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CETECIC

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Una organización dedicada a la formación y asistencia en Terapia Cognitivo Conductual. A través de este espacio ofrecemos capacitación a distancia.
  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Las obsesiones de orientación sexual en el TOC

  • CETECIC
  • 26/02/2025

Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.

Los miembros de Psyciencia Pro pueden acceder y descargar una versión optimizada en PDF para una lectura más cómoda y accesible.

El TOC tiene múltiples rostros. Sus formas más conocidas son las de contaminación, chequeo, simetría, en las cuales existen conductas francas y abiertas que facilitan su reconocimiento diagnóstico, así como su evaluación y tratamiento. No obstante, hay algunos tipos de TOC caracterizados por la presencia de sintomatología exclusivamente mental, la cual no resulta evidente para un observador externo. En este caso, nos hallamos frente a sujetos que frecuentemente pueden llevar adelante vidas funcionalmente adaptadas a sus entornos, sin manifestaciones externas de perturbación. Sin embargo, estos individuos viven un padecimiento cotidiano intenso debido a lo que piensan, pero no demuestran. De hecho, se los suele describir como “atormentados”.

El TOC es una categoría diagnóstica algo heterogénea. Hasta hace unos pocos años se lo consideraba un trastorno de ansiedad, pero a partir de 2013, con la quinta versión del DSM, se le dio estatus diagnóstico independiente. Para muchos estudiosos del tema, la actual categoría de TOC engloba síntomas, malestares y fenómenos demasiado dispares, lo cual pone en duda la unidad y validez del constructo. Más simplemente dicho, se critica que bajo el mismo paraguas se incluyen a las personas que se lavan las manos excesivamente, a las que verifican incontables veces las cerraduras, a los que ordenan su armario por colores, a los que se atormentan con ideas de abusar a alguien o ser condenados al infierno si no rezan sin errores un rosario de corrido. ¿Qué tienen en común todos estos problemas que permiten su agrupación dentro de la gran categoría Trastorno Obsesivo Compulsivo?

La primera respuesta es la presencia de obsesiones y compulsiones; algo correcto, casi siempre. Casi porque, en efecto, hallamos sujetos con TOC que no ejecutan compulsiones, sino que rehúyen de las situaciones en las cuales las obsesiones podrían dispararse. A este último grupo se los denomina a veces “evitadores”, quienes padecerían una forma de TOC sin compulsiones, ni cognitivas ni conductuales. No obstante, neutralizan sus obsesiones mediante la evitación activa de algunas situaciones, pensamientos o sensaciones. Por otro lado, existen individuos que padecen formas de TOC sin compulsiones visibles; en este caso, las mismas se ejecutan de modo encubierto, es decir, como compulsiones cognitivas.

Como se deduce fácilmente del párrafo anterior, lo que llamamos TOC incluye muchos fenómenos y procesos, algunos más parecidos que otros y algunos bastante distintos. A los efectos de aportar un poco de orden a la discusión que viene a continuación, detallamos una categorización actual de tipos y subtipos:

Tenemos cuatro grandes áreas o dimensiones en la sintomatología del TOC:

  1. Obsesiones de contaminación con compulsiones de limpieza.
  2. Obsesiones de simetría con compulsiones de orden.
  3. Obsesiones de duda con compulsiones de chequeo.
  4. Obsesiones constituidas por pensamientos inaceptables o tabú, con compulsiones mentales encubiertas, búsqueda de reaseguro y evitaciones conductuales.

La última categoría corresponde al interés de nuestro artículo.

TOC subtipo tabú

Esta categoría del cuadro engloba a quienes experimentan las obsesiones como pensamientos intrusivos inaceptables, inmorales y contrarios a su sistema de valores. Así, las ideas suelen rondar en temas como violentar sexualmente a otro ser humano, maltratar a alguien querido e indefenso como al propio hijo, cometer un acto blasfemo hacia dios o alguna otra figura religiosa, ser atraído por alguien del sexo contrario a la orientación erótica predominante. Aunque las obsesiones no surgen al azar sino que, contrariamente, guardan una relación lastimosa con quien las padece. Justamente, lo que le da al cuadro su costado más doloroso es que las intrusiones suelen aludir a los temas más valorados por el individuo. Así, una madre primeriza y amorosa tendrá pensamientos intrusivos relacionados con dañar a sus hijos; un hombre que sobreestima la masculinidad presentará obsesiones que pongan en duda su inclinación sexual.

Como resulta inevitable para poder llevar a cabo una comunicación efectiva, también tenemos una subcategorización dentro de esta dimensión. De este modo, los individuos que padecen un TOC subtipo tabú pueden a su vez clasificarse en tres grandes grupos:

  • Los que padecen obsesiones de religiosidad y escrupulosidad.
  • Los que presentan pensamientos intrusivos acerca de ser pedófilos.
  • Los que sufren de obsesiones relacionadas con experimentar impulsos contrarios a su orientación sexual predominante.

Como ya es sabido, quienes nos dedicamos a la TCC no descartamos por completo las categorías diagnósticas, pero limitamos su uso predominantemente a la comunicación. Así que, más allá de las sutilezas poco importantes de los nombres, lo que a nosotros sí nos interesa gira en torno a la configuración sintomatológica que en cada individuo en particular adquieren los constructos del cuadro. Naturalmente, esto va de la mano con los dos análisis que efectuamos para conducir los tratamientos: el topográfico y el funcional.

En la línea anterior, vamos a concentrarnos en la última subcategoría mencionada; vale decir, en las personas que sufren de pensamientos intrusivos acerca de tener impulsos contrarios a su inclinación sexual predominante. Históricamente, este subgrupo se ha denominado “TOC homosexual”, pues se ha identificado casi siempre en sujetos heterosexuales que tienen obsesiones acerca de ser homosexuales. Con el paso de los años, la investigación fue documentando la presencia del mismo fenómeno pero en la población homosexual, donde el temor surge bajo la forma de “ser heterosexual”. Por este motivo, hoy el subtipo se nombra como “TOC con obsesiones de orientación sexual”, a fin de abarcar todo el abanico de variantes.

El TOC con obsesiones de orientación sexual

La característica más definitoria de este subtipo reside en que quien lo padece teme experimentar atracción erótica por alguien que no se encontraría dentro de su orientación sexual predominante (con la cual la persona se identifica). Así, en términos prácticos, un varón heterosexual teme verse atraído por otros varones y una mujer heterosexual tiene miedo de que le guste una mujer. Paralelamente, un varón gay tiene miedo de desear a una mujer, así como una mujer lesbiana teme sentirse atraída por un varón.

Como ya hemos dicho, antes se conocía a este subtipo con el nombre “TOC homosexual”, pues la mayoría de los casos consistían en individuos heterosexuales que se obsesionaban con ser homosexuales. Por supuesto, el hecho de que afortunadamente en las últimas décadas se ha favorecido la aceptación de la diversidad y las minorías pudo influir en que muchos más sujetos pertenecientes a la comunidad LGBTQ+ consulten por sus obsesiones de heterosexualidad. No obstante, un mero análisis de frecuencia también nos explica la razón por la cual más veces nos encontramos con obsesiones de homosexualidad. En efecto, siendo la población heterosexual mucho más numerosa que la homosexual, resulta más probable que el fenómeno se visualice mejor en la primera que en la segunda.

Entonces la forma más común que llega al consultorio consiste en que una persona heterosexual tiene pensamientos intrusivos acerca de ser homosexual. Los pacientes refieren que se le presentan ideas tales como “¿y si me gusta mi amigo?”, “¿y si tengo ganas de besar o tocar a mi amiga?”; o se le cruzan imágenes mentales donde se ven a sí mismos manteniendo alguna práctica sexual con alguien de su propio sexo. Esta clase de cogniciones tiende a aparecer más frecuentemente en algunas situaciones; esto el sujeto lo nota y, por ende, procura evitarlas. Así, se evaden de vestuarios y baños públicos, no están a solas con alguien del propio sexo o no comparten momentos con personas homosexuales pues temen que detonen un sentimiento de atracción. Este último caso conlleva el problema de que los hace parecer homofóbicos a la vista de los otros.

El modelo metacognitivo (el más aceptado actualmente para comprender este subtipo de TOC) fue propuesto por Paul Salkovskis. Una de sus hipótesis centrales destaca el rol de las valoraciones negativas que el paciente hace de sus propias cogniciones. En este sentido, se propone que los pensamientos intrusivos como “soy gay y me gusta mi amiga” se valoran negativamente por medio de pensamientos automáticos. Por ejemplo, la persona de este ejemplo se diría a continuación “si lo pienso tanto, es porque debo ser homosexual y no lo acepto”; idea que finalmente conduciría a la ansiedad y el malestar obsesivo que acaban en los intentos de neutralización mediante compulsiones. El modelo metacognitivo incluye un conjunto de hipótesis importantes como la percepción exagerada de responsabilidad personal y la fusión pensamiento-acción. Este último constituye un esquema propio del TOC en general, pero particularmente de aquellas formas en las cuales se ve fuertemente afectado el plano cognitivo, como es el caso que nos compete. El esquema fusión pensamiento-acción implica una equivalencia entre pensar y hacer; por consecuencia, pensar en ser homosexual equivale a efectivamente serlo para alguien que padece TOC. Naturalmente, el trabajo terapéutico deberá, entre otros temas, abordar la falta de validez de este esquema de pensamiento.

Ahora bien, la intervención psicológica con los pacientes a los cuales venimos describiendo se apoya en una premisa inicial: ciertamente, partimos de que el consultante efectivamente posee la orientación sexual que afirma y que, por ende, las ideas que la contradicen y ponen en duda constituyen pensamientos intrusivos. En otras palabras, cuando un hombre heterosexual consulta por ideas obsesivas de homosexualidad, nosotros conducimos la terapia de acuerdo con el postulado de que él verdaderamente es heterosexual tal como afirma y cree, lo cual deja a las ideas de ser gay en el lugar de obsesiones. Paralelamente, procedemos igual con una mujer heterosexual o, incluso, si la consulta proviene de un sujeto perteneciente a una de las minorías, como de un hombre gay o una mujer lesbiana, en quienes las obsesiones adoptan la forma de heterosexualidad. Así, por ejemplo, si una mujer que se considera lesbiana acude a terapia debido a ideas intrusivas de volverse heterosexual, nosotros, desde el lugar de terapeutas, aceptamos que ella es realmente lesbiana y abordamos las ideas de heterosexualidad como obsesiones. En síntesis, nosotros damos por sentado que la inclinación sexual del consultante es la que él o ella afirma, típicamente con la que ha vivido y se ha identificado desde siempre.

O sea, ¿no cuestionamos al paciente acerca de su orientación sexual? ¿No le preguntamos y no nos preguntamos si en realidad las obsesiones de orientación sexual están develando algún tipo de conflicto con la sexualidad?

Digamos que el terapeuta cognitivo conductual actuaría de acuerdo con una demanda directa de manera lineal y, tal vez, hasta ingenua para algunos. ¿Es así realmente como procedemos? ¿Por qué?

Las obsesiones de orientación sexual y la homosexualidad

Una de las interpretaciones históricas más populares de las obsesiones sexuales es que ellas se deben a que, en verdad, quien las padece oculta también alguna forma de homosexualidad latente y reprimida. Tal apreciación, propia de las terapias psicoanalíticas, ha penetrado tan fuertemente en la cultura que cualquier persona lega la repite. Aunque relacionada, una tal perspectiva difiere de la “homofobia internalizada”, expresión que remite a los sentimientos negativos, prejuicios y actitudes hostiles hacia la homosexualidad que una persona LGBTQ+ ha incorporado debido a la influencia de una sociedad que tradicionalmente discrimina y estigmatiza la diversidad sexual.

¿Cómo sabemos que lo que venimos discutiendo en relación con el TOC no es, en el fondo, una forma de homofobia internalizada u homosexualidad reprimida? La crítica aplicaría sólo a los casos de personas heterosexuales con obsesiones de orientación sexual y no a las o los homosexuales con miedo de volverse heterosexuales. Caso contrario, deberíamos paralelamente hablar de algo así como “heterofobia internalizada” o “heterosexualidad reprimida”, pero esa expresión simplemente no circula en nuestro lenguaje, al menos por ahora. Igualmente, dada la frecuencia de las distribuciones en las orientaciones sexuales, el problema planteado toca a la mayoría de los consultantes.

Así las cosas, ¿no será acaso que los terapeutas cognitivo-conductuales creemos ingenuamente en lo que nuestros consultantes dicen y, por ende, terminamos validando que alguien tiene TOC cuando, de hecho, hay una homosexualidad latente y reprimida, la cual puja por salir y se manifiesta como síntoma, como obsesión?

Esta es sin duda la lectura psicoanalítica más frecuentemente efectuada acerca de las obsesiones sexuales; la cual verdaderamente trastorna a algunos pacientes, en especial cuando sale de la boca de un profesional al que se le otorga credibilidad porque es el psicólogo. No obstante, tal interpretación se ha demostrado completamente errónea. Hoy en día no existe ninguna evidencia científica que la avale; sin embargo, no sólo la gente común y lega, sino también los psicólogos (contaminados por las teorías psicoanalíticas) continúan reiterándola una y otra vez. Esto acarrea un gran sufrimiento para las personas que tienen TOC con ideación sexual pues incrementa la rumiación obsesiva, uno de los costados más dolorosos del cuadro.

Entonces, concretamente, ¿cómo procedemos en Terapia Cognitivo Conductual a los fines de discernir si estamos frente a un paciente con TOC de ideación sexual o frente a alguien que no puede tolerar su homosexualidad reprimida?

¿Qué hacemos en Terapia Cognitivo Conductual?

El primer paso de una terapia psicológica bien llevada consiste en efectuar una evaluación del caso; lo cual incluye de modo importante explorar y establecer el o los motivos de consulta. Naturalmente, si detectamos la presencia de obsesiones de orientación sexual y, por consiguiente, formulamos la hipótesis de que podemos encontrarnos frente a un caso de TOC con ideación sexual, una parte del trabajo recaerá en conocer algunos detalles de la historia y la vida sexual actual del paciente.

No es necesario efectuar indagaciones complejas ni bucear en las profundidades de la mente inconsciente de alguien para enterarse de su orientación sexual, pues esta última resulta evidente a partir de una indagación llana.

En general, para esclarecer el tema bastan algunas preguntas sencillas, formuladas respetuosa y cuidadosamente, sin ningún tipo de juzgamiento. Por ejemplo, un sondeo del contenido de las fantasías que concurren con la masturbación casi siempre alcanza para identificar la inclinación erótica preponderante. Pero, obviamente, además queremos conocer la historia de contactos sexuales con personas reales y el tono emocional que acompañó estas experiencias. En realidad, las pautas para identificar las preferencias eróticas de un paciente se derivan directamente del conocimiento científico actual acerca de la sexualidad humana; no de teorías pseudocientíficas entreveradas con más de un siglo de antigüedad como es el psicoanálisis. Nos concentramos en esto por un momento.

La orientación sexual se revela como un rasgo muy estable en la mayoría de las personas. Habitualmente, los adultos recuerdan sus manifestaciones ya desde la segunda infancia, la cual vivencian como un sentimiento natural y coherente con su identidad desde ahí en adelante y para toda la vida. Por otro lado, algunas personas poseen una sexualidad “fluida”, lo cual significa que pueden experimentar cambios en el objeto de atracción a lo largo del tiempo. Si bien las cifras son poco precisas, este grupo podría incluir aproximadamente al 25 % de las mujeres y al 15 % de los hombres, aunque hay que tener en cuenta que los números pueden variar mucho dependiendo del momento y lugar de la investigación. De este modo, la homosexualidad casi siempre consiste en un patrón duradero en la preferencia del objeto erótico. En sociedades libres donde no se castiga la diversidad sexual, aproximadamente un 5 % de los varones se declaran gays y un 3 % de las mujeres se reconocen como lesbianas. La bisexualidad emerge como una categoría más compleja de cuantificar pues puede oscilar desde un 15 % hasta un 50 % de la población de acuerdo con cómo se la defina.

Cualquiera sea la preferencia de un ser humano, la experiencia de excitación sexual involucra un patrón de respuesta complejo que gatilla reacciones de aproximación hacia el objeto erótico. En términos de condicionamiento operante, los estímulos que disparan comportamientos de aproximación son reforzadores apetitivos y el encuentro con los mismos se acompaña de reacciones emocionales positivas. La mayoría de los adultos poseen una historia de encuentros sexuales placenteros con cierto tipo de personas, desde la cual fácilmente podemos trazar cuál ha sido el tipo de objeto de su elección y, de ahí, la tendencia preponderante. Pero hay algo más.

Si bien la conducta expresa de un sujeto suele ser una adecuada señal para evidenciar su orientación sexual, existen casos de personas que, debido a las demandas y condiciones de culturas represivas, han pasado su vida disimulando su auténtica tendencia. Por tal motivo, muchos investigadores del área recurren al contenido de las fantasías sexuales durante la masturbación como un indicador más certero de las preferencias de un ser humano. Así, un hombre podría llevar una vida pública como heterosexual, pero fantasear con mantener relaciones con otros hombres mientras se masturba. A los efectos de una clasificación con el esquema clásico, este sujeto es homosexual, pues sus fantasías se entienden como un costado más revelador de sus preferencias que su conducta abierta.

Entonces, ¿podríamos tal vez encontrarnos con algún consultante que refiere cierta confusión acerca de su inclinación erótica, a quien finalmente terminamos ayudando a aceptar su homosexualidad o bisexualidad? Por supuesto que sí. Si bien, gracias a la progresiva integración de las minorías sexuales, esta clase de demandas ha tendido a la disminución, aún nos topamos con algún sujeto que se siente incómodo por una auténtica atracción homosexual, la cual vive con angustia y desorientación. Es más común en varones que en mujeres, seguramente debido a la tradicional educación impartida en nuestras sociedades.

Ahora bien, en este caso casi nunca estamos frente a un paciente con TOC, sino con alguien que experimenta un impulso sexual incompatible con sus valores y creencias. Así pues, si al indagar acerca del contenido de las fantasías durante la masturbación, un paciente varón nos narra que se imagina teniendo sexo con otros hombres o, como resulta muy común en la actualidad, su conducta autoerótica se acompaña del uso de pornografía de temática gay; tal información nos orientaría a descartar la presencia del TOC, validando más la hipótesis de que la persona es homosexual, bisexual o fluida, pero se encuentra contrariada por ello. La literatura también describe sujetos en quienes el componente sexual se encuentra parcialmente escindido del vincular amoroso, con lo cual nuestro paciente podría excitarse sexualmente con varones y mujeres por igual, pero sólo vincularse afectivamente con mujeres o con varones.

En fin, ya sabemos que la paleta de variantes acerca de la identidad sexual de un ser humano es enorme y que las clasificaciones nunca alcanzan. Estas últimas dependerán del conocimiento de los distintos subtipos y, obviamente, de las ideas imperantes en una cultura en un momento determinado. A los efectos de este artículo, lo que sí importa es que cualesquiera que sean las posibles combinaciones de atracción erótica, en estas situaciones no estamos frente a un caso de TOC. Opuestamente, la aseveración de que el paciente es homosexual, bisexual o fluido se fundamenta en las pruebas directas de sus conductas reportadas; esto es, concretamente, que él se masturba frente a una pantalla en la cual se observa un video en el que dos varones tienen sexo, o se imagina a sí mismo teniendo sexo con un igual, o lo lleva a cabo en la realidad palpable. Sean cuales fueran las circunstancias anteriores, poseemos indicadores objetivos de que la persona experimenta placer, busca y se aproxima a una cierta variedad de compañero sexual; en nuestro ejemplo, otro hombre, pero la misma lógica se aplicaría si se tratase de una mujer.

Para ser más claros, la afirmación de homosexualidad se realiza con evidencias contrastables, no con especulaciones ni razonamientos tautológicos que provienen de la imaginación del psicólogo, colonizado por ideas pseudocientíficas.

Ante todo, debemos tener en cuenta que la sexualidad se halla signada por el placer y las conductas de aproximación hacia los objetos que lo producen. Sea por la conducta abiertamente efectuada o por las fantasías que acompañan las prácticas autoeróticas, la sexualidad involucra un tono hedónico positivo y las conductas instrumentales de búsqueda, aproximación y contacto con los objetos eróticos que operan como reforzadores.

Por otro lado, la respuesta sexual posee un patrón muy específico de activación organísmica, el cual sólo se pone en marcha ante cierto tipo de estímulos o su representación en la fantasía. Así, el corazón late más rápido y aumenta la presión sanguínea, lo cual conduce una buena parte del flujo sanguíneo a los genitales y los músculos involucrados en la cópula. Como veremos, el patrón de activación fisiológico de las personas con TOC subtipo sexual resulta diferente.

En completa oposición a lo recientemente expresado, quienes padecen TOC son víctimas de una profunda desdicha, la cual se origina en las ideas de sentirse atraídos por personas de un sexo diferente al de su preferencia. En su forma más común, es decir, el TOC con obsesiones de homosexualidad, la perspectiva de mantener relaciones íntimas con otro ser humano del propio sexo acarrea miedo y angustia, no placer. Históricamente, el paciente ha vivido sus vínculos interpersonales desde una orientación sexual con la cual se siente cómodo y claramente identificado, vale decir, no hay tampoco señales de un desorden de la identidad.

En otras palabras, los pensamientos que dibujan la posibilidad de verse atraído por alguien del sexo que no agrada no gatillan placer, sino ansiedad. Tales ideas se experimentan como intrusivas y perturbadoras, es decir, egodistónicas. De ahí es que se las considere pensamientos intrusivos, vale decir, cogniciones que se entrometen en la consciencia, con poca o ninguna relación con los contenidos mentales en curso ni los valores personales. La investigación ha documentado que los pensamientos intrusivos constituyen un fenómeno normal en la población general, los cuales podrían incluso tener un valor adaptativo favoreciendo la creatividad. La mayoría de las personas desechan estas ideas como absurdas, pero quienes presentan TOC (operando bajo la prepotencia del esquema fusión pensamiento-acción) no pueden descartar sus intrusiones fácilmente. Opuestamente, sobrevaloran su importancia, las interpretan como una amenaza y, por ende, experimentan ansiedad.

La ansiedad constituye una emoción defensiva, cuya función natural consiste en preparar al organismo para lidiar con los peligros. Así que en primer lugar, y en total oposición con la respuesta sexual, la ansiedad gatilla reacciones de evitación y escape de los estímulos disparadores. Por supuesto, este proceso no se vivencia como placentero sino que, por el contrario, el tono hedónico siempre se percibe como negativo y desagradable. El perfil de activación fisiológica de la ansiedad resulta muy específico y, aunque tiene con la respuesta sexual algún parecido superficial y aparente, su configuración final difiere por mucho. De hecho, la ansiedad y la respuesta sexual son antagónicas. Imaginemos por un momento lo que ocurre con cualquier especie que, en pleno acto de apareamiento, nota la presencia de un predador. ¿Continuarán las liebres o conejos con su fiesta si aparece el lobo?

El sentido evolutivo de la ansiedad radica en detectar un peligro inminente para luego activar el sistema defensivo que culmina con el escape, el freezing o la lucha. Ello involucra, entre otras cosas, aumentar la frecuencia cardíaca y la presión de la sangre; pero esta última ya no fluye a los genitales, sino al sistema musculoesquelético capaz de llevar a cabo las acciones necesarias para sortear las amenazas. Tenemos un solo corazón, el cual usamos para bombear sangre independientemente del objetivo: ya sea correr una maratón o de un predador, o mantener relaciones sexuales o estresarnos al ver el consumo en nuestra factura de energía eléctrica. El corazón siempre late, no obstante, cada acción tendrá un perfil de activación fino y diferente de los otros.

Conclusiones

Ahora bien, en vista de lo expuesto, ¿cómo podríamos llegar a la conclusión de que alguien que experimenta obsesiones de orientación sexual es en verdad un homosexual reprimido, tal vez homofóbico, que no quiere admitir sus más profundas tendencias homoeróticas, las cuales pulsan por manifestarse y terminan haciendo un síntoma?

Repasemos brevemente la discusión.

En el TOC con obsesiones de homosexualidad observamos reacciones de evitación y escape propias de la ansiedad, con un tono hedónico negativo ante las ideas de mantener contacto sexual con un alguien del propio sexo. En cambio, las personas homosexuales manifiestan un patrón de acercamiento a otros individuos del propio sexo, experimentando un claro placer con el contacto físico o en su contraparte de fantasía e imaginación. Se trata de fenómenos completamente distintos, casi sin relación salvo por el hecho de que el contenido de las obsesiones se refiere a temas sexuales, pero las obsesiones no activan una respuesta sexual. Pensar en algo nada tiene que ver con que ello tenga lugar en la realidad.

Desde el psicoanálisis se ha sostenido históricamente la interpretación que en este artículo cuestionamos.

Algo así como que “si le tenés tanto miedo, es porque en esencia lo sos”. Sería el equivalente a afirmar que quien padece TOC de subtipo contaminación, en realidad, ama la mugre. Normalmente, la prueba de tal aseveración pretende hallarse en el síntoma, lo cual torna a la explicación en un razonamiento circular. Para ser más claros, a fin de desentrañar las causas de los pensamientos intrusivos de homosexualidad se recurre a la homosexualidad reprimida. Ahora bien, la supuesta prueba que se ofrece acerca de la existencia de la homosexualidad reprimida son aquellos pensamientos intrusivos desde los que se partió, vale decir, el fenómeno que se intenta explicar acaba siendo la justificación de la misma explicación. Fácilmente se observa la tautología, un juego de palabras carente de rigor lógico. Obviamente, ni qué hablar de pedirle a los proponentes de este tipo de hipótesis alguna prueba de lo que afirman, pues para ellos entramos en el campo de lo inimaginable. Con toda probabilidad ni siquiera entiendan un tal planteo. El psicoanálisis, al igual que todo el entramado de pseudociencias que lo rodean, jamás aporta pruebas directas de sus aseveraciones.

En verdad, esta clase de pseudoexplicaciones son un lugar común en las teorías psicoanalíticas, donde se acostumbra a afirmar que algo es lo que es debido a que se manifiesta de modo opuesto; mientras que ese opuesto es a la vez la prueba de lo que se afirma. ¿Parece un juego de palabras? Pues en concreto lo es. De este modo, las hipótesis se vuelven completamente inmunes a cualquier tipo de contrastación. Es lo que conocemos como hipótesis no falsables, tan atractivas como inútiles pues nunca pueden ponerse a prueba y, por consecuencia, jamás ofrecen alternativas de solución.

La investigación psicológica actual no deja lugar a dudas sobre el hecho claro de que el TOC con obsesiones de orientación sexual es un desorden emocional que nada tiene que ver con la homosexualidad ni con ninguna otra orientación sexual. Otorgar al consultante una lectura distinta, particularmente, la típica e histórica interpretación del psicoanálisis, solo acarrea al sujeto con TOC un sufrimiento innecesario, que jamás se transforma en una solución o alivio a su problema. El psicólogo debe evitarla, discutirla y psicoeducar al paciente con la información científica correcta.

  • Análisis
  • Salud Mental y Tratamientos

Ciencia y pseudociencia en las terapias psicológicas

  • CETECIC
  • 26/03/2024

¿Por qué falla tu analista?

Aunque suene un poco extraño, no todas las terapias psicológicas que los psicólogos aplican tienen una base científica. Menos aún son científicas un conjunto de prácticas muy difundidas que parecen (insistimos, sólo parecen) estar relacionadas con la psicología, como la biodecodificación, la hipnosis, las constelaciones familiares y, por supuesto, el psicoanálisis.

¿Cuáles son las características de una práctica científica y cuáles las de una pseudociencia? ¿Por qué es importante que la terapia psicológica esté científicamente basada?

Los primeros cuestionamientos claros hacia las terapias psicológicas no científicas fueron efectuados a mitad del siglo pasado por el prominente psicólogo Hans Eysenck, en Inglaterra. En pocas palabras, Eysenck demostró con datos empíricos que las personas que acudían a psicoterapia mejoraban en igual medida que quienes no hacían ninguna actividad psicoterapéutica. Vale decir, la psicoterapia producía resultados similares a los del mero paso del tiempo, un fenómeno llamado “remisión espontánea”. Sus planteos, mal recibidos por el autoritarismo psiquiátrico de la época, tardaron algunos años en dar sus frutos, pero inauguraron el camino de un debate que aún se recorre: 

Al fin y al cabo, los seres humanos hacemos infinidad de actividades cotidianas sin ninguna preocupación acerca de su cientificidad. Así, por ejemplo, jugamos cartas, escuchamos música, leemos ficción, practicamos ejercicio físico por diversión, con completa independencia de si estas ocupaciones cuentan o no con un aval científico. ¿Es válida una postura similar para la terapia psicológica? Algo así como “voy a mi psicoanalista o voy a constelar porque me gusta”.

