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Publicaciones por autor

Fabián Maero

142 Publicaciones
Psicólogo y profesor, atiende pacientes y cuando le queda tiempo libre escribe información biográfica en tercera persona en Psyciencia. Demasiado online para su propio bien, intenta difundir terapias que funcionen y sean adecuadas en el contexto sudamericano; pese a esto, dicta regularmente talleres, escribe artículos y libros, con más entusiasmo que criterio.
  • Artículos de opinión (Op-ed)

¿De qué me sirve?

  • Fabián Maero
  • 22/05/2025

Hay una queja recurrentemente formulada por estudiantes a los que un docente intenta desterrar de la ignorancia: ¿de qué me sirve saber esto? Es un reclamo que parece trascender las décadas, reemergiendo cada vez con la misma forma: ¿de qué me sirve aprender geografía, filosofía, biología? ¿para que quiero este o aquel conocimiento al cual no le veo una inmediata aplicación?

La objeción es tan burda que casi no merece réplica, pero una profesora de mi escuela secundaria solía responderla de manera brillante, diciéndonos: “Hoy no se acuerdan de lo que almorzaron hace tres semanas, pero todos modos ahora forma parte de ustedes” (1). Es una respuesta estupenda, y con el paso del tiempo he venido a adoptar esa observación como eje central de diferentes argumentos.

En primer lugar, por supuesto, es un estupendo argumento a favor del valor intrínseco de la educación y el cultivo del intelecto. Algunos aprendizajes son valiosos, no porque se puedan monetizar o emplear para conseguir una ventaja inmediata, sino porque nos hacen mejores, nos complejizan, ejercitan nuestra inteligencia y enriquecen nuestra experiencia y comprensión del mundo. Alguna vez me preguntaron si recuerdo todas las cosas que leo, a lo cual mi respuesta fue que por supuesto que no (me olvido de casi todo), pero lo que pasa es que no leo para recordar sino para ser transformado por lo que leo, para formarme más que para informarme. No sólo los músculos necesitan alimento y ejercicio para no atrofiarse.

El segundo uso que suelo hacer de esa observación es clínico. De tanto en tanto necesito indicar algún tipo de registro detallado entre sesiones; activación conductual para depresión, por ejemplo, requiere registrar la actividad que se realiza cada hora, a lo largo del día, todos los días. En esos casos, aquella observación de que incluso lo no recordado forma parte de nosotros resulta una buena manera de transmitir la utilidad de un registro tan engorroso.

En efecto, nuestra energía y estado de ánimo dependen en gran medida de lo que hacemos con nuestro tiempo. Es casi trivial señalar que pasar una tarde tirados en la cama mirando el techo tendrá un efecto diferente en el estado anímico que una tarde transcurrida conectando con algo significativo. Lo que hicieron hace tres días a las dos de la tarde ha contribuido a su estado anímico actual, pero la cuestión es que probablemente les cueste recordar con precisión qué estaban haciendo en ese momento y cómo se sintió.

Este fenómeno se agudiza en cuadros depresivos, ya que el malestar hace que sea muy difícil ver lo que sucede más allá del malestar inmediato. Y así como aquello que almorzamos hace tres semanas participa de nuestra salud física actual, lo que hicimos hace tres semanas participa de nuestro estado anímico actual, de manera que contar con un registro de esas actividades es una manera de volvernos más concientes de ello y permitirnos hacer algo al respecto (no se puede cambiar lo que no se ve).

El tercer uso que le doy a esa observación está al servicio de una cierta humildad y desconfianza respecto a explicaciones e interpretaciones de la conducta propia y ajena. Que aquello que almorzamos hace tres semanas forme parte de nosotros aunque no lo recordemos significa también que estamos destinados a desconocer mayormente por qué nos pasa lo que nos pasa.

Cuando alguien me pregunta por qué tomé alguna decisión importante, como estudiar psicología o mudarme a Buenos Aires, mi respuesta suele ser que no lo sé, y creo que es la respuesta más honesta que puedo dar. Como nuestra salud, lo que hacemos está influido por variables que están fuera de nuestro conocimiento, sea porque las hemos olvidado o porque nunca fuimos concientes de ellas en primer lugar (para el conductismo la inconsciencia es la condición primera de la conducta). Sé que lo que pasó durante el año 2007 tuvo que haber afectado lo que hice en años subsiguientes y quién soy hoy, pero me costaría recordar más que un par de eventos de todo ese año.

Aunque pueda acuñar explicaciones razonables para mis decisiones, aquella observación me recuerda que en última instancia desconozco todas las variables en juego, toda la historia involucrada. No sé a ciencia cierta por qué me enamoré, por qué decidí estudiar psicología, por qué me mudé a Buenos Aires; puedo identificar y conjeturar algunos factores, pero eso es muy diferente de saber a ciencia cierta sus causas, que en rigor de verdad están enterradas para siempre en mi historia.

Lo mismo aplica para las conjeturas clínicas. Las acciones de mis pacientes están afectadas no sólo por aquello que han olvidado, sino también por aquello que nunca registraron en primer lugar –recuerdo una investigación que afirmaba que el nivel de ruido de un área es predictor de depresión, pero es algo que pasaría completamente desapercibido en una evaluación clínica. De manera que mis conjeturas son siempre inevitablemente incompletas –más aún, desconozco de qué forma son incompletas. Esto no las vuelve completamente inútiles, pero saberlo me hace tomarlas con un grano de sal, y formularlas de manera benigna (si voy a errar, prefiero hacerlo hacia el lado de la gentileza).

