Mary Harrington escribió un artículo contundente sobre cómo el consumo de contenido “chatarra” en internet está ampliando la brecha de desigualdad. Expone cómo los grupos económicos más poderosos están aprovechando esta tendencia para reforzar su control sobre las masas.
Lo interesante del ensayo es que muestra cómo las élites —con mayor poder adquisitivo— están tomando medidas activas para protegerse: limitan el uso de pantallas, pagan escuelas donde se restringe la tecnología, y priorizan el desarrollo de la lectura y la concentración en sus hijos. Mientras tanto, las personas con menos recursos no tienen ese margen de elección y quedan expuestas al consumo constante de videos y contenidos superficiales, lo que deteriora su comprensión lectora y su capacidad de atención:
La idea de que la tecnología está alterando nuestra capacidad no solo de concentración, sino también de lectura y razonamiento, está calando. Sin embargo, la conversación para la que nadie está preparado es cómo esto puede estar creando otra forma de desigualdad.
Piensa en esto comparándolo con los patrones de consumo de comida basura: a medida que las chucherías ultraprocesadas se han hecho más accesibles e inventivamente adictivas, las sociedades desarrolladas han visto surgir una brecha entre quienes tienen los recursos sociales y económicos para mantener un estilo de vida sano y quienes son más vulnerables a la cultura alimentaria obesogénica. Esta bifurcación tiene una fuerte influencia de clase: en todo el Occidente desarrollado, la obesidad se ha correlacionado fuertemente con la pobreza. Me temo que lo mismo ocurrirá con la marea de la postalfabetización.
La alfabetización a largo plazo no es innata, sino que se aprende, a veces laboriosamente. Como ha ilustrado Maryanne Wolf, académica de la alfabetización, adquirir y perfeccionar una capacidad de “lectura experta” de formato largo altera literalmente la mente. Reconfigura nuestro cerebro, aumenta el vocabulario, desplaza la actividad cerebral hacia el hemisferio izquierdo analítico y perfecciona nuestra capacidad de concentración, razonamiento lineal y pensamiento profundo. La presencia de estas características a escala contribuyó a la aparición de la libertad de expresión, la ciencia moderna y la democracia liberal, entre otras cosas.
Los hábitos de pensamiento formados por la lectura digital son muy diferentes. Como muestra Cal Newport, experto en productividad, en su libro de 2016, Céntrate, el entorno digital está optimizado para la distracción porque diversos sistemas compiten por nuestra atención con notificaciones y otras exigencias. Las plataformas de las redes sociales están diseñadas para crear adicción, y el mero volumen de material incentiva intensos “bocados” cognitivos de discurso calibrados para la máxima compulsividad por encima del matiz o el razonamiento reflexivo. Los patrones de consumo de contenidos resultantes nos forman neurológicamente para hojear, reconocer patrones y saltar distraídamente de un texto a otro, si es que acaso utilizamos nuestros teléfonos para leer.
La capacidad de concentración se ha vuelto un recurso escaso, y por eso mismo, cada vez más valioso. Si hay una habilidad que puede darte una ventaja real en el mundo actual, es esta: leer más libros y pasar menos tiempo frente a las pantallas.