Una forma de pensar: las cosas como son y no como me gustan

Si bien resulta sumamente difícil caracterizar en pocas palabras la filosofía de la ciencia aplicada a la psicología o cualquier otra disciplina del conocimiento, no hay duda de que la apertura a los hechos resulta uno de sus rasgos distintivos. Dicho en términos simples, la ciencia es empírica. Algo se acepta como válido si tiene pruebas; caso contrario, se descarta, punto. Esta manera de generar información, a simple vista muy obvia, se enfrenta con varias clases de obstáculos. Algunos de ellos, tal vez los más importantes, emanan de la misma fuente que la ciencia, es decir, nuestro cerebro; este, lejos de erigirse como un limpio dispositivo puramente racional, es un órgano plagado de sesgos y falacias lógicas. La racionalidad y el pensamiento de base empírica no le salen espontánea y fácilmente al cerebro humano, de modo tal que la única forma de construir el conocimiento científico radica en la colaboración de muchos que mutuamente se evalúan y critican unos a otros.

El sesgo de confirmación constituye uno de los mejores ejemplos que la psicología ha constatado.

En perfecta complementariedad se encuentra el “razonamiento motivado”, el cual consiste en utilizar información irrelevante y recursos retóricos para desviar un argumento hacia una conclusión que nos resulta beneficiosa, aunque no necesariamente correcta. La lista de errores y sesgos cognitivos, falacias lógicas y pseudorazonamientos podrían llenar fácilmente las páginas de varios libros, aunque muchos de ellos tendrían un denominador común: la búsqueda de que el mundo sea como a mí me gusta y a mí me conviene. 

En efecto, la psicología ha documentado que resulta mucho más fácil engañar a alguien cuando la mentira que contamos le resulta agradable o beneficia a la víctima del embuste; no importa si el cuento lo hace un comerciante fraudulento, un político corrupto o yo a mí mismo. Justamente, esto es lo que la ciencia viene a demostrar: el mundo es como es, con independencia de lo que nos agrada; la realidad no es como nos gusta ni como para nosotros tiene sentido; el universo es completamente indiferente a nuestras pretensiones.

La breve discusión anterior no debe caer como una simple filosofada que interesa a un puñado reducido de gente dedicada a la ciencia. Por el contrario, el planteo posee consecuencias mundanas muy importantes, graves a veces. Construir un saber racional, empíricamente basado, no contaminado por sesgos y errores de razonamiento redunda en que las prácticas derivadas serán más efectivas, por la sencilla razón de que están más adecuadas a los hechos de la realidad y no a los sesgos, falacias de razonamiento o caprichos intelectuales de algún cerebro sapiens que anda suelto por ahí.

Los psicólogos, trabajadores sociales, psiquiatras y otros profesionales relacionados son frecuentemente consultados para tomar decisiones importantes, a veces transcendentales, sobre la vida de otros individuos. Las opiniones de estos profesionales impactan en si una persona irá o no a la cárcel, una madre conservará o no la tenencia de su hijo o un niño entrará a un sistema de educación especial. ¿Qué sucede cuando esas opiniones (de los supuestos profesionales expertos) no están basadas en los hechos y en la ciencia sino en sesgos personales o, peor aún, gustos personales?

La discusión acerca de las evidencias en las que se sustentan las intervenciones psicológicas impacta directamente en el trabajo cotidiano que cada psicólogo lleva adelante con sus pacientes. ¿Deberían los psicólogos basar sus intervenciones en el modelo científico? ¿Qué consecuencias trae no hacerlo? Reflexionemos sobre la base de dos ejemplos comunes:

  • Un psicólogo clínico no reconoce que se encuentra frente a un paciente que padece un trastorno bipolar y, como consecuencia, no recomienda la interconsulta con un psiquiatra. O peor aún, hay psicólogos clínicos que, desconociendo completamente los protocolos de la ciencia, manifiestan no estar de acuerdo con el uso de medicación psicotrópica. Sea como fuera, el paciente evoluciona con altibajos durante algunos años hasta que, como suele suceder en estos casos, las crisis empeoran. Durante un episodio de hipomanía, el paciente efectúa conductas en exceso, como embriagarse, insinuarse sexualmente de modo inadecuado a otras personas o, incluso, ser francamente infiel a su pareja. Cualquiera de estos actos acarrea consecuencias desastrosas, desde tener un accidente producto del alcohol, la pérdida de relaciones sociales o una separación conyugal.
  • Otro psicólogo, que tampoco trabaja con un enfoque científicamente basado, atiende a un paciente que padece de ansiedad social. En lugar de aplicar un protocolo validado que incluya a la discusión cognitiva, la terapia de exposición y el entrenamiento en habilidades sociales, el terapeuta utiliza la asociación libre y la interpretación de los sueños, un tratamiento cuya efectividad no ha sido demostrada luego de más de un siglo desde que fuera propuesto. El paciente pasa largos años en terapia (cosa común en el psicoanálisis) sin mayores cambios. Debido a su ansiedad social que no remite, malgasta gran parte de su tiempo encerrado en su habitación y, por ende, no logra hacer una carrera universitaria, no tiene amigos y no conoce una pareja. Ya hacia la cuarta década de su vida, se halla aislado, apenas alcanza a sostener un trabajo que no le gusta. De los muchos casos como este, algunos viran hacia una depresión y, de ahí, quedan a unos pocos pasos del suicidio. En situaciones de esas características, alguien puede morir.

Si alguien atraviesa un paro cardiaco, omitir el desfibrilador conduce al deceso instantáneo. En el terreno psicológico las cosas se juegan con otros tiempos, en una larga cadena de hechos que arranca con tratamientos inadecuados, incapaces de aliviar el malestar emocional. A lo largo de muchos años, y en conjunción con otros factores, ello se traduce en una merma en la calidad de vida. De ahí, fácilmente viramos hacia la depresión y, a veces, a la muerte por suicidio. Ni que hablar del estrés de vivir con un desorden mental crónico. Hoy sabemos a ciencia cierta que el estrés es la causa de una gran parte de las enfermedades médicas, incluso de algunas condiciones graves y potencialmente letales; pero también disponemos de medios científicamente avalados para aliviarlo. 

La conclusión sale naturalmente: no aplicar las técnicas científicamente probadas para aliviar el estrés deja al individuo más vulnerable a las enfermedades relacionadas y, dado que algunas pueden causar la muerte, entonces algunos fallecidos no serían tales si tan sólo un psicólogo hubiese intervenido con los medios adecuados.

¿Parece exagerada la discusión anterior? ¿Algo así como que hemos llevado las cosas a un extremo muy trágico? Pues reflexionemos sobre un solo ejemplo simple: la hipertensión arterial explica el 13 % de las muertes o, en otras palabras, 13 de cada 100 muertes se deben a la hipertensión arterial. Por otro lado, esa enfermedad es una de las que más influencia recibe del estrés; groso modo, un poco más del 80 % de la causalidad se debe al estrés (o factores emocionales, como algunos gustan llamar). Sólo hay que hacer la cuenta, es fácil… ¿cuántas muertes se prevendrían si, en lugar de perder años asociando libremente y jugando con los lapsus, tan sólo nos tomáramos dos consultas para enseñarle al paciente un ejercicio de relajación, cuya efectividad para la disminución del estrés se encuentra más que demostrada?

¿Qué es una pseudociencia?

Para entender el frío, necesitamos también experimentar el calor. Del mismo modo, discernir con claridad lo que es una pseudociencia requiere una comprensión cabal de lo que es la ciencia, algo que, por razones de espacio, hoy dejaremos por cuenta del lector, indicando al final del artículo bibliografía consultada y recomendada. Sencillamente, digamos que ambos constructos son cúmulos de conocimiento de fronteras difusas, aunque la manera en que obtienen y justifican al mismo es distinta y, en general, diametralmente opuesta. 

Naturalmente, la principal divisoria de aguas radica en el nivel de adecuación empírica, vale decir, desde una postura científica efectuaremos todos los esfuerzos posibles a fin de que las hipótesis y prácticas derivadas se ciñan a los hechos mientras que, desde una postura pseudocientífica, esto posee poca o ninguna importancia y, contrariamente, tiende a primar más lo que se desea obtener. 

Enumeramos a continuación una lista de rasgos distintivos de los enfoques pseudocientíficos. De uno u otro modo, todos ellos son subsidiarios de la cualidad principal mencionada, el desprecio o negación de los hechos en favor de que lo que se cree o anhela:

  • Uso excesivo de hipótesis ad hoc que inmunizan a las teorías del proceso de falsación.
  • Ausencia de trabajo de autocorrección.
  • Evasión de la revisión por pares y rechazo de las críticas, las cuales son tomadas como agresiones en lugar de intentos de mejorar el conocimiento.
  • Énfasis en la confirmación más que en la refutación del conocimiento.
  • Falta de conexión y diálogo con otras áreas de la literatura científica.
  • Utilización de un leguaje similar al de la ciencia, pero oscuro, complejo de comprender y particularmente imposible de operacionalizar con exactitud.
  • Ausencia de una demarcación precisa del ámbito explicativo e imposibilidad de generalizar resultados; en otras palabras, no hay una definición de las condiciones bajo las cuales las hipótesis se comprueban o no se comprueban.
  • Uso excesivo y casi exclusivo de testimonios y evidencias anecdóticas como medio de validación.
  • Se revierte el cargo de la prueba: se exige a quien no cree que demuestre por qué no son correctas las afirmaciones cuando, en verdad, quien propone las ideas también debe aportar las pruebas que las sustentan.

Nos resulta imposible en un solo artículo desarrollar extensivamente cada uno de los tópicos mencionados. Nuevamente, remitimos a los lectores a las fuentes citadas al final. En lo que sigue, efectuamos una discusión de los dos últimos puntos.

Uso excesivo y casi exclusivo de testimonios y evidencias anecdóticas como medio de validación

Todos tenemos intuiciones acerca de cómo funcionan las cosas, tanto en el mundo físico como humano. Algunas veces experimentamos incluso nuestras intuiciones con un fuerte sentimiento de certeza, aunque ello no prueba nada, absolutamente nada acerca de la veracidad de nuestras ideas. 

Esto es cuasi obvio cuando reflexionamos acerca de que una segunda persona experimenta el mismo sentimiento de certeza pero sobre la idea completamente opuesta. ¿Cómo sabemos quién acierta y quién se equivoca si nos vamos a apoyar únicamente en vivencias subjetivas?

Cualquiera puede afirmar algo por conveniencia individual. Una de las hipótesis que la ciencia sí ha demostrado es que la búsqueda de aceptación social favorece que la gente efectúe aseveraciones poco convencionales. De hecho, la mayoría de las personas que padecen un cuadro narcisista experimentan un fuerte sentimiento de placer al narrar eventos extraordinarios que sorprenden a los demás, incluso cuando los otros no crean ni una sola palabra de lo que se les diga pero lo disimulen.

Las pseudociencias suelen validar sus dichos con testimonios (historias de sujetos reales o inventados) que cuentan cómo un tal o cual método sanador los liberó de una enfermedad en la que la medicina tradicional había fallado, o cómo alguna terapia psicológica novedosa puso fin a la angustia y racha de mala suerte que traían desde antaño. Los procedimientos supuestamente terapéuticos nunca se encuentran disponibles para todos, sino únicamente para un grupo reducido que conserva el atesorado secreto. Frecuentemente, se trata de un conocimiento de unos pocos iluminados, un método que un tal o cual médico, terapeuta o chamán descubrió, y sólo él y sus discípulos conocen y pueden aplicar.

En otras palabras, los secretos de la sabiduría y las fórmulas tan efectivas que se proponen desde las pseudociencias se hallan asequibles para un pequeño grupo, no se encuentran en los libros que todos podemos leer. En ciencia sucede linealmente lo opuesto. El conocimiento científico es una empresa colectiva, producto del esfuerzo de muchos, y lo que se descubre se publica rápidamente en revistas y libros de modo tal de que todos los que trabajan en el área se anoticien, puedan criticarlo y, si realmente estamos frente a una idea efectiva, la utilicen. ¿Por qué se atesoraría bajo siete llaves un saber preciado y eficaz que puede liberar a muchos individuos del padecimiento?

Lo que verdaderamente acontece es que ninguna práctica pseudocientífica puede permitirse ser examinada públicamente con los procedimientos rigurosos de la ciencia porque simplemente no pasan la prueba. El manejo oscuro y sigiloso del conocimiento responde a que no es más que un conjunto de mentiras y patrañas, un bonito cuento muy agradable y bien narrado.

Se revierte el cargo de la prueba: se exige a quien no cree que demuestre por qué no son correctas las afirmaciones

¿Quién es el responsable de demostrar las afirmaciones, el que las profiere o el que las cuestiona? Si ahora te contamos con plena convicción que durante los próximos meses una raza de extraterrestres inteligentes por fin visitará la tierra, y tú no nos crees, ¿eres tú el que debes demostrar que nosotros estamos equivocados? ¿O somos nosotros quienes debemos aportar las pruebas de lo que decimos? Pues bien, para las pseudociencias, valdría lo primero, esto es, tú deberías mostrar por qué los extraterrestres no vendrán los meses entrantes.

Las disciplinas pseudocientíficas no presentan pruebas concluyentes de sus afirmaciones por la elemental razón de que carecen de ellas. Consiguientemente, defienden sus argumentos exigiendo a sus críticos que demuestren los suyos. Algo así como que el incrédulo y crítico debería demostrar la inefectividad de los procedimientos que ellos aplican, caso contrario, son válidos.

En contraste, las disciplinas científicas parten de la observación empírica y demostración de las afirmaciones, esta es la piedra angular.

Los críticos, que por supuesto existen, fundamentan sus contraargumentos en otros datos también fácticos, lo cual genera una confrontación e intercambio de ideas enriquecedor pues siempre se desarrolla dentro del marco de lo que se puede verificar. Así el conocimiento científico crece.

Insistimos con una idea. La filosofía de la ciencia no debería entenderse como un problema que importa a unos pocos intelectuales, locos y nerds académicos. La filosofía de la ciencia es el fundamento último del conocimiento científico, el cual nos brinda la calidad de vida que damos por hecho. Los teléfonos inteligentes, los microondas, los autos y la calefacción que hacen la vida actual confortable son resultado de la investigación y aplicación científica. Pero la ciencia ha dado mucho más que lujos. 

Son las teorías científicas las que han derivado en las soluciones médicas a las cuales con toda confianza acudimos, como los antibióticos, las intervenciones quirúrgicas o las internaciones en unidades de cuidados intensivos. Por sólo mencionar un caso, previo a la introducción de los antibióticos, la mitad de los niños moría de alguna infección simple o quedaban con secuelas permanentes; una otitis se convertía en una infección que llegaba al cerebro y causaba el deceso. El acceso al agua potable, las infraestructuras de saneamiento en las ciudades e incluso la comida distribuida en masa a la superpoblación mundial actual provienen en última instancia del saber científico, subsidiario de la filosofía empírica.

¿Por qué es importante discutir sobre las pseudociencias?

Las pseudociencias son peligrosas. Esto se debe a muchas razones pero especialmente a que ellas se proponen como una alternativa a los procedimientos científicos adecuadamente validados. Así, cuando la gente asiste a un grupo de constelaciones familiares, biodecodificación, EMDR (Desensibilización por Movimientos Oculares Rápidos) o incluso, al psicoanalista, lo hace mayoritariamente con el objetivo de aliviar alguna forma de sufrimiento. ¿Qué busca un paciente que debido a sus crisis de pánico teme salir de su casa? ¿Qué desea un sujeto quien por padecer de ansiedad social, se encuentra aislado y sufre por su soledad? ¿Qué espera encontrar el individuo que se ve atormentado por sus pensamientos obsesivos, los cuales no lo dejan vivir, concentrarse ni dormir? Todos ellos quieren una sola cosa, simple y llana: que la sintomatología desaparezca y no regrese nunca más. 

La gente asiste a la consulta con un profesional y acepta contar sus sueños, interpretar sus fallidos, recordar su infancia traumática, dibujar la casa, el árbol y la persona, responder a lo que ve en una vagas manchas de tinta, mover sus ojos hacia los costados mientras narra sucesos traumáticos, o cualquiera de las miles de intervenciones pseudocientíficas que psicólogos y afines proponen. ¿Por qué lo hacen? La grandísima mayoría cuentan con una única motivación: la expectativa de que será un camino de alivio a su sufrimiento. Lo que generalmente no saben estos consultantes es que ese psicólogo recurre a procedimientos sin aval científico, sin efectividad comprobada, los cuales se encuentran más cercanos al tarot y la astrología que a una práctica de salud. Así que, sin vueltas, la conclusión sale fácil, las pseudociencias son peligrosas porque conllevan un engaño para el que busca ayuda.

En ocasiones, se sostiene que muchas de las prácticas pseudocientíficas no son peligrosas porque “lo peor que puede pasar es nada”. Esta afirmación supone que los perjuicios hacia las demás personas únicamente ocurren por acción, no por omisión. En otras palabras, dado que asistir a un espacio de biodecodificación o de constelaciones familiares no puede derivar en daño físico alguno, pues sólo se trata de acciones verbales y escritas, entonces no es peligroso. Este razonamiento salta el hecho obvio de que el participante acude mayoritariamente buscando ayuda, en un estado de necesidad afectiva y deposita en el procedimiento expectativas de sanación o alivio. Sin embargo, más allá del efecto placebo, no obtendrá nada. 

Hace años que la psicología ha demostrado que la frustración de las expectativas constituye una de las causas más comunes de depresión. Otra vez, esta sí es una hipótesis con aval empírico. La ilusión frustrada acarrea emociones negativas y cambios fisiológicos como la inmunosupresión. Si las pseudociencias, disfrazadas bajo un manto de racionalidad y seriedad, no ejercen ningún efecto, entonces frustran las expectativas de alivio y sanación de alguien que padece, y esto ya en sí mismo es algo; en realidad, es mucho. Nuevamente, las pseudociencias se revelan como peligrosas, en este caso por omisión. En el caso de enfermedades graves, la elección de una pseudociencia (como reemplazo de un tratamiento validado) puede ser muy peligrosa. La ilusión por una cura milagrosa puede en ocasiones alejar a un paciente grave de los tratamientos empíricamente validados, llevándolo con esto a una muerte segura.

Existe otra área donde las pseudociencias han hecho y siguen provocando un gran daño: la evaluación psicológica. Escribiremos un artículo especial sobre el tema en un futuro cercano, pero debemos ahora una mención dada la gravedad de las consecuencias. Resulta un lugar común que los psicólogos sean convocados como peritos e informantes expertos para la toma de decisiones. De este modo, colegios, empresas, juzgados solicitan de la opinión y pericia de los psicólogos. Estos, munidos de herramientas científicas, deberían ofrecer información calificada acerca de las personas que van ser integradas a un sistema educativo, a ocupar un puesto de trabajo o, incluso, ir a la cárcel. 

Pero lo que pocos saben es que la mayoría de los psicólogos no basan sus recomendaciones en recursos científicos sino en un puñado de técnicas pseudocientíficas antiguas que carecen de toda objetividad. Así, resulta un lugar común que pidan que los entrevistados cuenten lo que ven en unas absurdas y anacrónicas manchas de tinta llamada Test de Rorschach o se les requiere que dibujen un árbol, una casa y una persona; amparándose en otra supuesta prueba proyectiva llamada HTP por las siglas en inglés de casa, árbol y persona. Existe una abundancia de estas formas de evaluación, genéricamente denominadas pruebas o tests proyectivos, pero ninguno ha mostrado fehacientemente poder llegar a conclusiones válidas acerca de la personalidad del sujeto evaluado. De hecho, los test proyectivos no cumplen con el criterio de validez de constructo, circunstancia por la cual nunca se sabe bien qué miden y suelen ser tan ambiguos que tampoco poseen confiabilidad inter-observadores.

En pocas palabras, esto significa que dos evaluadores independientes llegarán a conclusiones totalmente disímiles frente al mismo test. En la justicia, como en cualquier otro ámbito, deberíamos utilizar instrumentos objetivos y baremados, que sirvan a los propósitos específicos de lo que se solicita en evaluación. Así, por ejemplo, si deseamos medir la ansiedad, necesitamos una escala diseñada a tal efecto, no un test proyectivo de personalidad que trae un cúmulo enorme de información plagada de sesgos, dependiente más de cómo el sujeto dibuja o de las expectativas del evaluador. 

En efecto, hace años que se demostró que estos tests tienden a reflejar lo que el evaluador, es decir, el psicólogo quiere ver. Así, si el evaluador busca signos de psicopatía, seguramente los hallará y si busca signos de abuso sexual, también los encontrará. Como no existen parámetros objetivos de valoración de las respuestas, entonces termina primando el sesgo de confirmación del psicólogo que interpreta. Por si no lo ha notado el lector, la nota de color de este apartado es que debido a la interpretación ambigua y pseudocientífica, un niño puede ser excluido de un sistema educativo, alguien puede perder su trabajo o incluso ir a la cárcel. En efecto, hoy la justicia frecuentemente decide si alguien es o no responsable de abuso sexual sobre la base de estos dibujos carentes de toda objetividad. Nuevamente, las pseudociencias son muy, muy peligrosas.

¿Y por qué todo debería ser científico?

Podríamos preguntarnos si las prácticas pseudocientíficas poseen algún otro valor más allá del que acá se les adjudica. En efecto, las personas acuden a efectuar cantidad de actividades que no poseen una raíz científica, como ir al cine, al gimnasio, jugar a las cartas, tomar sol o bailar. Nadie se preocupa demasiado por las bondades científicamente demostradas del tango. Si bien todos sabemos que tanto la música como la actividad física acarrean beneficios para la salud, casi nadie asiste puntualmente por este motivo, sino tan solo por diversión, algo perfectamente lógico. ¿Podríamos pensar de modo similar acerca de las pseudociencias?

Algunas actividades pseudocientíficas ya caen naturalmente en una tal categoría en nuestra cultura. Así, por ejemplo, cuando alguien consulta un adivino, un curandero, un médium o un tarotista, de alguna forma asume que no está frente a un científico que fue a la universidad. La astrología ocupa un espacio dudoso para muchos; en efecto, saben que no ven un auténtico profesional pero algunos aún defienden a la astrología como una “ciencia milenaria”. De paso digamos que se trata de otro argumento falaz, pues que algo haya perdurado incluso por siglos no lo convierte en verdadero. Finalmente, están las prácticas pseudocientíficas llevadas adelante por profesionales, gente que fue a la universidad, el templo de la ciencia, pero resulta que llevan a cabo intervenciones pseudocientíficas como el EMDR, las constelaciones familiares o el psicoanálisis. ¿Deberíamos aceptar que alguien puede asistir a una práctica pseudocientífica, sabiendo que se trata de una tal cosa, por su propia elección? Definitivamente, sí, pero ello requeriría como mínimo que el asistente sea debidamente informado con una frase que podría verse más o menos así: “Lo que realizamos acá es una actividad que no posee ninguna eficacia comprobada científicamente. La probabilidad de que usted logre aliviar su sufrimiento con nuestros servicios es similar a la probabilidad de que el problema se vaya solo. Asimismo, le informamos que para resolver problemas psicológicos, sí existen procedimientos de efectividad demostrada, pero que nosotros no ofrecemos. Igualmente, bienvenido”.

En fin, si nos resulta divertido, agradable y entretenido, podemos ir a bailar tango o al gimnasio, del mismo modo que podemos ver al tarotista, al psicoanalista o ir a constelar. Ahora bien, si padecemos un problema psicológico que genera sufrimiento, entonces sería mejor consultar con un psicólogo que efectúe un tratamiento basado en evidencias.

Bibliografía

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  • Bunge,M.(1984). What is pseudoscience?Skeptical Inquirer,9,36–46.
  • Lilienfeld, S. O. (2007). Psychological Treatments That Cause Harm. Perspectives on Psychological Science, 2(1), 53-70. https://doi.org/10.1111/j.1745-6916.2007.00029.x

Por: Lic. Ariel Minici, Lic. José Dahab y Lic. Carmela Rivadeneira

  • Análisis
  • Salud Mental y Tratamientos

Sufrir por lo que no sucede

  • CETECIC
  • 15/08/2023

Frecuentemente, las personas sufren no por lo que realmente sucede, sino por lo que piensan, pero que no sucede nunca. Tales pensamientos generadores de malestar pueden encontrarse muy alejados de la realidad, sonar incluso absurdos algunas veces; no obstante, siguen acarreando angustia, miedo, tristeza u otras emociones negativas. ¿Por qué pasa esto? ¿Y cómo debe proceder el terapeuta cognitivo conductual en estos casos?

  • Marta imagina que su hijo tiene un accidente mientras conduce hacia su trabajo, imagina el auto estrellado sobre la autopista, bomberos y sirenas. Desde que su hijo sale de casa hasta que llega al trabajo y le manda a ella un mensaje, ella se preocupa amargamente con frases como “y si se mata…”. Su hijo tiene 25 años, lleva 7 años manejando y jamás tuvo un accidente. Marta padece un Trastorno de Ansiedad Generalizada.
  • Diego piensa que va a padecer un infarto en la calle cuando, debido al calor, se sofoca un poco y siente taquicardia. Se imagina desvanecido en la acera, con gente alrededor llamando una ambulancia. Piensa en su familia esperando afuera de un quirófano debido a una intervención coronaria de urgencia. “Los voy a dejar sin padre tan chiquitos”, se dice a sí mismo. Pero Diego es un hombre de 40 años, sano, quien se ha efectuado estudios médicos que no han detectado ninguna patología. Jamás tuvo un problema cardíaco. Diego padece de un Trastorno de Pánico.
  • Daniela duerme tapada con la sábana hasta la cabeza y la luz prendida pues, si no lo hace, se le representa la imagen de una figura de aspecto zombi, con un cuchillo en la mano, que viene a asesinarla. Ella reconoce plenamente la irracionalidad de su temor pero, no obstante, le resulta imposible superarlo. Ella padece una Fobia Específica.
  • Gabriel tiene 38 años, vive con sus padres, no trabaja, tiene un solo amigo con el cual se ve apenas dos o tres veces al año. Se le presentan ideas acerca de que los demás lo van a criticar por su voz si lo escuchan hablar; que se burlarán de él y lo expondrán en público por algún defecto. Imagina a otras personas mofándose de él. Sin embargo, esto sólo sucedió unas pocas veces en sus primeros años de escuela secundaria, como parte de bromas muy características en la adolescencia. Nunca le ha ocurrido algo similar desde los 16 años hasta su actual vida adulta. Pero él lo piensa insistentemente, lo cual lo inhibe de efectuar casi cualquier interacción social. Gabriel padece de un Desorden de Ansiedad Social.

La lista de ejemplos podría seguir, multiplicarse infinitamente. Si bien hemos ido mencionando los diagnósticos en los diferentes casos, ello se efectúa con fines didácticos y organizativos. Las personas que sufren por lo que SÍ piensan pero que NO sucede, trasvasan cualquier categoría diagnóstica. No es acá lo importante el nombre que los manuales le hayan dado a sus variantes, sino el fenómeno cotidiano, simple y extraño a la vez: sufrir por lo que se piensa aunque ello nunca ocurra. 

El suceso se torna aún más sorprendente cuando uno considera que quien lo padece, a menudo, posee plena conciencia de que eso que piensa no pasa. ¿Por qué no se puede sin más dejar esto a un costado, apoyándonos en la simple razón de que no es correcto? ¿Por qué alguien le tiene miedo a la falta de aire en el subte a pesar de saber perfectamente bien que sólo se trata de una sensación? ¿Por qué sigo revisando la cerradura de la puerta si ya comprobé que está cerrada? ¿Por qué continúo angustiándome ante la posibilidad de una ruptura con mi pareja cuando me siento seguro de que nos amamos y estamos juntos hace años? ¿Por qué estas personas afirman: “ya sé que es absurdo, pero no puedo evitar sentirme mal”?

Las respuestas a estas preguntas yacen en la naturaleza parcialmente irracional de nuestro cerebro.

En un reciente artículo hemos discutido el concepto de emoción y una posible clasificación de los eventos que las gatillan (Emociones: ¿qué son y qué las dispara?). Ahí hemos distinguido entre tipos de estímulos que pueden disparar las emociones; entre ellos, diferenciamos a los eventos ambientales objetivos de los fenómenos mentales internos. Los primeros consisten en estímulos provenientes del medio ambiente del sujeto; los cuales, por su naturaleza o por asociación con otros estímulos, han adquirido una valencia emocional. Por supuesto, estos pueden convertirse en disparadores de estados emocionales patológicos, como cuando las puertas del subte cerrándose generan ansiedad por vincularse a sensaciones de asfixia; o el sonido del teléfono gatilla una reacción de estrés por asociación con contenidos laborales. En este caso, sucede que eventos ambientales inicialmente neutrales (las puertas del subte o el ring del teléfono) han adquirido una valencia emocional negativa por asociarse con sucesos aversivos (sensación de asfixia o situaciones laborales estresantes). 

En el análisis funcional de la conducta, denominamos a los primeros “estímulos condicionados” pues han adquirido la capacidad de activar a los sistemas emocionales a través de la asociación con otros estímulos, los incondicionados, los cuales originalmente desencadenaban la respuesta. En el presente artículo, vamos a discutir el rol de los fenómenos mentales internos capaces de disparar emociones negativas que se convierten en patológicas, así como de su abordaje terapéutico desde la Terapia Cognitivo Conductual.