A fin de cuentas, mi profesora tenía razón. Esa réplica, una frase formulada al pasar para lidiar con alumnos cerriles, terminó insospechadamente formando parte de mí, guiándome incluso décadas más tarde.

(1) Alejandro Dolina suele responder a la misma objeción diciendo “depende de qué quiera ser uno; si uno quiere ser una gallina, le bastará con aprender a poner huevos”.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Análisis

La mano sin la taza

  • Fabián Maero
  • 15/04/2025

Aunque solemos usar el término conducta para hablar de la actividad de un organismo, en realidad se trata de un concepto relacional. Es la interacción entre ese conjunto de procesos que llamamos organismo y ese otro que llamamos ambiente, alterándose mutua y constantemente. Como escribe Skinner en la primera línea de Conducta Verbal: “Las personas actúan sobre el mundo, cambiándolo, y a su vez son cambiadas por las consecuencias de sus acciones”.

Esto se hace evidente en nuestras acciones cotidianas. En cierto sentido cada uno de nuestros hábitos incorpora el mundo que lo moldea. Nuestras acciones se imprimen en el mundo, y el mundo a su vez se imprime en nosotros. Cuando agarro mi taza de café, el ángulo que adopta mi mano, la posición de los dedos, la fuerza que despliego, toda esa actividad toma esa forma específica debido a mi historia con esa y otras tazas. Aunque modesta, esa historia ha dejado una huella en una partecita de mis acciones.

Lo mismo sucede con las personas. Cada persona con la que interactuamos se imprime en nuestros hábitos, dándoles una forma particular. Como la mano agarrando la taza, nuestro repertorio envuelve y adopta la forma de las personas que amamos. No es copia, sino transformación. Las personas que he amado moldearon algunos de los giros y expresiones que empleo al hablar, pero también moldearon mis formas de actuar con otras personas, de lidiar con el mundo, de estar en el mundo.

Esto implica que un duelo no es solamente tristeza, sino la continuidad de acciones que se han quedado sin su parte del mundo, un repertorio que ha quedado abrazando un vacío: la mano sin la taza. Ya no está la persona, pero continúa intacta la huella que ha dejado en nuestros hábitos. Seguimos viéndola, saludándola a la mañana, compartiéndole un pasaje interesante del libro que estamos leyendo. Pero nuestros gestos se apoyan en la nada, como un paso en falso, una acción que ha perdido su contexto, y eso es lo que nos duele.

Pero también un consuelo, porque esto significa que quienes hemos amado y perdido se quedan para siempre en nuestro repertorio, en nuestros movimientos, expresiones, pensamientos y costumbres. Las personas que he amado están para siempre conmigo, están todas en mi voz. Todas han marcado mi repertorio, como transeúntes cruzando una calle de tierra en un día de lluvia. Y mientras yo viva, algo de ellas seguirá vivo.

Soy una huella de su paso por el mundo.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Análisis

El individualismo y la angustia ante la muerte

  • Fabián Maero
  • 22/01/2025

Quiero compartir un fragmento del que quizá sea el libro más polémico al que ha dado lugar el conductismo radical: Más allá de la libertad y la dignidad (Skinner, 1971). En él, Skinner arremete contra algunas de las vacas sagradas de la civilización occidental contemporánea: las nociones de libertad y dignidad. Más precisamente, lo que critica explícitamente son las posiciones liberales/libertarias individualistas que toman como punto de partida un individuo autodeterminado y libre de influencias externas (un sujeto desvinculado, en términos de Charles Taylor), un individuo vuelto sobre sí mismo, que sólo entra en relación con el resto de la sociedad y su cultura de manera instrumental, es decir, en tanto ello sea necesario para llevar a cabo su proyecto de vida individual (como aparece típicamente en las teorías de contrato social de los siglos XVII y XVIII).

Uno de los puntos centrales de Skinner es que la libertad completa es una ilusión perniciosa. Nunca podemos ser completamente libres, porque aun cuando podamos reducir el control aversivo sobre nuestra conducta –es decir el control por castigo y reforzamiento negativo– nuestros propios deseos no son libres sino que también son determinados por el ambiente sociocultural. Si entendemos a los deseos como una forma de conducta, y asumiendo que toda conducta es función del contexto, se sigue que los deseos son función del contexto, que en caso de los seres humanos es mayormente sociocultural.

Quizá podamos librarnos de la distopía por control aversivo de Orwell, pero no de la distopía por control apetitivo de Huxley. Siempre vamos a desear algo, vamos a poner nuestra vida al servicio de algo, y lo que ese “algo” sea va a estar controlado en gran medida por la historia de intercambios con la época en que toca vivir. Que el ideal moral de una persona sea poseer un automóvil lujoso o dedicarse a crear obras de arte, será resultado de un ambiente sociocultural particular que haya establecido a esas consecuencias como deseables. No hay deseos personales autónomos, independientes del contexto sociocultural. Creer lo contrario no es liberarse, sino meramente ocultar las cadenas.

