo típico es la curva de ansiedad. A los pocos segundos de manifestarse tiende generalmente a disminuir (curva de extinción). Es necesario recordar que la felicidad, la satisfacción, el bienestar, la alegría, son estados emocionales, por lo tanto, cumplen los mismos patrones fisiológicos que todas las emociones: aumentan, se mantienen, disminuyen y dejan de experimentarse, precisamente porque son autónomas, independientemente de lo que ejecute el sujeto. Por ejemplo, en las adicciones a los estimulantes, como la cocaína y/o las metanfetaminas, artificialmente se incrementa la emoción positiva y prolonga su duración por más tiempo que lo que naturalmente tiende a presentarse. Esperar que la emoción en forma natural dure y persista en el mismo nivel indefinidamente es irracional, simplemente eso es imposible. Algunos de los pacientes que presentan este automonitoreo de sus emociones narran haber sido consumidores de estimulantes; en estos casos, es probable que la persona tienda a querer alargar la duración de las sensaciones positivas como una respuesta aprendida por el consumo y, de esa manera, al comparar con la sensación natural, pareciera que esta última es extremadamente fugaz en relación al efecto que en algún momento provocaba la sustancia estimulante. Naturalmente, el error acá es utilizar un patrón de comparación artificialmente creado por una sustancia psicoactiva. Algo similar sucede con estos pacientes con la búsqueda de “estar tranquilos” y aquí se ve un abuso de la marihuana, como droga que otorga sensación de tranquilidad pero que, consumida a solas, es utilizada como ansiolítico y que va generando que la persona postergue situaciones, objetivos, acciones necesarias que luego redundan nuevamente en una insatisfacción profunda.

Como dijimos anteriormente, muy a menudo el monitoreo recae precisamente sobre “emociones positivas”. Las personas sin esta obsesión no las automonitorean. Contrariamente, los pacientes con obsesión con el estado mental, monitorean tales emociones al punto tal que dejan de sentirse positivas. Si hablamos de obsesión, es porque notamos que este comportamiento de monitoreo es frecuente durante varias horas del día. Incluso los periodos de estados emocionales neutros y ánimo eutímico el paciente tiende a replanteárselos de manera tal que los califica como negativos.

Sería deseable que en futuras investigaciones sobre evaluación y diagnóstico psicológico se considere la obsesión con el estado mental como un subtipo específico del espectro del trastorno obsesivo compulsivo. La preocupación por estar bien permanentemente termina siendo, por así decir, “un arma de doble filo”. De algún modo, el paciente cae en un perfeccionismo emocional, siendo muy sensible a las oscilaciones mínimas (y normales) de sus propias emociones. La mayoría de las personas tiende a aceptar que dichas oscilaciones son parte de su vida cotidiana y no por ello se sienten insatisfechas con la presencia de las mismas.

Posibles abordajes de tratamiento

La psicoeducación

Constituye uno de los pilares para el abordaje del problema. Las emociones, tanto negativas como positivas, se disparan ante una situación y/o pensamiento y duran apenas unos segundos; saber esto favorecerá un cambio en las expectativas; esperar que las sensaciones agradables sean eternas es pretender algo de por sí poco natural, simplemente nuestro cerebro no funciona de ese modo. Los estados emocionales, las sensaciones o emociones no deberían ser planteados como objetivos a lograr. Las emociones son el resultado de acciones que realizamos; por lo tanto, si quiero recrear esa emoción positiva que sentí, deberé hacer acciones similares a la que realicé. El mero monitoreo de la emoción no reproduce la misma, sino que más bien, la extingue.

También es útil trasmitirle al paciente que las manifestaciones autónomas de nuestro cerebro no son voluntarias; por lo tanto, cuando se las intenta controlar, no sólo no se logra el objetivo sino que sucede lo contrario; lejos de provocar emociones positivas de bienestar generamos estados de sobreactivación; como típicamente sucede con, por ejemplo, el monitoreo permanente de la ansiedad que, en un paciente panicoso, genera pánico, justamente lo que teme y desea evitar. Si cuando se siente bien la persona se pregunta “¿realmente esto es ser feliz?”, a los pocos segundos sentirá que no lo es, porque simplemente la sensación está en disminución y el monitoreo acelera el proceso de decrementarla. De modo análogo, en el terreno sexual encontramos personas que cuando están cercanas al orgasmo, se enfocan en si están o no realmente excitadas, provocando así una fuerte caída de la excitación sexual. Si, en esa misma situación, la persona se enfoca en los estímulos de su alrededor, como el/la compañero/a, sus gemidos, su piel, su olor, entonces la excitación aumenta, se disfruta naturalmente, sin proponérselo y cuestionárselo, y se llega más fácilmente al orgasmo.

Es útil trasmitirle al paciente que las manifestaciones autónomas de nuestro cerebro no son voluntarias

Supongamos que estamos en el caribe por primera vez y nos da euforia ver ese impresionante paisaje, esa emoción nos dura unos segundos y se vuelve a reactivar cuando enfocamos en otro elemento del contexto, como el agua de mar tibia, y así sucesivamente. Si la persona se enfoca en pensar “si esa es realmente la felicidad”, perderá de vista el contexto y automáticamente experimentará la merma del sentimiento de euforia pues el foco está puesto en la emoción y no en la situación. Por más que se encuentre en la mejor playa del mundo, el sujeto estará en poco tiempo insatisfecho porque monitorea su emoción permanentemente.

Entrenamiento en Focalización Atencional

Los mecanismos atencionales están diseñados para la relación del organismo con el ambiente, no consigo mismo. Evolutivamente, la percepción de una dolencia, lesión o daño en algún órgano interno es trasmitida al sistema nervioso mediante vías propioceptivas. Por así decir, el cuerpo comunica al cerebro mediante el dolor la necesidad de autopercibirlo para hacer algo al respecto; sólo en eso casos se justifica que los mecanismos de atención sean hacia uno mismo, con la intención de modificar la dolencia. En este sentido, mediante el entrenamiento en el foco de atención, similar al que se lleva adelante en el tratamiento del trastorno por pánico, el paciente aprenderá a dirigir su atención a la situación que generó la emoción y no a la emoción en sí misma.

Interrupción del pensamiento

Consiste en un procedimiento mediante el cual enseñamos al paciente a poner un stop en su rumiación e, inmediatamente, enfocarse en la situación, alejándose de su emoción como objetivo del monitoreo. La técnica se aplica inicialmente en el consultorio con ayuda del terapeuta, luego le pedimos al paciente que la realice en situaciones progresivamente más complejas y donde naturalmente detecte el proceso de automonitoreo patológico descripto.

A modo de conclusión…

Hemos presentado y discutido un fenómeno al cual genéricamente llamamos Autoobservación Obsesiva. Si bien no constituye un diagnóstico formal en las actuales categorías, como proceso, definitivamente se encuentra involucrado en muchas entidades diagnósticas con las cuales lidiamos habitualmente en el consultorio. En este punto, uno podría preguntarse por qué algunas personas entran en este proceso de automonitoreo pernicioso, que deteriora la calidad de vida y el sentimiento subjetivo de bienestar. ¿Se trata de un rasgo causal, por ejemplo en la distimia y depresión? ¿O, inversamente, la depresión y distimia provocan este fenómeno? La ausencia completa de este rasgo, ¿trae aparejado alguna consecuencia negativa para la salud? Tal vez, como muchas características humanas, psicológicas y físicas, deberíamos pensarlo en un continuo de distribución normal, de modo tal que algunas veces sea incluso sano preguntarse si lo que sentimos como “estar bien” lo es realmente. Son preguntas sumamente interesantes para seguir investigando. Nosotros, como clínicos que aplicamos a diario tratamientos psicológicos, sólo podemos con bastante seguridad trasmitir lo que se observa en el extremo de la autobservación y el automonitoreo con el estado mental; eso es de lo que nos ocupamos al hacer terapia cognitivo conductual.

Autores: Ariel Minici, Carmela Rivadeneria y José Dahab – Directores de CETECIC.

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  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Las técnicas del condicionamiento encubierto

  • CETECIC
  • 28/02/2019

Habitualmente, se identifica al trabajo clínico cognitivo con la reestructuración cognitiva propuesta por Aaron Beck y llevada a cabo con técnicas como la discusión y puesta a prueba de los pensamientos automáticos o la búsqueda de respuestas alternativas y racionales.

Sin lugar a dudas, este último constituye uno de los desarrollos más prominentes dentro del enfoque. No obstante, existen muchos otros procedimientos que pueden calificarse de “cognitivos” de pleno derecho, tal como el entrenamiento en resolución de problemas, el entrenamiento en manejo de la ansiedad, el autocontrol del diálogo interno o el entrenamiento en autoinstrucciones.

Nosotros elegimos dedicar este pequeño espacio a las denominadas “técnicas de condicionamiento encubierto” o “técnicas de control coverante” desarrolladas principalmente por Joseph Cautela. Se trata de un conjunto de estrategias de intervención con un mismo denominador; en efecto, en todas ellas se aplican los principios del aprendizaje clásico y operante a las imágenes mentales y representaciones simbólicas, llamadas eventos privados dentro de este contexto conceptual.

De este modo, las técnicas de condicionamiento encubierto son una suerte de bisagra entre los modelos conductuales y cognitivos: aplican los principios del condicionamiento, campo tradicionalmente considerado conductual, a los fenómenos simbólicos, a las representaciones verbales y visuales, elementos propios del terreno cognitivo. Describimos a continuación, tres de estos procedimientos.

Sensibilización encubierta

Consiste en repeticiones imaginadas de la conducta-problema apareada con eventos simbólicos aversivos. El objetivo es provocar algún grado de inhibición en comportamientos potencialmente dañinos y que el paciente no desea, como por ejemplo, tomar alcohol, fumar, comer compulsivamente o algunas desviaciones sexuales como la pedofilia.

Este procedimiento resulta una suerte de desensibilización sistemática a la inversa, ya que lo que se intenta es que el individuo experimente cierto grado de ansiedad frente a esos comportamientos no deseados o patológicos de modo tal que se inhiba la ocurrencia de los mismos. La técnica está dirigida a alterar las representaciones simbólicas o mediadores de la actividad no deseada, de esa manera, su efectividad depende de que esa conducta posea tales mediadores, es decir, que no estemos frente a una conducta automática.

Generalmente, se la utiliza en adicciones hacia la última fase de tratamiento, cuando se intenta que el paciente adquiera autocontrol ante los entornos que lo puedan llevar a una recaída. Por ejemplo, a quien padece de alcoholismo se lo induce a imaginar situaciones donde hay gente bebiendo seguidas de otras que él experimente como aversivas, que le den asco o le desagraden mucho. De esa manera, se debilita la apetencia por consumir en contextos similares a los imaginados.

Reforzamiento positivo encubierto

Consiste en el apareamiento de un comportamiento imaginado con un reforzador positivo imaginario a los fines de que ese comportamiento aumente su probabilidad de ocurrencia. Como primer paso, se entrena al paciente para que imagine una actividad placentera que será usada posteriormente como reforzador positivo. Luego, se establece el apareamiento simbólico: se le pide que imagine que ejecuta la conducta deseada e inmediatamente luego cambie en su mente a la imagen reforzante. El ejercicio completo, compuesto por varios ensayos, redundará en un aumento del comportamiento deseado que antes se emitía con baja frecuencia.

La técnica se recomienda para incrementar comportamientos inhibidos por la ansiedad, postergados por falta de motivación o ausentes en el repertorio del sujeto; también se sugiere para modificar actitudes disfuncionales, incluso como medio para mejorar el autoconcepto. Por ejemplo, en el caso de un paciente que consulta por ansiedad ante los exámenes, es lo usual diseñar una Desensibilización Sistemática con una jerarquía que lo aproxime gradualmente a la situación temida; así la persona logrará disminuir su ansiedad y podrá rendir.