La capacidad de los seres humanos de representarnos escenarios no reales ni presentes constituye definitivamente una ventaja adaptativa superlativa, gracias a la cual en gran parte nos hemos vuelto la especie dominante del planeta. Esta habilidad nos permite armar mentalmente la lista del supermercado que compraremos el fin de semana, sin estar en el lugar y con varios días de anticipación, calcular la hora de salida para buscar a nuestro hijo en la escuela o modelar el movimiento de las partículas subatómicas. No obstante, también acarrea la posibilidad de pensar en que los precios del supermercado subirán hasta un punto en que el dinero no nos alcance, imaginar que alguien secuestra a nuestro hijo a la salida del colegio o fantasear con un apocalíptico fin del mundo por una guerra nuclear. En pocas palabras, y como sucede con tantos rasgos humanos, su función adaptativa puede desvirtuarse, acarreando problemas psicológicos.

La capacidad de los seres humanos de representarnos escenarios no reales ni presentes constituye definitivamente una ventaja adaptativa superlativa, gracias a la cual en gran parte nos hemos vuelto la especie dominante del planeta. Pero esa función puede desvirtuarse, acarreando problemas psicológicos.

La representación de escenarios catastróficos no reales resulta un elemento central en muchos de los problemas psicológicos que los terapeutas vemos en los consultorios. En verdad, casi podríamos terminar por definir a la psicopatología sobre la base de este rasgo; al menos los trastornos de ansiedad y los depresivos conllevan siempre algún grado de pensamiento catastrófico sobre hechos altísimamente improbables, los cuales, en efecto, no sucedieron nunca o casi nunca en la vida del paciente; de todas maneras, y a pesar de ello, el paciente no logra dejar de traerlos a su consciencia y sufrir en consecuencia.

En este punto, vamos a trazar la primera diferencia en relación a las representaciones mentales catastróficas vinculadas a la psicopatología. Las mismas pueden articularse de modo verbal o imaginal, una diferencia no menor. Así, por ejemplo, alguien que padece de ansiedad ante la salud siente un leve malestar estomacal, el cual dispara cogniciones catastróficas. Esta persona podría decirse a sí misma, en un diálogo interno, algo así como “¿por qué me molesta la panza? ¿Y si es una infección grave? ¿Y si es un tumor en el colon? ¿Si después se esparce por todo el cuerpo y me muero?”. O, alternativamente, podría imaginar visualmente sus propios intestinos sangrando, deformándose por la invasión de células malignas y, a continuación, verse a sí misma en una cama, completamente demacrada y agonizando por un cáncer que se ha tomado todo su cuerpo. ¿Cuál es la diferencia entre los ejemplos?

En el primer caso, el material se articula de modo verbal, con una cadena de palabras; es decir, la persona se habla a sí misma, mientras que en el segundo caso el mismo contenido se conforma con imágenes mentales las cuales involucran a su vez algún soporte sensorial. La imaginación siempre conlleva alguna modalidad sensorial. Típicamente, producimos más fácilmente representaciones mentales visuales y auditas pues constituyen los sentidos predominantes, pero también podríamos imaginar con base en los otros sentidos. Así, fácilmente traemos a nuestra mente el aroma de la persona que nos gusta o la sensación percibida al tocar su piel, pues el vínculo erótico compromete más a los sentidos del olfato y el tacto que cualquier otro. Claro está que también podemos generar la imagen sensorial del dolor al quemarnos. Sea cual fuera el caso, la diferencia radica en una representación imaginal sensorial o en la articulación verbal del material. ¿Por qué es esto importante?

Pues bien, las figuraciones en imágenes acarrean una reacción fisiológica más rápida e intensa, lo cual se traduce más fuerte y velozmente en un estado emocional congruente. Opuesta y comparativamente, las verbalizaciones del material redundan en una respuesta de activación fisiológica menos intensa, más lenta y, por ende, también emocional. Así las cosas, vamos con un ejemplo simple para entenderlo: si yo tengo miedo a quedarme atrapado en un ascensor, hablar y pensar sobre esto (con frases como “si me quedo adentro de un ascensor me muero”) producirá un estado de tensión emocional menor que si me imagino visualmente a mí mismo ahí dentro atrapado, experimentando las sensaciones que temo. Mi corazón va a latir más rápido o mis músculos se van tensar más si lo visualizo que si lo verbalizo.

Al reflexionar un poco sobre este diseño humano (obviamente, sólo es humano pues somos los únicos capaces de representarnos las cosas con un lenguaje articulado) nuevamente la evolución nos otorga un marco de referencia. En otras especies, la información sensorial gatilla de modo directo las respuestas específicas de las que se trate. Asimismo, se encuentra ampliamente documentado que los animales no humanos forman representaciones, algunas incluso complejas, de eventos motivacionalmente relevantes del ambiente. Si bien no sabemos, y tal vez nunca sepamos con exactitud, cómo vivencian esas representaciones, todo apunta a que habrán de tener algún soporte en la sensorialidad. No cabe duda de que no son verbales, de hecho, no hablan. Y hasta este punto es donde podemos trazar un paralelo con nosotros. 

“El lenguaje permite el pensamiento y este último constituye una sala de ensayo de prueba y error de las acciones antes de ser efectuadas”

En efecto, los humanos poseemos gruesamente las mismas estructuras nerviosas con las cuales otras especies han sobrevivido y se han representado rudimentaria pero eficazmente el entorno. Pero, en nuestro caso, sobre esas estructuras se han sobreimpuesto nuevas redes neurales que permitieron la evolución de un lenguaje articulado y, así, una nueva clase de representaciones. Por tanto, la sensorialidad (ya sea real o figurada en imágenes) evolutivamente se ha vinculado más fácilmente con reacciones fisiológicas y motoras adaptativas específicas. La aparición del lenguaje verbal introdujo un nuevo conjunto de posibilidades; entre ellas, demorar la latencia entre la sensorialidad real o representada y la respuesta. Es decir, a la conexión directa entre eventos sensoriales y motrices se le interpuso un nuevo adminículo, el cual no sólo permite una comunicación más detallada y precisa, sino un análisis lógico-racional capaz de ralentizar o incluso detener por completo el circuito sensorial-motor, abortando totalmente la respuesta. En efecto, el lenguaje es un medio de comunicación, pero es mucho más que eso. Claro que se trata de un tema demasiado alejado y extenso como para este artículo, pero la idea que queremos transmitir puede resumirse en “el lenguaje permite el pensamiento y este último constituye una sala de ensayo de prueba y error de las acciones antes de ser efectuadas”. Volvamos ahora a nuestro tema principal.

Diferentes procesos, diferentes mecanismos, diferentes procedimientos terapéuticos

Retomando: las representaciones mentales de los sucesos (reales o inventados) se construyen de manera verbal o imaginaria; lo que impacta diferencialmente en el plano fisiológico – emocional. Ahora bien, esta distinción verbal vs. imaginario, abre nuevos interrogantes y trae múltiples consecuencias más allá de las señaladas. Particularmente, para el trabajo en la clínica psicológica de la Terapia Cognitivo Conductual, ¿implica esto una diferencia en la intervención?

El material articulado de modo verbal ocupa áreas del cerebro más evolucionadas, las cuales permiten formulaciones de significado más precisas. Damos por sentado que las palabras construyen un significado, lo cual seguramente es correcto pero, a su vez, muy difícil de explicar. Obviamente, no vamos a entrar nosotros en este campo tan complejo que compete a la psicolingüística, aunque sí mencionaremos que una de las ideas que tácitamente a veces se deriva puede no ser siempre correcta, a saber: suele asumirse que si un pensamiento se formula con verbalizaciones, puede entonces ser modificado también con verbalizaciones.

Suele asumirse que si un pensamiento se formula con verbalizaciones, puede entonces ser modificado también con verbalizaciones

Esta premisa atraviesa no sólo a las terapias racionales que efectúan discusión cognitiva como técnica, sino también a los debates filosóficos, políticos o ideológicos. En efecto, suena lógico, y también muy ideal, que una argumentación sólida pueda modificar las ideas erradas de otra persona; sin embargo, observamos que a veces esto sencillamente no sucede. Pero en otras ocasiones, sí. En efecto, las técnicas verbales que se aplican en el entorno de la Terapia Cognitivo Conductual nos muestran a diario que las personas cambian total o parcialmente sus cogniciones disfuncionales a partir del debate racional verbal. 

De hecho, ya sabemos que “el uso de palabras para modificar palabras” constituye la base de un conjunto de procedimientos terapéuticos, como la discusión cognitiva, el entrenamiento en autoinstrucciones o la psicoeducación. Por consiguiente, cuando una persona que padece ansiedad ante la salud piensa “y si tengo un cáncer…”, el terapeuta cuestiona la evidencia y utilidad de esta idea, enseñando también una reinterpretación no catastrófica de las molestias físicas. En todo momento el psicólogo interviene de modo verbal, y hay pruebas sobradas de que este modus operandi es eficaz. Pero no infalible. ¿Por qué?

Pues bien, por todas las razones que venimos esgrimiendo desde el inicio del artículo. No todo lo que pasa en nuestra mente son palabras, ni tampoco las mismas operan siempre de modo semántico coherente y ordenado. Las técnicas verbales son muy apropiadas para combatir problemas basados verbalmente, pero incluso ahí tienen un límite. En la presente revista ya hemos abordado este tema con un artículo llamado Los límites de la terapia hablada.

Las imágenes basadas sensorialmente activan de modo más directo la fisiología del cuerpo, como ya hemos estado afirmando. En la jerga más psicológica de la Terapia Cognitivo Conductual, estas imágenes sensoriales se entienden como Estímulos Condicionados encubiertos, en tanto y en cuanto han adquirido su poder de evocar una respuesta por aprendizaje asociativo directo o vicario. En este punto vale la pena efectuar algunas aclaraciones. Primero, que haya un aprendizaje asociativo no significa que haya habido una experiencia de condicionamiento real y traumático, sino que, por el contrario, como ya ha descripto hace varios años Hans Eysenck, los estímulos condicionados perpetúan e incrementan incluso su valencia afectiva mediante un proceso denominado “incubación”. 

  • Así, Marta, quien presenta el miedo a que su hijo tenga un accidente, jamás ha vivido una experiencia ni lejanamente parecida. Lo que sí vivencia diariamente es un estado de angustia elevado mientras piensa que su hijo tuvo un accidente, imagen que entra y sale de su consciencia varias veces. Con cada “contacto” con la imagen catastrófica, Marta sufre un estado subjetivo de malestar tan intenso que perpetúa el condicionamiento y le impide reorientar el foco atencional. Esto es, no hace falta que reciba ningún evento punitivo ambiental real, ni golpes ni choques eléctricos, pues la emoción naturalmente derivada de la imagen resulta suficientemente potente y sobra para perpetuar el aprendizaje del miedo.

En segundo lugar, no menos importante, la activación emocional derivada de la percepción amenazante genera un círculo vicioso con los procesos atencionales. En esto radica una de las grandes diferencias entre las amenazas reales e imaginarias, a saber: si encontrándome en casa observo por la ventana que hay una persona desconocida parada en la terraza de un vecino, probablemente se dispare mi sistema de alarma (ansiedad y miedo) ante la posible intrusión de un ladrón. Por ende, voy a mantenerme con la vista fija en ese desconocido en la azotea de mi vecino, todo el lapso que esté ahí pues constituye una amenaza inminente. Afortunadamente, al cabo de unos minutos, el desconocido resulta ser un trabajador de la empresa de Internet quien con un conjunto de herramientas se pone a solucionar un problema de conectividad en la casa; la amenaza se terminó, yo dejo de prestar atención. Nuestros antepasados primitivos habrán experimentado infinidad de situaciones similares; quietos y atentos a una manada de leones u otro grupo humano enemigo, concentrados, focalizando sus recursos atencionales hacia la amenaza potencial pues ello representaba la diferencia entre vivir y morir. Pero tanto en el caso del trabajador de Internet en la azotea del vecino como en el grupo de humanos primitivos, el peligro dura lo que dura la presencia del estímulo, independientemente de que yo preste atención o no. En otras palabras: cuando el hombre de la terraza de enfrente se devela como un trabajador o los leones se van caminando en otra dirección, se pone fin a la situación de riesgo, yo dejo de prestar atención a estos estímulos y punto. Mi atención no provoca ni atrae ningún fenómeno riesgoso, ni acarrea de suyo un estado emocional. 

Justamente, esto lo remarcamos pues difiere respecto de lo que acontece cuando la atención se orienta hacia estímulos amenazantes internos. Como Marta, quien tiene la imagen de su hijo estrellándose en la autopista, una representación que le provoca una angustia enorme y que es el motivo por el cual ella sigue atendiendo firmemente a la fuente de amenaza, es decir, su imagen catastrófica. Así, esta última sigue generando angustia y renovando el flujo atencional en un ciclo sin fin o, al menos, hasta que se recibe una señal del exterior capaz de cortarlo; en este caso, el mensaje de su hijo “mamá, ya llegué”. 

En otra palabras, a diferencia de la respuesta de ansiedad disparada por un evento externo, la ansiedad gatillada por eventos internos dirige los recursos atencionales hacia los mismos estímulos disparadores, creando un círculo vicioso capaz de perpetuarse pues, cuanto más atención, más saliente la imagen y mayor su poder de evocar emociones negativas. Este circuito que acá sólo mencionamos gruesamente es uno de los mecanismos causales de muchos desórdenes emocionales, sus bases cerebrales se encuentran hoy claramente documentadas.

Así las cosas, las imágenes catastróficas constituyen Estímulos Condicionados que gatillan emociones negativas y atraen los recursos atencionales, generando un circuito que se autoperpetúa. Finalmente, el panorama se completa con las conductas de evitación y escape, vale decir, con los intentos que efectúan las personas de aliviar o neutralizar las emociones negativas que se derivan de los Estímulos Condicionados – imágenes catastróficas. Ahora bien, dado que no se trata de eventos externos de los que se pueda físicamente huir, como de un león o un ladrón, las conductas de evitación y escape adquieren otras formas, lo cual a veces las hace difíciles de reconocer. 

Por ejemplo, Marta se preocupa verbalmente y, entre las frases que aparecen en su diálogo interno, se dice “va a llegar bien, no te preocupes; si choca no va a ser grave”. Esto es, Marta disminuye su malestar emocional con palabras, estas últimas generan un malestar menor que las figuras sensoriales, un mecanismo muy propio, pero no exclusivo, del TAG. 

El Trastorno de Ansiedad Generalizada tal vez sea el máximo ejemplo de los desórdenes en los cuales las personas sufren por lo que no sucede, pero sí recurrentemente imaginan. Justamente, se trata de un cuadro en cuya etiología se halla un mecanismo relacionado con la diferencia antes explicada acerca de la activación distinta que acarrean imágenes sensoriales por oposición a las verbalizaciones. De este modo, en el TAG, las preocupaciones conforman un medio para aliviar la ansiedad intensa derivada de imágenes catastróficas. Por supuesto, las preocupaciones acarrean a su vez una cuota importante de malestar y sobre todo se tornan excesivas e incontrolables; no obstante ello, nuestro cerebro computa más el alivio a corto plazo que generan en la activación fisiológica, y esto perpetúa el proceso.

Las conductas de evitación y escape pueden adquirir miles de variantes, y eso no importa mucho pues, al fin y al cabo, lo que las define es su función: disminuir o evitar un estado de malestar emocional patológico disparado por un evento interno que no es objetivamente peligroso. Siguiendo la línea de los ejemplos presentados al principio de este artículo:

  • Diego, quien padece crisis de pánico, efectúa excesivos chequeos médicos, no hace actividad física intensa y procura no alejarse solo de su zona de seguridad, especialmente en un día caluroso. Esto evita que se dispare la ansiedad y eventualmente una crisis, así como también la imagen de sí mismo tirado en la calle o en el quirófano.
  • Daniela evita la imagen catastrófica del zombi al taparse con la sábana y dejar la luz prendida. La Fobia Específica es uno de los cuadros donde más fácilmente se observan las conductas de evitación y escape así como su irracionalidad.
  • Gabriel, quien padece Fobia Social, finge tener una tos severa durante las pocas veces en que tiene que interactuar con otros, así no se ve obligado a hablar. En cualquier situación social finge enviar mensajes por celular a fin de evitar la mirada de los otros y, así, una posible interacción.

En cualquiera de los casos, observaremos un mismo patrón. Las conductas de evitación y escape habrán de coartar el proceso natural de extinción de la ansiedad, el cual tendría lugar si la persona tomara contacto con los estímulos que la disparan. Pero un momento, ¿cómo es tomar contacto con una imagen que mi propio cerebro genera? De hecho, “está adentro mío”, en mi cerebro, ¿qué más contacto se requiere? Al mismo tiempo, la he tenido tantas veces, infinidad de ocasiones ha cruzado mi consciencia, ¿no es eso acaso tomar contacto?

La terapia de exposición para las imágenes catastróficas

Si bien alguien que padece TAG ha tenido infinidad de veces las imágenes catastróficas en su mente, ello ha sido por breves segundos pues las mismas se han visto interferidas por frases, algunas tranquilizadoras, o distracciones; todo en pos de obtener un alivio momentáneo. Vale decir, Marta, la paciente de nuestro ejemplo, nunca se ha dispuesto expresamente y durante un periodo largo a pensar en la figura terrible de su hijo estrellado en la autopista sin buscar alivio de la angustia sino que, por el contrario, la imagen catastrófica aparece sólo por unos segundos, interrumpida por distracciones y verbalizaciones como “y si se mata…” o “ya va a llegar y me avisa, tranquila”. En otras palabras, Marta intenta “escapar” de las imágenes, persigue un alivio del malestar emocional con lo que tiene a mano. En verdad, este hábito suena muy razonable, vale decir, resulta muy lógico procurar rehuir de lo que nos causa sufrimiento. 

Si creo que mi molestia en la garganta proviene de un cáncer de pulmón, me desespero y corro a ver un profesional que indique los estudios médicos para descartar algo tan aterrador. Si tengo la impresión de que en las reuniones la gente se burla de cómo hablo, seguramente tenderé a ausentarme con una excusa o fingir una afonía si no me queda otra opción más que ir. Pero justamente esta clase de actitudes mantienen el miedo a las imágenes así como su componente atencional asociado, dado que impiden un proceso natural de extinción del miedo, el cual ocurriría si los individuos afrontaran sus miedos en lugar de rehuir de ellos. Aunque, en realidad, esto difícilmente ocurre motu proprio de quien padece pues, contrariamente y como se ha señalado ya, casi todos tendemos a alejarnos de lo que nos provoca alguna forma de malestar emocional, más aún si se trata de miedo o ansiedad. Precisamente este es el lugar en donde interviene la Terapia Cognitivo Conductual, con técnicas que ayudan a adoptar una actitud algo contraintuitiva. De modo general, el procedimiento aplicado se conoce como Terapia de Exposición.

La terapia de exposición ha sido validada para el uso de cualquier forma de ansiedad patológica. Tiene muchas variantes, a una de las cuales nos referimos ahora: la exposición a las imágenes catastróficas.

  • Pedro tiene un TOC de verificación. Invierte unas dos horas revisando la casa cada vez que tiene que salir. Entre todas las conductas de verificación que realiza, sobresalen particularmente las llaves del gas, a las cuales tiene que aplicar un estricto hábito de supervisión, que le genera dudas y reinicios interminables. Indagado sobre ello, Pedro dice que una falla le acarrea la idea de una explosión en cadena, que haga volar por los aires varias manzanas de su barrio. Sabe que su temor es irracional, pero no puede evitarlo. Si él se va de su departamento sin las habituales verificaciones, las imágenes de la explosión continúan en su cabeza por horas, con los obvios intervalos de distracción e intentos cognitivos de neutralización. 

¿Cuál será el estímulo crítico al cual hay que exponer a Pedro? A esta imagen, la que él tanto teme, “una llave de gas mal cerrada en tu casa da una pérdida, la cual inicia una reacción en cadena hacia el edificio, luego hacia la manzana y el barrio entero; todo va explotando y se va quemando”. Como ya conocemos la diferencia que ocasiona en la fisiología la articulación verbal o imaginal del material, sabemos que el formato que requerimos es el segundo, pues de este modo logramos la máxima activación. Asimismo, vamos a procurar prevenir cualquier conducta de reaseguro, como distracciones o que él se diga a sí mismo que “esto no es verdad”.

La lógica planteada anteriormente vale para casi cualquier ejemplo de trastorno de ansiedad que contenga el elemento que venimos acá discutiendo: “imágenes de sucesos catastróficos que no suceden por imposibles o por bajísima probabilidad”. El cuadro en el que más se utiliza este procedimiento es el TAG, pero no exclusivamente. Constituye un recurso muy valioso en la Ansiedad por la Salud, en el TOC, en la Fobia Social cuando se temen hechos sociales altamente improbables o, incluso, en las Fobias Específicas, cuando lo que se teme son eventos que no existen en el mundo real, como muertos, fantasmas y aparecidos.

  • Veamos otro ejemplo. Ricardo padece un cuadro de Ansiedad por la Salud. Entre sus temores, se destaca el de sufrir una insuficiencia renal que lo lleve a dializarse. Si bien él no tiene ningún signo de esta enfermedad, sí la ha padecido su padre, hecho que seguramente sirvió como modelo de sus miedos actuales. Ricardo tiene miedo de hacerse estudios que puedan develar la condición médica temida, como análisis de orina o ecografías de riñón. A pesar de ello, sí se ha efectuado los estudios médicos mencionados varias veces en su vida, pero con gran sufrimiento, especialmente a la hora de recibir los resultados. 

Mediante la Terapia de Exposición el paciente puede lograr disminuir (o incluso eliminar) episodios de malestar emocional crónicos que duran, a veces, toda una vida.

¿Cuál es un objetivo terapéutico razonable para plantearse en el caso de Ricardo? Un error común consiste en centrar el objetivo en términos de conducta lograda, vale decir, que la meta sea que el paciente se someta a los estudios médicos y punto. De hecho, él lo ha efectuado varias veces en el pasado y a pesar de comprobar una y otra vez que los resultados no arrojan ningún signo de enfermedad, Ricardo vuelve a ponerse ansioso cuando se aproxima la fecha de repetirlos. En la línea de lo que venimos discutiendo, queda claro que Ricardo teme a una idea y no a un suceso real. Él reacciona con ansiedad ante la representación de un médico urólogo dando el diagnóstico de problemas renales o ante la representación de sí mismo conectado a una máquina de diálisis. Eventualmente, la proximidad de estudios médicos gatilla la aparición de estas imágenes, pero no son los primeros sino estas últimas, las imágenes mentales, las que operan como estímulos condicionados de ansiedad. Así las cosas, la terapia habrá de dirigirse a ellas, como eventos mediatizadores, y no tanto al logro de la conducta per se. Aquí, nuevamente, deberemos aplicar terapia de exposición a las imágenes catastróficas.

Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo este procedimiento de exposición a las imágenes catastróficas? ¿No seremos tan brutos de pedirle al paciente que se ponga a pensar ininterrumpidamente en algo muy doloroso, que le resulta grave y terrible? Pues bien, la Terapia de Exposición es un procedimiento técnico con varios pasos, entre ellos, la Psicoeducación y la Construcción de Jerarquía de Estímulos. Al aplicar Terapia de Exposición seguiremos un conjunto de pautas de modo tal que sea asequible al paciente y no una intervención salvaje. Pero, a decir verdad, la Terapia de Exposición nunca es agradable, algo que también le explicaremos al paciente. Si nos exponemos a estímulos internos o externos que no generan nada de malestar, como una playa caribeña o una obra de arte, no hay activación emocional negativa, pues no hay nada que curar. Si, opuestamente, lo llevamos a que imagine sus ideas más temidas, de menor a mayor nivel de intensidad, experimentará algunos momentos puntuales de malestar emocional, controlados y delimitados al ejercicio. Con ello, logrará disminuir o incluso eliminar episodios de malestar emocional crónicos que duran, a veces, toda una vida. Parece un trueque saludable.

En síntesis, la intervención en las patologías de la ansiedad nos conducirá casi invariablemente a imágenes catastróficas no realistas, que el paciente teme y evita. Ellas funcionan como mediatizadores, variables cognitivas intervinientes entre los eventos ambientales y las respuestas emocionales y conductuales del sujeto. En virtud de ello, no basta con plantearse los objetivos únicamente en términos de conductas efectuadas, sino que habremos de dirigir también la intervención hacia estos eventos mediatizadores. La Terapia de Exposición vuelve a mostrar su efectividad terapéutica, en este caso, como “exposición a las imágenes catastróficas”.

Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.

  • Análisis

Tratamiento de la cibercondría

  • CETECIC
  • 10/06/2023

Buscar excesivamente información sobre temas de salud en la Internet se ha convertido en un problema psicológico denominado Cibercondría. En otro reciente artículo hemos desarrollado más extensamente este concepto, así como algunas de las discusiones vinculadas a su estatus diagnóstico y relación con otros desórdenes psicológicos, especialmente con los Trastornos de la Ansiedad ante la Salud. Ahora, nos dedicamos a su tratamiento.

Y todo empieza con malas noticias. No existe en la actualidad un tratamiento psicológico validado empíricamente para la Cibercondría. Vale decir, no disponemos de tratamientos psicológicos cuya efectividad haya sido demostrada mediante protocolos experimentales, con grandes muestras de sujetos, replicados y revisados por otros investigadores, como sí sucede con muchos otros síndromes. No obstante, esto no significa que no tengamos herramientas psicológicas disponibles para el tratamiento.

En primer lugar, la realización de ensayos controlados para la validación de protocolos de tratamientos está siendo puesta en tela de juicio seriamente, realzando el valor del diseño de tratamientos individualizados. En verdad, la tradición del paradigma cognitivo conductual siempre defendió el valor de la planificación de tratamientos individualizados; en efecto, jamás se ha dejado de poner énfasis en el análisis funcional y en el diseño de sujeto único. Por otra parte, la experiencia acumulada en la terapéutica de problemas psicológicos similares y relacionados nos brinda orientaciones concretas acerca de las posibles herramientas efectivas.

Hechas las pertinentes aclaraciones anteriores, deberemos tomar lo que se desarrolla a continuación como lineamientos generales para la terapéutica de la Cibercondría, teniendo presente que en los próximos años seguramente veremos avances en el terreno. Muy probablemente, ellos no habrán de invalidar lo dicho en este trabajo, sino que lo ampliarán, mejorarán y sistematizarán.

La evaluación

La fase inicial del abordaje de la Cibercondría no es diferente a casi cualquier otro motivo de consulta. Todo empieza con el establecimiento de un buen vínculo con el paciente y la evaluación ideográfica de motivo de consulta. Para la Terapia Cognitivo Conductual, esto radica en la construcción de un análisis funcional y la formulación individualizada del caso. Si bien nada de esto resulta ajeno a nuestra práctica, en el terreno de la Cibercondría valen algunas aclaraciones:

En primer lugar, el fenómeno casi nunca se presenta aislado, sino en el contexto de algún cuadro de ansiedad ante la salud y/o del uso problemático de Internet. Ello deberá objetivarse claramente durante la evaluación pues nos abrirá visibilidad acerca del lugar en cual se halla la conducta bajo análisis en el entramado de relaciones funcionales/causales.

Por otra parte, si la Cibercondría se encuentra relacionada más con el uso problemático de Internet y, por ende, el control de impulsos, deberíamos sospechar que tal vez a largo plazo nos encontraremos con alguna resistencia por parte del paciente para modificarla. En virtud de ello, habremos de obrar cautamente, sin criticar ni cuestionar severamente el hábito, al menos al inicio y hasta no haber fortalecido cierta consciencia de enfermedad y relación terapéutica sólida. Quizá debamos incluso aplicar un módulo motivacional antes de comenzar el tratamiento per se.

El tratamiento de la Cibercondría

Psicoeducación

La psicoeducación es una herramienta poderosa en la mayoría de los trastornos, así también en el caso que nos ocupa. En efecto, los pocos estudios empíricos publicados hasta la actualidad sobre el tema validan a la psicoeducación como un tratamiento efectivo para la Cibercondría.

Como en cualquiera de sus otras aplicaciones, la psicoeducación debería incluir la transmisión de información científica pero con un sentido práctico, calibrada de acuerdo con el nivel y tipo de educación del paciente.

Discusión cognitiva

Fuertemente emparentada con la Psicoeducación, habremos de llevar a cabo la discusión de pensamientos automáticos específicos acerca de lo que las sensaciones corporales representan; esto es, el paciente aprenderá a valorar a las mismas como lo que son y no como señales de enfermedades graves. Ello constituye un primer paso para contener el impulso de buscar información sobre salud en línea.