Ahora bien, aunque es imposible suprimir completamente el impacto de la cultura sobre nuestros deseos, sí es posible de manera colectiva diseñar nuestras culturas de manera tal de propiciar diferentes tipos de ideales en sus integrantes. Una comunidad (las personas de un pueblo, una ciudad, una nación) puede decidir entre construir bibliotecas o shopping malls, entre facilitar el acceso a instrumentos musicales o armas, entre crear o destruir espacios comunes, y en cada caso se estarán fomentando distintos repertorios en sus integrantes.

En este sentido, Skinner señala en el texto tres grandes fuentes de reforzamiento, que derivan en distintos tipos de valores vitales. En primer lugar, están los reforzadores individualistas que se traducen en metas vitales orientadas al bienestar personal, como por ejemplo acumular dinero y bienes personales o reducir el control aversivo. En segundo lugar están los reforzadores altruistas, orientados a promover el bienestar de otras personas, incluso a veces a expensas del bienestar individual, como por ejemplo el cuidado de la familia o acciones solidarias. En tercer lugar, están los reforzadores que podríamos llamar culturales, que son los relacionados con la supervivencia y reproducción de la propia cultura, como la creación artística, la participación en actividades tradicionales, o aportes científicos, entre otros. Cuál de esos tres grupos de valores predomine en la dirección vital de una persona dependerá de las prácticas culturales vigentes en un lugar y tiempo determinado:

Los tres niveles pueden detectarse en la planificación de una cultura en su conjunto. Si quien la planifica es un individualista, intentará diseñar un mundo en el que él tenga que soportar el mínimo de control aversivo y acepte sus propios bienes personales como los últimos y definitivos valores. Si ha quedado sometido a un adecuado ambiente social, llevará a cabo ese diseño en beneficio de otros, posiblemente a costa de sus bienes personales. Y si se preocupa primariamente por el valor de supervivencia, se las arreglará para diseñar una cultura con la atención puesta en su buen funcionamiento (Skinner, 1971, p.127).

Dicho de otro modo, podemos educar a niños y adultos para que aprendan a poner sobre todo sus intereses individuales, o para que contribuyan al bienestar de los demás, o para que se involucren activamente con la dirección de su propia cultura (las opciones no son excluyentes, claro está, pero su prioridad relativa puede variar). Skinner sostiene que el individualismo libertario, al desentenderse de todo horizonte compartido y priorizando exclusivamente el bienestar individual, deja las prácticas culturales a la deriva, o más bien, sujeta al arbitrio de la mano no tan invisible de los poderes de turno. Si no tomamos el timón de nuestra comunidad, alguien lo hará por nosotros, para su provecho.

El individualista no está libre sino que está solo

Sin embargo, hay otro aspecto del individualismo menos señalado, y sobre eso trata el fragmento que he querido compartir: su papel en el sentido de trascendencia y la angustia ante la muerte. Escribe Skinner:

Uno de los más graves problemas del individualismo, muy pocas veces reconocido como tal, es la muerte –el destino inevitable del individuo, el asalto final a la libertad y a la dignidad. La muerte es uno de esos eventos remotos que sólo pueden afectar a la conducta con la ayuda de prácticas culturales . Ciertas religiones han convertido la muerte en algo más importante ofreciendo una existencia futura en el infierno o el cielo, pero el individualista tiene una razón especial para temer la muerte, fabricada no por una religión sino por las literaturas de la libertad y la dignidad. Esa razón es la perspectiva de la aniquilación personal. El individualista no puede encontrar consuelo alguno reflexionando sobre cualquier contribución suya que pueda sobrevivirle. Ha rehusado actuar en bien de los demás y no queda, por tanto, reforzado por la supervivencia de aquellos a los que pudiera haber ayudado. Ha rehusado preocuparse por la supervivencia de su propia cultura y no queda reforzado por el hecho de que su cultura perdurará luego de su muerte. En la defensa de su propia libertad y dignidad ha negado las contribuciones del pasado y debe abandonar, por tanto, cualquier esperanza sobre el futuro (Skinner, 1971, p.170; la traducción es mía).

Por su propia naturaleza, el individualismo no puede aspirar a la trascendencia. En otras palabras, el individualista no está libre sino que está solo. Separado de su comunidad, separado de su cultura, se encuentra solo ante la muerte.

Lo que esto implica es que una forma de darle sentido a nuestras vidas, un sentido que se extienda más allá de nuestra propia desaparición, es incluir en nuestro repertorio acciones orientadas al bienestar de los demás y a la participación activa en la propia cultura, sea cual sea la forma particular que esas acciones adopten. Volvernos parte de algo más amplio y perdurable que nuestra existencia individual se nos ofrece entonces como una tenue pero válida forma de inmortalidad. Vivimos en la huella que dejamos en el mundo.

Referencias: Skinner, B. F. (1971). Más allá de la libertad y la dignidad. ABA España.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Análisis

Amor, conocimiento, piedad

  • Fabián Maero
  • 06/11/2024

Un ejercicio simple aunque revelador de los propios valores e ideales consiste en imaginarse en el final de la vida – por ejemplo, asistiendo imaginariamente al propio funeral (actividad de reminiscencias dickensianas), o redactando nuestro epitafio. Esa eternidad imaginaria se consulta de esta manera para extraer de ella algunas intuiciones –exploramos ese futuro para explorar valores que guíen la vida presente. Desde ese instante hipotético e inexorable, en que nos encontramos despojados ya de la carga de metas y deseos, se puede abarcar de un vistazo toda la senda recorrida y considerar más libremente la siguiente pregunta: ¿Qué querría poder decir que fue importante en mi vida? ¿Qué querría reivindicar de mi huella, de mi paso por el mundo?