Ahora bien, si a este procedimiento se lo combina con el reforzamiento positivo encubierto, se la inducirá a imaginar una situación altamente placentera para ella a continuación de cada ítem de la jerarquía. De esta forma, no sólo alcanzamos el decremento de la ansiedad ante los exámenes, sino también la vinculación de dicha situación con sensaciones de placer; esto ayudará a modificar la visión negativa de la misma.

Modelamiento encubierto

Se entrena al paciente en la repetición simbólica de la conducta apropiada mediante un modelo imaginado. Operativamente, consta de tres etapas. En la primera, la persona imagina un modelo diferente de sí mismo en edad y sexo ejecutando el comportamiento objetivo. En la segunda, imagina un modelo similar a sí mismo en edad y sexo. Por último, en la tercera etapa, se imagina a sí mismo como su propio modelo realizando el comportamiento dificultoso que desea incorporar.

Dado que el aprendizaje de nuevos hábitos se efectúa gradualmente, suele aconsejarse que en las fases iniciales se visualice un modelo de manejo, vale decir, a alguien que ejecute el comportamiento cometiendo algunos errores, afrontando la situación con dificultades y superando los obstáculos.

Opuestamente, durante etapas más avanzadas del entrenamiento se sugiere la visualización de un modelo de dominio, el cual se muestra idóneo y seguro en su performance. Por ejemplo, en las fobias a los animales se acostumbra diseñar un tratamiento de técnicas combinadas.

En pocas palabras, luego de aplicar una desensibilización sistemática “tradicional” apelamos al modelamiento encubierto, el cual arranca con imágenes de una persona diferente de sí misma que entre titubeos y con algo ansiedad logra acercarse y acariciar, por ejemplo, a un perro; se trata aquí de un modelo de manejo en la primera fase del entrenamiento. Más tarde, el paciente visualizará a un sujeto similar a sí mismo que se acerca al perro y lo acaricia con poca o ninguna ansiedad, vemos aquí la segunda fase del entrenamiento y con un modelo de dominio. El último punto consiste en imaginarse a sí mismo realizando la misma acción sin dificultades, tercera fase del entrenamiento y con un modelo de dominio.

En suma, los procedimientos de condicionamiento encubierto apuntan al cambio afectivo, cognitivo y conductual apoyándose en la idea de que nuestra imaginación es un recurso altamente potente para modificar comportamientos en la realidad. De hecho, tanto la imaginación como nuestros pensamientos en general son los mediadores entre las situaciones que vivimos día a día y nuestros comportamientos, es en este sentido que modulan nuestras reacciones emocionales y nuestras acciones.

En consecuencia, la efectividad de las técnicas citadas se debe en gran medida a su poder para modificar o reestructurar nuestras cogniciones.

Por: Lic. José Dahab, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. Ariel Minici

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  • Ciencia y Evidencia en Psicología

¿Cuánto revelan de nosotros las reacciones de enojo?

  • CETECIC
  • 11/12/2018

Una de las ideas comúnmente difundidas es que una persona enojada, particularmente, cuando está incluso fuera de sí; dice lo que “verdaderamente piensa”, lo cual en otros momentos, cuando está tranquila, bajo un manto de racionalidad y autocontrol hipócrita logra disimular. ¿Cuánto hay de cierto en esto?

Los seres humanos somos una especie muy compleja, en muchos aspectos presentamos una semejanza asombrosa con otros animales pero, al mismo tiempo, llevamos rasgos que nos distinguen como únicos en el concierto de la vida. Hablamos, y esta es casi una de las cualidades que más nos hace humanos. Ahora bien, cuando hablamos, mostramos nuestra parte más humana pero también, frecuentemente, lo que llevamos de animalidad primitiva.

Las personas procesamos información de modo muy diverso, en simultáneo y en paralelo. Sí es cierto que la mayoría de nuestros procesos cognitivos no son conscientes; en efecto, el cerebro realiza muchas operaciones en simultáneo, sin que nosotros tengamos noticia de ello. Así, por ejemplo, al relacionarnos con otras personas, establecemos un vínculo que involucra varios planos de flujo de información, desde uno plenamente consciente y voluntario hasta otros completamente inconscientes, ajenos a nuestra voluntad, pero no por eso menos importantes y menos capaces de producir reacciones emocionales de todo tipo: expresiones faciales groseras y sutiles, tonos de voz, posturas corporales, la ropa que usamos y hasta el olor que emanamos forman parte de la comunicación humana.

Cuando hablamos, mostramos nuestra parte más humana pero también, frecuentemente, lo que llevamos de animalidad primitiva

Las interacciones sociales con otras personas son un motivo frecuente de consulta en la clínica. Casi todas las personas tienen algún grado de conflicto con sus familiares o amigos y es habitual que los pacientes lo planteen con su psicólogo. Hay algunos casos que están marcadamente signados por este tipo de consulta, como suele suceder con los trastornos de personalidad; en efecto, es una marca distintiva de estos diagnósticos el establecer relaciones sociales afectivas conflictivas. Veamos un ejemplo que nos cuenta un paciente:

“Tengo un amigo que normalmente es amable conmigo, buen compañero. Hace algunos años solíamos salir casi todos los fines de semana pero luego yo me puse en pareja y comenzamos a vernos mucho menos. Mi amigo siguió mostrándose amable, compañero, simpático; lo mismo hizo con mi pareja las veces que la vio. El día de su cumpleaños, yo planificaba verlo, pero tuve un inconveniente de último momento, lo cual me impidió ir. Le avisé muy tarde que no llegaría a la reunión. Al día siguiente, pasé medio sorpresivamente por su casa para saludar. Ante mi sorpresa, me recibió algo serio y cuando le pregunté qué le sucedía, me levantó la voz y me dijo que yo era un ingrato, mal amigo, que lo usé el tiempo que estuve solo y que luego, cuando me puse en pareja, me alejé y lo abandoné. Yo traté de hablar con él, de dar alguna explicación, incluso le pedí disculpas, pero él continuaba con su mal humor; lo cual hizo que yo también me enojara y le dijera que me iba, que seguramente no lo volvería ver. Días luego, mi amigo tomó la iniciativa de buscarme para hablar. Me pidió disculpas y me dijo que ese había sido un mal día, que por favor, no lo tomara en serio. Fin a la historia. Pero ¿qué debo hacer yo? ¿qué debo creer? Si me dijo lo que me dijo cuando estaba enojado, acerca de que lo abandoné, ¿no será que en ese momento estaba siendo sincero y diciendo lo que “realmente pensaba”? Y, contrariamente, ¿no será que ahora, ya más tranquilo, puede volver a disimular y volver a engañarme hipócritamente fingiendo que no piensa mal de mí?

El terapeuta cognitivo conductual debe adoptar una postura racional, equilibrada y no juzgar al paciente. En casos como el narrado, uno puede sentirse rápida y fácilmente tentado de dar una “opinión” sobre lo que el paciente nos cuenta; vale decir, ofrecerle al paciente simple y llanamente nuestro punto de vista sobre el tema, sin hacer uso de los conocimientos de psicología que tenemos ni practicar la empatía con el mismo. Ello constituiría un error. Cuando estamos en el rol de psicólogos, frente a un paciente, “siempre somos el psicólogo”, valga la redundancia, no debemos abandonar nuestra investidura profesional. Con lo cual, deberíamos tomar lo que este paciente nos cuenta como una instancia para ayudarlo a mejorar el manejo de sus relaciones interpersonales. Entre otras cosas, la psicoeducación es una gran herramienta que permite al paciente disponer de información científica para que tome mejor sus decisiones como, por ejemplo, esta que el paciente nos consulta. ¿Qué hacer con su amigo?

expresiones faciales groseras y sutiles, tonos de voz, posturas corporales, la ropa que usamos y hasta el olor que emanamos forman parte de la comunicación humana

Nuestro cerebro produce las emociones negativas con un conjunto de núcleos y circuitos que, sin entrar en complejidades, se denomina sistema límbico. No podemos ni queremos en este artículo tocar detalles finos de las neurociencias de las emociones, así que sólo nos referimos con la mayor simpleza posible a los aspectos relevantes para nuestra discusión. Parte integrante y crítica de este sistema es un núcleo denominado amígdala, encargada de dar un disparo defensivo rápido ante los peligros. El procesamiento de información llevado a cabo por la amígdala es rudimentario, básico, inmediato y, en muchos casos, sin consciencia, especialmente al inicio del proceso emocional. Vale decir que, ante alguna señal de peligro o amenaza, la amígdala inicia una reacción defensiva de tipo primitivo (escapar o agredir), la cual típicamente se arranca con poca o ninguna consciencia y voluntad. Normalmente, nos vamos tornando conscientes de la reacción cuando esta ya está en marcha y ya ha alcanzado cierta intensidad pero, a veces, ya cuando es demasiado tarde.

En condiciones normales, gracias al aprendizaje, la educación y la cultura, hemos logrado “domesticar” la reacción emocional primitiva que nos haría gritar, insultar o incluso agredir físicamente cuando nos sentimos atacados o, simplemente, cuando nos frustramos. Acá hay un punto importante al cual retornaremos: la frustración es fuente de enojo. Pero volvamos al control de la reacción emocional exagerada. La parte más evolucionada de nuestro cerebro, la corteza prefrontal, tiene fuertes y múltiples conexiones con la amígdala; digamos que hay circuitos que comunican ambas zonas en las dos direcciones, la información viaja de uno a otro sitio constantemente. Una de esas vías sale de la corteza frontal e inhibe el funcionamiento de la amígdala, o lo modera, en circunstancias en las cuales el enojo intenso no sería adecuado. Opera, por ejemplo, cuando en una reunión alguien llega tarde y nos hace perder el tiempo; inhibe nuestro enojo, lo regula, especialmente en su expresión. De este modo, al que llegó tarde, tal vez simplemente lo miramos serio y le decimos “Tarde, ¿qué pasó? Vamos a apurarnos porque ya perdimos tiempo”. Punto, seguimos adelante, la corteza prefrontal filtra parte de la reacción y la manifiesta de acuerdo con pautas culturales adecuadas; se llama asertividad.

La corteza prefrontal es una parte evolutivamente nueva en nuestro cerebro, lo cual significa que, en los miles de años de evolución de la vida en la tierra, apareció relativamente hace poco en los seres humanos. Otras especies carecen completamente de ella o, a lo sumo, muestran algún sistema embrionariamente parecido como, por ejemplo, otros primates no humanos (monos, gorilas). Lo que sí está claro es que el desarrollo y complejidad de esta área alcanza en los seres humanos niveles no vistos en otras especies. Las funciones de la corteza prefrontal son muchas, entre ellas, el pensamiento racional y reflexivo, las funciones ejecutivas, resolver problemas complejos, calcular las consecuencias de mi comportamiento en el largo plazo, planificar a largo plazo; en otras palabras, las funciones más exquisitamente humanas, más delicadas y sutiles; mucho de lo que nos hace especiales, diferentes y seres humanos, radica en la corteza prefrontal. Ni que hablar, no todos son piropos para esta zona del cerebro pues seguramente aquí también surgieron los planes más macabros de la humanidad en la mente de genocidas y dictadores, quienes supieron hacer finos cálculos para potenciar la eficiencia de una máquina o estrategia para matar. La corteza prefrontal es el hardware, la base física capaz de hacer procesamientos muy finos de información; los contenidos concretos con los cuales se llena son otro asunto, el cual dependerá de una larga lista de factores.