Por otro lado, también habremos de discutir ideas relacionadas con lo que sí se puede y lo que no se puede obtener de la Internet. Más puntualmente, la información obtenida por este medio puede resultar útil para prevenir enfermedades, llevar adelante un estilo de salud sano, incluso para darse cuenta de que debemos consultar con un profesional de la salud por tal o cual sensación. Pero lo que la Internet no puede darnos es un diagnóstico, menos aún puede negarlo. En otras palabras, buscando información en la red nunca llegaremos a un diagnóstico certero ni tampoco a su negativa. Esto se revela de especial importancia cuando lo situamos en relación con el esquema de intolerancia a la incertidumbre tan característico de estos pacientes. Frecuentemente, la Cibercondría de los pacientes con ansiedad ante la salud responde a la expectativa de hallar información que tranquilice, como haría un médico, algo así como si uno de los destinos probables fuera una página de salud que dijera “quédese tranquilo, estos síntomas no son de ninguna enfermedad grave”. Algo así no puede encontrarse en la Internet, al menos hoy.

En este sentido, parte del trabajo será la reeducación acerca del uso que se le puede dar a este medio de información. En este punto, cuenta mucho que el paciente aprenda a distinguir los sitios con contenidos basados en información científica validada respecto de los que no, que incluso pueden estar subrepticiamente promocionando un tratamiento pseudocientífico.

El abordaje de las Metacogniciones

En estrecha relación con lo anterior, el tratamiento de la Cibercondría deberá contemplar a las metacogniciones, las cuales juegan aquí un rol causal. En efecto, algunos de los modelos psicológicos actuales proponen que en las metacogniciones radica la diferencia entre la búsqueda de información en Internet como una conducta de reaseguro y la Cibercondría (nuevamente remitimos al lector al artículo anterior de esta revista). Sea cual fuera el caso, las metacogniciones habrán de ser un blanco del tratamiento a través de los procedimientos conocidos, como la valoración de sus evidencias, la estimación de sus ventajas y desventajas y la psicoeducación, entre otras.

La Terapia de Exposición

Ya conocemos la efectividad comprobada de la Exposición para todo el ámbito de la ansiedad patológica. La Cibercondría tiene un componente de ansiedad patológica, de hecho se encuentra fuertemente vinculada con los Trastornos de la Ansiedad ante la Salud. Así que sin dudas la Exposición es una de las técnicas que con toda probabilidad habremos de emplear en el tratamiento de la Cibercondría. Valen en este sentido algunas aclaraciones.

Por un lado, la Exposición funcionaría en el caso presente como en cualquiera de sus otras aplicaciones, vale decir, el paciente deberá tomar contacto con los estímulos que disparan la ansiedad, se mantendrá hasta que ellos dejen de provocar malestar o lo hagan mínimamente. Habremos logrado el aprendizaje de extinción. Claro que los estímulos puntuales a los que exponer a cada paciente se delimitarán de modo individual en cada caso. Así, alguien podría temer a la información relacionada con las enfermedades infectocontagiosas y no con las neurodegenerativas; naturalmente, la Exposición se llevará a cabo con información de la primera y no de la segunda clase.

Ahora bien, la mayoría de las veces, el acto de buscar información sobre salud en Internet no genera de suyo una reacción de miedo condicionado o, si lo hace, ella va acompañada de otras emociones e impulsos que complican bastante la aplicación de una terapia de Exposición lisa y llana en su forma tradicional. En efecto, a pesar de experimentar ansiedad y malestar, el paciente voluntariamente se expone a la información de la Internet; la busca activa y hasta compulsivamente. ¿Qué lugar ocupa la Exposición en un tal contexto?

En gran medida, desde una perspectiva del análisis funcional, la búsqueda sobre salud en línea se conforma como una conducta de reaseguro propia de los Desórdenes de Ansiedad ante la Salud. Cuando la información obtenida en las pantallas opera también como un disparador de la ansiedad, tenemos la particular situación de que en el mismo contexto (en un dispositivo electrónico) se presentan los estímulos disparadores de ansiedad así como los que funcionan como reforzadores de las conductas de evitación y escape. Dicho sea de paso, no es para nada el único caso en que un mismo estímulo puede adquirir diferentes valencias afectivas de acuerdo con el contexto y el estado motivacional previo, pero esto es otro asunto. En el entuerto de la Cibercondría nos topamos con esta dificultad, la cual en parte nos explica por qué la ansiedad derivada de los resultados que se van hallando dispara nuevas oleadas de búsqueda; se trata de un intento de alivio del malestar. En otras palabras, en el mismo sitio en que se encuentran los estímulos para efectuar la Exposición, también se hallan los que se persiguen con las conductas de reaseguro; pueden ser incluso exactamente los mismos que tan sólo cambian su valencia en momentos diferentes. Será así uno de los desafíos del tratamiento (más específicamente del análisis funcional) lograr separar unos de otros de suerte tal que el paciente se exponga a lo que efectivamente dispara su malestar y pone en marcha las conductas de reaseguro, al tiempo que se prevenga la ejecución de estas últimas.

Así las cosas, el reto consiste en discriminar la información que gatilla el malestar respecto de la que lo alivia. Habremos entonces de producir situaciones de Exposición para la primera mientras que con el segundo tipo de información aplicaremos Prevención de la Respuesta. Vale la pena recordar aquí que la técnica no es únicamente Exposición, sino Exposición y Prevención de la Respuesta. De un modo u otro, en cualquier aplicación a formas de ansiedad patológica está previsto que la Exposición involucre algún tipo de prevención de las reacciones de evitación y escape. Los cuadros de Ansiedad ante la Salud, y puntualmente la Cibercondría, no resultan ninguna excepción a la regla, aunque sí frecuentemente hacen más dificultosa su implementación concreta. 

Veamos un ejemplo:

La paciente Karina siempre ha temido a las enfermedades infectocontagiosas; la pandemia del covid-19 empeoró severamente su temor. Ella busca minuciosamente en Internet información acerca de cómo prevenir el contagio y, por ende, todos los días se actualiza acerca de temas como el lavado de manos, la desinfección de objetos que ingresan a la casa, el tiempo que el virus se mantiene vivo en diferentes superficies; estos datos suelen tranquilizarla. No obstante, cuando al navegar se topa con publicaciones acerca de los síntomas que se desarrollan con la infección o, peor aún, con notas que elaboran hipótesis acerca de potenciales consecuencias aún no comprobadas del virus, ahí se dispara su angustia. En este ejemplo, la Exposición se efectuará con el segundo tipo de información (la sintomatología comprobada e hipotética de la enfermedad) pero deberemos prevenir que la paciente efectúe búsquedas sobre lo primero (formas de cuidado). En este caso recién mencionado la discriminación se efectúa sobre la base del contenido de la información, pero hay casos más complejos.

Veamos otro ejemplo:

Carlos padece un cuadro de Ansiedad ante la Salud con rasgos de tipo obsesivo y de evolución intermitente. Atraviesa periodos durante los cuales se obsesiona con enfermedades cardiovasculares y así pasa horas en la web averiguando cómo efectuar una prevención de las mismas. Durante las horas frente a las pantallas va encontrando información que progresivamente lo tranquiliza, pues él cumple estrictamente casi todos los hábitos sugeridos. No obstante, tiene otras épocas en las cuales los pensamientos intrusivos sobre enfermedades cardiovasculares simplemente no atraviesan su mente. Durante estas últimas etapas, evita a toda costa toparse con cualquier información sobre las mismas, pues teme que ello dispare sus obsesiones. Claro está que, en este ejemplo, la misma información opera como reforzador de conductas de reaseguro en el primer caso y como estímulo condicionado de ansiedad en el segundo. Por ende, se planificarán ejercicios de Prevención de la Respuesta o ejercicios de Exposición, de acuerdo con la fase que Carlos esté atravesando.

En verdad, tal vez el problema al que nos referimos corresponde no tanto a la Cibercondría, sino a uno de los campos psicopatológicos en los cuales este síndrome se encuentra enraizado. Concretamente, una de las complicaciones en el tratamiento de los Desórdenes de Ansiedad ante la Salud radica en el amplio abanico de conductas de reaseguro que presentan; la Cibercondría será muy probablemente subsidiaria de este problema. Nuevamente se renueva aquí el valor del análisis funcional y la formulación ideográfica del caso.

Existe otro aspecto de la terapia de Exposición que vale la pena revisar en el contexto de la Cibercondría. En algunos casos, se ha utilizado la Terapia de Exposición para el tratamiento de desórdenes relacionados con impulsos, como el consumo problemático de sustancias. Así, se lo expone al paciente a los estímulos que disparan la apetencia del consumo sin que se emitan las conductas operantes destinadas a efectivamente consumir. Si bien la literatura se refiere genéricamente a esta técnica como Exposición, en verdad estamos operando bastante distinto respecto de la aplicación a cuadros de ansiedad. En este segundo caso, se trataría más de un entrenamiento en autocontrol, la Exposición se efectúa a eventos que disparan conductas operantes de aproximación, dado que los estímulos son apetitivos; opuestamente, en los casos de ansiedad patológica la Exposición se efectúa a estímulos aversivos que gatillan comportamientos de evitación y escape. Realmente, son dos técnicas distintas o, si queremos ponerlo así, es un protocolo fenomenológicamente similar que opera sobre sistemas disímiles. El lector interesado puede revisar otro artículo en esta revista, Ansiedad e Impulsividad; donde se desarrolla una discusión más profunda del tema.

La Exposición en la Cibercondría podría también pensarse como un ejemplo del tipo de autocontrol, como un ejercicio de Exposición a eventos potencialmente apetitivos pero cuyo consumo resulta dañino. En efecto, la información suele ser un reforzador positivo que mantiene conductas operantes de aproximación; si lo pensamos bien, veremos que al fin y al cabo lo único que la Internet puede darnos es información. A su vez, la información actúa como un estímulo discriminativo que pone en marcha conductas operantes de búsqueda de más información, la cual opera nuevamente como estímulo discriminativo en un ciclo virtualmente sin fin. He aquí también parte del potencial adictivo de la web, la cual nos ofrece tanto los estímulos discriminativos como los reforzadores para ser consumidos con un mínimo de esfuerzo. En una dependencia química, los estímulos discriminativos no son necesariamente los reforzadores. En otras palabras, los estímulos discriminativos del consumo de tabaco suelen consistir, por ejemplo, en la hora del día, la reunión de amigos, la foto de un cigarrillo. Tales estímulos disparan la conducta de comprar o pedir un cigarrillo (conducta operante) para luego fumarlo (respuesta consumatoria). Pero ni la foto del cigarrillo ni la hora del día son el reforzador, sino que obligan al sujeto a accionar de algún modo en el ambiente para obtener el reforzador. Opuestamente, con la Internet todo está ahí, fácil, alcanzable tan sólo con unos pocos clics, sin moverme de la silla y con la vista en la pantalla. La información es el estímulo discriminativo de conductas operantes que buscan más información, es decir, la información es estímulo discriminativo y el reforzador. Claro que los contenidos concretos de cada tipo varían, pero siempre se trata de estimulación visual y/o auditiva que se obtiene en las pantallas. Esto aplica para la Cibercondría pero también para otros ámbitos de conductas problemáticas efectuadas en la web, como el consumo excesivo de pornografía o el juego patológico on line. Escribiremos sobre esto en un futuro. 

Por el momento, lo que debe quedar claro es que, en algunos casos, la Exposición llevada a cabo con pacientes que padecen Cibercondría deberá adoptar más la forma de un ejercicio de autocontrol que de una auténtica Exposición a eventos temidos. El paciente habrá de aprender a observar información sobre salud, la cual capta su atención y dispara su curiosidad, pero absteniéndose de ir en búsqueda de nueva información. Esto es, deberá exponerse a los estímulos discriminativos pero no efectuar la conducta operante que lleva al reforzador. Los que manejan las dos formas de terapia de Exposición ya saben que esta segunda forma de administración del procedimiento siempre resulta mucho menos efectiva que la primera, la propia de la ansiedad patológica, para la cual la técnica fue inicialmente diseñada.

Dado que se ha complejizado un poco el panorama de la terapia de Exposición y Prevención de la Respuesta para la Cibercondría, esquematicemos algunas ideas:

  • Debemos distinguir si usamos la técnica en sentido tradicional como Exposición a estímulos condicionados de ansiedad o como ejercicio de autocontrol a estímulos discriminativos de conductas operantes.
  • Debemos discernir cuáles estímulos son disparadores de ansiedad y cuáles reforzadores de conductas operantes de búsqueda.
  • En función de lo anterior, expondremos a los primeros (estímulos condicionados de ansiedad) y efectuaremos prevención de la respuesta respecto de los segundos (estímulos que mantienen las conductas de evitación y escape).
  • Un mismo tipo de información puede jugar uno u otro rol en distintos momentos en la misma persona.
  • La guía ha de ser, como siempre, un adecuado análisis funcional del caso.
  • El análisis funcional deberá contemplar el contexto psicopatológico más amplio en el cual la Cibercondría se inserta.

Control del Estímulo Precedente

En virtud de lo expresado en el punto anterior, a propósito de la Cibercondría como una conducta operante, surge como viable que una parte del tratamiento contemple el Control del Estímulo Precedente, al menos durante algunas etapas. Y si bien esto es teóricamente posible, uno se pregunta cómo podría concretamente instrumentarse en un mundo donde la Internet y las pantallas se han vuelto omnipresentes.

Tal vez se podría acordar con el paciente periodos libres de la web. Ellos deberían pautarse de acuerdo a criterios tales como los horarios del día en que es más probable la conducta, o cuando se esté en un estado de ansiedad por la salud elevado debido a alguna preocupación recientemente disparada. Idealmente, y para casos muy extremos, se podría pensar el desarrollo de alguna aplicación que filtre la información, análogo a lo que hoy tenemos para impedir la búsqueda de pornografía por parte de los niños.

Independientemente de cómo se efectúe la implementación de este procedimiento, el control del estímulo debería ser de uso transitorio. La Cibercondría no se desarrolla nunca como un cuadro tan grave como para sostenerlo a largo plazo, como por ejemplo sí sucede en el alcoholismo.

Tratamiento de los cuadros asociados, especialmente ansiedad ante la salud

El abordaje de los cuadros asociados, probablemente con valor etiológico respecto de la Cibercondría, llevará naturalmente a una mejoría en esta conducta problema. Al día de hoy, los modelos psicológicos de la Cibercondría discuten si estamos frente a un constructo con estatus propio o subsidiario de otros desórdenes. Más allá de cuál sea el acuerdo final al que se llegue, lo que sí resulta seguro es que las búsquedas sobre salud en línea se tornan problemáticas casi exclusivamente vinculadas a otros desórdenes psicológicos, especialmente el Trastorno de Ansiedad ante la Salud, pero también Desórdenes de Ansiedad, TOC y, en general, comportamientos problemáticos con el uso de la web. La terapéutica de estos cuadros emparentados se revela como un paso inevitable y conducirá invariablemente a una mejoría sustancial o incluso la remisión total de la Cibercondría.

Y, como conclusión, lo que no es un tratamiento

Si bien en la actualidad no poseemos un protocolo de tratamiento empírico y sólidamente establecido para el tratamiento de la Cibercondría, sí existen un conjunto de herramientas que, habiéndose validado para problemas relacionados y/o similares, preludian ser de gran ayuda en el abordaje de este comportamiento desadaptativo.

La Terapia Cognitivo Conductual, como enfoque aplicado, no requiere de la validación de un síndrome y luego un tratamiento estructurado para operar. De hecho, ese paradigma de desarrollo científico en Psicología basado en ensayos controlados de tratamientos para síndromes específicos está en tela de juicio desde hace ya varios años. La Terapia Cognitivo Conductual precisa de un análisis funcional de la conducta problema y la formulación clínica individualizada del caso (algo que es perfectamente factible con conductas problemáticas como la Cibercondría) mientras esperamos que tal vez, en un futuro, ensayos clínicos controlados también validen un protocolo de tratamiento estandarizado y, así, arrojen nueva luz sobre la terapéutica. Ello seguramente ampliará nuestras posibilidades de intervención, pero seguramente no se opondrá ni invalidará lo que hoy ya sí podemos administrar sobre la base del conocimiento científico acumulado durante décadas.

Artículo publicado originalmente en CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.

  • Análisis
  • Salud Mental y Tratamientos

Los problemas psicológicos no son enfermedades

  • CETECIC
  • 25/10/2022

Por: Lic. José Dahab, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. Ariel Minici

En el año 1984, las investigaciones efectuadas con la tercera versión del DSM (la Biblia de la Psiquiatría) estimaron que entre el 2 y el 4 % de la población padecía a lo largo de su vida un trastorno de ansiedad. En el año 2003, nuevos estudios (de igual rigurosidad pero realizados con criterios de la cuarta versión del mismo manual) concluyeron que aproximadamente un 29 % de la población sufría un trastorno de ansiedad en algún momento de su vida. ¿Qué sucedió en estos 23 años? ¿Será que los problemas de ansiedad se multiplicaron por 10? Quizás…

Asimismo, en el año 1973, el mismo manual había dejado de considerar a la homosexualidad una enfermedad. ¿Podríamos entonces afirmar que en ese momento entre el 5 y 10 % de la población, es decir, millones de personas simplemente se curaron de esta “enfermedad”? Hay algo en estos números que no está bien.

Estructuralismo y funcionalismo en el concepto de enfermedad

La demarcación de las enfermedades en el terreno médico/biológico resulta mucho más sencilla que en el psicológico. En efecto, podemos identificar con relativa facilidad la función biológica que un sistema determinado ha de ejecutar en el organismo; si tal función no se cumple, o se logra parcial o defectuosamente, el sistema está enfermo. Este concepto es aplicable a todos los sistemas, desde los más minúsculos (como las células o, incluso, los organelos como mitocondrias y ribosomas) hasta los grandes órganos formados por múltiples tejidos (como un riñón o un pulmón).

Así, por ejemplo, la función principal de los riñones consiste en el procesamiento de los líquidos y, con ello, la excreción de toxinas a través de la micción. Si uno o ambos riñones no logran cumplimentar esta misión, el organismo no libera los líquidos, lo cual acarrea múltiples consecuencias negativas, graves, incluso la muerte. De este modo, se vuelve bastante evidente saber si un riñón se encuentra enfermo, esto es, cuando no procesa los líquidos. El mismo razonamiento se aplica a casi cualquier órgano; vale decir, si no cumple su función, está enfermo. Con una sola gran, muy gran excepción; nuestro elefante en el living,  .

¿Cuál es la función del cerebro? Pensar, sentir, creer, recordar, interpretar al mundo, dar sentido, pero también defenderse de los microorganismos y jugar al fútbol. Cada una de las funciones de nuestro cerebro puede a su vez abrirse en un abanico de múltiples aristas. Recordar es traer a mi presente momentos de mi infancia, los tiernos y felices pero también los que me hacen sufrir. ¿Es el mismo proceso? Puedo pensar en el rostro de mi madre o en el concepto de salud mental, o en cómo serán los miles de millones de planetas que hay en el universo, los cuales nunca conoceré de modo directo; no obstante puedo imaginar que camino sobre alguno de ellos. Todas son funciones del cerebro.

Es una función de mi cerebro estar angustiado porque me han diagnosticado una enfermedad grave, así como también lo es la angustia por una enfermedad grave que no tengo pero creo que algún día podría desarrollar. Mi cerebro siente tristeza porque ha fallecido mi mascota al igual que porque creo que, luego de los 51 años que cumplí, la vida ya no tiene sentido. Las tareas que lleva a cabo el cerebro son tan variadas y virtualmente infinitas que nadie dispone al día de hoy de una lista exhaustiva de cuántas y dudosamente alguien la tenga al menos en el corto plazo. ¿Cómo saber entonces cuándo ha dejado de cumplir su función y está enfermo?

Entonces, lo que resulta relativamente simple de demarcar en cualquier sistema biológico (esto es, un órgano está enfermo si no cumple bien su función) se torna extremadamente complejo en relación con el cerebro humano, pues éste tiene múltiples funciones, muchas de las cuales no alcanzamos aún a entender y, menos aún, a saber cuándo han dejado de cumplimentarse correctamente.

Ahora bien, ¿qué implica esto para la psicología? En especial, ¿qué tiene esto que ver con la psicología clínica y especialmente con la terapia cognitivo conductual?

Desde hace muchos años y hasta la actualidad, han existido reiterados intentos de aplicar el modelo médico/biológico a los problemas psicológicos. Así, desde una tal perspectiva, estos últimos se entienden como enfermedades médicas objetivables y clasificables, como si dependieran del fallo de un órgano al ejercer su función. De este modo, se espera que la enfermedad “mental” se manifieste con signos y síntomas distintivos, los cuales permitirían un diagnóstico unívoco, seguiría un curso, tendría una evolución, un pronóstico y un tratamiento. Es el estructuralismo aplicado a la psicopatología, representado máximamente en nuestros días por dos manuales diagnósticos: el DSM(Manual Diagnóstico y Estadístico de los Desórdenes Mentales), publicado por la Asociación Psiquiátrica Americana y la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades), de la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.), aunque este último no se refiere sólo a los problemas mentales.

El estructuralismo aplicado a la psicología, y en especial a la psicopatología, asume la existencia de atributos (o estructuras) subyacentes relativamente invariables, las cuales poseen un rol causal respecto de los fenómenos observables. Las observaciones efectuadas de la conducta son, por ende, comprendidas como indicadores de las estructuras ocultas que no son visibles directamente. En este paradigma filosófico se enmarca gran parte de la historia de la psicología, incluido el psicoanálisis y la tradición psiquiátrica que lo continuó en las diferentes versiones del DSM. Este manual mostró la influencia evidente del Psicoanálisis hasta al menos su tercera versión, cuando se hablaba aún de psiconeurosis. La decadencia del enfoque psicodinámico forzó la conversión de gran parte del vocabulario, pero no cambió la filosofía de base: el modelo médico estructuralista. Así, se asume que existen enfermedades psicológicas latentes, no directamente observables, las cuales se manifiestan a través de síntomas y signos. En esta óptica existe, por ejemplo, la fobia social como entidad latente en algunas personas; ella se exhibe con sentimientos de ansiedad y miedo en las interacciones sociales y, por consecuencia, conductas de evitación. O del mismo modo existe la depresión, un ente que se encuentra en el sujeto, como elemento subyacente, el cual se expresa en tristeza, pensamientos rumiantes de culpa y desvalorización, falta de energía, entre otros. Pero ni el miedo de la persona con fobia social ni la tristeza del paciente depresivo son el problema, sino que son síntomas del problema; de la entidad subyacente que se llama fobia social o depresión, respectivamente en estos casos. Al igual que en una enfermedad infecciosa, donde la fiebre no es el problema sino el síntoma, en los trastornos psicológicos los comportamientos desadaptativos no son otra cosa más que esto: síntomas de la entidad latente, la cual en sí es el verdadero problema.


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Por supuesto que el modelo anterior ha recibido duras críticas, las cuales no podemos más que mencionar acá muy resumidamente.

  • No hay pruebas de las entidades latentes más que los mismos comportamientos que se utilizan para deducirlas, con lo cual fácilmente caemos en un razonamiento circular. En otras palabras, la presencia de las estructuras subyacentes se infiere de los comportamientos pero luego son esas estructuras las que se usan para explicar la causa de los comportamientos. Por ejemplo, un paciente varón con TOC homosexual se siente angustiado cuando se saluda con un beso con sus amigos del mismo sexo, diremos que la causa de este síntoma es que padece un TOC. ¿Y cómo sabemos que tiene un TOC? Porque experimenta angustia al saludar a sus amigos varones con un beso, entre otros comportamientos similares.
  • No se ha logrado ni lejanamente generar una nómina exhaustiva de las posibles entidades subyacentes que provocan los síntomas. El intento ha terminado por listar cada vez más y más entidades, es decir, trastornos, y vincularlos con comportamientos problemáticos. No sabemos dónde finalizará este inventario de síndromes. El manual se vuelve realmente más abarcador, pero también a su vez cada vez menos específico. Hoy casi todo el mundo cumple algún criterio de los ahí incluidos.
  • No hay una relación de especificidad entre los síntomas y las entidades latentes, casi nunca. Vale decir, los mismos comportamientos problema remiten frecuentemente a diferentes estructuras y las mismas estructuras suelen dar conductas desiguales. De este modo, alguien padece trastorno de pánico porque siente mareo, sensación de irrealidad, sofocación, calor y teme morir de un ACV. Otro sujeto experimenta taquicardia, sudoración, dolor en el pecho, temblor en las extremidades y teme morir de un infarto; es decir, síntomas completamente diferentes, pero reciben igual diagnóstico; ambos presentan un trastorno de pánico.
  • Existe una amplia superposición de comportamientos, con una distribución muy heterogénea a la cual no se ha podido dar orden más que enumerando otras estructuras que se superponen. Esto es la comorbilidad, uno de los problemas más serios que afronta el modelo. Si diferentes entidades psicopatológicas produjesen los síntomas puntuales observables en la conducta, entonces asistiríamos a la aparición más frecuente de los sindromes más puros. No habría razón alguna por la cual, por ejemplo, quien padece una fobia social también tiene alta probabilidad de padecer trastorno de pánico y depresión. Pero ya sabemos que esto no es lo que sucede. La comorbilidad constituye la regla y no la excepción. El caso de los trastornos de la personalidad se revela como el más elocuente. En efecto, casi ningún paciente recibe un solo diagnóstico de trastorno de la personalidad a excepción del subtipo TOC de la Personalidad. En los otros casos, cuando se tiene uno de ellos, también se cumplen los criterios de al menos dos o más en la mayoría de los pacientes.

La serie de críticas a la aproximación estructuralista que el DSM representa podría seguir, nos hemos limitado a las más importantes. ¿Qué hacemos entonces con este manual? En verdad, ¿sirve para algo? Seguramente que ha logrado mejorar la comunicación (una de las misiones principales para las cuales fue creado) aunque, para muchos, también esta meta la ha alcanzado a medias. En verdad hay psicólogos de mucho renombre para los cuales el DSM no sirve literalmente para nada y debería simplemente abandonarse.

Nosotros no creemos esto. Si bien no ha conseguido su objetivo final y todo parece indicar que nunca lo hará, sí se han alcanzado algunas metas importantes a partir del mismo. Por un lado, se ha unificado mucho el vocabulario y se ha progresado no tanto en la precisión diagnóstica pero sí en el acuerdo acerca de cómo llamar a ciertas entidades, las cuales no existen en el mundo real, pero sí en las mentes de quienes usamos las palabras. Vale la pena recordarlo, el uso consensuado de un conjunto de términos no es poca cosa en ningún campo científico. 

En cuanto a la psicopatología, ello ha permitido la realización de grandes experimentos, con muchos pacientes con un diagnóstico igual (o al menos, denominado igual), a los cuales se les aplica un mismo tratamiento y se los compara con otro grupo, el control, el cual no recibe tratamiento. Este paradigma de estudio denominado de “ensayos clínicos aleatorizados” pretende describir protocolos terapéuticos específicos para síndromes determinados, dentro de una lógica muy propia de la validación de tratamientos médicos, especialmente farmacológicos. Ha dominado la investigación psicológica de terapias basadas en evidencia durante al menos unos 30 años, entre 1980 y 2010 aproximadamente. 

Una tal aproximación sólo resulta viable a partir de cierta precisión y acuerdo diagnóstico así como del uso de un lenguaje consensuado, todo lo cual el DSM ha hecho posible. Aunque, a decir verdad, también este dispositivo de investigación ha sido puesto en tela de juicio.

El aporte de la terapia cognitivo conductual

El intento de diseñar protocolos de tratamiento específicos, manualizados incluso paso a paso, para sindromes determinados se ha nutrido principalmente de los procedimientos de la terapia cognitivo conductual. Dado que era y sigue siendo el enfoque con más raigambre científica, sus técnicas siempre resultaban la primera línea de elección. Así las cosas, la TCC recibió un fuerte incentivo para su desarrollo y diseminación, aunque la filosofía básica del paradigma de investigación de ensayos clínicos aleatorizados no fuera la misma en la que se sustenta la TCC. De hecho, con este tipo de investigación sí quedó claro que, en su conjunto, los procedimientos técnicos aplicados eran eficaces, pero poco se aportó al conocimiento de cuáles eran los mecanismos involucrados en el cambio conductual. Digamos que se ha logrado saber que un conjunto de procedimientos aplicados en tal o cual orden resultan efectivos para aliviar tal o cual síndrome, pero desconocemos la causa de ello, o cuánto aporta cada componente del tratamiento a la eficacia final. Una de las preguntas fundamentales de la tradición de la TCC queda sin ninguna respuesta: ¿Qué tratamiento, por quién, es más efectivo para este individuo con este problema específico, y bajo qué conjunto de circunstancias, y cómo se produce?

Como hemos remarcado en varias oportunidades, el análisis funcional de la conducta constituye uno de los procesos más distintivos de la evaluación e intervención en terapia cognitivo conductual. Volveremos enseguida sobre este concepto, central en la presente discusión. Por ahora, digamos que algunos psicólogos de la TCC reconocen en el DSM un punto de partida para facilitar el análisis funcional, pues consideran que en este manual se describen agrupaciones topográficas de comportamientos covariantes. En otras palabras, el DSM contendría una suerte de decálogo de conductas que frecuentemente aparecen y varían juntas, controladas asimismo por factores ambientales también estadísticamente comunes. Si bien siempre se remarca que las categorías poseen una gran heterogeneidad, se entiende que ellas describen comportamientos-problema típicos, a veces incluso con antecedentes y consecuentes también comunes. De este modo, el DSM se convertiría en un buen punto de partida, tornando a sus categorías como orientativas para la construcción del análisis funcional.