Una intensa respuesta a esas preguntas puede encontrarse en el prólogo de la Autobiografía de Bertrand Russell (Edhasa, 2010), que dice así:

Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como fuertes vientos, me han llevado de aquí para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.

He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura mística, la visión prefigurada del cielo que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que –al fin– he hallado.

Con igual pasión he buscado el conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no mucho.

El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me llevaron hacia los cielos. Pero siempre la piedad me hizo volver a la tierra. Resuenan en mi corazón los ecos de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos convertidos en carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.

Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.

En lo que a mí concierne coincido con Russell, no quiero ni creo que haya mucho más en la vida: las varias formas que adopta la búsqueda del amor, el desafío perenne del conocimiento, y la compasión para con los congéneres (quiero incluir aquí ese fruto del amor y el conocimiento que se llama el arte, aunque es más una especificación que un añadido a la enumeración russelliana).

Espero, cuando llegue el momento, saber que no he sido indigno de esas pasiones. Les deseo que puedan encontrarse en las suyas.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Análisis

Del hábito al sentimiento: Un enfoque conductual de la apuesta de Pascal

  • Fabián Maero
  • 06/08/2024

Entre los numerosos textos que integran la obra Pensamientos del sabio francés Blaise Pascal, publicados póstumamente en 1669, se encuentra el razonamiento que se ha hecho conocido bajo el nombre de la apuesta de Pascal.

Se trata de una discusión sobre si una persona debería creer o no en Dios –y por extensión adherir a la cosmología cristiana que señala que si en vida se actúa conforme a esa creencia se recibirá la bienaventuranza, la felicidad eterna en la vida después de la muerte. Pascal señala que es una elección que no se puede eludir, tenemos que elegir si creer o no creer, hay que actuar de una u otra manera. Pero Pascal también observa que en este mundo es imposible determinar racionalmente la existencia o inexistencia de Dios. La situación es tal que nos vemos forzados a tomar una posición desconociendo sus consecuencias, tenemos que actuar como creyentes o no creyentes sin saber qué resultará de ello una vez terminada esta vida. Pero entonces, ¿cómo elegir, si es imposible conocer el resultado último de esa elección?

Pascal ofrece una solución bajo la forma de una apuesta, y argumenta: “pesemos el pro y el contra de apostar cruz a que Dios existe. Consideremos los dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; y si perdéis no perdéis nada. Apostad por lo tanto sin vacilar a que existe” (Pascal, 2014, p. 150). Se trata de un argumento matemático, un cálculo de probabilidades. Pascal sostiene que conviene creer, ya que si estamos en lo cierto y Dios existe, la recompensa es infinita porque obtendremos la bienaventuranza en la vida eterna. Si nos equivocamos y resulta que Dios no existe, a lo sumo habremos perdido tiempo con los ritos. Por otra parte, si elegimos no creer y estábamos en lo cierto, no ganamos nada, pero si estábamos equivocados, nos perdemos de la vida eterna. Hay mucho que ganar y poco que perder, por lo que conviene apostar a creer.

El razonamiento puede parecer sólido, pero ha recibido numerosas críticas y contraargumentos. Por ejemplo, puede esgrimirse que la apuesta no sólo aplica al dios cristiano: si es válida, deberíamos actuar como si Odín y Ra existieran, ya que también sus religiones prometen una vida después de la muerte en el Valhalla o la Duat, por lo que deberíamos creer en todas las religiones que nos ofrecieran una salvación similar (como suplicó Homero Simpson al encontrarse en peligro: “Jesús, Alá, Buda, los amo a todos”). También podría argumentarse que a fin de cuentas, creer tampoco es algo gratuito sino que implica ajustar nuestra vida entera, por lo que si apostamos a creer y nos equivocamos habremos desperdiciado la única vida que tendremos.

Esa es en esencia la apuesta de Pascal, que ha hecho correr ríos de tinta durante siglos. Pero no es sobre la apuesta de Pascal en sí que quiero detenerme aquí, sino sobre una dificultad que surge de ella.

La apuesta y la creencia

Si la apuesta de Pascal es aceptada, si el argumento nos convence y nos decidimos a creer, nos encontramos con un problema muy interesante: ¿cómo creer? Esto es, la creencia o la fe son tradicionalmente consideradas como pasiones, experiencias subjetivas. La fe es algo que se siente, no una cuestión de elección voluntaria. Si soy ateo no puedo simplemente elegir creer en Dios y ver surgir mi fe inmediatamente, así como no puedo creer en Zeus o en el lobisón por un acto de voluntad.

El problema es que no podemos dirigir voluntariamente nuestros sentimientos. Podemos razonar que creer sería conveniente, pero ello no nos dará la pasión de la fe.

Se trata del mismo problema que plantea la motivación. La psicología popular sostiene que para actuar es necesario tener ganas, consideradas como una especie de sentimiento o sensación física, el sentirse motivado: una persona juega al ajedrez porque tiene ganas de hacerlo.

Pero esta posición se topa con el mismo problema que Pascal: no es posible tener ganas por un simple acto de voluntad. No puedo en este momento y de manera voluntaria sentir ganas de jugar al backgammon, por ejemplo. Este es un problema relevante para todo intento clínico de cambio de conductas o hábitos: cómo llevar a cabo actividades por las que una persona no siente ningún tipo de ganas o de motivación.