Cuando estamos en el rol de psicólogos, frente a un paciente, “siempre somos el psicólogo”

Volvemos entonces. Así las cosas, la amígdala dispara muchas veces reacciones defensivas y la corteza prefrontal las regula. La corteza prefrontal crea un filtro que da paso sólo a algunos contenidos y, particularmente, a algunas intensidades de los contenidos. La corteza prefrontal es la base del autocontrol de las emociones gracias a su capacidad de reflexionar e inhibir respuestas emocionales desbordadas. Pero como todo, a veces, falla…

La corteza prefrontal puede fracasar por muchos motivos en su capacidad de regulación emocional. Hay factores circunstanciales como la abstinencia de sueño o la ingesta de alcohol; otros son más específicos como, por ejemplo, el estrés sostenido. El estrés crónico no sólo debilita algunos circuitos frontales sino que aumenta la labilidad de la amígdala para disparar, con lo cual, actuando por ambos frentes, es uno de los factores más típicamente encontrados en los episodios de desborde emocional. Por supuesto, también hay quienes, por su personalidad, llevan una dificultad para que su corteza prefrontal regule sus emociones; se trata de personas que padecen algunas patologías llamadas trastornos de la personalidad y, justamente, los tratamientos apuntan, entre otras cosas, a reforzar los circuitos de autocontrol frontales para establecer nuevos patrones de interacciones sociales.

¿Y la amígdala y toda la orquesta del sistema límbico, qué papel ocupa? Pues, de modo muy sencillamente dicho, se trata de un juego de fuerzas. Cuanto más fuerte, rápida y frecuentemente dispare la amígdala, menos probabilidades habrá de contener su reacción. Otra vez, un conjunto de factores muy amplio tiene capacidad de facilitar el disparo de la amígdala. Entre ellos, ya mencionamos el estrés. También existen diferencias individuales, hay personas que poseen un sistema defensivo más susceptible; lo cual en términos de su personalidad se corresponde con un área llamada Neuroticismo. La forma en que toleramos y manejamos la frustración es una de las características más importantes en relación a la probabilidad de desbordarnos emocionalmente. La frustración es la diferencia entre lo que esperamos y lo que recibimos, pero muchas veces sucede que no tenemos lo que queremos y esperamos, incluso, cuando ello es justo. Hay personas que producen fuertes reacciones de enojo ante la frustración, las cuales no resultan fácilmente controladas por la corteza prefrontal.

La corteza frontal e inhibe el funcionamiento de la amígdala, o lo modera, en circunstancias en las cuales el enojo intenso no sería adecuado

Entonces, por un lado, tenemos un sistema defensivo primario, que produce reacciones emocionales negativas de variadísima intensidad, desde leves y casi imperceptibles hasta fuertes tormentas de ira. Este es un circuito que compartimos con casi cualquier otra especie animal medianamente compleja en el planeta, lo poseen ratas, perros y comadrejas. Por otra parte, los seres humanos poseemos una zona denominada corteza prefrontal, asiento de la racionalidad y reflexión, exclusivamente humana; entre otras tantas cosas, esta área se ocupa de regular los desbordes emocionales de la primera. Pues bien, ¿cuál de las dos es más representativa de lo que es un ser humano? ¿La más animal, la más básica y primitiva o por el contrario, la más distintivamente humana? O tal vez, ninguna de las dos, sino el punto de equilibrio que, en cada uno de nosotros, adquieren estas dos fuerzas. De hecho, la grandísima mayoría de las veces, el cerebro actúa como un órgano integrado, que no permite visualizar esta escisión en el procesamiento de información emocional.

Entonces, ¿cómo intervenimos frente al pedido de nuestro paciente, quien no sabe cómo reaccionar con su amigo?

En primer lugar, nos vamos a refrenar de dar una respuesta rápida, una simple opinión basada en lo que a nosotros nos gusta o nos parece. Contrariamente, vamos a tratar de practicar la empatía, procurando pensar de una forma similar a como suele hacerlo nuestro paciente. Luego, podemos proceder con psicoeducación, explicándole al paciente lo que desarrollamos recientemente en el artículo, adecuándolo a su nivel de entendimiento. Finalmente, podríamos utilizar una estrategia de solución de problemas, valorando pros y contras de mantener o cortar la relación con su amigo. La decisión la tomará el paciente, no nosotros, nosotros lo ayudamos en el proceso. En casos como este, sucede que el paciente nos pregunta: “¿entonces, vos, con todo lo que me explicás, me estás diciendo que mejor no le dé importancia a lo que pasó y que siga siendo su amigo?”. Una respuesta probable por parte del terapeuta sería “no, yo no te digo eso, yo te doy información que tal vez vos no conocías y te ayudo a valorar algunos aspectos de la situación; pero creo que la decisión de qué hacer concretamente, es tuya”.

La psicología aporta conocimiento acerca de cómo y por qué actuamos como actuamos, nos ilumina en los procesos básicos involucrados en la formación de nuestros actos, desde los más cotidianos como saborear una comida hasta los más sublimes como aprender a querer y perdonar. Este conocimiento puede otorgarnos mayor calidad de vida y, en el caso particularmente discutido, relaciones humanas más sanas, respetuosas y recíprocas.

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  • Salud Mental y Tratamientos

El procesamiento no consciente de la amenaza

  • CETECIC
  • 04/10/2018

Investigaciones contemporáneas han dejado claro que el cerebro humano realiza gran cantidad de operaciones complejas sin consciencia alguna. De particular relevancia para la clínica psicológica, se destaca la capacidad que posee nuestro cerebro de procesar estímulos amenazantes, disparando una reacción defensiva ansiosa pero sin consciencia por parte del sujeto. Este fenómeno conocido como procesamiento no consciente de la amenaza ha sido descripto en protocolos experimentales y constituye hoy un potente factor explicativo tanto de la ansiedad normal como patológica. El mismo no puede desconocerse para la terapéutica de los trastornos de ansiedad. El artículo describe brevemente el mencionado proceso y discute las implicancias más importantes que posee para la clínica psicológica actual.

Tal vez, uno de los aspectos más cautivantes de nuestro cerebro sea su capacidad de realizar operaciones altamente complejas con absoluta falta de consciencia. En verdad, resulta casi una cuestión de sentido común el reconocimiento de que el cerebro lleva adelante la mayoría de sus funciones sin consciencia ni intención. Pensemos en acciones tan cotidianas como caminar, hablar o escribir, todos procesos de muchísima dificultad pero que nosotros efectuamos sin esfuerzo y sin consciencia más que del resultado final. Para quienes nos dedicamos a la psicología clínica, los procesos no conscientes que revisten particular importancia son aquellos en los cuales se ven involucradas variables emocionales. Se trata de un tópico al cual las teorías psicológicas han dedicado miles y miles de páginas aunque, lamentablemente, no todas ellas están basadas en investigaciones empíricamente fundadas.

Arne Öhman conduce un programa de investigación experimental con humanos sobre el “procesamiento no consciente de la amenaza”. Él y su equipo se han abocado a estudiar cómo nuestro cerebro es capaz de detectar y reaccionar ante estímulos evocadores de miedo pero sin consciencia de la reacción emocional ni de los eventos que la disparan. A continuación, recorreremos brevemente algunos de sus aportes para luego discutir cómo ellos impactan de manera directa en el trabajo técnico terapéutico del psicólogo cognitivo conductual.

Un ejemplo experimental típico

En uno de sus experimentos típicos, Öhman presenta a sujetos fóbicos a las arañas cuatro tipos de fotografías: arañas, serpientes, flores y hongos. Las imágenes pueden ser presentadas de dos maneras:

De manera supraliminal: en este caso, la imagen se presenta y se mantiene durante 100 o más milisegundos, un lapso suficientemente largo como para permitir el reconocimiento consciente por parte del sujeto experimental quien acierta en nombrar la imagen de lo que vio el ciento por ciento de las veces.

De manera subliminal: en esta segunda condición, la imagen se presenta y mantiene durante un período aproximado de 50 milisegundos, un plazo que no permite el reconocimiento consciente del estímulo aunque sí el procesamiento. Vale decir, si le preguntamos al sujeto cuál fue la imagen presentada, no sabrá decirlo o responderá en el nivel del azar. No obstante, puede demostrarse que el estímulo con carácter emocional sí fue procesado por el sistema pues el sujeto da una respuesta de miedo.

Mientras los sujetos experimentales observan las figuras presentadas, Öhman mide la respuesta de conducción de la piel, la cual aumenta cuando la persona experimenta miedo o ansiedad y disminuye en momentos de tranquilidad y relajación.

Los resultados de estos experimentos son claros.

Primero, las personas fóbicas a las arañas reaccionan con un aumento en la conducción de la piel cuando se les presentan imágenes de arañas pero no cuando se les presentan imágenes de serpientes, hongos o flores. Segundo, el dato a destacar: la respuesta de conducción de la piel se observa tanto en la condición supraliminal como subliminal. Y tercero, no menos importante, en la condición subliminal, los sujetos fóbicos no sólo no son conscientes de la imagen sino tampoco son conscientes de que están reaccionando de manera defensiva. Sólo reportan más frecuentemente un estado de disgusto e incomodidad, pero no de miedo.

Así entonces, el resultado más importante de estos estudios es que las personas fóbicas a las arañas reaccionan con ansiedad ante la fotografía de una araña en las dos condiciones. Sea que la imagen se presente por un período largo que permita al sujeto darse cuenta de la misma, sea que ella se muestre por un período corto como para no permitir el procesamiento consciente, en cualquiera de los dos casos el fóbico reaccionará con una respuesta defensiva que Öhman operacionaliza a través de la conducción eléctrica de la piel. ¡Otro acierto de la evolución! Un mecanismo que permite al organismo movilizar recursos defensivos incluso cuando los estímulos amenazantes son tan débiles y periféricos como para no permitir su procesamiento consciente.

Hasta aquí, hemos narrado brevemente un ejemplo de los muchos que existen sobre el procesamiento no consciente de la amenaza. Hemos salteado la gran mayoría de detalles técnicos y metodológicos pues ellos exceden los fines de este artículo. Vamos ahora a discutir algunas de las consecuencias que de este tipo de investigaciones se derivan para la clínica psicológica.

Conclusiones e impacto en el trabajo terapéutico

En primera instancia, los descubrimientos de Öhman encuadran perfectamente bien en la visión evolucionista imperante hoy en la psicología científica. La activación del sistema defensivo primario por medio de estímulos tan débiles y sutiles que no llegan a ser conscientes representa una ventaja evolutiva pues de este modo los organismos han podido prepararse más prematuramente para una respuesta de escape ante la inminencia de un predador. Y si bien hoy los humanos modernos ya casi no nos beneficiamos de tales exquisiteces de los diseños evolutivos, ellos se encuentran de todos modos en nosotros y ejercen su efecto. Observamos en el miedo un sistema defensivo arcaico y primitivo que surgió en momentos en los que en nuestra filogénesis no se habían desarrollado ni los atisbos del lenguaje y el pensamiento; no resulta pues nada extraño que el miedo pueda hoy dispararse con total independencia de estas últimas complejas y elaboradas funciones.

Gracias al avance de las neurociencias, hoy sabemos que la respuesta defensiva básica de ansiedad se encuentra predominantemente en la amígdala y algunos otros centros nerviosos profundos, mientras que el lenguaje, el pensamiento y las funciones cognitivas superiores se hallan en la corteza, una zona evolutivamente nueva. En la gran mayoría de los casos, el miedo se dispara por eventos claramente perceptibles y por lo tanto, procesables por la corteza. De este modo, los dos sistemas funcionan en paralelo y nosotros tenemos una visión integrada de nuestra experiencia emocional. Para lograr detectar el aporte diferencial de cada una de estas zonas del cerebro resulta necesario contar con protocolos especiales como el diseñado por Arne Öhman. De cualquier modo, no está dentro de los objetivos del presente texto describir ni discutir las bases neurales de la emoción sino analizar las implicancias de la activación no consciente del miedo para la clínica psicológica.