Lo que hoy conocemos como terapia cognitivo conductual nació y se constituyó como un paradigma aplicado en la confluencia de diversas vertientes que enfatizaron la relación del individuo con su entorno. De este modo, en lugar de preguntarse por las entidades latentes inobservables que daban lugar a la conducta, los psicólogos de esta orientación han puesto el acento en cómo el comportamiento es una función del ambiente y viceversa, cómo el ambiente resulta también una función de la conducta. Vale decir, la tradición de la TCC otorga gran importancia a las relaciones observadas entre las conductas y el entorno, procurando establecer leyes que describan a las mismas y, por ende, permitan la predicción y el control. Esto es el funcionalismo en psicología y psicopatología.

El funcionalismo

La tradición filosófica del funcionalismo remarca, como fácilmente se deduce de su mismo nombre, la función, el rol, el papel que un determinado objeto estudiado desempeña en su ambiente. Uno de los mejores ejemplos de explicación funcional es la teoría de la evolución por selección natural propuesta inicialmente por Darwin, la cual se considera en la actualidad un marco de entendimiento general para cualquier disciplina que estudie objetos vivos, incluida, por supuesto, la psicología. Se trata de un análisis de cómo los organismos cambian en concordancia con la transformación de su entorno. 

Skinner, uno de los padres del modelo y seguramente uno de los psicólogos más importantes de la historia, describió tres grandes fuentes del comportamiento: 

  • Primero, la evolución biológica, que dota al organismo con un conjunto de reflejos básicos heredados tras millones de años de evolución de la vida. 
  • En segundo lugar, la evolución de las operantes comportamentales a lo largo de la vida de un organismo, algunas de las cuales se tornan más probables que otras a partir de las consecuencias que le siguen; en otras palabras, en neta interacción con el ambiente. 
  • Finalmente, Skinner reconoce a la evolución cultural como tercera fuente del cambio conductual. Esta última incluye agencias institucionales formales o informales que determinan qué comportamientos son aceptables y, por ende, reforzados.

Desde una perspectiva funcional no importa tanto el sustento físico del objeto estudiado sino la relación entablada con el entorno. Así, una cuchara es una cuchara si puede usarse para servir la sopa, independientemente de si está hecha de acero o madera; lo que le da su esencia de ser cuchara es la capacidad de juntar una pequeña porción de un líquido del plato. Ahora bien, estamos acá hablando de un objeto inerte pero diseñado por seres humanos con un propósito. En la naturaleza, los entes sin vida no tienen un papel ni un diseñador, no al menos desde un punto de vista científico. De ahí que si deseamos comprender las diferentes formaciones rocosas que existen en nuestro planeta, hace falta prestar atención a los procesos de formación geológica, echando mano de disciplinas como la química y la física. Pero no tiene mucho sentido preguntarnos por la función de una roca, pues ellas no tienen intenciones ni nadie las puso en su lugar para nada; están ahí por eventos azarosos de la formación de nuestro planeta, no para o porque cumplen ningún papel. Justamente, aquí radica una de las transiciones fundamentales en el tipo de explicación que precisamos al pasar al plano de las entidades vivas. 

Al tratar de entender cualquier rasgo de cualquier organismo vivo, debemos preguntarnos qué función desempeña el mismo en su ambiente. Como, por ejemplo, ¿por qué los seres humanos no captamos la luz ultravioleta y las abejas sí? o, ¿por qué los murciélagos poseen un sonar para moverse durante la noche y los humanos no? Cada uno de estos, como de los innumerables rasgos que componen el abanico de la vida, tienen una función: las abejas se alimentan del néctar de las flores, las cuales se detectan más fácilmente si se percibe la luz ultravioleta, los murciélagos son animales nocturnos, un sonar resulta más eficiente que el uso de órganos que capten la luz. Así, desde una perspectiva funcional, los fenómenos se entienden en relación con su entorno, con el rol, papel o función que establecen con el ambiente. Veamos ahora algunos ejemplos humanos.

  • ¿Por qué nuestras pupilas se dilatan o contraen? Esto es una reacción a la cantidad de luz en el ambiente. Un ojo con esta característica se halla mejor equipado para brindar al cerebro información tanto de día como de noche.
  • ¿Por qué la piel de los seres humanos tiene diferentes colores? Ello representa una adaptación a los diferentes sitios del planeta en los cuales nos hemos instalado. Las zonas con menos cantidad de rayos solares favorecieron una pigmentación más clara que pueda absorber más y mejor la luz y viceversa.
  • ¿Por qué no tenemos pelo en todo el cuerpo, como la mayoría de los otros mamíferos? La pérdida del pelo mejora la capacidad de enfriamiento del sistema y ello permite desplazarse por más tiempo, sin parar, por largas distancias.
  • ¿Por qué los seres humanos temen más fácilmente a las alturas, espacios cerrados o las aguas profundas que a las llaves de luz y autos a gran velocidad? Pues en nuestro ambiente ancestral, los primeros funcionaron como una amenaza real y los segundos, no; ni siquiera existían.
  • ¿Por qué nos dan asco las heces o los fluidos corporales de otros? Esto disminuye la probabilidad de contraer infecciones.
  • ¿Por qué un rostro enojado nos dispara fácilmente reacciones de temor y uno feliz, sentimientos de empatía? El primero es una señal de que podemos ser agredidos, mientras que el segundo indica que seremos bien recibidos por la otra persona.

Y en esta línea, funcional, es como pensamos las patologías desde el enfoque de la TCC. Vale decir, nos preguntamos cuáles son las funciones que los comportamientos bajo análisis cumplen en un ambiente determinado. En gran medida, esto supone que las conductas problema siguen las mismas leyes que las conductas sanas. 

Así, por ejemplo; al ser despedido del trabajo, una persona pierde una gran número de reforzadores positivos. Ello acarrea sentimientos de tristeza y pensamientos de desvalorización que disminuyen la cantidad de conductas sanas también en otros ambientes. El sujeto se aísla socialmente, pasa horas quieto en su cama, deja de hacer actividad física, todo lo cual trae aparejado una nueva merma de reforzadores positivos. ¿Es esto una depresión? Sí, pero ella es la disminución de la conducta adaptativa acarreada por la pérdida de reforzadores y los pensamientos negativos, lo cual genera un círculo vicioso de más aislamiento y menos reforzadores positivos. Vale decir, la depresión se entiende como la interrelación de la conducta con su entorno, no como una entidad latente que se manifiesta en las conductas. Dicho de otro modo, la depresión es la conducta motora y cognitiva en relación con este ambiente particular.

Veamos otro ejemplo. Carlos, casado, con dos hijos. Él y su esposa trabajan; con el ingreso de ambos la familia tiene suficiente dinero para vivir cómodamente. No obstante, Carlos se preocupa: “y si yo pierdo el trabajo…o ella…cómo hacemos…tenemos que estar preparados”. Estas cogniciones generan angustia, la cual Carlos alivia pensando que han logrado juntar ahorros como para vivir más de un año entero sin trabajar. Se sienta frente a su computadora, revisa un presupuesto, suma todos sus ahorros y calcula nuevamente cuánto podría sostenerse la familia sin que ninguno de los dos trabaje. Estas cuentas las ha hecho cientos de veces, por supuesto, siempre con el mismo resultado. En ocasiones, verifica incluso una caja en la que guarda el dinero, y cuenta nuevamente los mismo billetes que ya contó infinidad de veces. En sus propias palabras “siento que eso me tranquiliza”. ¿Qué padece Carlos? Un trastorno de ansiedad generalizada, diríamos con la clasificación nosológica actual. Ahora bien, desde un punto de vista funcional, entendemos que Carlos presenta una reacción de ansiedad condicionada a ciertos estímulos ambientales y a algunas imágenes catastróficas de pobreza (algo que él sí ha vivido en su infancia, aunque no necesariamente esto justifica su comportamiento). La ansiedad derivada de estos estímulos condicionados se alivia haciendo cálculos de dinero, repasando una y otra vez un presupuesto y contando físicamente los billetes. Estas últimas son conductas de evitación y escape, las cuales, si bien aplacan por un lapso la reacción de temor, terminan por perpetuarla a largo plazo pues interfieren con el natural mecanismo de extinción. Por otro lado, con el tiempo y con la reiteración de este mismo patrón, se fortalecen metacogniciones favorables hacia la preocupación; una valoración positiva que se traduciría en algo así como “estamos bien, no somos pobres, porque yo me preocupé”. Otra vez, no habría problema en llamar a esto trastorno de ansiedad, pero no se trata de una entidad latente que se manifiesta en las conductas sino que el trastorno de ansiedad son las conductas en relaciones con el ambiente. Vale decir, el trastorno es la preocupación, las imágenes catastróficas, el hacer los cálculos de dinero más de cien veces, la ansiedad subjetivamente experimentada y el alivio que se siente al contar los billetes, el decirse “qué bueno que me preocupo porque gracias a esto estamos bien”. En síntesis, el trastorno es este conjunto de conductas en estos ambientes puntuales junto con la trama de relaciones que cobra forma entre los diversos elementos.

En síntesis, desde el punto de vista de la TCC, las conductas problema en un entorno particular constituyen la unidad de análisis; sin suponer que nada de esto es el producto de algún constructo latente inobservable. De ahí que, en términos concretos, el clínico orientado en TCC indagará las conductas problema y luego tratará de obtener información acerca del ambiente actual y pasado a fin de trazar las relaciones funcionales que las conductas bajo análisis entablan con factores de mantenimiento. A esta intervención se la conoce como formulación del análisis funcional, y es el corazón de la evaluación conductual.

La expresión análisis funcional de la conducta halla sus raíces en los trabajos de Skinner a mediados del siglo pasado, quien remarca el estudio del comportamiento en su contexto histórico y situacional. En sentido estricto inicial, la expresión refiere a la triple relación de contingencia que una conducta establece con sus antecedentes y sus consecuentes. No obstante, con el paso del tiempo, la expresión análisis funcional ha expandido su significado para incluir la identificación de las variables importantes, causales, manipulables, vinculadas a determinadas conductas objetivo en un paciente en particular. De este modo, los análisis funcionales reales efectuados por clínicos actuales de la TCC suelen contener la definición de las conductas en varios planos de respuesta y una pluralidad de factores explicativos, entre los cuales se destacan las variables del procesamiento de información tales como pensamientos automáticos, creencias, esquemas y metacogniciones, rasgos de personalidad, habilidades sociales, habilidades de afrontamiento y solución de problemas; aparte de los no menos importantes antecedentes y consecuentes de la conducta. En la búsqueda de los factores explicativos, el terapeuta echa mano del conocimiento aportado por la psicología y las disciplinas relacionadas, a fin de formular las hipótesis del caso. Esto es, y como nos gusta decir, la TCC se nutre de la ciencia, hallando de este modo su identidad en una metodología. Más que un marco teórico o una escuela de psicología, la TCC constituye un enfoque aplicado al cambio conductual de la psicología científica. El método científico atraviesa todo el modelo, desde la formulación misma del conocimiento hasta el modus operandi que los clínicos adoptamos en nuestras intervenciones.

Conclusión y síntesis

Quizá, con el tiempo, dispondremos de algún sistema superador para la clasificación de los problemas mentales, uno que no adolezca de las limitaciones expuestas al tiempo que dirima las diferencias entre diversas aproximaciones. Uno que sirva para clasificar de forma más inequívoca y exhaustiva a los pacientes pero que también nos oriente hacia los tratamientos probablemente eficaces. Hoy el DSM sólo cumple parcialmente una tal función. Se ha mejorado la comunicación efectiva entre profesionales pero las categorías, en un aumento constante con cada edición y progresivamente más inclusivas, terminan por dar que casi todos tenemos algún trastorno mental. Ello resulta muy cuestionable ¿Cuál es la utilidad de un sistema diagnóstico que incluye a casi todos los individuos, dando categorías similares y superpuestas para problemáticas a veces bastante diferentes?

Existen intentos importantes para resolver las dificultades planteadas. Uno de ellos se denomina RdoC, lo que en castellano significa “Criterios de Dominio de Investigación”. Un segundo desarrollo muy prometedor se conoce hoy como “Terapia Basada en Procesos”. Este último enfoque recupera el valor del análisis funcional propio de la TCC y enfatiza la atención a los procesos psicológicos básicos involucrados en las técnicas que operan el cambio terapéutico. Así, se aleja del paradigma estructuralista y las escuelas de psicología para ubicarse dentro del funcionalismo propio de la TCC, pero centrándose en los mecanismos básicos del cambio conductual. La aproximación pretende de esta forma dar unidad a la pluralidad de enfoques terapéuticos que se han desarrollado desde la TCC en los últimos años. Si la propuesta progresa, vertientes como las Terapias Contextuales, Terapia Analítico Funcional, Terapia Dialéctica Comportamental, Terapia Cognitiva, Terapia Metacognitiva y la misma Terapia Cognitivo Conductual, se unirán en un único paradigma, Terapia Psicológica Basada en Procesos. La intervención concreta dependerá del análisis funcional, la formulación individualizada del caso por caso y la objetivación de los procesos y mecanismos intervinientes en el cambio conductual.

Cualquiera sea el desenlace de esta corriente, está claro que los problemas psicológicos habrán de ser tratados como problemas de conductas disfuncionales en interacciones con ambientes específicos y no como entidades latentes enfermas. La lógica de la enfermedad médica, basada en el fallo de un órgano para cumplir su función, no puede simplemente extrapolarse a los fenómenos psicológicos, ello acarrea más complicaciones que soluciones. En virtud de lo expuesto es que los problemas psicológicos no deberían conceptuarse como enfermedades categóricas sino como disfunciones relativas, es decir, comportamientos desadaptativos en contextos definidos. Así pues, los problemas psicológicos no son enfermedades, sino comportamientos disfuncionales al contexto.

Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.

  • Salud Mental y Tratamientos

Perfiles de sensibilidad a la ansiedad

  • CETECIC
  • 06/05/2022

Ya sabemos que la ansiedad es una emoción normal, sana y universal; constituye el sistema defensivo básico del organismo. También sabemos que frecuentemente la ansiedad se vuelve patológica, causando una variada gama de sintomatología que afecta la calidad de vida, salud y bienestar. Ahora bien, mucha gente también desarrolla temor a la misma ansiedad, a sus sensaciones y consecuencias físicas y psicológicas. Es lo que se conoce genéricamente como miedo al miedo o, en términos más técnicos, sensibilidad a la ansiedad.

La sensibilidad a la ansiedad se refiere al temor a las sensaciones y cambios físicos y psicológicos producidos por la misma ansiedad. Como cualquier emoción, la ansiedad conlleva reacciones corporales, la mayoría de las cuales pasan completamente desapercibidas, como el aumento del cortisol en sangre o del flujo sanguíneo hacia la amígdala cerebral. Algunas pocas resultan evidentes como el incremento de la frecuencia cardiaca o la tensión muscular. Finalmente, hay reacciones que  se captan sólo a partir de un entrenamiento, el cual algunas personas llevan a cabo sin saberlo. En efecto, quienes padecen miedo a las sensaciones corporales pasan tiempo automonitoreándose, vigilando su propio cuerpo, de modo tal que terminan por volverse expertos en la detección de señales sutiles que la mayoría de los individuos jamás notan. Un ejemplo común es la dilatación pupilar normal que se produce con la ansiedad, la cual no suele ser capturada conscientemente más que por algunas pocas personas, quienes lo refieren como que “las cosas se ponen raras”.

La sensibilidad a la ansiedad implica entonces responder con miedo a las sensaciones de la ansiedad. Fácilmente notamos el círculo vicioso que se desprende de este proceso: la ansiedad conlleva sensaciones, las cuales generan miedo, el cual aumenta las sensaciones. De hecho, la sensibilidad a la ansiedad constituye un proceso transdiagnóstico presente en una variada gama de desórdenes psicológicos; entre ellos, obviamente, los Trastornos de Ansiedad, pero no únicamente. La sensibilidad a la ansiedad también colabora en la etiología de los Desórdenes por Abuso de Sustancias, las Dependencias no Químicas, los Trastornos Bipolares, entre otros.

¿Cómo opera su rol patológico la sensibilidad a la ansiedad?

La sensibilidad a la ansiedad amplifica el tono aversivo de un amplio abanico de experiencias somáticas que son de suyo desagradables. Es bien sabido que la experiencia subjetiva de angustia, miedo, pánico o incluso enojo posee un tono hedónico negativo. Quien presenta un elevado rasgo de sensibilidad a la ansiedad añade una nueva capa de desagrado: al estado de malestar subjetivo propio de la emoción negativa le suma el miedo por las reacciones somáticas concomitantes e inevitables. La experiencia se torna doblemente aversiva y, con ello, frecuentemente se redoblan también los intentos desadaptativos para aliviarla. De este modo, muy comúnmente las personas con alta sensibilidad a la ansiedad se embarcan en conductas de evitación y escape desadaptativas, como por ejemplo el abuso de sustancias. Veamos algún ejemplo.

Marta no asiste a reuniones donde hay personas desconocidas. Cuando se le pregunta el motivo de tal evitación, ella simplemente logra responder que se siente mal en presencia de extraños pues sabe que se pondrá nerviosa y los demás lo notarán. Afirma “me siento mal, tengo un malestar difícil de explicar, me da una cosa en la panza, se me cierra la garganta; parece que tiemblo, pero no tiemblo; tengo miedo de que los demás se den cuenta de mis nervios y crean que soy una tonta, tengo miedo de que se note…no sé bien qué, tal vez de ponerme colorada o de que me vean tensa”. Marta presenta algún grado de ansiedad social, el cual se combina con un marcado nivel de sensibilidad a la ansiedad, dando por resultado un patrón de evitación. Las situaciones sociales la activan, ella teme que la activación sea visible a los otros; por ende, encuentra un alivio sustrayéndose de los contextos interpersonales con desconocidos.

La sensibilidad a la ansiedad amplifica el tono aversivo de un amplio abanico de experiencias somáticas que son de suyo desagradables.

Hugo padece un Trastorno de Ansiedad Generalizada con una historia de crisis de pánico asociadas a periodos de estrés. Si bien sus preocupaciones incontrolables versan sobre diversos temas, sobresalen las relacionadas con su propia salud y con un deliberado y sistemático esfuerzo por evitar la aparición de las crisis. Así, Hugo elude las clásicas situaciones agorafóbicas, como los espacios concurridos, cerrados u otros cualesquiera desde donde escapar u obtener ayuda resulta dificultoso; pero también rehúye de la actividad física formal o informal y de tener relaciones sexuales. Más aún, procura prevenir emociones intensas casi de cualquier tipo, como las que se producen al mirar un partido de fútbol. Cuando se le pregunta por los motivos de un tan llamativo esfuerzo, él responde con frases como “no tolero sentirme mal…no me quiero poner nervioso y tener crisis de pánico…cuando me agito me agarran todo tipo de sensaciones que no soporto, me falta el aire, se me cierra la garganta, veo borroso… si se me acelera el corazón me desespero”. En ocasiones, cuando las conductas de evitación no fueron suficientes para calmar las propias sensaciones, Hugo recurrió al uso de tranquilizantes y alcohol. Con los años ha desarrollado una dependencia moderada de los mismos, todo lo cual complica mucho el caso, pues cualquier intento de disminuir los ansiolíticos o las bebidas alcohólicas se traduce en un aumento inmediato de las reacciones corporales a las cuales él tanto teme. Su cuadro de ansiedad generalizada comórbido con pánico ha devenido en una dependencia de sustancias debida, en gran medida, a su elevada sensibilidad a la ansiedad.

Los casos anteriores pretenden ilustrar el rol que la sensibilidad a la ansiedad posee tanto en la potenciación como en la causación de la psicopatología. En el primer caso, Marta, un conjunto de sensaciones somáticas se convierten en una fuente de evitación de situaciones sociales, derivando así en un Trastorno de Ansiedad Social. En el segundo caso, Hugo, no sólo ha perdido gran parte de su calidad de vida por el miedo a la activación fisiológica sino que ha desarrollado una adicción de la cual le resulta muy difícil recuperarse debido a que la sintomatología propia de la abstinencia vuelve a detonar su sensibilidad incrementada a la ansiedad. La sensibilidad a la ansiedad convierte a un grado alto de ansiedad en diferentes trastornos.

Tal vez todos los Trastornos de Ansiedad hallen parte de su origen en la sensibilidad a la ansiedad, quizá ninguna patología severa de la ansiedad se origine sin un grado importante de esta vulnerabilidad. ¿Es la alta sensibilidad a la ansiedad una condición necesaria y/o suficiente para que ocurra la patología de la ansiedad? Se trata de una hipótesis fuerte que ha recibido moderado apoyo empírico pero las últimas palabras aún no están dichas. Lo que sí resulta seguro es que muy frecuentemente, casi siempre, las personas que presentan alguna forma de ansiedad patológica reaccionan negativamente ante las propias sensaciones de ansiedad; independientemente de cuál sea el foco de amenaza. A veces, ni siquiera hace falta un foco de amenaza diferente más que la misma vulnerabilidad a la ansiedad, tal como sucede en el Trastorno de Pánico.

Existen perfiles de sensibilidad a la ansiedad

La sensibilidad a la ansiedad es una tendencia o disposición a dar una respuesta exagerada de amenaza a un amplio conjunto de señales somáticas, cognitivas y emocionales asociadas al estrés, la ansiedad y el pánico. Se la puede conceptualizar adecuadamente como un rasgo dimensional y multifacético. Decir que es un rasgo significa que de alguna manera existe en todas las personas, pero en variadas cantidades, como un rasgo de personalidad aunque con la diferencia de que estos últimos poseen un alcance explicativo mayor. Por otro lado, multifacético significa que, si bien se trata de un constructo, éste puede desagregarse en varios componentes más específicos. Nos encontramos así frente a diferentes perfiles de sensibilidad a la ansiedad.

De acuerdo con el tipo de sintomatología que principalmente se tema, habremos de encontrar diferentes perfiles, los cuales están a su vez más asociados a unos diagnósticos que a otros. Conocerlos, por ende, nos permite individualizar las intervenciones.

Perfil cardíaco

El perfil cardiaco típicamente lo observamos en pacientes que padecen Trastorno de Pánico, Agorafobia y Trastorno de Ansiedad Generalizada. Estos individuos interpretan las reacciones cardiacas y las sensaciones de la zona pectoral como indicadores de un problema coronario. Así, ante palpitaciones o alguna molestia en la zona del pecho, suelen pensar en un infarto, un paro cardíaco o una obstrucción de las arterias coronarias. En general, no toman bebidas estimulantes, no hacen ejercicio físico vigoroso, eluden situaciones estresantes o que los activen emocionalmente con el objetivo de que no se produzcan las sensaciones físicas temidas. Asimismo, suelen chequear frecuentemente su propio pulso y presión sanguínea, asistir a excesivas visitas médicas programadas o de guardia, efectuarse demasiados chequeos médicos, buscar información en Internet o preguntar a las personas allegadas sobre los temas que les preocupan.

Perfil respiratorio

El perfil respiratorio aparece comúnmente en pacientes que padecen Trastorno de Pánico, Claustrofobia y Ansiedad ante la Salud. En este caso, los individuos tienden a percibir los cambios normales en la respiración debidos al estrés como una señal de amenaza de sofocación. En este proceso juega un rol importante la hiperventilación. Se estima que aproximadamente un 10 % de la población general presenta un patrón crónico de hiperventilación.

Hiperventilar es respirar más allá de las necesidades de nuestro cuerpo, lo cual pude ocurrir de varias maneras: respirar rápido o superficialmente, más con el vértice que con la base de los pulmones, dar grandes bocanadas de aire, suspirando. En cualquiera de estos casos se produce un desbalance respecto del punto óptimo entre dióxido de carbono y oxígeno; hay más oxígeno y menos dióxido de carbono en sangre. Los centros primitivos del control respiratorio tratarán de forma automática e involuntaria de reestablecer el equilibrio con un impulso muy simple, respirar menos o no respirar (apnea). Ahora bien, al estar consciente de la función respiratoria, al encontrarse la persona monitoreando la misma, se valora este impulso a no respirar como una amenaza y se compensa intencionalmente con una respiración voluntaria y forzada más intensa, lo cual empeora el desequilibrio gaseoso que el cerebro primitivo procurará arreglar con una nueva orden de detener la respiración. Se produce un círculo vicioso al tiempo que la función respiratoria recibe órdenes contradictorias desde diferentes zonas cerebrales. Si todo esto sucede en el contexto psicológico de un sujeto que monitorea y teme las sensaciones respiratorias, el resultado no puede ser distinto al miedo; más aún cuando la hiperventilación acarrea de suyo sensaciones de sofocación, mareo y aturdimiento.

La sensibilidad a la ansiedad es una tendencia o disposición a dar una respuesta exagerada de amenaza a un amplio conjunto de señales somáticas, cognitivas y emocionales asociadas al estrés, la ansiedad y el pánico.

De este modo, las personas con un perfil respiratorio de sensibilidad a la ansiedad hiperventilan, generando sensaciones de falta de aire e inestabilidad, monitorean su respiración e interpretan las señales respiratorias como peligro de asfixia, sofocación y/o desmayo.

En cuanto al plano de conductas de evitación y escape, estos individuos acostumbran eludir espacios cerrados o con mucha gente debido a la falsa creencia de que allí falta el aire. También rehúyen de actividades como la natación o simplemente el agua, así como ejercicios físicos intensos que acarreen sensaciones respiratorias.

Perfil de pérdida de control

La percepción de la propia pérdida de control genera ansiedad en la mayoría de las personas; de hecho, este es uno de los temores más comunes en casi cualquier forma de patología de la ansiedad. Lo específico del perfil de sensibilidad a la ansiedad radica en que los sujetos temen a la pérdida de control debido a los síntomas de ansiedad elevada y no a otros factores. Así, por ejemplo, un paciente con Trastorno Obsesivo Compulsivo puede temer la pérdida de control económico, razón por la cual lleva un preciso control de ingresos y egresos, almacena comprobantes de compra, sin dejar escapar ni un solo centavo. En este caso, el sujeto teme a la pérdida de control en el ámbito financiero, pero no en relación con la sintomatología de su propia ansiedad. Ahora bien, otro paciente con el mismo diagnóstico presenta igual temor a la pérdida de control sobre sus finanzas y realiza por ende una conducta muy similar. Pero aparte, cuando algún cálculo no cuadra exactamente según lo previsto o se ha efectuado un gasto excesivo, reacciona con angustia pues sabe que a partir de ahora se sentirá ansioso. Afirma: “a partir de ese momento yo sé que voy a vivir preocupado, porque no voy a poder dejar de preocuparme y de pensar mil veces cómo es posible que no dan las cuentas, no puedo dejar de pensarlo, a veces siento que me vuelvo loco para tratar de no pensar en que me estoy sintiendo angustiado y no sé cómo pararlo”. En este segundo caso, la persona presenta un conjunto de metacogniciones que se encuentran orientadas al control del propio pensamiento perturbador, pues lo que más la angustia es el descontrol de su propio pensamiento. En este caso, observamos el perfil de sensibilidad a la ansiedad por pérdida de control.

El perfil de sensibilidad por pérdida de control se observa comúnmente en pacientes que tienen Trastorno de Pánico, Trastorno Obsesivo Compulsivo, Ansiedad ante la Salud (particularmente Salud Mental) y Ansiedad Social.

A su vez, este perfil adquiere diversas presentaciones, digamos, como sub-perfiles:

  • Pérdida de control de propio comportamiento, como por ejemplo el temor a saltar por un balcón o insultar a otras personas.
  • Pérdida de control de funciones fisiológicas, como el miedo a orinarse, defecarse o tener una erección en un lugar inadecuado.
  • Pérdida del control mental y perceptual, como el temor a volverse loco, amnésico, maníaco o a alucinar.

De acuerdo con el subtipo, las personas efectuarán diferentes conductas de evitación y escape. Así, por ejemplo, las que padecen temor a la pérdida de control del propio comportamiento procuran permanecer en los lugares supuestamente seguros; en el ejemplo mencionado arriba, ello sería lejos de balcones o permaneciendo callado en situaciones donde hay desconocidos. Si se tiene temor a la pérdida de funciones fisiológicas, las personas procuran hallarse cerca de sus casas o asistir a lugares donde un baño resulte fácilmente accesible.

Tal vez el caso más complejo y representativo de este perfil sea el del temor a la pérdida de control mental y perceptual, pues constituye una de las claves de la psicopatología del TOC subtipo atormentado. Generalmente, quienes padecen este problema viven un teatro mental tan inaudito como aterrador, a veces sin mover un dedo. Efectúan esfuerzos mentales enormes para controlar supuestos pensamientos inmorales, dañinos o simplemente perturbadores. Dado que los esfuerzos nunca son efectivos y en realidad terminan por atraer más las ideas que se quiere ahuyentar, se ven igualmente expuestos a la angustia, lo cual los lleva redoblar la batalla en un ciclo sin fin. El pensamiento termina por teñirse de un manto permanente de ensimismamiento y confusión que, paradójicamente, se asemeja mucho al estado de “falta de control mental” que tan fervientemente se desea evitar.