Esto no pasó inadvertido para Pascal. En efecto, si la fe es un sentimiento, y dado que no tenemos control sobre los sentimientos, la apuesta sería impracticable, porque quien no cree no puede creer sólo proponiéndoselo. Pero en las mismas páginas en que formuló su famosa apuesta, Pascal ofreció una solución para este problema (2014, 152):

“Queréis ir a la fe y no conocéis el camino. Querés curaros de la incredulidad y pedís los remedios; aprended de aquellos (…) que han estado atados como vos y que apuestan ahora todos sus bienes. Son gentes que conocen ese camino que queréis seguir, y curadas de un mal del que queréis curaros; seguid el comportamiento con que han empezado. Consiste en hacerlo todo como si creyesen, tomando agua bendita, mandando decir misas, etc. Naturalmente incluso esto os hará creer (…)”

La propuesta pascaliana es que el hábito o la costumbre pueden engendrar la convicción. Si realizamos las acciones que implica la fe, más tarde o más temprano sentiremos la fe –como resume Unamuno: “empieza tomando agua bendita y acabarás creyendo”. En otras palabras, la conducta produce el sentimiento. Algo similar sostenía Aristóteles respecto a las virtudes. En el libro segundo de la Ética Nicomáquea (2007, p. 44) se lee lo siguiente:

“por nuestra actuación en las transacciones con los demás hombres nos hacemos justos o injustos, y nuestra actuación en los peligros acostumbrándonos a tener miedo o coraje nos hace valientes o cobardes; y lo mismo ocurre con los apetitos y la ira: unos se vuelven moderados y mansos, otros licenciosos e iracundos, los unos por haberse comportado así en estas materias y los otros de otro modo. En una palabra, los modos de ser surgen de las operaciones semejantes. De ahí la necesidad de efectuar cierta clase de actividades, pues los modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas actividades.”

Es decir, Aristóteles, al igual que Pascal, sostiene que el hábito engendra la virtud (recordemos que ethos significaba originariamente costumbre); nos volvemos valientes a fuerza de actuar con valentía, así como Pascal sugiere que nos volvemos piadosos a fuerza de actuar piadosamente.

Conducta y sentimiento

Desde una perspectiva conductual no podemos menos que adherir a estas ideas. Para el conductismo, en efecto, los sentimientos no son causa de la conducta sino más bien aspectos secundarios de ella, y en tanto tal dependientes de las mismas contingencias. Si un perro me corre con intenciones homicidas, no es que corro porque siento miedo (ni, como quería James, que siento miedo porque corro), sino que tanto el correr como el sentir lo que se denomina miedo son diferentes aspectos de mi respuesta global a la situación.

En palabras de Skinner: “¿no atacamos cuando estamos enojados, o escuchamos música cuando sentimos deseos de hacerlo? lo que sentimos son condiciones de nuestro cuerpo, la mayor parte de las cuales están estrechamente relacionadas con la conducta y con las circunstancias en las que esta sucede. Atacamos y nos sentimos enojados por una misma razón común, y esa razón está en el medio ambiente. En pocas palabras, las condiciones corporales que sentimos son productos colaterales de nuestra historia genética y ambiental”(Skinner, 1981, p. 80). Los sentimientos de fe, entonces, serían un producto colateral de las mismas contingencias que sostienen las acciones de la fe.

Por eso, desde una perspectiva conductual la propuesta de Pascal tiene todo el sentido: realizar repetidamente las mismas acciones de quienes sienten fe (tomar el agua bendita, ir a misa) implica entrar en contacto con aquellas contingencias que pueden eventualmente reforzar el hábito de la fe y despertar similares sentimientos. No se trata de un recurso infalible, claro está, para que esas contingencias operen se requerirá que la persona cuente con una historia de aprendizaje que responda a ellas –lo cual nunca está garantizado–, así como un número suficiente de ensayos, pero es ciertamente más probable que alguien encuentre su fe realizando acciones piadosas que mirando televisión. A fin de cuentas, así es como cualquier persona adquiere su fe –ningún niño nace adhiriendo a una religión ni es persuadido por motivos racionales, sino que involucra un largo entrenamiento que incluye la práctica de numerosos rituales así como diversas formas de influencia sociocultural.

Esto tiene implicancias clínicas. Una vía para que una persona sienta motivación para ejercitarse o leer es justamente hacer esas actividades; ir de afuera hacia adentro, de la acción al sentimiento. No otra cosa proponen los abordajes conductuales de la depresión: en lugar de intentar modificar lo que la persona siente y piensa para así impactar en lo que hace, se intenta ayudar a la persona a modificar sus actividades cotidianas para así mejorar lo que siente y piensa, procedimiento que una y otra vez la evidencia ha señalado como un camino efectivo.

Los sentimientos de motivación, las ganas de hacer algo, son una suerte de recuerdo emocional, el eco del reforzamiento pasado en el presente. Lo que experimentamos como ganas es el propio cuerpo, puesto a las puertas de un reforzamiento positivo posible. Siento ganas de salir a sacar fotos o de tocar el piano sólo porque esas actividades han sido realizadas y reforzadas en el pasado y algo en el ambiente las propone como posibles.