Las investigaciones acerca del procesamiento no consciente de la amenaza favorecen la visión de que los miedos se activan “de abajo hacia arriba”. Esta expresión pretende sintetizar la idea de que procesos asociativos primarios y evolutivamente arcaicos disparan los miedos, los cuales en los seres humanos se vuelven conscientes sólo luego de que tales procesos defensivos se hallan en marcha. En este contexto, las expectativas, cogniciones, autoinstrucciones y otros procesos cognitivos complejos actuarían más como moduladores que como causantes de la emoción.

Por supuesto, también es posible que investigaciones como las de Öhman aborden sólo una parte del amplio fenómeno del miedo y por lo tanto, existan condiciones en las cuales las cogniciones sí jueguen un papel causal primario. Sea como fuere la solución a este problema, los estudios sobre el procesamiento no consciente de la amenaza dejan en claro que al menos una parte del miedo y la ansiedad se originan por asociaciones de estímulos, con ningún tipo de procesamiento cognitivo. Al fin y al cabo, ¿qué clase de valoración cognitiva puede hacer un sujeto que está reaccionando con ansiedad a un estímulo del cual ni siquiera es consciente? ¿Cómo puede, por ejemplo, asignar significado de peligro o generar una expectativa de falta de control la persona que reacciona con ansiedad ante una fotografía cuyo contenido no logra distinguir?

El fenómeno estudiado por Öhman también encaja y hasta explica algunos hechos comúnmente observados en la clínica psicológica, como la ansiedad flotante libre o la irracionalidad de las fobias. Veámoslo con un poco más de detalle.

Históricamente se ha denominado ansiedad flotante libre a un estado de angustia no antecedido por estímulos identificables. Por el contrario, la persona reporta sentirse ansiosa o angustiada sin que nada haya sucedido en el ambiente, sin que nada haya cambiado en su entorno. Probablemente, esta reacción afectiva se deba a la presencia de estímulos condicionados de ansiedad tan débiles que no alcanzan el umbral de la consciencia; no obstante, ellos son procesados por el cerebro y disparan una respuesta emocional. Pensemos, por ejemplo, en los pacientes con trastorno de pánico que experimentan crisis de manera inesperada, incluso mientras duermen. Tal vez tales ataques de angustia sean gatillados por estímulos condicionados de ansiedad demasiado sutiles como para ser detectados conscientemente pero no como para poner en guardia al sistema defensivo primario que, dada la patología que padece la persona, redunda en una crisis de pánico.

También es ampliamente reconocido el hecho de que las fobias son irracionales o ilógicas; en otras palabras, que el miedo no responde a una pauta de razonamiento o reflexión basada en el conocimiento de la peligrosidad del objeto. Así, por ejemplo, los pacientes que temen al encierro de un ascensor saben que el mismo no representa ninguna amenaza real, que no morirán asfixiados ni en un accidente, no obstante no pueden detener su miedo. Y en verdad, la mayoría de las veces la sola visión del objeto fóbico provoca una reacción de ansiedad, como sucede cuando una persona con fobia a las serpientes observa a uno de estos animales encerrado en una caja de vidrio como las que hay en los zoológicos. Más aún, el disparo de ansiedad suele producirse incluso cuando los estímulos fóbicos se observan en la pantalla del cine o el televisor. Resulta más que obvio que en estos casos no hay peligro alguno, sin embargo la persona igual teme y evita los estímulos fóbicos. ¿Por qué?

Pues hay más de una razón, pero seguramente entre ellas se destaca la que Öhman y su equipo han objetivado en su programa de investigación. La racionalidad y el conocimiento acerca de la ausencia de peligro se hallan en la corteza, la cual en estos casos no logra inhibir al sistema defensivo primario ubicado en estructuras cerebrales corticales y subcorticales profundas. Como ya hemos explicado, este último no funciona con palabras ni lógicamente sino que lo hace por asociaciones gobernadas por las leyes del condicionamiento.

Ahora bien, si una parte o todo el cuantum de ansiedad deriva de procesos asociativos evolutivamente arcaicos y primitivos, ¿tiene sentido llevar adelante con nuestros pacientes discusiones cognitivas basadas en el lenguaje y la racionalidad? ¿Tiene alguna utilidad discutir, por ejemplo, la asignación de significado catastrófico a las sensaciones corporales con los pacientes que padecen Trastorno por Pánico? ¿Qué utilidad puede poseer el enseñar a un paciente con Fobia Social a reconocer y combatir las ideas de que los demás lo evalúan negativamente? En síntesis, ¿tiene algún valor el uso de procedimientos puramente cognitivos cuando sabemos que en gran medida los miedos radican en asociaciones de estímulos ajenas al lenguaje y la razón? Pues, sí, definitivamente, todo el conjunto de técnicas gruesamente denominadas cognitivas constituyen herramientas de gran utilidad en el trabajo con pacientes que padecen desórdenes de ansiedad. Y ello se debe primordialmente a que incluso si la ansiedad patológica halla su raíz en asociaciones estimulares, los elaborados procesos cognitivos pueden facilitar un aprendizaje nuevo y de orden superior que controle a la antigua asociación que hoy resulta desadaptativa.

De hecho, esta es una de las afirmaciones del mismo Aaron Beck quien en un artículo clave del año 1997 propuso que en lo que hace a la terapéutica de los trastornos de ansiedad, el trabajo consiste primordialmente en desactivar el sistema automático más primitivo de amenaza apelando y ampliando los procesos cognitivos estratégicos, más elaborados y racionales. Y por supuesto, no es con estas conclusiones que termina nuestra discusión. Parece bastante claro que si la ansiedad se activa en todo o en parte mediante asociaciones por fuera de la consciencia y la razón, pues entonces también podremos desactivarla con estrategias ajenas a tales funciones. Este es el lugar de técnicas conductuales tales como la Exposición en cualquiera de sus variantes, la Relajación Muscular Profunda, la Desensibilización Sistemática o el Entrenamiento en Habilidades Sociales, por sólo mencionar algunos ejemplos.

Las genéricamente denominadas técnicas conductuales consisten en un conjunto de pasos sistematizados a través de los cuales los pacientes serán llevados a deshacer asociaciones patológicas creando en su lugar asociaciones nuevas, pero sanas y adaptativas. Y si bien parte del protocolo terapéutico se establece de manera verbal, como la psicoeducación o las instrucciones acerca de cómo proceder en el tratamiento, el elemento crítico de efectividad se halla por fuera de los procesos mediatizados por el lenguaje y la razón, por fuera entonces de los sistemas cognitivos. De este modo, las técnicas conductuales involucran un aprendizaje mediado situacionalmente por oposición al aprendizaje verbalmente guiado de las técnicas cognitivas.

Desde su mismo inicio en la mitad del siglo pasado en el ámbito de la Terapia de la Conducta, los procedimientos conductuales han partido del supuesto de que las emociones negativas se hallan mediatizadas por asociaciones patológicas inaccesibles conscientemente y, por lo tanto, los dispositivos de tratamientos creados han tendido a no centrar su atención en los mediadores verbales cognitivos sino en las tales asociaciones inconscientes etiológicamente responsables de la patología objetivable en la conducta. En otras palabras, en la concepción inicial y aún vigente de las técnicas conductuales, una gran parte de las emociones negativas patológicas se explica por aprendizajes implícitos, no disponibles a la consciencia, cuya recuperación se produce en el comportamiento patológico de la persona; quien, si bien puede ser consciente del resultado final del proceso psicológico, no lo es de las asociaciones responsables del mismo, menos aún posee capacidad de controlarlo.

Con el paso de los años, el “supuesto” inicial acerca de la existencia de vías asociativas inconscientes fue ganando cada vez más apoyo de la investigación empírica hasta transformarse hoy en una hipótesis firme ampliamente aceptada. Como en otros muchos campos de la Psicología, los últimos avances en neurociencias han terminado por borrar cualquier tipo de duda acerca de la veracidad de esta idea. No deja de asombrarnos la genialidad de algunos primeros fundadores del modelo como Joseph Wolpe o Isaac Marks quienes plantearon hipótesis que la investigación empírica terminaría por validar 40 ó 50 años después gracias a impresionantes avances tecnológicos.

Así, a la luz de las investigaciones empíricas actuales, las técnicas conductuales renuevan su valor. Por su mismo diseño, ellas invocan y operan sobre los procesos asociativos básicos causantes de la patología emocional, ahí nace su eficacia y su lugar destacado en el concierto de herramientas con las cuales contamos en la clínica psicológica contemporánea. No sorprende pues que la Exposición, arquetipo ejemplar de procedimientos conductuales, sea la técnica más veces citada por las investigaciones de efectividad de los tratamientos. Menos aún nos sorprende que la Terapia Cognitivo Conductual sea el abordaje de tratamiento con mayores índices de efectividad y más aceptación en todo el mundo.

Desde hace uno 30 años, en el marco del auge de las neurociencias, las técnicas conductuales y las técnicas cognitivas se han integrado en un modelo cuya unidad radica en respetar la metodología científica empírica. En un tal entorno metodológico, los datos son quienes tienen la última palabra; nos quedamos así con los procedimientos cuya efectividad sea contrastada de manera fáctica. Las técnicas conductuales han pasado la prueba con sobrada holgura, al igual que muchos procedimientos cognitivos. En virtud de ello es que hoy el modelo es Cognitivo y Conductual, los dos, porque así lo ha establecido la investigación científica.

Autores: Lic. Ariel Minici, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. José Dahab — Directores del Centro de Terapia Cognitivo Conductual y Ciencias del Comportamiento (CETECIC), una institución especializada en el entrenamiento online y presencial de la TCC.

Artículo publicado en la revista digital de CETECIC y cedido para su publicación en Psyciencia.

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El manejo de la relación terapéutica en los trastornos de la personalidad

  • CETECIC
  • 07/08/2018

Los tratamientos psicológicos, de modo análogo a todos los procesos de relación de ayuda, requieren que una persona deposite su confianza en otra persona que posee mayor conocimiento específico para tratar su sufrimiento emocional y ayudarlo a alcanzar el cambio en el comportamiento asociado a su padecer. Todo paciente espera que la terapia le reporte resultados satisfactorios y, más allá de las particularidades del caso en cuestión, la percepción de eficacia se revela como un componente central en la confianza en el profesional tratante. Arnold Lazarus, uno de los referentes principales en TCC, sostiene precisamente que el elemento crucial para la consolidación de la alianza terapéutica es la eficacia de los procedimientos aplicados (o al menos la percepción de la misma por parte del paciente):

“Un elemento diferente que también conduce a perder el tiempo es la creencia que defienden algunos terapeutas sobre la necesidad de profundizar en las pequeñeces de la relación paciente-terapeuta. Cuando el progreso es evidente y la terapia avanza apropiadamente, ¿cuál es la finalidad de este ejercicio? En la mayoría de los casos, concluyo las terapias sin la menor idea de qué o cómo piensan realmente los clientes de mí. Supongo que tenían una disposición positiva en virtud de que eran educados, respetuosos, corteses y cooperadores y normalmente parecían satisfechos de sus logros. Sin embargo, cuando surgen dificultades, cuando la terapia se estanca y cuando no se aprecia progreso, una de las hipótesis que contemplo es que ha podido surgir un problema entre el cliente y el terapeuta. Lo que Safran denomina ruptura en la alianza terapéutica. Pero, repito, si la terapia funciona bien, los logros son observables y el progreso es evidente, ¿por qué perder el tiempo analizando la así llamada ‘transferencia’?”.