Pérdida de control social

La característica central de este perfil es el temor a que la experiencia de ansiedad conduzca a ser negativamente juzgado por los demás. De este modo, los sujetos temen por las manifestaciones fisiológicas visibles de la ansiedad, como por ejemplo, temblar, ponerse colorados, sudar así como también por las posibles consecuencias psicológicas, como mostrarse inquietos, distraídos o con una actitud tensa de la cual los demás puedan percatarse.

Como es de esperar, este perfil resulta muy frecuente en personas que padecen alguna forma de ansiedad social.

Las conductas de evitación y escape varían de acuerdo con el grado de miedo y el sentimiento subjetivo de control sobre las supuestas manifestaciones visibles. Así, en un grado extremo, los individuos pueden simplemente rehuir de casi cualquier encuentro social, aunque más habitualmente encontramos personas que se exponen a los otros, pero efectuando maniobras para disimular algunas de sus reacciones. En estos casos, usan ropa abrigada un día de calor pues de ese modo creen que si transpiran o se ponen colorados, los demás lo van a atribuir al abrigo y no a su ansiedad; tosen o simulan una disfonía para que si les tiembla la voz al hablar, los otros no lo adjudiquen a su miedo. De manera privada, suelen practicar lo que van a decir, como si estuvieran ensayando un libreto. Salvo que se trate de presentaciones formales como una clase, se ha demostrado que esta práctica excesiva de lo que se va a decir en público conduce más a un deterioro que a una mejoría en el desempeño.

Los cuatro perfiles aquí discutidos no son mutuamente excluyentes. En efecto, frecuentemente la misma persona presenta más de una de estas vulnerabilidades. Sin pretender establecer una regla general, se puede afirmar que El Trastorno de Pánico y los Desórdenes de Ansiedad ante la Salud suelen combinar varios perfiles de sensibilidad; mientras que el Trastorno Obsesivo Compulsivo, el Trastorno de Ansiedad Generalizada y la Fobia Social se caracterizan por un perfil más singular.

Sea cual fuere el caso, el valor de conocer el constructo sensibilidad a la ansiedad y sus perfiles radica justamente en el aumento de la precisión en la formulación ideográfica del caso. De este modo, sea uno o varios los perfiles de vulnerabilidad presentados, habremos de evaluarlos para una mejor adecuación de la intervención clínica.

¿Cuál es la utilidad de conocer los perfiles de sensibilidad a la ansiedad?

En Terapia Cognitivo Conductual nos orientamos al cambio de conductas disfuncionales y problemáticas siempre; esta es la esencia del modelo. El conocimiento del fenómeno de sensibilidad a la ansiedad con sus diferentes perfiles aporta al entendimiento del por qué la ansiedad, una emoción diseñada para protegernos, se convierte en una fuente de sufrimiento y limita nuestras vidas. Ahora bien, también nos permite individualizar las intervenciones, maximizando la eficiencia del tratamiento. Así, la aplicación de técnicas admitirá variantes sutiles de acuerdo con el subtipo de perfil de sensibilidad a la ansiedad que presente cada paciente.

La mayor utilidad de conocer el perfil de sensibilidad a la ansiedad de nuestros pacientes radique en maximizar la precisión de la Exposición y Prevención de la Respuesta.

Por una parte, habremos de dirigir la psicoeducación y la discusión cognitiva a los tipos de temores específicos que el paciente presente de acuerdo con su perfil. Así, por ejemplo, vamos a discutir las particularidades de la hiperventilación con quien tiene una sensibilidad especial a los síntomas respiratorios, mas no con quien presente sensibilidad a la pérdida de control mental; con este último sí nos convendrá conversar sobre el efecto de la autofocalización en la propia consciencia y sobre la imposibilidad de controlar el pensamiento a voluntad.

Pero tal vez la mayor utilidad de conocer el perfil de sensibilidad a la ansiedad de nuestros pacientes radique en maximizar la precisión de la Exposición y Prevención de la Respuesta. Dicho sea de paso, esta sigue siendo la técnica más efectiva en el tratamiento de cualquier forma de ansiedad patológica. En cuanto al tema que nos ocupa, la forma que típicamente aplicamos se denomina Exposición Interoceptiva.

La Exposición Interoceptiva consiste en que el paciente tome contacto de forma intensiva con las propias sensaciones corporales que teme, sin efectuar conductas de reaseguro ni otro comportamiento de evitación y escape. En la práctica, se efectúan diferentes maniobras y actividades para provocar expresamente las sensaciones temidas, comúnmente primero en el consultorio y luego el paciente lo hace entre sesiones.

De acuerdo con cada perfil de sensibilidad a la ansiedad, algunos ejercicios de Exposición Interoceptiva serán más adecuados que otros:

  • Para el perfil de sensibilidad cardiaco resultará indicado hacer ejercicio físico intenso y repentino, como subir una escalera rápidamente, tomar estimulantes (como café), concentrarse en las propias sensaciones cardíacas, ubicarse uno mismo a propósito en una situación estresante.
  • Para el perfil de sensibilidad respiratorio se sugiere un ejercicio voluntario de dos o tres minutos de hiperventilación intensa, respirar progresivamente más lento o por un sorbete hasta sentir la necesidad de aire, contener la respiración.
  • Para el perfil de sensibilidad a la pérdida de control se aconseja el quedarse parado con los ojos cerrados concentrado en el propio equilibrio, mirar fijamente un punto, mirar fijamente una luz, marearse, caminar errante por algún lugar de la ciudad que no se conoce bien.
  • Para el perfil de sensibilidad social resulta útil fingir en público un ataque de pánico, improvisar un discurso sobre un tema que no se conoce, voluntaria y premeditadamente dar una respuesta errónea a una pregunta en público, tartamudear o fingir que se entrecorta la voz.

Cualquiera de las actividades mencionadas recientemente debe implementarse en un entorno clínico adecuado, con la previa psicoeducación y planificación, como en cualquier aplicación de la Terapia de Exposición.

Múltiples factores colaboran en la patología de la ansiedad. Algunos de ellos poseen amplio poder explicativo, como el Neuroticismo o la evitación experiencial; otros tienen un alcance explicativo medio, como la intolerancia a la incertidumbre, el perfeccionismo o el constructo aquí discutido, sensibilidad a la ansiedad; mientras que otros muestran una capacidad explicativa más específica aún, como la sensibilidad respiratoria o cardíaca. 

Los constructos con alto poder explicativo nos ayudan en la construcción de teorías generales acerca del origen de la psicopatología mientras que las variables explicativas más específicas nos brindan un mejor entendimiento de la idiosincrasia del caso, permitiendo de este modo ajustar con más precisión la intervención clínica. En este sentido, para el trabajo clínico cotidiano, conocer el nivel de Neuroticismo del paciente tiene un gran valor predictivo general en relación con aspectos tales como respuesta al tratamiento, mantenimiento de los cambios y probabilidad de recaídas o potencial desarrollo de nueva psicopatología en largo plazo; no obstante nos resulta de escasa utilidad para guiar la intervención específica.

Opuestamente, el conocimiento de una característica tan puntual como el tipo de perfil de sensibilidad a la ansiedad del paciente ofrece escaso poder predictivo a largo plazo pero sí nos da pistas concretas acerca de qué tipo de intervención efectuar en el período actual. En el contexto clínico de la Terapia Cognitivo Conductual, un modelo pragmático y aplicado, ello se revela como una herramienta con gran valor.

Artículo publicado en la revista digital de CETECIC y cedido para su publicación en Psyciencia

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Sesgos cognitivos: atajos en el procesamiento de la información

  • CETECIC
  • 01/12/2021

Percibir, prestar atención, decodificar y entender a los demás, recordar hechos pasados, todos son procesos psicológicos cotidianos, a simple vista sencillos, que se llevan a cabo con un mínimo esfuerzo. Entre otras cosas, esto se debe a que nuestro cerebro no procesa la información de manera fría y puramente racional, como lo haría una computadora, sino que lo hace bajo el influjo de emociones y aprendizajes previos que actúan tácitamente. Hablemos de los sesgos cognitivos.

Si al mirar hacia la puerta de casa vemos que por sobre la pared que nos separa de la calle sobresale un sombrero, ninguno de nosotros piensa “ahí hay un sombrero esperando”, sino más bien “ahí hay una persona esperando”. Esto se debe a que todos sabemos que los sombreros no caminan solos sino sobre las cabezas, las cuales a su vez pertenecen a seres humanos. Así, la percepción de un sombrero queda espontáneamente atrapada en un entramado de significados previos del cual se nos hace imposible escapar. Y sí, en efecto, la asignación de significados es un proceso automático e inevitable. Haga el lector esta prueba sencilla: tome un libro, revista, diario o mire un sitio web en su teléfono móvil (los cuales estén escritos en un idioma que usted conozca), mírelo pero intente no leer lo que ahí dice. Le resultará imposible. Si vemos letras impresas en una lengua que conocemos, inevitablemente las leemos. Nuestro cerebro se halla permanentemente asignando significados, encontrando patrones y regularidades, tanto así que muchas veces termina por hallar algún sentido donde no lo hay.

Como ya sabemos, las emociones son poderosas reacciones moldeadas durante millones de años por su valor evolutivo. Como tales, ellas poseen la capacidad de influir fuertemente en el modo en que nuestros cerebros (o nosotros, quienesquiera que seamos) perciben, entienden, atienden, recuerdan, etc., etc. Vale decir, las emociones constituyen una pieza crucial a la hora de asignar significados; se trata de un mecanismo sano, normal e inevitable, al cual solemos designar genéricamente con el nombre de sesgo.

Sesgo o, más específicamente, sesgo cognitivo se refiere entonces a un tipo de procesamiento de información influenciado por variables emocionales. Resulta realmente muy difícil dar una definición acabada de la palabra sesgo pues, desde su introducción en 1970 por Amos Tversky y Daniel Kahneman, la misma ha sido excesivamente utilizada, generándose por lo tanto una gran polisemia del término. Con frecuencia, asociamos la palabra sesgo con una connotación negativa y patológica. Esto se trata de un error. Contrariamente, debemos pensar a los sesgos cognitivos como mecanismos adaptativos que otorgan al cerebro un atajo en el procesamiento de la información. El mundo es demasiado complejo y la información proveniente del mismo, abrumadora. Para entender y sobrevivir, nuestro cerebro necesita crear una imagen resumida y manejable del entorno, cualquier representación que nos formemos de la realidad será, necesariamente, una copia abreviada, acotada, más simple y más manipulable que su contraparte real. En esta síntesis simbólica del mundo, los sesgos cognitivos tienen un papel esencial. Claro está que, como cualquier mecanismo adaptativo y sano, el procesamiento sesgado puede desvirtuarse y terminar por causar y/o mantener a las patologías psicológicas. Tal como sucede frecuentemente con otros tantos procesos mentales, el origen de que nuestros sesgos cognitivos se nos tornen patológicos tiene mucho que ver con haber soltado a nuestro primitivo cerebro, adaptado a la sabana africana, a deambular en una gran ciudad. Reflexionando un poco acerca de la tamaña naturaleza del cambio, la verdad es que no le  ha ido tan mal.

Veamos un ejemplo. Las personas que padecen ansiedad ante la salud suelen asustarse cuando se enteran de que alguien ha enfermado o ha muerto de alguna dolencia que ellos temen. Normalmente, el miedo experimentado es mayor cuanto mayor se percibe el parecido con la persona, la cual no tiene por qué ser un conocido directo. Entonces resulta que Pedro, quien padece un miedo enorme a sufrir un infarto, se encuentra casualmente con el encargado de su edificio, quien le cuenta que hoy a la mañana una ambulancia acudió para asistir a un vecino del edificio de enfrente pues había padecido un infarto masivo de miocardio. Lamentablemente, llegó tarde y el vecino de enfrente, un hombre aparentemente sano y de mediana edad, falleció. Pedro se asusta, queda tan preocupado que unos días después va a su médico y le pide hacerse un chequeo. Ejemplos de este tipo se ven a diario en la clínica psicológica con pacientes que padecen alguna forma de ansiedad patológica, no sólo por la salud, también por otros temas. Así, si nos enteramos por los diarios de que una persona fue asaltada y baleada por un delincuente en moto a la salida de un banco, muy probablemente tengamos más temor al día siguiente si tenemos que ir a retirar dinero o vemos que una motocicleta se nos acerca. Incluso si un actor o político famoso de otro país enferma o muere, también nos preocupamos por sufrir un destino similar. Hace algunos años, en Argentina, una periodista falleció en raras circunstancias al hacerse una endoscopía gástrica. La noticia circuló rápidamente, no sólo provocando temor en las personas que debían someterse a esta práctica médica simple, sino que también se registraron masivas suspensiones de dicho estudio en los sanatorios y hospitales. ¿Por qué? ¿Cómo puede afectarme a mí el hecho de que una periodista famosa haya muerto al hacerse un simple estudio médico como una endoscopía gástrica? ¿Por qué el hecho de que un desconocido de mi vecindario tenga un infarto de miocardio me hace temer un destino similar? ¿Por qué este fenómeno sucede incluso con personas que viven a miles de kilómetros, en otros países? La respuesta yace, una vez más, en nuestro cerebro primitivo.

Debemos pensar a los sesgos cognitivos como mecanismos adaptativos que otorgan al cerebro un atajo en el procesamiento de la información. El mundo es demasiado complejo y la información proveniente del mismo, abrumadora

Los seres humanos vivimos y evolucionamos durante miles de años en grupos pequeños, de no más de 150 personas; a partir de ese punto, los grupos tendían a fracturarse. Las investigaciones han documentado incluso que esta cifra, 150, es el número máximo de personas que la mayoría de nosotros podemos recordar con cierto nivel de detalle 1. En un grupo pequeño de personas, donde los individuos se cuentan de a decenas (no de a miles o millones), lo que le pasa a uno muy probablemente también le suceda a otro; más aún considerando el tipo de problemas con los cuales los humanos primitivos tuvieron que lidiar. Así, si a un compañero de mi tribu lo atacó un cocodrilo mientras juntaba agua en la parte del río donde se pone el sol, resulta muy razonable pensar que ahí hay cocodrilos que pueden matarte, con lo cual su experiencia es una enseñanza directa para mí: “será mejor no ir a juntar agua a ese lugar”. Si otra persona de mi tribu se subió a un árbol a juntar frutos, pero una de las ramas se quebró y, por lo tanto, él cayó de la altura generándose heridas severas, “entonces será mejor que yo ya no me trepe ahí”. Vale decir que, en una comunidad de pocos, lo que le sucede a uno indica una alta probabilidad para el otro. Pero cuando los grupos de humanos crecen, la probabilidad empieza a tornarse cada vez más pequeña y en poblaciones de millones tiende a cero. Por supuesto, el error radica en que mi cerebro primitivo decodifica a la periodista fallecida en la endoscopía como parte de mi tribu cuando, en realidad, yo nunca la vi en persona, no la conozco más que por escucharla y verla en televisión. Es de mi grupo en un sentido amplio de nación, pero no en el sentido estricto de tribu pequeña con el cual mi cerebro lleva a cabo este cómputo primitivo de que “si le pasó a ella, me puede pasar a mí”.

Desde un punto de vista de razonamiento lógico, el mecanismo descripto anteriormente es un craso error pues no tiene en cuenta para nada principios aritméticos y probabilísticos básicos. No obstante, en un ambiente primordial, donde los humanos aún no habían descubierto las matemáticas y compartían su vida cotidiana con unas cuantas docenas de semejantes, resultaba altamente efectivo para sobrevivir y dejar descendencia fértil. “Si le pasó a él, me puede pasar a mí”, una regla simple y fácil de seguir que en muchas ocasiones nos salvaría la vida, no está nada mal.

La investigación acerca de los sesgos cognitivos es realmente enorme. Como ya mencionamos, esto ha traído una gran polisemia al vocablo así que ahora nosotros vamos a recortar un poco nuestro campo de discusión. El estudio del procesamiento de información puede demarcarse por las etapas en las que se cumple. De este modo, en los estadios iniciales la información ingresa al sistema, lo cual requiere órganos sensoriales y algún mecanismo de filtro, la atención. A partir de ahí, la información es procesada de diversas maneras, vale decir, se combina con otra información tanto del entorno externo como interno, se convierte y transforma, adquiriendo así nuevos significados para luego descartarse o almacenarse en la memoria de largo plazo. Finalmente, la información almacenada puede ser actualizada cuando se la requiera, es decir, recordada. Tenemos así tres grandes etapas en el procesamiento: atención, asignación de significados y recuperación desde la memoria. En cualquiera de estas etapas pueden impactar los sesgos cognitivos. A partir de aquí, nos enfocamos en ejemplos de cómo algunos sesgos cognitivos pueden colaborar en la etiología y mantenimiento de la patología mental. Esto también es un recorte.

Sesgos atencionales

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Dado que la información que llega al sistema nervioso resulta excesiva (a veces abrumadora), se impone necesariamente algún tipo de selección. ¿A qué asignamos nuestros recursos atencionales? ¿Qué guía nuestra atención? ¿Cuáles son los factores que determinan que prestemos atención a un trozo de realidad y no a otro? Definitivamente, hay muchísimos; desde las mismas características de los estímulos hasta los intereses vocacionales. Así, tiene más probabilidad de captar mi atención un sonido más fuerte que uno más débil, una voz conocida que una desconocida, el sonido de mi nombre y no el de otra persona, una publicidad de psicología más que una de pasta dental. En algunos casos, en este sistema de selección operan sesgos cognitivos patológicos, sesgos que perpetúan y causan un desorden psicológico.

Las personas que padecen ansiedad social tienen una facilidad incrementada para detectar un rostro enfadado con expresión de disgusto por sobre uno neutral o con expresión emocional positiva. Este fenómeno trae de suyo consecuencias para el mantenimiento de la patología. Así, en una reunión laboral en la cual he de efectuar una presentación frente a un grupo de colegas, voy a percibir y concentrarme más en aquellos que muestren rostros contrariados o despectivos que en los que expresen una sonrisa de aprobación. Incluso si en un público de 20 personas sólo 2 han mostrado un rostro de rechazo y los otros 18 tuvieron gestos de aprobación, yo me quedaré con la sensación de que mi ponencia no gustó, esto debido a que un sesgo cognitivo me llevó a prestar atención selectivamente a las pocas personas que me pusieron cara fea (aunque esta se deba tan solo a que durmieron mal o discutieron con su pareja la noche anterior).

Las personas que sufren trastorno de pánico o alguna forma de ansiedad ante la salud tienen la capacidad de percibir sensaciones corporales débiles y minúsculas. Si bien se trata de entidades diagnósticas diferentes, ambos comparten el temor a las propias sensaciones corporales. Los que padecen crisis de pánico temen que las sensaciones corporales sean una señal de muerte inminente, mientras que los que padecen ansiedad ante la salud interpretan las propias sensaciones como signos de una enfermedad grave que no fue detectada aún. El miedo conduce a que estos individuos se encuentren pendientes de su propio cuerpo, incrementando de este modo un sentido denominado interoceptivo. Tanto es así que hemos acuñado hace años un concepto para describir este fenómeno: amplificación somatosensorial, esto es, un aumento de la capacidad de percibir las sensaciones originadas en el propio cuerpo. Al fin y al cabo se trata de una cuestión de práctica y entrenamiento. Si paso horas tocando el piano, me volveré un experto en reconocer cualquier nota tocada al azar por otra persona; si paso horas escaneando mi cuerpo, me volveré un experto en detectar el más sutil cambio de una de mis vísceras. Claro está que, en este caso, se establece un círculo vicioso. Mi talento especial para detectar un débil aumento de mis latidos acarrea una reacción de ansiedad pues creo que ellos representan la antesala de una grave enfermedad coronaria.

En pocas palabras, los sesgos cognitivos atencionales amenazantes preferencian sistemáticamente la información amenazante por sobre la neutral o positiva; ello aumenta el nivel de ansiedad, lo cual redunda en un aumento del sesgo. Se produce un círculo vicioso.

Sesgos en la asignación de significados

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En un ingenioso experimento, Michael Eysenck (hijo del influyente psicólogo Hans Eysenck) mostró cómo el estado emocional de las personas puede influir en la manera en que comprendemos lo que nos dicen. A un grupo de personas les pidió que leyeran un conjunto de frases con un sentido ambiguo. Así, en esta etapa inicial, los sujetos experimentales leían oraciones como “El doctor examinó el crecimiento de la pequeña Ema” o “El jefe se refirió a su desempeño laboral” 2. Luego de ello, se le presentaba a los sujetos dos frases y se les preguntaba cuál de ellas había figurado en la lista original que leyeron. El truco radicaba en que, en realidad, ninguna de las dos frases presentadas había sido incluida efectivamente en la lista inicial, sino que cada una de ellas era una versión no ambigua de alguna frase ambigua presentada al inicio. Así, para la frase ambigua inicial: “El doctor examinó el crecimiento de la pequeña Ema”, se le presentaba al sujeto las opciones: “El doctor observó el cáncer en la pequeña Ema” o “El doctor midió el crecimiento de la pequeña Ema”. A su vez, para la frase: “El jefe se refirió a su desempeño laboral”, se presentaban estas dos opciones: “El jefe lo felicitó por su desempeño laboral” o “El jefe le exigió un mejor desempeño laboral”. En otras palabras, las frases ambiguas se leían al inicio de la investigación, luego se daba a elegir entre pares de frases, cada una de las cuales representaba una versión no ambigua de la original, una era una versión desambiguada con sentido amenazante y la otra, una alternativa no amenazante de la original. ¿Cuál elegirían los sujetos experimentales? Esto dependía de su estado mental.

Los resultados arrojaron una tendencia muy clara: quienes padecían un trastorno de ansiedad Generalizada tendían a elegir la versión amenazante de la frase ambigua, mientras que quienes no padecían este desorden optaban más por la versión neutral. La investigación revela el estilo con el cual una persona crónicamente ansiosa asigna significados. Cuanto más ambigua e imprecisa resulta la información proveniente del ambiente, más nos basamos en variables personales para estructurar el significado final que otorgamos. Lo que este experimento pone en evidencia es que una persona ansiosa, puesta ante la incertidumbre, interpreta lo peor.

Los sesgos cognitivos patológicos son aquellos que se aplican de modo sistemático, independientemente de otras variables, a la asignación de significados de situaciones ambiguas

¿Cuán generalizables son los resultados de este experimento? Las investigaciones en el área afirman que mucho. Silvana y Martín, una pareja de vecinos aparentemente feliz, con tres hermosos hijos, acaban de separarse luego de 10 años de matrimonio. Unos pocos días luego de la separación, Silvana me cuenta que desde hacía varios años existía violencia por parte de  Martín en el seno familiar, tanto hacia ella como hacia los niños. Como prueba de ello, me muestra incluso algunas marcas en sus brazos que Martín le hizo a golpes en la última pelea. Yo no salía de mi asombro, pues conozco a Martín hace tiempo y jamás me había imaginado un acto tan grave de su parte. Amargamente sorprendido por lo que Silvana me contaba, yo exclamé: “parece mentira, uno ya no sabe a quién puede creerle”, obviamente haciendo alusión a Martín, quien me había mostrado una falsa imagen de sí. Pero Silvana, rápida e irascible, me retrucó: “pero ¿por qué no me creés? ¡Si hasta te estoy mostrando las marcas!”. Naturalmente, en el momento de angustia que estaba pasando y conociendo mi amistad previa con su ex marido, interpretó que era a ella a quien yo no daba crédito.

El tipo de situaciones como la narrada recientemente abundan en la arena social. La vida cotidiana se encuentra plagada de entornos humanos ambiguos que requieren un permanente ejercicio de interpretación. Rostros, miradas, tonos de voz, movimientos corporales y otra plétora de señales interpersonales imprecisas son decodificadas permanentemente. Naturalmente, en este proceso de interpretación intervienen variables personales, como nuestro estado de ánimo o nuestra historia personal de aprendizajes, pero también factores tan mundanos como cuánta hambre tenemos o la cantidad de horas que hemos dormido anoche.

Los sesgos cognitivos patológicos son aquellos que se aplican de modo sistemático, independientemente de otras variables, a la asignación de significados de situaciones ambiguas. Al igual que con los sesgos atencionales, promueven un círculo vicioso: cuanto más ansioso estoy, más tiendo a interpretar la información ambigua en su vertiente amenazante, perpetuando así el estado de activación angustiosa.

Sesgos de la memoria

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Una selección tendenciosa de recuerdos también puede afectar nuestro estado de ánimo, un fenómeno que observamos frecuentemente en los trastornos depresivos y en relación con la variación no patológica del estado de ánimo.

Las personas que padecen depresión recuerdan en más cantidad y más frecuentemente sucesos pasados negativos que positivos. En efecto, quienes se encuentran con un ánimo deprimido recorren su historia personal una y otra vez, recordando los sucesos negativos que jalonaron su desarrollo personal, algo que sin duda los hace sentir más desgraciados. Este proceso característico de la Depresión ha sido estudiado y documentado en múltiples investigaciones, generalmente lo encontramos bajo el título de rumiación depresiva. Con este término se designa un tipo de procesamiento por el cual el sujeto deprimido no sólo recuerda momentos angustiantes del pasado sino que los analiza, revisa, conecta con otros sucesos negativos pasados y actuales como intentando dar sentido a su desgracia. Las investigaciones hechas con pacientes depresivos no dejan lugar a dudas: esta rumiación sólo empeora el cuadro (nunca lo mejora) y, por supuesto, nunca logra que la persona haga ningún descubrimiento acerca de sí mismo que lo ayude en lo más mínimo. Todo lo contrario, la depresión empeora con la rumiación y mejora con la distracción.

Dos observaciones en relación con la rumiación depresiva. Primero, este fenómeno no parece deberse a que las personas con depresión hayan efectivamente sufrido más cantidad de hechos traumáticos que las no depresivas. Si bien tal vez esto sea cierto en algunos casos, no lo es en todos, al tiempo que muchas personas que han sufrido verdaderas tragedias no siempre rumian con este estilo tan particular. Segundo, el sesgo cognitivo de memoria asociado a este tipo de rumiación afecta a un subtipo de memoria. La palabra memoria se parece en este sentido a la palabra inteligencia: no existe un solo tipo de inteligencia, tampoco una única memoria. El subtipo de memoria afectado en los sesgos depresivos de esta clase es la episódica; esta incluye a los recuerdos de la propia biografía, la propia historia personal narrada como novela, la cual se recupera conscientemente. No es un tema que podamos desarrollar en este artículo, pero sepa el lector que existen otros sistemas de memoria que operan de maneras diferentes.

El sesgo de memoria en la depresión comparte algunas características distintivas de otros sesgos. Se activa e incrementa con las emociones negativas; así, cuanto más triste está el paciente depresivo, más recuerdos negativos de su pasado trae a su presente. Estos recuerdos no hacen más que empeorar el estado emocional subjetivo, lo cual acarrea nuevas oleadas de reminiscencias negativas. Nos encontramos otra vez ante un círculo vicioso.

A modo de síntesis

Hemos efectuado hasta este punto un recorrido breve sobre cómo los sesgos cognitivos pueden afectar el procesamiento de información en diferentes etapas. El recorte efectuado en tres fases tiene fines de estudio y didácticos, pues en la realidad psicológica de los individuos de carne y hueso las etapas no se viven como separadas, de hecho no lo están. Pensemos, a título de ejemplo, en los sesgos atencionales o perceptivos. Hemos afirmado al respecto que el tipo de información que entra al sistema, filtrada a través de mecanismos atencionales, ya resulta tendenciosa y que luego sigue la asignación de significado. Pero un análisis simple revela que esto no puede ser completamente cierto. Para poder preferenciar en la fase atencional algún tipo de información por sobre otra, es preciso que ya se haya asignado alguna clase de significado en esta misma fase. ¿Cómo podría filtrarse únicamente la información amenazante si no se le asignó algún significado amenazante para que entre en esta categoría?

Por otro lado, vale aclarar que, en la gran mayoría de los casos, la operación de estos sesgos cognitivos se produce de modo involuntario, inconsciente. Los individuos somos conscientes sólo de los estados emocionales finales que los sesgos producen, pero mayoritariamente tenemos escasa capacidad de controlarlos. Justamente, este es el lugar de las terapias psicológicas. ¿Podemos a través de intervenciones específicas regular estos mecanismos psicológicos no conscientes a fin de que no acarreen o no potencien estados emocionales negativos y patológicos? ¿Cuándo y cuánto es conveniente hacerlo? ¿Qué éxito tendremos? ¿Cuáles son las técnicas que concretamente usamos para ello?

La respuesta es, afortunadamente o no, un rotundo sí. Hoy disponemos de todo un conjunto de herramientas terapéuticas que logran muy buenos resultados en la modificación de sesgos patológicos como los mencionados. Algunas son muy conocidas como la reestructuración cognitiva; otras tienen menos prensa, como el entrenamiento en refocalización atencional.