Claro está, es posible que nuestra historia particular de aprendizaje resuene espontáneamente frente a situaciones o personas que cuenten con las características adecuadas, como sucede en el amor a primera vista o en el llamado de una vocación. En esos casos nuestra historia y repertorio actual encajan en ese contexto como las piezas de un rompecabezas. Pero aun así la intensidad y solidez de nuestros afectos hacia la persona o actividad dependerá en última instancia de la densidad y variedad de nuestros intercambios con ellas y de lo que de ello resulte (y por supuesto, también puede suceder que nuestro repertorio no resuene en absoluto con lo que una persona o situación ofreciese, por más empeño que le pongamos). Haciendo gracia de esas azarosas resonancias espontáneas, las ganas que sentimos por una actividad dependen de nuestra historia previa de intercambios con ella o con actividades similares. Son nuestras acciones presentes las que construyen nuestros afectos futuros; aprendemos a querer algo cuando nos arrojamos de lleno a ello y cuando lo que nos ofrece refuerza ese acercamiento. Las ganas surgen de la acción.

Motivación en el vacío

Esta perspectiva, habrán notado, nos genera un problema: si las ganas surgen de la acción, ¿cómo llegar a la acción en primer lugar, antes de sentir ganas? Si alguien no siente un fuerte entusiasmo por una acción desafiante, ¿por qué la llevaría a cabo?

Una posible respuesta puede comenzar por la observación de que las ganas están ausentes de la mayoría de nuestras actividades cotidianas. Las ganas ayudan a que sea más fácil y placentero realizar una actividad, pero no son indispensables. Después de todo, limpiamos la casa, pagamos los impuestos, esperamos el colectivo, completamos tediosos formularios, etcétera, sin tener ni un atisbo de ganas. Una actividad se puede llevar a cabo sin ganas, ya sea para evitar ciertas consecuencias o porque contribuye a un fin importante. La conducta puede controlarse de muchas maneras.

Entonces, una forma de favorecer el acercamiento a una actividad es relacionarla con sus consecuencias últimas, con objetivos importantes o con valores personales. En otras palabras, encontrar un porqué para la actividad. Esto puede involucrar dar un paso atrás, considerar la vida entera y el lugar que esa actividad ocupa en ella, qué puertas abre, qué valores actualiza. Esto puede dar el empujón decisivo para acercarse a la actividad, de manera que, si tenemos un poco de suerte, las contingencias naturales de la actividad la sostengan en lo sucesivo. Empezamos haciendo yoga no por ganas sino porque es importante para nuestro estado físico, pero después de un tiempo le tomamos el gusto a la actividad, nos dan ganas de hacerla. La influencia simbólica de los valores y la influencia directa de las contingencias pueden funcionar en tándem para sostener una actividad: lo simbólico guía y redirige, las contingencias sostienen.

Si prestan atención al argumento de Pascal, notarán que sigue el mismo patrón: primero intenta convencernos racionalmente de creer, arguyendo probabilidades matemáticas y apelando a una mirada amplia de la vida. Nos dice que la fe es importante, y nos sugiere que empecemos por la práctica, con la promesa de que esa práctica engendrará eventualmente las pasiones de la fe: “empieza tomando agua bendita y acabarás creyendo”. Nos lleva así de los valores a la acción, y de la acción a los sentimientos.

Cerrando

Podemos obtener una última lección de este argumento. Una forma de aumentar nuestro entusiasmo por una actividad es involucrándonos más profunda y diversamente con ella. Si queremos entusiasmarnos más por la profesión podemos leer sobre ella, participar en grupos de discusión, escribir al respecto, tomar cursos, etc. Si queremos amar a una ciudad podemos caminar sus calles, conocer sus rincones y su gente, habitar sus espacios. Cuanto más intensa y variadamente interactuemos con algo, mayores serán las chances de que nos enganche, nos atraiga, nos retenga. Actuando amorosamente hacia el mundo aprendemos a sentir amor por él.

Podríamos pensar que Pascal no formuló una sino dos apuestas. La primera es la que se popularizó, respecto a la conveniencia de creer. La segunda apuesta, menos conocida y más modesta, es que el hábito nos puede hacer llegar al sentimiento. Es la misma apuesta que nos vemos forzados a realizar cada vez que nos acercamos a algo nuevo: cultivar el sentimiento interés por medio de la acción. O también: actuar para sentir.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

Referencias

  • Aristóteles. (2007). Ética. Gredos.
  • Pascal, B. (2014). Pensamientos. Editorial Gredos.
  • Skinner, B. F. (1981). Reflexiones sobre conductismo y sociedad. Trillas.

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  • Análisis
  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Gallina

  • Fabián Maero
  • 05/06/2024

En la trilogía de películas Volver al futuro hay una escena que se repite un puñado de veces. La película sigue al personaje principal, Marty McFly, que se hace con una máquina del tiempo. Viaja entonces hacia el pasado cercano y conoce a su padre y a su madre adolescentes; visita el Lejano Oeste de finales de siglo XIX; posibilita y previene una línea temporal alternativa y distópica; y se entera de su propio futuro en el cual, en gran parte como consecuencia de un accidente automovilístico en el que se vio envuelto treinta años antes, vive una vida miserable y resentida.