El elemento crucial para la consolidación de la alianza terapéutica es la eficacia de los procedimientos aplicados

En consonancia con lo remarcado por Lazarus, no hay dudas de que los componentes de contenido y la percepción de eficacia del paciente en relación con los procedimientos aplicados por el profesional son fundamentales para el fortalecimiento de la relación terapéutica. De todos modos, en algunos casos complejos, las intervenciones del psicoterapeuta pueden enfrentarse con obstáculos asociados a la personalidad del paciente que interfieren en el curso del tratamiento y, por ende, afectar a la eficacia de los procedimientos que se implementan al mismo. Esto se plasma frecuentemente en las complejidades de los trastornos de la personalidad. Precisamente, en los últimos 20 años, varios autores de la TCC, han focalizado su atención en el manejo de la relación terapéutica entre terapeuta y paciente pues, en la atención clínica de casos que padecen trastornos de la personalidad, representa un factor de peso en el curso del proceso terapéutico.

Antes de adentrarnos de lleno en las particularidades de la relación terapéutica en los tratamientos de los pacientes con trastornos de la personalidad (TPE), puntuaremos los aspectos sobre el manejo de la relación terapéutica en el tratamiento de pacientes en general1:

  1. Aceptación Incondicional o “no enjuiciamiento”.
  2. Motivación e involucración del profesional.
  3. Empatía.
  4. Autenticidad.
  5. Ecuanimidad.
  6. Manejo de las propias emociones negativas del psicólogo.
  7. Consideración del encuadre y los aspectos de forma.
  8. Visión positiva equilibrada.
  9. Adaptación al caso por caso.
  10. Autocontrol del propio comportamiento del terapeuta.

Como dijimos recién, estos puntos son pertinentes para el manejo de la relación terapéutica de modo general. Para el abordaje de los TPE, también es importante su consideración aunque su importancia es mucho mayor que en otras categorías diagnósticas, al punto de establecer que si el psicólogo no contempla variables de la relación terapéutica, se omite un pilar fundamental en la adherencia y continuidad del paciente en el proceso terapéutico. Especificaremos a continuación aspectos adicionales inherentes a la relación terapéutica en los TPE.

Expectativas del profesional

En primera instancia, es necesario destacar que los obstáculos e interferencias en la relación terapéutica constituyen una característica frecuente en el abordaje de los pacientes con TPE. La alianza de trabajo entre terapeuta y paciente puede verse afectada en diversas fases del proceso terapéutico. El psicólogo no debe interpretar tales interferencias como anormales, sino como reacciones emocionales y conductuales propias de la vulnerabilidad psicológica que padece el paciente en sus relaciones interpersonales.

El psicólogo no debe interpretar
tales interferencias como anormales, sino como reacciones emocionales y conductuales propias de la vulnerabilidad psicológica

Si el psicólogo no acepta que es probable que tales obstáculos interrumpan la alianza terapéutica, tendrá una visión emocional, sea sobreinvolucrándose o eventualmente tomando decisiones apresuradas (por ejemplo, derivar prematuramente al paciente o abandonar el caso). Un profesional inexperto, puede enfrentarse con reacciones sorpresivas del paciente.

Por ello, el psicólogo debe prestar especial atención a sus propias reacciones emocionales y, dicho en términos vulgares, no tomar decisiones “en caliente” cuando se presentan intempestivamente los avatares en el vínculo terapéutico. La aceptación de aparición de éstas interferencias en la relación terapéutica le permitirá analizar y abordar las mismas en función de la evaluación del paciente en cuestión y de su diagnóstico específico.

Expectativas del paciente

En algunos casos de pacientes con diagnóstico de TPE, el paciente puede ser muy sensible a la respuesta del profesional, fluctuando en reacciones emocionales que transiten dicotómicamente, pasando, por así decir, del “amor” al “odio” sin escalas intermedias. Ilustrémoslo con un caso.

Una paciente, estudiante de abogacía de unos 29 años, cuyo diagnóstico es trastorno límite de la personalidad, comenta en la sesión sus dudas con respecto a ejercer en el futuro la profesión de abogada. Le plantea al psicólogo sus preocupaciones futuras, asociadas a los conflictos con potenciales clientes, también a las dificultades que acarrea el tener que estar yendo a tribunales a seguir los expedientes y sus pensamientos recurrentes de que no le irá bien en la profesión. Plantea incluso la posibilidad de no rendir el último examen para “sacarse presión”, en el sentido de que no quiere que le pregunten el día de mañana por qué no ejerce la abogacía.

El psicólogo no propicia la discusión
con el paciente de modo espontáneo

Durante cuatro o cinco sesiones, se analizaron y trataron especialmente dichas preocupaciones. Luego de estas sesiones, en la sesión siguiente, la paciente le comenta al psicólogo que ha finalizado la cursada y que sólo le queda rendir el último examen final y que sigue teniendo dudas con respecto a si ejercer o no. A los pocos días de transcurrida esta sesión, la paciente le envía un mensaje de whatsapp al psicólogo en el cual expresa: “Me decepcionaste. En ningún momento me felicitaste por mi ultima materia aprobada, sos un desconsiderado, no terminaste de entender lo que significa para mí. Dejo la terapia”. Nótese la reacción dicotómica de la paciente a partir de sus expectativas. Ella esperaba que el profesional la felicitase por haber terminado de cursar. En vez de focalizar la atención en el trabajo específico llevado a cabo por el psicólogo, “editó” la situación y la catalogó como “desprecio”.

Como dijimos recién, el psicólogo debe aceptar que tales interferencias son prácticamente inevitables y no debe abandonar el caso cuando aparecen las mismas. El terapeuta debe mantener el equilibrio emocional, recordar que el paciente no es su amigo y no responderle con enojo o malestar emocional. Tales interferencias deben analizarse y tratarse en el marco de las sesiones, no mediante mensajes de whatsapp ni conversaciones telefónicas espontáneas. Un ejemplo de respuesta asertiva por parte del psicólogo es: “lo hablamos en la sesión del próximo jueves”. Y si el paciente responde con agresión anunciando que no asistirá, puede responder: “te propongo que lo conversemos en sesión, no por teléfono ni por mensajes. Lo hablamos en detalle en la sesión del jueves”. Nótese que el psicólogo no propicia la discusión con el paciente de modo espontáneo, mediante mensajes de texto. Y mucho menos, escribe mensajes de tinte emotivo tales como “si esa es tu decisión, no vengas más”.

Ese tipo de reacciones no son profesionales, son emocionales. La propuesta profesional es equilibrada, ofrece al paciente poder expresar su enojo en el marco de la consulta. Es decir, se le ofrece el espacio terapéutico para la expresión de sus emociones asociadas a la relación terapéutica, aunque se intenta que la misma se exprese en consonancia al encuadre de una relación profesional.

Solapamiento entre la relación profesional y la relación personal

Algunos pacientes con TPE pueden presentar conductas que confunden la relación profesional con la relación personal. Es totalmente esperable que el paciente sienta respuestas de “admiración y cariño” hacia el psicólogo a quien le confía sus secretos más íntimos y que intenta ayudarlo a modificar emociones y conductas.

Como ya dijimos, en los pacientes con TPE las emociones positivas también pueden ser extremas y eso afectar la “distancia operativa” necesaria entre terapeuta y paciente. Por ejemplo, un paciente de muy buena posición económica, cuyo diagnóstico es trastorno narcisista de la personalidad, le regala al terapeuta un regalo muy caro, por ejemplo, un reloj de 1000 dólares para su cumpleaños; además le envía un mensaje los días previos en los cuales lo invita a cenar y hacer la próxima sesión en un restaurant.En reiteradas oportunidades, el paciente abre temas ajenos a los objetivos terapéuticos; también se detecta que el paciente expresa mentiras sobre temas variados, debido a que en sesiones subsiguientes su relato no concordaba con los datos previos que había transmitido sesiones atrás.

La propuesta profesional es equilibrada,
ofrece al paciente poder expresar su enojo en el marco de la consulta

Independientemente de tales circunstancias, el psicólogo identificó que el paciente estaba confundiendo la relación terapéutica con una relación de amistad, es decir, se detectó que el paciente “deseaba ser amigo del psicólogo”, más que paciente. Por otra parte, durante varias semanas no presentaba conductas de gravedad, ni un padecer emocional de magnitud que justificase continuar asistiendo semanalmente a sesión.

Este tipo de conductas “amistosas” del paciente hacia el psicólogo no aportan utilidad adicional a la eficacia del tratamiento. Es más, en algunos casos, puede interferir en la distancia operativa, siendo necesario abordar asertivamente las mismas para que no solapen la relación profesional.

De modo semejante, una paciente con trastorno histriónico de la personalidad, puede seducir sutilmente al psicólogo o un paciente con trastorno paranoide de la personalidad, puede interpretar que las intervenciones que el psicólogo implementa son parte de la complicidad entre el terapeuta y la familia del paciente en su contra. También en estos casos el psicólogo debe manejar sus respuestas emocionales ante las confrontaciones de “complot” que emite el paciente y dejar que el paciente se explaye sobre sus pensamientos a los fines de detectar de modo específico tales elucubraciones.

Interferencias en la relación terapéutica: Retirada y Confrontación

Safran J. y Muran J. (2001), plantearon la presencia de dos tipos de rupturas en la relación terapéutica, muy frecuentes en los TPE, denominadas retirada y confrontación.

Señalan que la conducta de retirada sucede en general en pacientes que son estrictos, ordenados, cumplidores, tales como pacientes cuyo diagnóstico es trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad o el trastorno de la personalidad por evitación, donde en ambos cuadros se evita expresar directamente la ruptura con el profesional.

Sea cual fuese el tipo de ruptura, el psicólogo debe analizar las mismas y no desanimarse frente a ellas

A diferencia de estos casos, otros pacientes con TPE se caracterizan por emitir conductas de confrontación. Por ejemplo, el paciente decide abruptamente abandonar el tratamiento, se enoja con el psicólogo y se va de la sesión o envía mensaje de whatsapp incluyendo frases agresivas hacia el profesional. La confrontación se presenta con frecuencia en pacientes con trastorno paranoide.

Esta distinción entre estos dos tipos de conducta de ruptura en la relación terapéutica se presenta diferenciadamente en función del diagnóstico del paciente en cuestión. Es decir, el abordaje de las conductas de interferencia en la alianza terapéutica, será diferente según el diagnóstico en cuestión.

Sea cual fuese el tipo de ruptura, el psicólogo debe analizar las mismas y no desanimarse frente a ellas. Tales conductas pueden ser temporarias y no implican necesariamente que el paciente con TPE desee definitivamente abandonar el tratamiento. El psicólogo puede abordar las mismas como instancias interpersonales que reflejan el modo de interactuar del paciente hacia los demás e incluirlas dentro del trabajo terapéutico.

El enojo hacia el terapeuta como conducta clínicamente relevante en el trastorno límite de la personalidad

Hay dos conductas clínicamente relevantes que se presentan en los pacientes con trastorno límite de la personalidad (TLP): el enojo y las respuestas verbales agresivas derivadas de él, es decir, la expresión agresiva del enojo. Como remarcamos al principio, el psicólogo debe estar preparado y no sorprenderse ante ese tipo de manifestaciones. En vez de actuar a la “defensiva”, contraatacando verbalmente al paciente, el terapeuta evalúa y trata con manejo emocional y asertividad tales conductas; es frecuente que, transcurridos algunos días o semanas del episodio de enojo, el paciente presente una actitud diferente hacia el terapeuta e incluso de colaboración con el tratamiento. El psicólogo debe recordar que el paciente “no se comporta así a propósito y con malas intenciones”: el enojo y la agresión son conductas protagónicas en sus relaciones interpersonales.