Para poder brindarles más centralidad, en un próximo artículo te contaremos más detalladamente cuáles son y en qué consisten estas herramientas.

Notas al pie de página:

1 El lector interesado puede consultar las investigaciones particularmente interesantes del antropólogo Robin Dunbar sobre el tema.

2 Las frases de ejemplo no son exactas, pues el fenómeno de ambigüedad no se conserva en la traducción literal del inglés, idioma original de la investigación, al castellano.

Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su publicación en Psyciencia.

  • Salud Mental y Tratamientos

El miedo a las enfermedades y la ansiedad ante la salud

  • CETECIC
  • 16/08/2021

Frecuentemente, recibimos pacientes cuyo motivo principal de consulta es el temor a las enfermedades. En algunos casos, la persona cree que padece hoy una enfermedad, otras veces se encuentra más preocupada por padecerla en el futuro. En cualquier caso, la persona sufre fuerte angustia, preocupación y lleva a cabo todo un conjunto de conductas de evitación para aliviarse. En la literatura científica actual, se conoce a este fenómeno como ansiedad ante la salud.

Históricamente, se ha utilizado el término hipocondría o hipocondriasis para describir a las personas que, en condiciones de salud normales, creían estar enfermas o temían mucho a las enfermedades. Así, por ejemplo, en el DSM-IV el criterio central del diagnóstico versaba “la preocupación y el miedo a padecer, o la convicción de tener, una enfermedad grave a partir de la interpretación inadecuada de síntomas corporales”.

La preocupación persiste a pesar de que las pruebas médicas correspondientes no hallan ninguna evidencia de procesos patológicos orgánicos, lo cual les ha valido a estas personas el mote de “enfermos imaginarios” y los ha llevado a ser considerados frecuentemente un fastidio por los médicos y otros profesionales de la salud. Algunas de estas personas también generan cierto malestar social entre sus familiares y allegados ya que, ubicados desde el lugar de enfermos, suelen requerir ciertos cuidados y tratos especiales que los demás no están dispuestos a conceder por considerarlos personas sanas. Y, finalmente, hasta hace unas pocas décadas las intervenciones psicológicas habían resultado un fracaso en el tratamiento de sus preocupaciones y temores, con lo cual se los veía como incurables y hasta intratables por cualquier herramienta del sistema de salud. Así las cosas, el término hipocondríaco terminó por adquirir un sentido algo peyorativo en muchos ambientes, estigma de alguien no solo perturbado emocionalmente, sino que también representa una carga para el sistema de salud y sus allegados.

La consolidación del paradigma cognitivo conductual durante la década del 80, en consonancia con el auge de las neurociencias y las intervenciones farmacológicas, otorgó nuevas y valiosas herramientas de tratamiento para esta patología. La efectividad de los tratamientos creció considerablemente, llegando a niveles similares a los de los trastornos de ansiedad como el desorden de pánico o el trastorno obsesivo compulsivo. De hecho, tanto el marco teórico explicativo general como los procedimientos de intervención psicológicos y farmacológicos no difieren mucho entre estos desórdenes mencionados, así que tampoco las tasas de remisión habrán de ser muy diferentes.

La investigación dentro del campo se desarrolló fuertemente y se diseminó hacia los aspectos más específicos del fenómeno, como el rol de las conductas de evitación, la relación entre el médico y el paciente y el impacto que la internet ha tenido en esta patología. Este último tópico resulta de particular relevancia al considerar que las conductas de evitación y escape en la hipocondría adquieren frecuentemente la forma de “búsqueda de información”, por consecuencia, pueden ejecutarse fácilmente buscando información en la web.

La hipocondría o hipocondriasis en el DSM-V no existe más

Algunos autores consideran que la facilidad de acceso a información médica a la que nos hemos visto expuestos en los últimos años ha llevado a incrementar el desorden psicológico en cuestión, creando incluso una nueva entidad de estudio denominada cibercondría. Si bien no es un diagnóstico en sentido pleno, la cibercondría describe un conjunto de comportamientos, pensamientos y emociones muy característico. Así, quienes padecen de cibercondría efectúan excesivas búsquedas de información sobre la salud en Internet, lo cual, lejos de tranquilizarlos, los conduce a mayor preocupación y ansiedad que procuran aliviar con más búsquedas, estableciendo así un círculo vicioso propio de la ansiedad patológica. Insistimos, tal vez la cibercondría no es ni nunca sea un diagnóstico formal, pero sí seguramente constituye una arista particularmente importante del “trastorno de ansiedad ante la salud”, tal y cuál como se presenta en la era de la información al alcance de un dedo.

La aparición del DSM-V en el año 2013 ha cambiado bastante la nomenclatura diagnóstica históricamente utilizada en el terreno. Pretendiendo hacerse eco del hecho mencionado acerca de que la palabra hipocondríaco ha adquirido un sentido peyorativo, prefirió descartarla; vale decir, la hipocondría o hipocondriasis en el DSM-V no existe más. En su lugar, la nueva versión del manual propone una división del antiguo diagnóstico en dos categorías nuevas:

  1. El desorden de síntomas somáticos caracterizado por la presencia de uno o más síntomas somáticos que causan malestar y dan como resultado pensamientos, sentimientos y comportamientos excesivos en relación con la salud. Hay un monto de ansiedad elevada acerca de la salud o los síntomas así como demasiado tiempo y/o energía dedicados a ellos.
  2. El trastorno de ansiedad por enfermedad cuyo rasgo central lo constituye la preocupación por padecer o contraer una enfermedad grave en ausencia de síntomas somáticos. El cuadro se completa con una elevada ansiedad ante la salud y conductas excesivas relacionadas con la salud.

Como puede deducirse fácilmente, el elemento más crítico que diferencia a los mencionados desórdenes radica en la presencia/ausencia de síntomas somáticos, pues los componentes de ansiedad exagerada y sus conductas relacionadas se hallan presentes en ambos.

El DSM-V propone que los pacientes otrora diagnosticados con hipocondría ahora se distribuirán entre los dos diagnósticos mencionados. Así plantea (muy arbitrariamente para muchos) que, de los anteriormente etiquetados como hipocondríacos, el 75% recibirá el nuevo diagnóstico de desorden de síntomas somáticos y el 25%, el de ansiedad ante la enfermedad.

Nadie sabe bien aún cuál es el impacto real a largo plazo de la nueva terminología propuesta por el DSM, aunque una lectura simple y rápida de la literatura deja fácilmente entrever que el cambio no recibe las bendiciones de los principales investigadores y autores representativos del terreno. Más bien, los nuevos términos parecen haber puesto confusión a una tradición diagnóstica que desde hace muchos años viene recabando información, la cual ahora deberá ser reinterpretada en virtud del nuevo vocabulario.

La ansiedad ante la salud en el tratamiento cognitivo conductual

Si bien nunca dudamos de la utilidad de un manual diagnóstico como el DSM, desde la tradición conductual se ha criticado reiteradamente la sobreutilización del mismo y, particularmente, la reificación de los términos psicopatológicos. Esta última crítica cobra especial importancia cuando las categorías nosológicas se redefinen con escasos estudios de validez de constructo, como tal vez sucede con las dos nuevas propuestas para reemplazar a la hipocondría. Más allá de esto, ningún diagnóstico psiquiátrico, cualquiera sea, reemplaza al valor del análisis funcional en el tratamiento cognitivo conductual, y a ello nos habremos de dirigir durante la evaluación permanente que hacemos del paciente que padece ansiedad ante la salud.

Así, y en virtud de la confusión diagnóstica imperante, el campo actual de la problemática se conceptualiza como ansiedad ante la salud, una expresión utilizada para englobar a un conjunto de fenómenos psicopatológicos caracterizados por miedo, ansiedad, angustia y preocupación excesivas ante temas relacionados con la propia salud o la de los seres queridos. Tales reacciones emocionales se presentan de formas diversas en las personas y ante diferentes tipos de situaciones y estímulos.

De este modo, muy frecuentemente los individuos experimentarán ansiedad ante las propias sensaciones corporales; pero habrá otros que reaccionen con malestar emocional ante noticias de personas enfermas o ante la sola exposición a información de tipo médica. La emocionalidad negativa elevada conduce invariablemente a intentos desadaptados de alivio, lo cual dará lugar a un malestar mayor a largo plazo; quedando el individuo entrampado en un espiral vicioso de preocupación, ansiedad y conductas de evitación. El cuadro puede completarse con miedo a la muerte, al sufrimiento o a los procedimientos médicos.

La conceptualización de la terapia cognitivo conductual respecto de la ansiedad ante la salud se asemeja a la de cualquier otro trastorno de ansiedad, de hecho, para muchos es lisa y llanamente un trastorno de ansiedad. Veámoslo con un ejemplo:

Marta consulta porque según sus dichos “vive preocupada por su salud”, teme enfermarse o estar ya enferma y no saberlo. Si bien reconoce que su miedo es excesivo e irracional no puede evitar pensar todos los días en que puede tener cáncer o alguna otra enfermedad grave. De este modo, sensaciones o malestares físicos menores y cotidianos, como un dolor de cabeza o una picazón excesiva, los interpreta como “signos de un tumor cerebral o un cáncer de piel”. A fin de tranquilizarse, Marta consulta muy frecuentemente con médicos de diferentes especialidades y procura no escuchar la historia de otras personas que se enfermaron pues eso rápidamente dispara su temor. De este modo, sólo escucha lo que le dicen sus pocos médicos de confianza y su esposo, al cual frecuentemente le consulta acerca de la normalidad de ciertas sensaciones. Así, por ejemplo, le pregunta: “hoy me picaron un poco los ojos, yo estaba en la cocina… ¿vos qué creés? ¿puede ser conjuntivitis o tal vez el calor y vapores de lo que cocinaba?”. Para asegurarse, pregunta varias veces lo mismo. Marta padece un trastorno de ansiedad ante la salud.

La conducta problema está constituida por la reacción frecuente, intensa y desproporcionada de miedo, ansiedad, la cual en el plano cognitivo se manifiesta con ideas tales como “¿y si tengo cáncer?”. Los antecedentes de tales conductas son sensaciones o malestares físicos normales que ella sobreinterpreta y catastrofiza; escuchar historias de otras personas que se enfermaron o simplemente escuchar información médica. Las conductas de reaseguro consisten en visitar excesivamente a algunos médicos específicos y preguntar reiteradas veces al esposo. Esto la tranquiliza momentáneamente pero a largo plazo mantiene el problema.

Para quienes se dedican a la terapia cognitivo conductual, el ejemplo narrado arriba claramente se entiende como un breve inicio de un análisis funcional, del cual derivaremos el programa de tratamiento. No es claro si Marta califica dentro de un “desorden de síntomas somáticos” o dentro de un “desorden de ansiedad ante la enfermedad”; pero, en verdad, a los efectos prácticos del tratamiento esto no importa demasiado. Lo que sí importa es que el psicólogo lleve a cabo el adecuado análisis funcional y la formulación clínica del caso y desde ahí conduzca el tratamiento correspondiente, basado en el conocimiento de la psicología con fundamento empírico.

Las etiquetas diagnósticas son útiles por varios motivos. Uno, tal vez el objetivo que más eficazmente cumplen, tiene que ver con la comunicación entre profesionales: todos sabemos de lo que hablamos cuando usamos un término definido en el DSM, esto es realmente de gran valor. A veces, las etiquetas diagnósticas señalan constructos adecuadamente validados, en cuyo caso nos brindan mucha información acerca de las clases de conductas-problema que encontraremos, las clases de antecedentes y clases consecuentes de las mismas, así como de los procesos mediacionales patológicos. Este es muy probablemente el caso de la palabra hipocondría; respecto de “desorden de síntomas somáticos” y de “desorden de ansiedad ante la enfermedad”, las cosas aún están por verse.

En cualquier caso, nunca perderemos de vista el valor superlativo del análisis funcional, la formulación clínica ideográficamente basada y enraizada en el vínculo terapéutico. Este último constituye un tema no menor en pacientes con ansiedad ante la salud, pues algunos de ellos se encuentran completamente convencidos de que están médicamente enfermos y que el psicólogo sólo los hará perder el tiempo. En tales casos, el trabajo motivacional previo resulta crítico.

En virtud de que estos “desórdenes de ansiedad ante la salud” han terminado siendo conceptualizados como “de ansiedad”, los procedimientos utilizados para su tratamiento se solapan mucho con los de otros desórdenes de ansiedad. Así, el uso de la discusión cognitiva y su inseparable contra cara de experimentos conductuales, así como la exposición y prevención de la respuesta conforman parte del arsenal de técnicas más importantes.

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Un sistema inmunológico en el comportamiento

  • CETECIC
  • 06/05/2021

Solemos pensar en el sistema inmune como un dispositivo interno, biológico, el cual nos defiende de las enfermedades una vez que las mismas han penetrado en nuestro organismo. Esto es correcto, pero incompleto. Existe una barrera defensiva anterior y primaria respecto de la biológica: el sistema inmune conductual. Se trata de un sistema que actúa preventivamente, antes de que los patógenos ingresen, a través de reacciones cognitivas, fisiológicas, emocionales y conductuales concretas.

Las causas principales de muerte en el mundo son las enfermedades cardiovasculares y el cáncer; juntas explican casi la mitad de los fallecimientos. Por ejemplo, en el año 2017 murieron aproximadamente 60 millones de personas en todo el mundo. De esas muertes, 18 millones se produjeron por enfermedades cardiovasculares y unos 10 millones debido al cáncer. Por otro lado, en poco más de un año de pandemia por COVID-19, han muerto alrededor de tres millones de personas; si bien son muchas vidas humanas, la cifra parece empequeñecer cuando se la compara con las otras causas más comunes de decesos. Más aún, sorprende el grado de difusión, alerta y prevención que se ha producido en el planeta entero debido a la pandemia. Casi todos los diarios de noticias o programas médicos se han llenado de información acerca del nuevo virus, olvidando prácticamente a todas las otras enfermedades; incluso aquellas que, como las mencionadas (cardiovasculares y cánceres) matan a casi la mitad de la población, en contraposición con las derivadas por infección del COVID-19 que matan, como mucho, a un 3 o 4 % de los infectados. ¿Por qué? ¿A qué se debe este fenómeno? ¿Por qué los seres humanos hemos tomado entre manos el problema del COVID-19 más a conciencia que el de otras enfermedades? ¿Por qué es más simple adoptar conductas de prevención individuales y colectivas para el COVID-19 que para, por ejemplo, las enfermedades cardiovasculares? ¿Se trata solo de un fenómeno mediático? Seguramente que no. El miedo a la infección por COVID-19 ha penetrado más fácilmente en la población debido a causas psicológicas y biológicas muy profundamente arraigadas en la misma esencia de nuestra especie y las presiones evolutivas que nos llevaron a ser quienes somos.

La reacción de asco

El asco es una reacción emocional aversiva que se dispara ante estímulos potencialmente contaminados o envenenados. En castellano, a veces se lo nombra como desagrado, repugnancia, repulsión, entre otros. Nosotros nos referimos acá al asco como proceso básico universal. Y es universal en varios aspectos.

Primero, los estímulos que gatillan el asco son los mismos en todas las culturas actuales y el registro histórico parece indicar que esto se mantiene así desde tiempos antiguos. Una lista casi exhaustiva incluye:

  • Desechos y contenidos corporales, como orina, heces, semen, mucosidad.
  • Personas poco higiénicas, enfermas o deformadas.
  • Algunos tipos de actos sexuales.
  • Ambientes sucios.
  • Ciertas comidas (especialmente en estado de putrefacción) o, si son desconocidas, especialmente la de sabor amargo.
  • Algunos animales.
  • Los olores propios de los estímulos antes mencionados.
  • Los objetos o personas que han tomado contacto con los elementos anteriores.

Segundo, el asco tiene un patrón de expresión universal en el rostro humano. El signo más claro y prominente lo constituye la nariz arrugada; pero no es el único. La expresión humana de asco se completa bajando las cejas, poniendo el labio superior en forma de “U invertida” y labio inferior levantado y saliente. Por supuesto, si la expresión es universal, su reconocimiento también; vale decir, cualquier persona del planeta decodifica un rostro con expresión de asco de modo automático e independientemente de su cultura de origen.

El plano hedónico del asco es aversivo; provoca un estado subjetivo desagradable que espontáneamente acarrea comportamientos orientados a poner fin a la reacción; lo cual se logra típicamente alejándose y/o evitando lo que dispara el asco. Más aún, hay un patrón fisiológico específico que involucra al sistema digestivo, generando náuseas y arcadas, incluso, vómitos.

Y, no menos importante, en el plano del aprendizaje la reacción de asco se condiciona más rápida y fácilmente con ciertos estímulos que con otros; vale decir, se trata de un tipo de aprendizaje biológicamente preparado. Así, por ejemplo, con tan solo comer una vez algo que nos produzca náuseas y/o vómitos, generamos una reacción aversiva al alimento y probablemente ya no podamos volver a ingerirlo. Este es un fenómeno conocido como aprendizaje aversivo gustativo. Por otra parte, incorporamos el asco a algunos elementos con sólo observar a otra persona reaccionar así; como resulta el caso típico de algunas comidas que no hemos probado, pero que nos producen repulsión pues en nuestra cultura otras personas muestra un rostro de desagrado cuando tan solo se las menciona. Pensemos por caso en los alimentos preparados con algunos insectos o con animales que en occidente se consideran ajenos a la cocina, como sopa de tortugas o la carne de mono asada, pero que en algunos lugares de oriente se comen a diario. A la mayoría de los occidentales les ocasiona como mínimo una reacción de extrañeza la idea de consumir un murciélago asado o un puñado de hormigas fritas; no obstante, casi nadie ha degustado estos manjares ni una sola vez.

Finalmente, el plano motor del asco también presenta un conjunto de reacciones universales cuyo eje denominador común radica en evitar y/o escapar de los potenciales contaminantes. Así, aparte del distanciamiento físico natural mediante respuestas musculo-esqueléticas como caminar, observamos la universalidad de los comportamientos como la retirada brusca e involuntaria de las partes del cuerpo que han entrado en contacto con los estímulos, soltar e incluso estremecerse y temblar. Si bien no corresponde al plano motor, las náuseas y vómitos constituyen también una forma universal de evitar los potenciales alimentos contaminados.

Los centros neurales en los que se produce la reacción de asco se han identificado. Se trata de una red neural que involucra a la corteza cingulada anterior, corteza temporal anterior, córtex prefrontal medial, córtex visual y los ganglios basales.

Como vemos, el asco consiste en un patrón complejo de reacciones finamente entrelazadas, operando paralela y secuencialmente. ¿Para qué? ¿Cuál es su fin?

La reacción de asco es el primer sistema defensivo contra potenciales patógenos que pueden ingresar a nuestro organismo. Notemos que todos los estímulos que universalmente disparan el asco se relacionan de modo más o menos directo con algún grado potencial de infección o intoxicación y, por ende, de transmisión de enfermedades. Observemos también que las reacciones subjetivas, fisiológicas y conductuales naturalmente facilitadas ante estos disparadores se orientan a protegernos de los eventuales agresores invisibles a los ojos.

Pues bien, ya sabemos que la reacción de asco constituye un complejo patrón de respuestas bien orquestadas. Nada tan complejo evoluciona en las especies si no representó una clara ventaja de supervivencia y eficacia reproductiva. Al igual que el miedo, el asco es un sistema de protección contra el peligro, un dispositivo que sirvió de resguardo a nuestros antepasados de amenazas frecuentemente presentes en el entorno ancestral; vale decir, patógenos que, al ser invisibles a los ojos, se tornaron observables a través de señales indirectas como el olor o el sabor. Pero justamente, como son los otros seres humanos los mejores y más efectivos transportadores de gérmenes, la reacción de asco también se extiende fácilmente a señales humanas que podrían estar relacionadas con la presencia de las infecciones. Así, las marcas en la piel, presentar un aspecto de salud endeble, la suciedad o, sencillamente, “ser de los otros y no de nosotros”; constituyeron los indicios de un vehículo de potenciales agentes patógenos agresivos y desconocidos por mi sistema inmune biológico. Por ende, a las personas con tales marcas era más seguro evitarlas. De ahí, sólo hay un paso al prejuicio y la discriminación injusta.

En efecto, gran parte de los prejuicios raciales se explican por estos rasgos universales y atávicos que tuvieron algún sentido de supervivencia en la prehistoria o, como mucho, cuando no existían los antibióticos. Claro está que ninguno de estos procesos, ni en la actualidad ni en el paleolítico, operan conscientemente, sino que sólo se experimentan como una potente reacción desagradable involuntaria. Una vez presente, tal vez podemos buscarle conscientemente algunas explicaciones más o menos racionales y, por supuesto, hoy habremos de combatirlas por ser una de las raíces de muchos prejuicios injustos.

Los dos sistemas inmunológicos

Así las cosas, nuestro organismo presenta una doble barrera defensiva. Al ya bien conocido sistema inmunológico biológico (reactivo al ingreso de patógenos), se le antepone otro: el sistema inmune conductual, el cual actúa preventivamente, antes de que los microorganismos peligrosos penetren. Arrancando con la reacción emocional universal del asco, se desencadenan una serie de conductas que obstaculizan la entrada de los agentes agresores. Ahora bien, las formas puntuales que adopte la operación del sistema van a depender de diferencias individuales moldeadas por la cultura, la personalidad y la historia personal de aprendizaje de cada individuo.

Si bien en lo que resta de este artículo nos referiremos al aprendizaje que opera en el plano del sistema inmune conductual, no está de más recordar que el sistema inmunológico biológico también aprende. En efecto, una vez que se produce una infección, genera una memoria del virus de suerte tal de accionar una respuesta más rápida y efectiva en caso de una segunda agresión del mismo patógeno. Así, los llamados anticuerpos son el resultado de una primera infección, los cuales nos protegen contra una eventual segunda infección similar. La ciencia moderna ha aprovechado justamente esta característica para fabricar las vacunas, uno de los mayores logros del conocimiento científico que muchas veces no alcanzamos a apreciar. Sólo para dimensionarlo, tengamos presente que antes de la introducción de vacunas y antibióticos más de la mitad de los niños morían por infecciones y otros tantos quedaban con secuelas para toda la vida.

El sistema inmune conductual presenta variaciones

Podríamos esquemáticamente identificar tres etapas en el procesamiento de la información del sistema inmune conductual: primero, la detección de potenciales estímulos contaminados a partir de señales preparadas biológicamente, segundo, el procesamiento y asignación de significado a tales señales como potencialmente peligrosas con la consecuente reacción subjetiva de asco y desagrado y, finalmente,  una tercera etapa de reacciones conductuales defensivas.

El aprendizaje que module al sistema puede ocurrir en cualquiera de las etapas del procesamiento. Y aunque tal calibración puede en principio suceder en cualquier sentido, el sistema se encuentra diseñado para fácilmente aumentar su sensibilidad y no para disminuirla. En esta característica, se asemeja a otros sistemas defensivos, como el de la emoción ansiedad o el proceso de estrés en general; los cuales cometen más el error del falso positivo y no el del falso negativo. Expliquemos esto con un poco más de detalle.

Enfrentados a estímulos comestibles de dudosa procedencia o con algún estado de descomposición, nuestros antepasados tuvieron que tomar la decisión acerca de si ingerirlos o no. ¿Qué error costaría más caro desde la supervivencia y la reproducción? El error del optimista, el falso negativo, consistiría en pensar que el alimento está en buen estado como para ser ingerido, creer equivocadamente que no hay peligro, pero que en realidad esté putrefacto y al consumirlo corramos el riesgo de morir intoxicados. Contrariamente, el error del pesimista, el falso positivo, implicaría pensar que el alimento está ya en estado de putrefacción, conlleva peligro, y equivocadamente no comerlo, en cuyo caso el peor resultado posible es pasar hambre, sin que, en general, la supervivencia se vea amenazada. De este modo, a lo largo de miles de años, el sistema de detección de potenciales infecciones se ha ido calibrando más hacia la sensibilidad. Esta característica también se refleja en el aprendizaje, pues resulta mucho más fácil adquirir asco frente a un estímulo que extinguirlo una vez que ya lo tenemos aprendido. El parecido con el miedo se revela evidente; la adquisición se produce muy sencillamente, frecuentemente con tan solo una experiencia aversiva; pero la extinción requiere muchos esfuerzos y varias prácticas.

Al hacer este tipo de razonamientos acerca de por qué el sistema inmune conductual evolucionó como lo hizo, siempre debemos tener presente que hubo otras fuertes fuerzas evolutivas operando en simultáneo. Nuestros parientes del paleolítico no contaban con heladeras ni freezers, ni tampoco con la inmensa cantidad y variedad de alimentos de la que disponemos los humanos modernos. Así, es probable que diferentes presiones de selección hayan operado en ambientes ancestrales alejados en el tiempo y espacio, dando así las bases para diferencias individuales y un sistema flexible capaz de adaptarse a entornos disímiles.

En efecto, un sistema que cumpla eficazmente con la función de protegernos debe ser sensible a ciertos cambios internos y externos. La evidencia sugiere que sí lo es, incluso en detalles poco esperados. Por ejemplo, se ha mostrado que en cuanto alguna condición médica disminuye la respuesta inmunitaria biológica, el sistema inmune conductual aumenta su reactividad. Asimismo, las personas que son tratadas con fármacos inmunosupresores tienden a experimentar más reacciones de desagrado con sus consecuencias emocionales, fisiológicas y conductuales. Remarquemos dos detalles: en primer lugar, los casos anteriores plantean la interesante y poco estudiada aún posibilidad de que los dos sistemas inmunes, el biológico y el conductual, actúen con algún grado de coordinación; en segundo lugar, observemos que el incremento de la reactividad del sistema inmune conductual ocurre incluso cuando la inmunosupresión se opera “artificialmente”, vale decir, como consecuencia de la administración de un medicamento y, por ende, el organismo se halla más vulnerable por causas no “naturales”. Pero también hay ejemplos de este último tipo. El más documentado es el estado de embarazo y posterior lactancia. Teniendo en cuenta que en tales periodos las mujeres se hayan en un estado de mayor vulnerabilidad ante potenciales infecciones, el sistema se torna más sensible. Se ha documentado que durante la gestación y lactancia aumenta tanto la intensidad de la reacción subjetiva de asco como la gama de estímulos ante los cuales se gatilla. Por supuesto, también se nota un incremento en las reacciones conductuales de evitación y escape, que entre otras consecuencias acarrea las características nauseas y vómitos, especialmente durante el primer trimestre de gestación.

El sistema también es sensible a los cambios externos naturalmente. El estar en espacios sucios, contaminados, o tan solo desconocidos favorece un incremento de la reactividad. ¿Y qué hay de los fenómenos sociales y culturales? Por supuesto, no pueden obviarse, menos aún en el entorno de una pandemia. Así, el observar a otras personas enfermas, incluso verlas morir o saber de ello, escuchar frecuentemente noticias e historias sobre un virus que anda dando vueltas y que puede matarnos, definitivamente no hace más que incrementar la operación del sistema. Claro está, esto es un rasgo adaptativo, especialmente cuando uno recuerda el mundo superpoblado en el cual vivimos. Hoy los humanos “vivimos en el planeta entero”, no sólo porque  hay humanos en todo el planeta, por supuesto,  sino también porque tenemos la capacidad de influirnos unos a otros incluso cuando vivimos a miles de kilómetros de distancia. Y la pandemia actual no hace más que confirmarlo.

¿En qué circunstancias observamos que el sistema se descalibra y produce problemas?

Dicho lo anterior, se entenderá que es más probable que los problemas ocurran por reacciones exageradas que por reacciones tenues. En efecto, esto es la regla, aunque admite excepciones.

Una de las primeras formas en las que el sistema inmune conductual se descalibra hacia el polo de la hipersensibilidad se da ya desde la primera fase, la detección de los estímulos potencialmente contaminados. Así, desde los olores de putrefacción, la suciedad o las secreciones de otros individuos, el asco se generaliza hacia los objetos y las personas que pudieron haber entrado en contacto con ellos. Por ejemplo, alguien que asiste a una oficina pública a efectuar un trámite, puede pensar que otras personas fueron al baño, luego de lo cual salieron y tocaron picaportes, mesas y sillas; por ende, sentir el ambiente contaminado. La reacción de desagrado se amplía desde los sentidos inicialmente involucrados, como el olor y el sabor, hacia la visión; de modo tal que algunas personas no pueden ver heces, mucosidades o incluso pelos.

El lector informado en psicopatología empezará ya a notar las similitudes con un diagnóstico bien estudiado y aún poco comprendido:  el trastorno obsesivo compulsivo (TOC). En efecto, en algunas formas de este trastorno el sistema inmune conductual se torna hiperreactivo, generando gran parte de la sintomatología que observamos. La reacción de asco puede aumentar en la instancia del procesamiento, vale decir, en la etapa de asignación del significado. Nuevamente, el TOC nos sirve de ejemplo pues se trata de un cuadro en el cual el pensamiento equivale a las acciones. Es relativamente frecuente encontrar casos de pacientes con TOC que evitan pensar en objetos contaminados, o que ante la aparición de un pensamiento intrusivo relacionado con objetos contaminados, llevan adelante neutralizaciones variadas. Desde la contaminación física biológica de los objetos, muchos individuos fluyen hacia la contaminación moral; dando como resultado imágenes y verbalizaciones prohibidas; en efecto, el asco resulta también una reacción emocional frecuente ante la idea de actos inmorales. En el terreno del TOC, los ejemplos característicos son los subtipos con ideación sexual, TOC de pedofilia y TOC homosexual.