La escena se repite en cada una de las películas, y a pesar de que sucede en distintos momentos en el tiempo, sigue siempre la misma secuencia: Marty se encuentra con un bully (usualmente, pero no siempre, un miembro pasado, presente, o futuro de la misma familia, representado por el mismo actor), quien lo invita a pelear o a realizar alguna acción cuestionable. Cada vez, Marty inteligentemente declina el desafío y se aleja, ante lo cual su antagonista lo acusa de cobarde, y subrayando ese juicio lo llama gallina. Esa es la palabra clave. Cada vez que Marty escucha esta palabra muerde el anzuelo, se enfurece y acepta el desafío propuesto, que en cada caso conduce a consecuencias desfavorables para él mismo.

Una y otra vez, en distintos momentos del tiempo, en distintas situaciones, con distintas personas, el protagonista atraviesa la secuencia de provocación, rechazo inicial, el epíteto gallina, la confrontación subsiguiente con un desafortunado desenlace. Ese gallina marca cada vez un punto de quiebre para la trama. McFly, el primer ser humano que ha visitado el pasado y el porvenir, que tiene a su alcance la potestad divina de modificar el curso de la historia universal, se ve envuelto en conflictos adolescentes cuando alguien lo trata de gallina, una y otra vez, en el pasado, el presente y el futuro.

Salvo en los minutos finales de la trilogía.

Al detener su automóvil ante un semáforo, Marty se encuentra a la par de un puñado de muchachos que desde otro automóvil lo desafían a una carrera callejera, y una vez más tiene lugar la consabida secuencia: provocación, rechazo, y el consabido gallina. Pero algo ha cambiado. Cuando el semáforo se pone en verde ambos vehículos aceleran, pero Marty lo hace retrocediendo, retirándose, por primera vez, del desafío. Y sin saberlo, al hacer eso evita el accidente automovilístico que en el futuro hubiera hecho su vida miserable.

Marty deja pasar el gallina, deja pasar la provocación, por una vez no muerde ese anzuelo, y ese momento muestra que el personaje ha crecido, que los acontecimientos lo han cambiado, que es un poco más sabio (podríamos conjeturar que atravesar el tejido del espaciotiempo en múltiples ocasiones es suficiente para concederle cierto sentido de perspectiva a cualquiera), y su futuro se vuelve un poco mejor por ello.

Hay palabras como anzuelos, palabras que pulsan fibras sensibles, palabras que pueden guiarnos hacia nuestra perdición, encegueciéndonos, oscureciendo todo lo demás. Hay una buena gimnasia en conocerlas y conocernos, para así aprender a dar un paso al costado cada vez que nuestra propia mente nos susurre, oculta y provocadora:

Gallina.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

Artículo relacionado: Defusión: una propuesta diferente para relacionarnos con nuestros pensamientos indeseados

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  • Análisis

Bajarle el volumen a las palabras

  • Fabián Maero
  • 03/05/2024

En su ensayo Bajar el volumen Fabio Morábito escribe que a menudo al estar en un café juega a presenciar conversaciones de otras mesas, de las que, sea por la distancia o por el ruido del ambiente, no llega a oír las palabras que se dicen. Ver sin oír a los interlocutores le permite apreciar “la expresión de sus rostros, sus miradas, la forma que tienen de asentir a lo que dice el otro o de negarlo, sus arrebatos y sus distensiones”. Llega incluso a agradecer no escuchar las palabras, ya que sospecha que entonces descubriría que esas conversaciones, tan ricas en gestos y expresiones, están pobladas “de frases trilladas, de razonamientos previsibles y de preguntas consabidas”.

Morábito confiesa realizar un ejercicio parecido al mirar televisión: “quito el volumen en cualquier serie o telenovela de pacotilla y quedo embelesado por la mímica facial y la intensidad de los ademanes de los actores; fluye entre ellos una comunicación plena y trato de adivinar qué dicen, pero subo el volumen y el soplo inspirador cesa con las primeras frases que oigo, imbuidas de un raciocinio cerril y estrecho”.  Y agrega algo que me parece vale la pena destacar:

¡Cuánto desperdicio de lenguaje y de vida! ¿No será ésta la función primordial de la poesía: bajar el volumen de las palabras, ponerlas en sordina o en entredicho para recobrar la efusividad del arrebato comunicativo, que es anterior a la transmisión de cualquier significado; para recobrar esa hermosa antesala del sentido que sin embargo es pletórica de sentido y que uno busca en las miradas y los gestos de la que no conoce?

Me parece interesante la sugerencia de que la poesía le baja el volumen al sentido convencional de las palabras, que habitualmente eclipsa a sus otros aspectos, como su timbre, su ritmo, su melodía. La poesía trae a primer plano la materialidad de las palabras en sí mismas; aunque usualmente no prescinde del sentido –aquello que dicen– lo atenúa y enfatiza así la música de las palabras.

Pienso que también la tarea clínica contextual involucra bajar el volumen de las palabras, ponerlas en sordina o en entredicho. No otra cosa hace la defusión. Nos recuerda que, antes de cualquier sentido convencional, toda palabra es una acción –la exploración de cuyo contexto nos brinda la posibilidad de encontrar otro tipo de sentido, más amplio, más experiencial, más particular. Nos invita a distanciarnos, descentrarnos, extrañarnos, al menos por unos momentos, de las ilusiones del lenguaje para que pase a primer plano todo lo que excede a lo puramente verbal: el gesto, el sentimiento, lo somático, la cualidad estética en cada momento.