El psicólogo no debe “ubicarse al mismo nivel emocional” de confrontación del paciente y debe mantener su compromiso con su rol profesional, propiciando que el paciente pueda expresar los pensamientos y emociones

Junto al enojo, también hay deseos y afectos en el paciente hacia quienes está dirigida temporariamente la agresión y dicha ambivalencia puede disiparse gradualmente luego de transcurrida su crisis emocional. Si el paciente se enoja con alguien, es debido a que “ese alguien” es una persona significativa en su red social; es decir, el paciente con TLP, emite conductas disfuncionales, aunque paradójicamente mediante dichas conductas agresivas, intenta evitar un abandono, mantener o componer una relación.

Por ello el psicólogo no debe “ubicarse al mismo nivel emocional” de confrontación del paciente y debe mantener su compromiso con su rol profesional, propiciando que el paciente pueda expresar los pensamientos y emociones que siente hacia su terapeuta, sin pensar que éste “lo abandonará” por sus reacciones de enojo. Es decir, las conductas de ruptura de la relación terapéutica pueden ser utilizadas favorablemente como manifestaciones de los comportamientos-problema a tratar y modificar. Es parte de la topografía de las conductas interpersonales que presentan los pacientes con TLP.

En síntesis, tanto en este cuadro como en los demás trastornos de la personalidad, el psicólogo tiene que ser capaz de manejar sus propias emociones y estar preparado para la aparición del conflicto en la relación terapéutica sin considerar que ello implique el final de la terapia. Recordemos que las conductas disfuncionales deben ser evaluadas empáticamente, debido a que las mismas expresan el modo de interpretar y los patrones conductuales que se reiteran en su mundo interpersonal.

Línea de tiempo de las relaciones interpersonales

Un modo de evaluar y detectar variables que provocan conflictos interpersonales es implementar la llamada “línea de tiempo”. Un ejemplo característico es indagar la historia de parejas que ha tenido el paciente. Desde su primera relación afectiva hasta la fecha se puede construir “la historia clínica”, por así decir, de sus vínculos significativos. En cada relación se indaga la edad de la paciente, la edad de la pareja, los aspectos positivos y negativos del vínculo y, fundamentalmente, los motivos de la ruptura, separación o divorcio. Es frecuente hallar regularidades disfuncionales (ej. enojo, agresión, violencia, etc.) dirigidas hacia las diferentes parejas que ha tenido el/la paciente, siendo útil tal técnica para la identificación de variables interpersonales que pueden exacerbar los conflictos en el futuro. Por ejemplo, indagar sobre el final abrupto de varias relaciones de pareja de una paciente con TLP permite al clínico predecir y prever la posible ruptura de la relación de pareja actual y eventualmente preparar a la paciente para que regule sus emociones asociadas a conflictos de pareja y no tome decisiones impulsivas en lo que concierne al fin de su pareja o matrimonio.

Por supuesto, la línea de tiempo es de utilidad también para evaluar relaciones significativas pasadas en general, no sólo las relaciones de pareja. Cobra especial relevancia que el clínico indague en el paciente con TLP qué ha sucedido en relaciones terapéuticas anteriores, intentando identificar los motivos que derivaron en que el paciente abandonase los diferentes tratamientos pasados. De ese modo, el psicólogo podrá tener cautela de no repetir los errores que eventualmente pudiesen haber cometido sus colegas ante las reacciones negativas o agresivas que el paciente tuvo hacia el profesional. Suele ocurrir que pacientes con TLP con dificultades en el manejo del enojo abandonen abruptamente el tratamiento. Este indicador puede orientar al psicólogo actual en la identificación y prevención de aparición de conductas-problema asociadas a la regulación emocional en los vínculos terapéuticos.

Manejo de las propias emociones y conductas en la relación terapéutica

Por último, es necesario que el psicólogo maneje sus propias respuestas emocionales y tenga autocontrol en la emisión de sus conductas. Puede suceder que algunos pacientes con TPE “provoquen” directa o indirectamente el malestar del profesional. Ante estas situaciones, el psicólogo no debe perder su capacidad de autoobservación y evitar reacciones impulsivas, tales como decirle al paciente frases tales como “si no estás conforme con la terapia, no vengas más”, “si decidís dejar la terapia, no me llames más”, o conductas intempestivas como bloquear al paciente de sus contactos de whatsapp o no responder sus mensajes.

Como dijimos más arriba, los conflictos que el paciente vuelca en la relación terapéutica son muestras de conducta que se reiteran en sus relaciones interpersonales en general. Expulsar al paciente a raíz de ello es impedirle la continuidad de un proceso terapéutico en el cual los avances y las rupturas en el vínculo profesional forman parte de conductas habituales en estos casos. Obviamente, también el psicólogo debe evitar las decisiones dicotómicas y aunque el paciente interrumpa o abandone el tratamiento, es ético “dejarle la puerta abierta” si desea retomar en el futuro.

En síntesis, en el manejo de la relación terapéutica el psicólogo debe:

  1. Considerar las particularidades del trastorno de la personalidad en cuestión.
  2. Comprender empáticamente que las rupturas y las conductas interpersonales negativas hacia el profesional, no son meramente “intencionales” y forman parte del cuadro.
  3. Recordar que para el afianzamiento de la alianza terapéutica es necesario tener EMPATÍA con la forma de ver el mundo que tiene el paciente.
  4. Evaluar la línea de tiempo de las relaciones significativas del paciente, a los fines de alcanzar la detección de variables que han provocado las rupturas con parejas previas, amigos y anteriores terapeutas.
  5. Ir evaluando y revisando las “variables de relación” desde el principio del proceso terapéutico para llevar a cabo los ajustes de estilo y forma en la comunicación e interacción con el paciente y no solo en las “variables técnicas” del tratamiento.

Siempre es bueno recordar la importancia de que el psicólogo ejerza su profesión desde una perspectiva racional. Desde su lugar de influencia, las conductas de equilibrio emocional y manejo ecuánime de situaciones de conflicto también constituyen un modelo de influencia en los pacientes, presenciando estos, en el contexto terapéutico, una instancia de aceptación y aprendizaje racional para el futuro manejo de conflictos interpersonales.

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Por:José Dahab, Gabriela Rivadeneira y Ariel Minici – directores de CETECIC.

Artículo publicado en el Centro de Terapia Cognitivo Conductual y Ciencias del Comportamiento, institución especializada en la atención clínica y formación de profesionales de salud mental.

  1. El lector que desee mayor ampliación sobre los mismos, puede consultar el artículo “La relación terapéutica en Terapia Cognitivo-Conductual: Aspectos humanos vinculares que mejoran la efectividad”; Dahab J., Rivadeneira C. y Minici A., año 7, núm. 12, Feb-Mar. 2007. ↩

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¿Cuándo es patológica la personalidad?

  • CETECIC
  • 03/07/2018

La personalidad es uno de los constructos más estudiados por la Psicología. No obstante, hasta el día de hoy no tenemos una definición clara y ampliamente aceptada. Ni que hablar de los “trastornos de la personalidad”, pues si no acertamos a definir adecuadamente lo que es la personalidad, menos aún podremos decir cuándo ella es sana y cuándo patológica. Aun así, hay intentos, muy buenos intentos, que en el camino de llegar a una comprensión más cabal de los procesos patológicos de la personalidad nos van aportando guías y pautas para trabajar en la clínica con los tan temidos “trastornos de la personalidad”.

Las primeras aproximaciones al estudio de la personalidad se remontan ya a la Grecia Antigua con el médico griego Hipócrates, quien propuso una visión basada en cuatro grandes temperamentos. Desde ahí, el término ha pasado por muchas vicisitudes hasta que, hacia mitad del siglo pasado, el conocido psicólogo Gordon Allport propuso una definición científica bastante aceptada: “…la personalidad es una organización dinámica, dentro de la persona, de sistemas psicosociales que crean sus patrones característicos de comportamiento, pensamiento y sentimiento…”.

La investigación actual de la personalidad se encuentra fuertemente guiada por un enfoque conocido como tradición léxica. En esta línea, la hipótesis básica y más importante sostiene que los lenguajes naturales, a lo largo de miles de años, han creado un conjunto muy amplio de palabras para describir a las personas; por ende, si nos tomamos el trabajo de capturar esas palabras y armar una lista exhaustiva, lograremos tener un buen conjunto de calificativos para describir a la personalidad. El método parece haber tenido éxito cuando se combinó con un procedimiento estadístico llamado análisis factorial, el cual permite encontrar los denominadores comunes que subyacen a los conjuntos de adjetivos que describen a las personas. Así, hemos llegado a tener cinco grandes factores de personalidad, a saber: neuroticismo, extroversión, apertura, acuerdo y escrupulosidad. A su vez, esto cinco grandes dominios contienen 6 facetas, dando así un modelo jerárquico de personalidad que se puede caracterizar en función de 5 grandes dominios y 30 facetas, un total de 35 puntajes.

El gran éxito del modelo de los “Cinco Factores” ha sido encontrar un conjunto de rasgos que se replican una y otra vez en diferentes culturas con diferentes idiomas.

Uno de los grandes apoyos a este modelo tuvo lugar cuando la misma estructura de personalidad se replicó en diferentes lenguajes y diferentes culturas; lo cual nos hace pensar que más allá de las diferencias en las maneras de vivir y actuar, nos estamos aproximando a una estructura universal de la personalidad humana; un conjunto de rasgos básico que todos los seres humanos tendríamos pero en diferentes cantidades y combinaciones. Vale decir, la personalidad humana consistiría en una estructura básica de dimensiones, esto sería universal, independientemente del lugar de nacimiento, crianza, la forma de vida de nuestros primeros años, la lengua que hablamos al nacer o la que aprendimos luego a través de la educación formal; más allá de todas las contingencias individuales, siempre podremos describir a la personalidad en estos cinco grandes factores y sus seis facetas; lo que va a variar, y lo que finalmente nos dará la individualidad de cada personalidad, es la cantidad que se tenga de cada uno de ellos. Así, las diferencias individuales radican en la cantidad de cada rasgo que cada uno posee.

Ahora bien, ¿qué es un rasgo? Constituye un concepto central en la psicología de la personalidad, mucho antes de la introducción del modelo de los cinco factores. Un rasgo es una cualidad humana en la forma de pensar, sentir o hacer, sobre la cual las personas nos diferenciamos, siendo esta cualidad en cada individuo estable por largos periodos de tiempo y en una variada gama de situaciones. Un rasgo es por ejemplo, el grado de sociabilidad de una persona. Así, todos tenemos el rasgo, todos poseemos el rasgo de sociabilidad (estamos “rasgados”, se dice en el lenguaje propio del terreno), pero en diferentes cantidades todos somos más o menos sociables, es una marca estructural sobre la cual las personas nos diferenciamos a partir de la cantidad. Pero quien tienen un elevado rasgo de sociabilidad lo manifestará en muchas situaciones y por periodos largos de tiempo; no es algo que vaya a depender del contexto puntual en el cual esté.

Justamente, el gran éxito del modelo de los “Cinco Factores” ha sido encontrar un conjunto de rasgos que se replican una y otra vez en diferentes culturas con diferentes idiomas.

¿Cuándo la personalidad es sana y cuándo es patológica?

Pues bien, como la mayoría de los modelos psicológicos científicos contemporáneos, el de los “Cinco Grandes” es subsidiario de una visión evolucionista. Así, se entiende que los diferentes rasgos de personalidad, sus cantidades y combinaciones posibles, son adaptaciones a problemas evolutivamente relevantes que nuestros antepasados primitivos afrontaron en el ambiente arcaico. También, como sucede en los desórdenes sintomatológicos, lo que otro fue adaptativo, hoy puede no serlo.