Finalmente, la tercera etapa del sistema inmune conductual también suele padecer de excesos. Los hábitos de higiene y limpieza constituyen uno de los grandes avances de la cultura en el sentido que un esfuerzo colectivo orientado a la erradicación de patógenos es más eficaz que uno llevado individualmente. Los microorganismos agresores viven predominantemente dentro de los seres humanos, con lo cual la supervivencia radica no únicamente en un esfuerzo individual, sino también en que los otros que conviven conmigo se esmeren en erradicar a los gérmenes. De ahí es que las prácticas culturales de higiene y esterilización se transmitan de generación en generación, muchas veces sin un conocimiento claro acerca del por qué se efectúan de cierto modo. Esto también explica por qué las personas que no adhieren adecuadamente a estos hábitos suelen ser objeto de discriminación y hasta ostracismo por parte de sus pares. En casi todas las culturas, a las personas con aspecto de enfermedad y/o suciedad se las discrimina. Como ya mencionamos, el sistema inmune conductual posee una fuerte relación con la psicología del prejuicio, pero este no es el tema de nuestro trabajo.

De la sobrerreacción a la psicopatología

Como tantas veces hemos comprobado, los sistemas que evolucionaron para protegernos pueden volverse en nuestra contra y, en efecto, lo hacen. Mucha de (tal vez casi toda) la psicopatología que observamos en la vida moderna tiene que ver con algún rasgo evolutivamente adaptativo proveniente de tiempos inmemoriales, el cual se exacerba y desregula en un ambiente nuevo para el cual no fue diseñado. El sistema inmune conductual no es ninguna excepción.

A medida que avanzamos en el artículo, el TOC surgió como un ejemplo obligado de la desregulación del sistema. Los centros involucrados en la reacción de asco se solapan muchísimo con los que se ven comprometidos en el TOC; de hecho, son los mismos: corteza cingulada anterior, corteza temporal anterior, córtex prefrontal medial, córtex visual, ganglios basales.

El TOC es un cuadro complejo, con muchas aristas y subtipos; probablemente en algunos años la entidad que hoy nosotros llamamos TOC se convierta en un abanico diferente de cuadros relacionados. En este sentido, hay formas del TOC que evidencian mucho más notoriamente el funcionamiento de un sistema inmune conductual reactivo. Se trata de los subtipos de contaminación, lavado y en general todos aquellos que en alguna medida engloban reacciones de asco ante gérmenes reales o imaginarios. También algunos casos de TOC más puramente evitadores, pues si bien no se encuentran obsesionados con los gérmenes, son estos agentes los que supuestamente se evitan. Algunas veces, las conductas de evitación y escape se encuentran tan incorporadas que el paciente pierde de vista el sentido inicial por el cual comenzó a ejecutarlas. En estos casos, basta tan solo con propiciar un poco de exposición como para observar que se disparan temores relacionados con microorganismos, enfermedades y contaminación. Algo similar sucede a veces con algunas formas de chequeo y verificación. Frecuentemente, las compulsiones de esta clase se encuentran orientadas a asegurarse de que los objetos se hallan limpios, pulcros, sanitizados o que, simplemente, no hayan tenido contacto con lo que se considera contaminado.

Una de las características más llamativas del TOC también se revela como una exacerbación de uno de los mecanismos protectores del sistema inmune conductual. Como hemos dicho, se reacciona con asco ante lo que se considera contaminado pero también ante lo que ha tomado contacto con aquello que se considera contaminado. Hasta cierto punto, tiene una lógica preventiva de salud; así, por ejemplo, si mi reloj ha caído en el piso sobre una montaña de comida en estado putrefacto, resulta natural que yo reaccione con asco y tome medidas correspondientes de higiene.

En el TOC esta pauta se lleva a límites extremos. Primariamente, muchos o todos los estímulos que el paciente considera contaminados no lo están objetivamente, vale decir, el paciente sobreexagera la probabilidad de transmisión de gérmenes. Pero esto es algo que ya sabemos. Lo que realmente a veces establece una patología sin límites es la exacerbación del mecanismo de contaminación por contacto, vale decir, la experiencia de que lo contaminado pasa de uno a otro objeto indefinidamente, en una cadena que no halla su final. Por supuesto, esto está en la mente de quien lo padece. Así, por ejemplo, se cree que la sal trae mala suerte, pero como la sal está sobre la mesa ya también la mesa trae mala suerte y de ahí todo lo que yacía sobre la mesa, por ende todo tiene que ser adecuadamente limpiado mediante compulsiones de lavado. En estos casos, aparte de la irracionalidad de las obsesiones, lo cual no es ninguna novedad en este cuadro, asistimos a la generalización de un mecanismo cuyo valor adaptativo y funcionalidad radica en el mundo físico, pero no en el plano del pensamiento. En otras palabras, los pensamientos no contagian, tampoco lo hacen las sensaciones.

El TOC de subtipo de religiosidad/moralidad constituye a veces otro ejemplo de desvirtuación del mecanismo. En estos casos, el sujeto experimenta la intrusión de un pensamiento blasfemo, ofensivo, moralmente punible; a partir del cual lo que está presente tanto en el ambiente físico, pero también mental, se considera contaminado y gatilla neutralizaciones. Podríamos continuar escribiendo muchas páginas sobre la relación del TOC con el sistema inmune conductual, pero nuestro objetivo se orienta únicamente a señalar el vínculo. Lo mismo afirmamos del grupo de patologías que mencionamos a continuación.

El ámbito de la ansiedad ante la salud es otro de los más relacionados con el tema en discusión. La expresión identifica a un conjunto de problemas cuyo denominador común radica en la interpretación catastrófica de señales corporales benignas; incluye desde diagnósticos formales como la Hipocondría hasta algunos objetos de estudio más novedosos como la Cibercondría. La mayoría de estos cuadros muestran algún grado de sobreactivación del sistema inmune conductual. Las reacciones no se manifiestan tan evidentes como en el TOC, pues en los desórdenes de la ansiedad ante la salud la respuesta predominante no es tanto el asco, sino el miedo o la ansiedad. Así, ante sensaciones corporales menores, las personas experimentan ideas como tener un infarto, estar desarrollando un cáncer o perder la vista. Frecuentemente, el miedo a las sensaciones se extiende hacia los posibles agentes imaginarios que pueden provocarlas; gérmenes y contaminantes de los cuales hay que defenderse para no enfermar. De este modo, la reacción de miedo se interpone como barrera defensiva primaria, generando conductas de evitación y escape de los elementos contaminados que, de ser confrontados, producirían asco y activarían el sistema inmune conductual.

Algunos individuos con ansiedad ante la salud se mantienen atentos a los signos de resfriado en los demás; no sienten asco, sienten miedo de ellos y, por lo tanto, los evitan. Otras personas presentan conductas de evitación de hospitales, sanatorios u otros entornos médicos, los cuales se valoran como potenciales transmisores de enfermedades. Sorprendentemente, muchas de las enfermedades que supuestamente se evitan no son de transmisión infectocontagiosa, como por ejemplo el cáncer. Esto por supuesto llama la atención respecto de potenciales relaciones con el TOC. Sin entrar en detalles, sí diremos que ambos grupos de entidades psicopatológicas mantienen fuerte relación; en gran medida por compartir tal vez un mecanismo subyacente, el sistema inmune conductual.

El actual COVID-19 es sin lugar a dudas una amenaza real e importante a la salud; como pandemia global requirió y requiere acciones colectivas para ser contenida hasta la implementación global y exitosa de las vacunas. No se puede negar la peligrosidad del virus: es nuevo y, por ende, nadie tiene anticuerpos, se transmite fácilmente, con un largo periodo de incubación que por varios días deja a su portador tanto asintomático como ignorante de que está esparciendo un agente infeccioso, y posee una alta tasa de letalidad: unas 10 veces más que la gripe común. Todo esto es más que claro, el COVID-19 es una amenaza muy seria. Ahora bien, ¿por qué los seres humanos no tomamos con la misma seriedad y, por ende, efectuamos las conductas de prevención para otras enfermedades que matan a más personas? ¿Por qué las tan necesarias medidas que se han llevado adelante para el COVID-19 no encuentran un reflejo en enfermedades cardiovasculares o el cáncer?

La respuesta ya se ha desarrollado claramente a lo largo de este trabajo. No hay preparación biológica para temer al cáncer o a las enfermedades cardiovasculares pues ellas no mataron a nuestros ancestros, quienes en su mayoría no eran lo suficientemente longevos como para desarrollarlas. Por otra parte, las conductas de prevención necesarias para las enfermedades modernas contrarían nuestros impulsos más básicos de alimentación.

El COVID-19 ha disparado el miedo y las consecuentes conductas de prevención; las razones de ello yacen en nuestras raíces biológicas y psicológicas atávicas que una vez más, en medio de un mundo tecnológico y globalizado, nos vuelen a proteger como hace millones de años; con una barrera defensiva, con un sistema inmune en el comportamiento.

Por: Carmela Rivadeneira, José Dahab y Ariel Minici. 

Artículo publicado en CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.

  • Salud Mental y Tratamientos

Características conductuales de los trastornos de ansiedad

  • CETECIC
  • 30/03/2021

Ema tiene una molestia abdominal, le comenta a su esposo: “Me duele un poco la panza, ¿será algo serio? ¿Vos qué creés?”. Carlos se acerca a su casa diciéndose a sí mismo: “No tiene por qué haber pasado nada, es un día normal, van a estar todos bien, pero… ¿y si no? ¿Si alguien entró y lastimó a mis hijos? Basta, no puedo siempre pensar lo peor”. Cecilia sale de su trabajo apurada, nota que olvidó su botella de agua, regresa rápido pensando: “No, no me voy a ir sin el agua… hace calor… no me quiero desmayar”.

¿Qué tienen en común todos estos ejemplos? Se trata de personas llevando adelante conductas de evitación y escape de su ansiedad.

  • Ema padece ansiedad ante la salud pues interpreta como señales de enfermedades graves a las sensaciones menores y normales de su cuerpo; por ende, busca reaseguro en su esposo para tranquilizarse.
  • Carlos padece de un trastorno de ansiedad generalizada, se le presentan imágenes terribles y catastróficas en su conciencia que le generan mucha angustia; trata de calmarse con autoverbalizaciones, que acaban por convertirse en preocupaciones.
  • Cecilia sufre de un desorden de pánico, teme que el calor la lleve a un mareo y, como consecuencia, a un desmayo, por eso siempre sale con una botella de agua.

Cuando hablamos de ansiedad, miedo, angustia, o incluso cuando usamos la palabra malestar, rápidamente solemos asociarlo con estados emocionales vivenciados, lo cual es a todas luces correcto… pero incompleto. En efecto, millones de años de evolución no tuvieron lugar solo para que los seres humanos modernos vivenciemos una amplia y colorida paleta de emociones que podamos traducir en pinturas, poesías e historias de amor; esto último puede ser tan solo un subproducto accidental de la forma en que nuestro cerebro fue moldeado por la selección natural para resolver desafíos progresivamente más complejos y novedosos, pero también muy pragmáticos. Tales desafíos requieren intervenciones conductuales en un mundo real, físico y social, especialmente social. En este marco, los patrones emocionales ricos e intrincados poseen una arista conductual que es tan o más importante que la misma experiencia emocional subjetiva. O, mejor dicho, las emociones también son conductas, tanto como lo son los pensamientos, la activación fisiológica y la vivencia subjetiva.

En el contexto del análisis conductual, las emociones negativas conducen casi invariablemente a reacciones para aliviarse. En algunos casos simples, como las fobias específicas, este mecanismo es fácil de observar; pero en otros cuadros de mayor complejidad, como la fobia social o el desorden de ansiedad generalizada, el proceso tiene lugar de forma más sutil, siguiendo algunas generalidades, pero siempre con rasgos específicos de la persona. De este modo, si bien sí podemos hallar algunos denominadores comunes en las formas de evitación y escape del malestar emocional propias de cada desorden, este tipo de análisis tiene un límite idiosincrásicamente establecido de acuerdo con la historia de aprendizaje de cada sujeto.

Hacemos a continuación un recorrido por algunos desórdenes de ansiedad y sus manifestaciones conductuales de evitación y escape más comunes.

Fobias simples

Este es probablemente el desorden donde más fácilmente observamos las conductas de evitación y escape. Generalmente, el fóbico conoce las situaciones en las cuales aparece el foco de su miedo y directamente las evita. Así, quien padece fobia al encierro no viaja en subtes ni asensores, quien teme a los sapos no va a zonas rurales y quien teme a las alturas no se asoma por balcones. En estos casos, se trata de evitaciones simples y llanas; podríamos definir a las conductas por su omisión. En caso de que la persona que padece la fobia se vea inesperadamente expuesta a lo que teme, entonces escapa, es decir, se aleja del objeto, no sin algún grado de desorganización en su comportamiento. Por ejemplo, si alguien teme a las aves y repentinamente se le acerca una bandada de pájaros, correrá en la dirección opuesta.

Más allá de lo dicho, ya incluso en este cuadro asistimos a algunas complejidades. Por ejemplo, el fóbico a las tormentas no puede escapar si una de estas se avecina. En este caso, las conductas de evitación y escape suelen consistir en permanecer en ciertos lugares que se consideran más seguros que otros, o en compañía de ciertas personas que, según se cree, los protegerán.

Ya en las fobias simples adquiere un valor capital el análisis funcional del caso. Así, dos personas temen a los espíritus y otras entidades del más allá que, por supuesto, no existen, cosa que ambos reconocen. Para aliviar su miedo, uno de ellos se acuesta y deja varias luces prendidas, incluso la televisión o radio para que genere ruido y lo distraiga, pero no se levanta de la cama de noche pues tiene miedo; deja incluso un urinal portátil cerca para ni siquiera salir al baño. El otro, que teme a lo mismo, tiene miedo de que el espíritu se haya escondido en algún lugar de la casa; por lo tanto, ante el menor ruido, se asusta y por ende se levanta de la cama a revisar el baño y los placares. Observemos que, ante el mismo miedo, se producen conductas de evitación y escape diferentes: uno se queda quieto en la cama mientras que el otro se levanta a revisar.

Trastorno de pánico

El foco de miedo de este cuadro son las propias sensaciones corporales y, por extensión, los entornos en los cuales ellas puedan dispararse. Así, quien padece trastorno de pánico teme a su propia taquicardia, respiración agitada, calor, sensación de mareo; un sentido al que se conoce como propiocepción o interocepción. Dado que estas sensaciones tienen mayor probabilidad de dispararse en algunos contextos como el ascensor, subte o en la calle estando solo, entonces el foco de miedo se generaliza a ellos.

En principio, lo que el individuo intentará evitar son las propias sensaciones corporales. Así pues, encontramos personas que no hacen actividad física, procuran no hacer movimientos vigorosos o incluso tener relaciones sexuales, ya que todas estas actividades incrementan la propiocepción. En otros casos las evitaciones son más sutiles, como por ejemplo tener a mano una botella con agua para no sentir nunca sequedad en la garganta o levantarse de la cama lentamente para no experimentar mareos.

Ahora bien, así como el miedo se generaliza desde las sensaciones a los contextos que las gatillan, las evitaciones también. De este modo, quienes sufren de pánico suelen evitar lugares que de modo idiosincrásico o convencional se han asociado al disparo de la propiocepción: subtes y ascensores (pues ahí se teme que falte el aire) o lugares donde hace calor (pues se cree que ello lleva al mareo y por ende, a un potencial desmayo). En ocasiones se rehúye del mero hecho de permanecer solo, pues en caso de que se activen las tan temidas sensaciones no se dispone de alguien que pueda ayudar.

Fobia social

En este caso, el foco de temor radica en la potencial valoración negativa y rechazo por parte de los otros. De este modo, el fóbico social teme que “piensen mal de mí”, “hacer un papelón y quedar mal”, “quedar como un tonto”, entre otras valoraciones negativas provenientes de los demás. Dado que lo que el individuo teme solo puede acaecer en situaciones de potencial escrutinio social, ello objetiviza a la primera y más obvia conducta de evitación: no asistir a eventos sociales con personas fuera del círculo íntimo. Pero hay más…

Casi nadie puede evitar por completo permanecer en ambientes con desconocidos o incluso tener algún grado de interacción con ellos, motivo por el cual los comportamientos de evitación y escape van adquiriendo otras formas. Probablemente, lo que sigue en orden de frecuencia y complejidad es quedarse quieto, en silencio y pasar lo más desapercibido posible. Así, en aulas o reuniones donde me veo obligado a permanecer, puedo evitar que “piensen mal de mí” si me quedo callado y solo interacciono lo mínimo necesario. Pero esta misma actitud de silencio y quietud puede también llamar la atención: “¿no pensarán acaso los demás que soy un tonto que me quedo callado todo el tiempo porque no sé qué decir?” Este tipo de cogniciones disparan un tercer nivel de conductas de evitación y escape, más sutiles aún.

En situaciones sociales donde me veo obligado a permanecer, por ejemplo, puedo fingir responder mensajes de mi teléfono celular para que, eventualmente, los demás crean que si yo no hablo esto se debe a que estoy muy ocupado con un asunto que no puedo postergar. De este modo, no van a creer que “no hablo porque soy un tonto que no sé qué decir”, sino que pensarán que “no hablo porque estoy muy atareado contestando mis redes sociales”.

Finalmente, existen situaciones sociales en las cuales no solo las personas nos vemos obligados a permanecer sino también a interactuar. Por ejemplo, al llegar a ciertas materias de la facultad en la primera clase, tenemos que presentarnos o, en algún momento, debemos exponer frente a todos nuestros compañeros un trabajo práctico que hemos preparado. En tales ocasiones, suele existir el temor a que mi voz se afine y no pueda hablar, en cuyo caso una conducta de evitación frecuente consiste en fingir una afonía y una tos; así, si sucede que me cuesta hablar, los demás lo van a atribuir a mi condición médica y no a mi miedo. Y si temo ponerme colorado y transpirar, puedo mantenerme abrigado cuando hace calor, de modo tal que, si me sonrojo, las demás personas creerán que es porque tengo calor y no porque tengo vergüenza. Algunas personas temen que se les formule una pregunta espontánea a la cual tengan que improvisar una respuesta; por ende, prefieren hablar primero, dar sus opiniones y puntos de vista inicialmente pues sienten que se han sacado el problema de encima y es menos probable que alguien les vuelva a pedir que intevengan.

Como se observa, el abanico de comportamientos de evitación y escape va complejizándose en la fobia social, ya no se trata de irse de la situación, sino que se llevan adelante conductas que tienen un sentido personal. Se denominan conductas de reaseguro a las conductas de evitación y escape que no son francas y abiertas sino que, siendo más sutiles y sofisticadas, evitan la ansiedad a partir de alguna creencia personal, como las mencionadas de fingir una afonía o abrigarse un día de calor. Como veremos a continuación, a mayor complejidad en la psicopatología, más específicas y enrevesadas las conductas de evitación y escape.

Trastorno de ansiedad generalizada

En el caso de este desorden, las cosas son un poco más complicadas pues, como su mismo nombre lo hace valer, el foco del miedo puede ser casi cualquier cosa: desde enfermarme o que me echen de mi trabajo actual hasta perder un trabajo futuro (al cual aún no he accedido), o que el nieto (que aún no tengo) pueda algún día tener un accidente. Efectivamente, los temas de preocupación de la ansiedad generalizada no solo se refieren a situaciones potencialmente problemáticas actuales sino que alcanzan escenarios imaginarios que en el futuro distante podrían volverse problemáticos. Recuerdo un caso de una mujer que estaba preocupada porque si alguna vez sus hijos tenían problemas económicos y no podían hacerse cargo de los gastos de sus nietos, ella no estaría en condiciones de ayudarlos… pero ella apenas tenía 28 años, no tenía nietos, ni hijos ni pareja, sí tenía una relación de algunos meses que parecía volverse estable.

Para los fines de este trabajo, diremos sencillamente que las personas que padecen ansiedad generalizada experimentan una reacción intensa de miedo y ansiedad ante imágenes catastróficas no realistas, las cuales poseen características sensoriales (especialmente visuales) capaces de activar fuertemente la fisiología del organismo. Esas imágenes se evitan mediante una cadena verbal; palabras que se convierten en preocupaciones y que interfieriendo con la aparición de las imágenes catastróficas, conllevan a una disminución de la activación fisiológica y la experiencia subjetiva de malestar. Así, las preocupaciones crónicas del cuadro son la conducta de evitación por excelencia.

Trastorno obsesivo compulsivo

Sabemos que las compulsiones son las formas de evitación del malestar generado por las obsesiones, esto es incluso parte de la definición misma del diagnóstico. La cuestión radica en que las compulsiones varían tanto desde una repetición mental hasta el lavado excesivo de partes del cuerpo, pasando por chequeos, evitaciones, movimientos corporales esterotipados, pensamientos recurrentes sobre un mismo tema, contar pasos y movimientos y un largo etcétera. Dada la multiplicidad de formas y colores del fenómeno, uno podría preguntarse qué es lo que le da unidad de “trastorno obsesivo compulsivo” a todos estos comportamientos. Hoy la respuesta es presencia de obsesiones y compulsiones, siendo las segundas una forma de evitación y escape del malestar. Dado que no podemos ocuparnos de un fenómeno tan extenso, sí miremos un aspecto que puede ser más fructífero a los efectos de esta discusión: los pensamientos intrusivos.

Uno de los rasgos cardinales del TOC consiste en la aparición de ideas absurdas, incoherentes y, especialmente, egodistónicas, que se entrometen en la consciencia del sujeto. Así, “voy a violar a un niño”, “saltaré por el balcón”, “le arrojo a alguien una brasa caliente”, “le pellizco el trasero a un desconocido en la calle”, “mi casa incendiada porque yo dejé una hornalla encendida”, son ejemplos de los pensamientos intrusivos que padecen las personas con TOC. Aunque no únicamente…

En verdad, este tipo de pensamientos resultan comunes a casi todo el mundo, las investigaciones reportan que un 90% de las personas los experimentan. Entonces, ¿qué tiene esto que ver con el TOC?

A diferencia de todos los demás, quienes padecen TOC no pueden evitar prestar atención y experimentar una reacción de temor por lo que piensan. En otras palabras, todos los demás, los que no sufren de TOC, simplemente dejan pasar estos pensamientos como una idea absurda, sin sentido o exagerada, que no conlleva ninguna importancia. En cambio, los individuos con TOC toman muy en serio lo que piensan, y creen que por pensar algo es entonces más probable que lo hagan; un fenómeno descripto como fusión pensamiento-acción. En este esquema, pensar y hacer son lo mismo o casi. Si pienso que “voy a patear a un mendigo en la calle”, entonces “soy un psicópata, un malvado que disfruta ver a la gente sufrir”; si se me cruza la idea intrusiva de que “puedo abusar sexualmente de un niño”, entonces “soy un pedófilo”, tengo miedo ahora de efectivamente hacerle daño a un menor y, por ende, me mantengo alejado de ellos. He ahí la conducta de evitación; la persona se aleja de plazas, parques, escuelas, procura no interactuar con menores. Claro está que quien lleva adelante estas conductas de evitación nunca ha hecho ninguna clase de ofensa sexual a un menor ni lo desea; contrariamente, siente incluso repulsión ante esta idea.

Repasemos: ¿dónde queda en este esquema la conducta de evitación? La persona que padece TOC experimenta un pensamiento intrusivo “me veo provocando un incendio en un cine”, a ese pensamiento intrusivo le sigue otro pensamiento que valora como peligroso al primero “lo pensé, entonces, tal vez lo haga, soy un pirómano”. Desde ese segundo pensamiento (interpretación del primero) se detona un estado de angustia y ansiedad, el cual se alivia escapando o evitando la situación identificada imaginariamente como peligrosa (no ir al cine).

Para el lector interesado en el tema, tenemos en esta revista un artículo que aborda la problemática de dos subtipos de TOC, TOC de pedofilia y TOC homosexual, en los cuales el proceso descripto es prominente. El artículo se llama Conceptualización y tratamiento del TOC con ideación sexual.

Ansiedad ante la salud

Si bien no se trata de un diagnóstico oficialmente incluido en las clasificaciones, designa un conjunto de fenómenos caracterizados por miedo, ansiedad, preocupación, angustia ante problemas de salud. Muy típicamente se trata de temores derivados de la interpretación exagerada de sensaciones o cambios corporales inocuos, aunque también incluye fenómenos como la fobia a la muerte o la exagerada sugestionabilidad ante noticias relacionadas con la salud.

En los casos más típicos, el proceso se inicia cuando la persona nota alguna sensación o cambio corporal menor en su cuerpo, como una picazón de garganta, un dolor de cabeza leve, un ligero malestar estomacal; vale decir, alguna molestia corporal menor y normal que no amerita intervención médica ni mayor atención. No obstante, quién padece de ansiedad ante la salud interpreta tales sensaciones como signos de una enfermedad grave. De este modo, piensa que el dolor de cabeza se debe a un tumor cerebral o el malestar estomacal acabará en una peritonitis que lo puede matar. Naturalmente, con estas cogniciones la ansiedad crece.

Nadie puede escapar de sus propias sensaciones corporales ni tampoco aliviarlas a voluntad. En estos casos, las conductas de evitación y escape adoptan la forma de buscar información tranquilizadora, que contradiga la interpretación catastrófica; se denominan así conductas de reaseguro, como ya hemos aclarado. Por ejemplo, los sujetos con ansiedad ante la salud suelen preguntar a sus familiares más cercanos qué creen de las sensaciones que ellos están experimentando. A veces, recurren a especialistas médicos o van rápidamente a una guardia. En otros casos, las personas efectúan frecuentes autoexámenes corporales en busca de signos de alguna enfermedad temida. Una figura muy común en la actualidad consiste en buscar la información en internet, lo cual puede conducir a otra clase de problemas, tanto así que ya tenemos acuñado un nuevo término para los casos en que las búsquedas de salud en la web se tornan excesivas y patológicas: cibercondría. Pero esto es otro tema.

Claro está que en algunos casos los individuos con ansiedad ante la salud procuran un alivio rápido de lo que en su cuerpo les molesta, por ende, también la evitación y el escape lleva al uso de fármacos que alivian sensaciones y dolores.

La gama de problemas que hoy se incluyen bajo la rúbrica genérica de “ansiedad ante la salud” resulta bastante amplia y variada; lo mismo podríamos decir de los estilos a los que conduce en cuanto a comportamientos de evitación y escape. De cualquier modo, el más común es la búsqueda de información, por cualquier medio disponible.

¿Por qué las conductas de evitación y escape?

En este punto, uno podría simplemente preguntarse: ¿siempre que hay ansiedad problemática hay conductas de evitación y escape? Pero mejor aún sería preguntarse: ¿siempre que hay ansiedad hay conductas de evitación y escape? La respuesta sería un rotundo sí, si muchas personas no lograsen el suficiente autocontrol para no ejecutarlas. En otras palabras, la ansiedad siempre conlleva la tendencia a las conductas de evitación y escape, pero muchas veces ellas no se llevan a cabo pues las personas, voluntaria e intencionalmente, logran inhibirlas; no sin algún grado de dificultad.

La ansiedad involucra naturalmente un patrón conductual de evitación y escape, pues su sentido evolutivo más fundamental radica en protegernos de un peligro inminente; no tendría razón de existir una emoción que se disparara frente a un peligro si no condujera a su vez a algún patrón defensivo del mismo. En efecto, en la vertiente comportamental de la ansiedad (como de cualquier otra emoción) radica la misma esencia de su existencia. Si no, ¿a qué fin serviría acaso experimentar ansiedad, con su concomitante liberación de adrenalina, aumento de la presión sanguínea y tensión muscular generalizada, especialmente en los miembros inferiores, si es que no vamos a correr? ¿Cuál es el sentido de tamaño despilfarro energético, si el mismo no hubiese servido alguna vez para huir de un predador y así sobrevivir? ¿Para qué la evolución habría favorecido tal derroche de calorías si no representara una ventaja de supervivencia y reproducción?

La ansiedad, problemática o no, conduce a conductas de evitación y escape del peligro que la detona, sea este razonable (como ser perseguido por un tigre en la prehistoria o un ladrón en las urbes modernas) o sea la amenaza completamente irracional o imaginaria, tal como se ve representado en cualquiera de los síndromes discutidos. La misma esencia de la función biopsicosocial de la ansiedad es este mecanismo defensivo, rehuir de los peligros. Así pues, sí, la ansiedad conduce a conductas de evitación y escape; dicho más claramente: la ansiedad es, en esencia, comportamiento, conductas de evitación y escape.

Por: Lic. Ariel Minici, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. José Dahab

Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia

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