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¿De qué me sirve?

  • 22/05/2025
  • Fabián Maero

Hay una queja recurrentemente formulada por estudiantes a los que un docente intenta desterrar de la ignorancia: ¿de qué me sirve saber esto? Es un reclamo que parece trascender las décadas, reemergiendo cada vez con la misma forma: ¿de qué me sirve aprender geografía, filosofía, biología? ¿para que quiero este o aquel conocimiento al cual no le veo una inmediata aplicación?

La objeción es tan burda que casi no merece réplica, pero una profesora de mi escuela secundaria solía responderla de manera brillante, diciéndonos: “Hoy no se acuerdan de lo que almorzaron hace tres semanas, pero todos modos ahora forma parte de ustedes” (1). Es una respuesta estupenda, y con el paso del tiempo he venido a adoptar esa observación como eje central de diferentes argumentos.

En primer lugar, por supuesto, es un estupendo argumento a favor del valor intrínseco de la educación y el cultivo del intelecto. Algunos aprendizajes son valiosos, no porque se puedan monetizar o emplear para conseguir una ventaja inmediata, sino porque nos hacen mejores, nos complejizan, ejercitan nuestra inteligencia y enriquecen nuestra experiencia y comprensión del mundo. Alguna vez me preguntaron si recuerdo todas las cosas que leo, a lo cual mi respuesta fue que por supuesto que no (me olvido de casi todo), pero lo que pasa es que no leo para recordar sino para ser transformado por lo que leo, para formarme más que para informarme. No sólo los músculos necesitan alimento y ejercicio para no atrofiarse.

El segundo uso que suelo hacer de esa observación es clínico. De tanto en tanto necesito indicar algún tipo de registro detallado entre sesiones; activación conductual para depresión, por ejemplo, requiere registrar la actividad que se realiza cada hora, a lo largo del día, todos los días. En esos casos, aquella observación de que incluso lo no recordado forma parte de nosotros resulta una buena manera de transmitir la utilidad de un registro tan engorroso.

En efecto, nuestra energía y estado de ánimo dependen en gran medida de lo que hacemos con nuestro tiempo. Es casi trivial señalar que pasar una tarde tirados en la cama mirando el techo tendrá un efecto diferente en el estado anímico que una tarde transcurrida conectando con algo significativo. Lo que hicieron hace tres días a las dos de la tarde ha contribuido a su estado anímico actual, pero la cuestión es que probablemente les cueste recordar con precisión qué estaban haciendo en ese momento y cómo se sintió.

Este fenómeno se agudiza en cuadros depresivos, ya que el malestar hace que sea muy difícil ver lo que sucede más allá del malestar inmediato. Y así como aquello que almorzamos hace tres semanas participa de nuestra salud física actual, lo que hicimos hace tres semanas participa de nuestro estado anímico actual, de manera que contar con un registro de esas actividades es una manera de volvernos más concientes de ello y permitirnos hacer algo al respecto (no se puede cambiar lo que no se ve).

El tercer uso que le doy a esa observación está al servicio de una cierta humildad y desconfianza respecto a explicaciones e interpretaciones de la conducta propia y ajena. Que aquello que almorzamos hace tres semanas forme parte de nosotros aunque no lo recordemos significa también que estamos destinados a desconocer mayormente por qué nos pasa lo que nos pasa.

Cuando alguien me pregunta por qué tomé alguna decisión importante, como estudiar psicología o mudarme a Buenos Aires, mi respuesta suele ser que no lo sé, y creo que es la respuesta más honesta que puedo dar. Como nuestra salud, lo que hacemos está influido por variables que están fuera de nuestro conocimiento, sea porque las hemos olvidado o porque nunca fuimos concientes de ellas en primer lugar (para el conductismo la inconsciencia es la condición primera de la conducta). Sé que lo que pasó durante el año 2007 tuvo que haber afectado lo que hice en años subsiguientes y quién soy hoy, pero me costaría recordar más que un par de eventos de todo ese año.

Aunque pueda acuñar explicaciones razonables para mis decisiones, aquella observación me recuerda que en última instancia desconozco todas las variables en juego, toda la historia involucrada. No sé a ciencia cierta por qué me enamoré, por qué decidí estudiar psicología, por qué me mudé a Buenos Aires; puedo identificar y conjeturar algunos factores, pero eso es muy diferente de saber a ciencia cierta sus causas, que en rigor de verdad están enterradas para siempre en mi historia.

Lo mismo aplica para las conjeturas clínicas. Las acciones de mis pacientes están afectadas no sólo por aquello que han olvidado, sino también por aquello que nunca registraron en primer lugar –recuerdo una investigación que afirmaba que el nivel de ruido de un área es predictor de depresión, pero es algo que pasaría completamente desapercibido en una evaluación clínica. De manera que mis conjeturas son siempre inevitablemente incompletas –más aún, desconozco de qué forma son incompletas. Esto no las vuelve completamente inútiles, pero saberlo me hace tomarlas con un grano de sal, y formularlas de manera benigna (si voy a errar, prefiero hacerlo hacia el lado de la gentileza).

A fin de cuentas, mi profesora tenía razón. Esa réplica, una frase formulada al pasar para lidiar con alumnos cerriles, terminó insospechadamente formando parte de mí, guiándome incluso décadas más tarde.

(1) Alejandro Dolina suele responder a la misma objeción diciendo “depende de qué quiera ser uno; si uno quiere ser una gallina, le bastará con aprender a poner huevos”.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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Fabián Maero

Psicólogo y profesor, atiende pacientes y cuando le queda tiempo libre escribe información biográfica en tercera persona en Psyciencia. Demasiado online para su propio bien, intenta difundir terapias que funcionen y sean adecuadas en el contexto sudamericano; pese a esto, dicta regularmente talleres, escribe artículos y libros, con más entusiasmo que criterio.

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