Así, por ejemplo, un nivel elevado de impulsividad y agresividad pudo ser una ventaja evolutiva en un ambiente primitivo, donde la supervivencia se jugaba mucho en la capacidad de defenderse físicamente de ataques violentos por parte de “los otros”, los diferentes y distintos a “nosotros”. Estos valores hoy son fuertemente repudiados por la sociedad contemporánea. Veamos un ejemplo más polémico aún. El rapto, la violación y la esclavitud sexual de mujeres por parte de los pueblos guerreros y más agresivos fue una práctica relativamente común hasta la creación de los estados modernos; desde un punto de vista evolutivo fue una estrategia eficaz de reproducción cuyo final, al menos como método sistemático, llegó hace menos de mil años; lapso que representa un parpadeo de ojos en términos evolutivos.

Así, muchas características de esas personas que violaron agresivamente a sus víctimas pasaron a las generaciones siguientes y hoy las vemos en desórdenes como el trastorno límite de personalidad, el trastorno antisocial de personalidad o el paranoide. Tal vez no nos haga sentir muy bien pensar en que algún tátara-tátara abuelo lejano abusó sexualmente de nuestra lejanísma tatara-tátara abuela, pero esto es un hecho; muchos de nosotros que hoy repudiamos una práctica tal, somos los descendientes. Nuestros valores han cambiado, pero nuestra biología no. Y si la familia no se elige… menos aún los antepasados…

Así las cosas, la definición de personalidad patológica no puede desconocer el lecho evolutivo desde el cual venimos pero tampoco debería sólo remitirse a eso; al fin y al cabo, parece claro que la definición de salud (especialmente la mental) siempre termina conteniendo elementos sociales propios de la cultura que la define.

La combinación del neuroticismo alto con un elevado nivel de extroversión es característica del desorden antisocial de la personalidad y toda su sintomatología concomitante

Uno de los intentos más prometedores ha sido relacionar la patología de la personalidad con los niveles extremos, muy extremos, de algunos rasgos. En este sentido, el primer candidato es el neuroticismo. Por su misma naturaleza, se lo considera como el ámbito más propicio para la germinación de psicopatología en general y la de la personalidad en particular. Los estudios empíricos han apoyado fuertemente esta hipótesis. Respecto de los demás dominios y facetas, el panorama es menos claro. Se ha intentado relacionar con qué otro dominio muy alto o muy bajo debería combinarse el neuroticismo como para dar diferentes desórdenes de personalidad. Esta vía ha dado algunos frutos aunque definitivamente, está lejos de ofrecer un panorama amplio. Así, por ejemplo, la combinación del neuroticismo alto con un elevado nivel de extroversión es característica del desorden antisocial de la personalidad y toda su sintomatología concomitante, consumo de sustancias, gasto irrefrenado de dinero y derroche de todos los recursos. La escrupulosidad muy elevada es prototípica del trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad. Un nivel extremadamente bajo de Acuerdo es propio del desorden paranoide.

La definición de personalidad patológica no puede desconocer el lecho evolutivo desde el cual venimos pero tampoco debería sólo remitirse a eso

Uno de los aportes más sobresalientes a la discusión acerca de la demarcación del campo de la psicopatología proviene del concepto de “disfunción dañina” propuesto por Wakefield. De acuerdo a este planteamiento, lo que define a la psicopatología tiene dos aristas: por un lado, la disfunción, un concepto científico; por otro, el costado dañino, signado por una valoración social. Así, por ejemplo, un cuadro depresivo mayor cumple el criterio de disfuncionalidad, pues pone al organismo en posición de no ejecutar conductas para las cuales simplemente está diseñado. La depresión también cumple el criterio de daño, pues claramente amenaza incluso hasta su misma supervivencia. Pero no todo es tan simple.

Primero, en el campo médico-biológico resulta relativamente sencillo afirmar que hay un proceso patológico basándonos en la idea de que un órgano o sistema deja de cumplimentar su función; así si un riñón no procesa adecuadamente los líquidos o la glándula suprarrenal no fabrica suficiente noradrenalina; diremos que hay una disfunción. El problema al pasar esta idea al campo psicológico radica en que nadie sabe con certeza cuántas y cuáles son las funciones psicológicas que debería llevar adelante un cerebro sano como para luego, desde ahí, conceptualizar la disfunción. De todos modos, el concepto resulta muy útil y sobre todo, prometedor a medida de que vayamos alcanzando una comprensión más cabal del mapa de las funciones psicológicas sanas.

Nadie sabe con certeza cuántas y cuáles son las funciones psicológicas que debería llevar adelante un cerebro

Por otro lado, ya hemos insistido en la idea de que nuestro cerebro ejecuta funciones que fueron adaptativas hace miles de años, pero que dudosamente lo son hoy. ¿Qué diremos en ese caso? Si una persona reacciona desmayándose ante la vista de su propia sangre, no podemos decir que tal característica es disfuncional, pues ha protegido a la especie de desangrarse en tiempos ancestrales donde no existían los coagulantes, las gasas y las vendas. No obstante, sí es dañina y, en este sentido, tratable como condición clínica, tan solo porque genera incomodidad. Vale decir, estamos frente a una función evolutivamente adaptativa, no una disfunción, pero que sí es dañina; cumplimos sólo el segundo criterio de la conceptualización. ¿Podemos encontrar el caso opuesto, esto es, una disfunción que no sea dañina? Por supuesto que sí. En tiempos ancestrales, un marido víctima de una infidelidad habría simplemente matado a su pareja, al amante y seguramente a los hijos frutos probable de tal relación; definitivamente en la carrera evolutiva esto fue una estrategia para favorecer la reproducción de los propios genes y no los de otros; de hecho aún hoy puede verse esta conducta en muchas especies no humanas (y a veces en los humanos también…). Claro está, los valores culturales de nuestra era rechazan de cuajo cualquier tipo de reacción vengativa de esta clase con lo cual, la conducta opuesta, la de saber contener el enojo y agresión, canalizarlo hacia medios más institucionalizados como un divorcio, es en sentido evolutivo una disfunción, pero no es dañina.

Así, sintéticamente dicho, Wakefield ha propuesto, y la comunidad científica ha aceptado bastante bien, la idea de que necesitamos ambos criterios, el de disfunción y el de daño, para dictaminar con claridad que hay psicopatología. ¿Cuán aplicable es esto a los desórdenes de la personalidad? Parece que el criterio es al menos parcialmente aplicable. Por el lado de la disfunción, los desórdenes de personalidad pueden ser vistos como disfuncionales tanto desde un modelo categorial como desde uno disfuncional. Desde ambos enfoques, se entiende que los desórdenes de personalidad son sistemas cerrados, casi inmunes a la retroalimentación experiencial, lo que les impide aprender de los ejemplos más simples de la vida. Esto es sin duda una disfunción, pues si hay algo que un cerebro necesita hacer es aprender de la experiencia a fin de modificar los hábitos y no cometer sistemáticamente los mismos errores. Los sistemas dimensionales enfatizan más el conjunto de rasgos que en cada caso daría déficits específicos, pero no deja de entender al cuadro como una disfunción. Respecto del criterio de daño, tampoco caben muchas dudas, salvo nada menos que para quien lo padece. En efecto, algunos desórdenes de personalidad se caracterizan por el daño y complicación que generan al entorno relaciones interpersonales. El desorden antisocial brilla en primera fila por el daño que causa a los demás sin ser ningún problema para quien lo padece. Pero no es el único, pues muchas veces cuadros como el histriónico, narcisista o límite constituyen una fuente de problemas para familia y amigos pero con ninguna consciencia por parte de quien lo lleva.

la comunidad científica ha aceptado bastante bien, la idea de que necesitamos ambos criterios, el de disfunción y el de daño, para dictaminar con claridad que hay psicopatología

En síntesis, La mayoría de los investigadores ven la “disfunción dañina” como un buen criterio para demarcar la psicopatología. Aparte, se acuerda que los niveles muy extremos de algunos rasgos pueden ser un ingrediente necesario pero no suficiente para definir a la personalidad patológica y, particularmente, a los trastornos de la personalidad. Otros componentes implicados refieren a una cognición desordenada, incapacidad de aprender de la experiencia y algún grado de disfuncionalidad en la sociabilidad personal y/o la generación de conflictos sociales al entorno más cercano. El componente de sufrimiento subjetivo, tan críticamente sobresaliente para algunos desórdenes sintomatológicos, no ocupa en las definiciones de trastornos de la personalidad un rol tan destacado pues muchas veces, se trata de cuadros egosintónicos.

Los desórdenes de la personalidad

Históricamente, se ha realizado una distinción entre los “desórdenes sintomáticos”, como por ejemplo una depresión o un trastorno de pánico, respecto de otros desórdenes más severos, estables y crónicos, los llamados “desórdenes de personalidad”. Siempre han sido categorías elusivas, complejas de definir, que han generado polémica. Ni que hablar de su tratamiento; si no podemos definirlas adecuadamente, menos aún podremos tratarlas clínicamente. Hasta la versión anterior del DSM los “desórdenes de personalidad” se clasificaban en un eje diferente de los desórdenes sintomatológicos; algo que desapareció con la eliminación de la clasificación multiaxial a partir de la quinta y vigente versión del manual. No obstante, esta última ha dejado intactos los criterios de diagnóstico y clasificación de los desórdenes de personalidad, pese a l hecho de las sugerencias de cambio y la fuerte polémica que caracteriza al terreno. En el DSM 5, los desórdenes de personalidad son categorías discretas, como en todo el resto del manual. Así, una lista de diez trastornos compone la nosología actual oficial. No obstante, y como una manera de hacer lugar al fuerte debate presente, el manual ha incorporado una forma alternativa de clasificación como parte de los criterios y guías para investigaciones futuras. Tales criterios poseen una base dimensional vinculada directamente con el modelo de los “Cinco Grandes Factores”, sus dominios y facetas.

Sea cual fuera la definición y manera de clasificar a los desórdenes de personalidad, y más allá de las complejidades propias del campo de estudio, los psicólogos que hacemos terapia cognitivo conductual no deberíamos olvidar algunas de nuestras premisas básicas, que hacen a la esencia del modelo y su efectividad. Entre ellas, la adecuada evaluación y construcción de un análisis funcional y formulación clínica del caso, que luego guiará nuestra intervención. Asimismo, la medición sistemática de la efectividad de nuestras aplicaciones, lo que nos da un criterio claro para incluir o no las nuevas formas de tratar a estos desórdenes. En este sentido, nuevas aplicaciones deberán ser al menos igual de efectivas que las viejas para ser incluidas, o ser más simples o amigables para pacientes y terapeutas, o habrán de contener algún componente novedoso que no sea tan sólo una reedición (o un nuevo nombre) de prácticas anteriores que únicamente se organizaron y rebautizaron de otro modo. Eso es hacer terapia cognitivo conductual.

Artículo publicado en la revista del Centro de Terapia Cognitiva Conductual y Ciencias del Comportamiento, y cedido para su publicación en Psyciencia.

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  • Salud Mental y Tratamientos

Las técnicas conductuales están mas vigentes que nunca

  • CETECIC
  • 09/04/2018

Aunque cada vez más obsoleta, la división entre técnicas cognitivas y conductuales aún sigue realizándose. Esto obedece a diferentes motivos: tal vez simplemente didácticos, como una forma de ordenar los contenidos a transmitir; otras veces históricos, pues cada uno de estos grupos han surgido en momentos y lugares diferentes; quizá simplemente por hábitos, como una sencilla manera de hablar. Hasta acá no hay ningún problema.

No obstante, también en la actualidad hay lugares, incluso académicos, desde donde la separación entre técnicas conductuales y cognitivas continúa siendo hecha sobre la base de supuestos “paradigmas contrapuestos” o “paradigmas distintos”, afirmándose que el primero, el conductual, ha sido un momento de la historia de la psicología “superado” por el paradigma cognitivo.

Este último habría, supuestamente, incorporado al primero en un enfoque de mayor alcance y generalidad explicativa, es decir, lo habría superado. Llegamos incluso a escuchar afirmaciones tales como que las técnicas conductuales son antiguas, obsoletas y que, por ende, “ya no se usan más pues han sido reemplazadas por procedimientos cognitivos”.

En lo que resta de este artículo, revisaremos algunas técnicas conductuales de amplio uso en la actualidad. La continua aplicación de estos procedimientos está basada principal y primeramente en criterios empíricos, como debe corresponder a cualquier enfoque que se pretenda científico. Se usan, simple y llanamente, porque funcionan bien. Pero también nosotros trataremos de remarcar el fundamento teórico que conecta ciertos procedimientos con determinados problemas. Vale decir, más allá del hecho de su efectividad demostrada, que muchos investigadores se han preguntado ¿por qué funcionan?, y eso ha llevado a algunos desarrollos teóricos que, a su vez, han tendido a mejorar los mismos procedimientos.

Afortunadamente, el uso de internet hoy permite un acceso a ilimitada cantidad de información. Esto ha redundado no sólo en una comunicación científica rápida y eficaz, sino que la información está accesible para cualquiera que quiera consultarla. Muchas instituciones poseen sitios web donde se establecen los criterios de lo que es un tratamiento psicológico validado. Uno de los más importantes es el de la Asociación Psicológica Americana. Este y otro recurso de consulta de España se referencian al final del artículo.

Desensibilización sistemática

La desensibilización sistemática tiene el mérito de haber sido el primer procedimiento psicológico cuya eficacia fue probada experimentalmente. O, mejor dicho, el mérito lo tiene su creador, Joseph Wolpe, uno de los padres del enfoque conductual, quien desarrolló sus investigaciones en la década de 1950.

Su ámbito principal de aplicación es el de las fobias específicas, aunque también ha sido utilizado con otros trastornos de ansiedad con un éxito variado. El núcleo inicial del procedimiento consistió en la aproximación gradual imaginada a lo que la persona teme mientras se encuentra en estado de relajación.

La desensibilización sistemática tiene el mérito de haber sido el primer procedimiento psicológico cuya eficacia fue probada experimentalmente

Desde su desarrollo, el procedimiento ha sido utilizado con diferentes variantes. Su efectividad se encuentra más que probada y sigue siendo un procedimiento vigente. Si bien la exposición en vivo es más eficiente (es decir, logra los objetivos con menos tiempo), la mayoría de los pacientes con fobias específicas no se sienten cómodos para iniciar con este procedimiento. Por lo tanto, la desensibilización sistemática imaginaria suele ser un primer paso que facilita la subsiguiente exposición en vivo.

Terapia de exposición

Es la técnica que más veces ha mostrado su efectividad para el tratamiento de los trastornos de ansiedad, por ende, es las más veces citada en los listados para los tratamientos de estos diagnósticos.

Según cuál sea el trastorno de ansiedad en cuestión, tiene diferentes variantes.
El fundamento de la exposición radica en el mecanismo postulado para el mantenimiento de la ansiedad patológica. La hipótesis conductual principal afirma que la ansiedad patológica conduce a conductas de evitación de las situaciones que disparan esa ansiedad patológica. Luego, las conductas de evitación interfieren con el mecanismo normal y natural de extinción que se produciría si la persona afrontara los estímulos provocadores de ansiedad. Así, por ejemplo, una persona que padece de ansiedad social, típicamente evitará encuentros con desconocidos o tratará de pasar desapercibido en lugares donde haya personas que no pertenezcan a su círculo íntimo. De ese modo, la ansiedad disparada por la interacción con personas desconocidas se sortea al evitarse el contacto pero, a su vez, esta evitación impide que la ansiedad se extinga de modo normal y natural.

Por lo tanto, la técnica de exposición propicia que la persona tome contacto con lo que teme; así, de modo más gradual o brusco, quien padece de ansiedad patológica deberá confrontar con su temor si quiere que éste desaparezca. Entre otras cosas, durante la exposición no han de realizarse los comportamientos de evitación y escape; por ello, una de sus denominaciones es exposición y prevención de la respuesta; siendo “la respuesta (prevenida)” la evitación y el escape.

Quien padece de ansiedad patológica deberá confrontar con su temor si quiere que éste desaparezca

Inicialmente, la técnica de exposición se planteó de manera empírica, vale decir, por su eficacia y postulando a la habituación como uno de los mecanismos de efectividad. Años de investigación han mostrado que el mecanismo de efectividad de esta técnica es un tipo especial de aprendizaje denominado “aprendizaje de extinción”, el cual tiene todo un conjunto de particularidades. Se ha avanzado mucho también en el conocimiento de las bases neurales del mismo, lo cual ha generado directrices para mejorar aún más el procedimiento de exposición .

Hoy la exposición es definitivamente la técnica más utilizada para todo el ámbito de los desórdenes de ansiedad, con gran cantidad de variantes. Por ejemplo:
– Para el T.O.C utilizamos la exposición intensiva.
– En el T.A.G. utilizamos la exposición funcional cognitiva.
– En el T.P.E.PTse aplica la exposición narrativa.
– En el TP se usa la exposición interoceptiva.

Como nota de color, es de remarcar que en algunos reportes de investigación y guías de tratamientos empíricamente basados se pone en duda el hecho de que el aditamento de terapia cognitiva mejore la efectividad de la exposición .

Activación conductual

Se trata de un tratamiento fuertemente validado para la depresión. La premisa básica del tratamiento consiste en que, en la depresión, las personas abandonan actividades productoras de reforzadores positivos. Dicha pérdida favorece un estado de ánimo disfórico que profundiza aún más el alejamiento de actividades, estableciéndose así un círculo vicioso.

La activación conductual opera por medio de la selección de conductas que maximizan la probabilidad de reforzamiento positivo con un esfuerzo pequeño, de modo de que los pequeños reforzadores vayan operando gradualmente un cambio en el estado de ánimo y el paciente se motive a realizar conductas progresivamente más complejas que proporcionen más y mejores reforzadores positivos. El procedimiento suele completarse con la identificación de obstáculos para la actividad, como fuentes de miedo, ansiedad y conflictos interpersonales, para los cuales se utiliza el entrenamiento en resolución de problemas.

La activación conductual sin el aditamento cognitivo ya venía aplicándose con éxito antes del desembarco de las terapias cognitivas

La racionalidad de la activación conductual se encuentra en los principios básicos de condicionamiento operante: la conducta se encuentra controlada por sus consecuencias o, dicho de otra forma, el ambiente “selecciona” qué conductas emiten en las personas. Las consecuencias actúan como incentivo de las conductas seleccionadas y por ende, son la motivación para los futuros comportamientos. De hecho, ya tan atrás como en la década de 1960, Ferster y Lewinsohn postularon un modelo denominado “socioambiental” para explicar la depresión como una disminución de conducta reforzada positivamente en favor de la reforzada negativamente.

En las versiones actualmente aplicadas de la activación conductual, solemos adicionar ingredientes provenientes de las terapias cognitivas como, por ejemplo, el conocido procedimiento de valoración de agrado y dominio propuesto por Aaron Beck. Si bien los aportes de esta corrientes son invaluables en lo que hace al tratamiento de la depresión, es de remarcar que la activación conductual sin el aditamento cognitivo ya venía aplicándose con éxito antes del desembarco de las terapias cognitivas.

Por otra parte, también vuelve a resonar la crítica de algunas investigaciones que no han logrado demostrar claramente una mejora al procedimiento cuando sumamos los ingredientes cognitivos al protocolo básico de activación conductual. Lo que seguramente sí hace la versión cognitiva de la técnica es ser más amigable para los pacientes, lo cual es realmente mucho.

Hemos tomado algunos ejemplos de técnicas conductuales para mostrar simplemente su actualidad y efectividad en los tratamientos empíricamente basados. La lista podría seguir: habilidades sociales, relajación muscular en sus diferentes versiones, reforzamiento positivo de conductas a incrementar, extinción operante, control del estímulo precedente, entre otros; todos son ejemplos de procedimientos con una larga historia de aplicación efectiva, comprobada en el tratamiento de muchas conductas problema; siguen siendo hoy de plena actualidad.

Lo que seguramente sí hace la versión cognitiva de la técnica es ser más amigable para los pacientes, lo cual es realmente mucho

¿Existe alguna manera de aunar todos estos procedimientos “conductuales” con algún criterio, un denominador común unívoco, que los separe de las otras técnicas, las “cognitivas”? Creemos que no, no hay una línea tajante sino una zona de transición y matices con varios criterios. Y seguramente es más lo que comparten que lo que las diferencia. Por ejemplo, la forma de su aplicación.

Si bien las técnicas conductuales implican la acción de las personas, el movimiento del cuerpo de los pacientes; el terapeuta interviene predominantemente de manera verbal, con instrucciones verbales mayoritariamente, pero no exclusivamente. Por ejemplo, el terapeuta puede efectuar muchas veces el modelado de una conducta, como es característico en el entrenamiento en habilidades sociales. No obstante, lo que seguramente no falta nunca es el componente verbal. Así pues, damos instrucciones a los pacientes, recibimos de ellos reportes verbales de lo que hicieron, sintieron, pensaron, de los resultados obtenidos y sobre ello, replanificamos nuestras próximos pasos de la intervención.

En algunos casos, la aplicación de las instrucciones terapéuticas es bastante simple para los pacientes, bastante directamente realizable, como cuando le pedimos a un paciente con insomnio que no utilice dispositivos electrónicos multimedia una hora antes de acostarse. El paciente puede elegir hacerlo o no, pero si opta por sí, seguramente puede seguir la instrucción. Opuestamente, hay casos en que la instrucción del terapeuta no puede ser seguida por el paciente, aunque fuera correcta y terapéuticamente efectiva si el paciente la acatara. Así, por ejemplo, si un paciente tiene temor de manejar en autopistas, y el temor es muy alto, no podemos pedirle simplemente que se exponga a ello y punto, sólo basándonos en el argumento de que la exposición es efectiva para los trastornos de ansiedad, en este caso, una fobia situacional. El paciente simplemente no lo logrará porque tendrá mucho miedo, e incluso en este caso, el miedo puede favorecer distracciones que lleven a un accidente.

En estos casos, la misma observancia del protocolo de tratamiento es una suerte de objetivo terapéutico. Así, el terapeuta tendrá que plantear aproximaciones graduales, segmentando el problema en unidades más pequeñas y más manejables, acompañando los distintos afrontamientos con herramientas de manejo de la ansiedad, como respiraciones abdominales y relajación diferencial. En un caso así, es muy probable que tengamos que realizar sesiones de desensibilización sistemática Imaginaria antes de pasar a la parte en vivo.

En síntesis, la aplicación de ningún procedimiento es lineal, directa y como una receta. Esto vale tanto para las técnicas cognitivas como para las conductuales y para cualquier otro procedimiento terapéutico, sin importar cómo se clasifique. De este modo, el terapeuta no sólo deberá conocer los procedimientos eficaces sino que habrá de poder armonizarlos en un plan terapéutico coherentemente guiado y ejecutable de acuerdo a las posibilidades de cada paciente puntual.

Referencias acerca de tratamientos psicológicos empíricamente validados:
– https://www.div12.org/psychological-treatments/
– Se trata de un sitio obligatorio de referencia. La división 12 de la APA se ocupa de revisar las investigaciones, resumir y generar criterios acerca de los diferentes tratamientos.
– http://webs.ucm.es/info/psclinic/guiareftrat/
– Es un sitio de la Universidad Complutense de Madrid, tiene la ventaja de que el material está en español. No sólo da lineamientos sobre muchos tratamientos sino que a su vez, contiene un conjunto de referencia hacia otros sitios web relacionados con el tema.

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