Siempre he creído que el trabajo con defusión se reconoce cuando lo atraviesa una veta humorística: una buena intervención de defusión suele provocar alguna sonrisa. Creo que un cierto aire poético es otro de sus rasgos distintivos: una buena intervención de defusión juega a bajar el volumen, a ponerle una sordina al raciocinio cerril y estrecho de las palabras.

Creo también que la defusión es, siquiera de un modo lejano, un ejercicio poético –o al menos, una inducción a la poesía.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Análisis
  • Salud Mental y Tratamientos

Construyendo decisiones: una guía clínica

  • Fabián Maero
  • 17/01/2024
construyendo elecciones clínicas en psicoterapia

El trabajo clínico a menudo nos presenta consultas que no pueden encuadrarse dentro de una patología o diagnóstico codificable, dificultades vitales comunes tales como buscar pareja, encontrar sentido a la vida, hacer amistades, afrontar una conversación delicada, lidiar con un duelo o con cambios vitales, entre otras.

Las consultas de esta índole, si bien en general no suelen ser graves, pueden resultar todo un desafío para los terapeutas. La complejidad que ofrecen más que técnica es conceptual: establecer el objetivo de la intervención, determinar los focos clínicos, resolver problemas frecuentes, entre otros. Para peor, en la literatura de las terapias basadas en evidencia no abundan los textos sobre estos temas, por lo cual a menudo terminan abordándose con una mezcla de sentido común, experiencia personal, y el folclore clínico transmitido de boca en boca.

Quizá la más emblemática de este tipo de consultas sea aquella que gira en torno a tomar una decisión difícil. Si han hecho clínica durante más de diez minutos es probable que les haya tocado acompañar a una persona enfrentada a elegir una de entre dos o varias alternativas que, al menos en principio, son mutuamente excluyentes, sin tener una preferencia marcada por una de ellas.  Por ejemplo, vacilar entre sostener su empleo actual o renunciar, tener hijos o no, continuar una relación íntima que está resultando problemática o interrumpirla, expatriarse o continuar viviendo en su país, son algunos de los casos más conocidos. Las decisiones de este tipo involucran un complejo entramado de expectativas sociales, objetivos personales, ansiedades, que pueden interferir con tomar una decisión deliberada y comprometida.

Por mi parte, en varias ocasiones he lidiado con este tipo de motivos de consulta y con las perplejidades que presentan, y querría ofrecerles algunas observaciones y sugerencias sobre el tema que, sin ser exhaustivas, pueden servir para acompañar clínicamente a quien está lidiando con una elección de este tipo.  Por supuesto, en última instancia cada decisión es diferente y presenta desafíos propios, pero creo que hay algunos puntos que puede ser útil considerar en cualquier caso.

He organizado el texto que sigue en tres partes. En primer lugar, me ocuparé de algunas observaciones y precisiones conceptuales generales sobre algunos aspectos clave de estas situaciones tales como la neutralidad clínica, el papel de la evitación, el problema de buscar la elección correcta, entre otros. En la segunda parte sugeriré una forma posible de acompañar clínicamente en el proceso por medio de la construcción de una suerte de mapa de la decisión en el que se identifiquen y organicen los principales aspectos que componen la situación, tales como pensamientos, sentimientos y valores, con el fin de facilitar la elección. En la tercera parte discutiré algunos caminos posibles para avanzar con la elección y para resolver problemas comunes. Dado que este es un texto más bien clínico, haré gracia del lenguaje técnico para mantener el texto tan comprensible como pueda.

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Observaciones y precisiones conceptuales

Más allá de lo técnico de la intervención en estos casos, hay algunas consideraciones generales sobre estas situaciones que creo vale la pena tener en cuenta.

Dilema o evitación

Cuando una persona vacila entre llevar a cabo una acción orientada hacia valores o evitar –por ejemplo consumir alcohol o sostener la abstinencia al servicio de su salud– hay una alternativa que es preferida, la persona puede identificar qué camino de acción sería deseable para su vida, la dificultad radica más bien en lidiar con los obstáculos que implica, como el malestar de la abstinencia o la presión social a consumir alcohol. En cierto sentido, la parte de elección está resuelta, lo que está en juego más bien es cómo realizar y sostener en el tiempo la acción. El problema en las elecciones dilemáticas es anterior, por así decir: no se trata de cómo actuar sino de definir qué camino seguir.

Por este motivo en estos casos es necesario en primer lugar determinar si estamos frente a un verdadero dilema o si se trata de evitación camuflada. Con no poca frecuencia, una situación que parece dilemática en primera instancia se revela en un examen más cercano como una renuencia a lidiar con los costos y consecuencias de la alternativa preferida. Por ejemplo, una vacilación entre sostener o terminar una relación íntima puede enmascarar un rechazo a lidiar con los costos emocionales de separarse. Es decir, hay una alternativa preferida pero costosa en términos emocionales o prácticos, y entonces la evitación se enmascara como dilema. Más que un “no sé qué quiero” en algunos casos se trata de un “no estoy dispuesto a experimentar el malestar que conlleva lo que quiero”.

En contraste, las decisiones dilemáticas propiamente dichas involucran un conjunto complejo de consecuencias a corto y a largo plazo que no son fácilmente comparables entre sí. Alguien que está vacilando entre tener o no hijos puede tener una preferencia que está obscurecida por fusión y evitación, pero también es legítimamente posible que cada alternativa le resulte similarmente atractivas por motivos diferentes.

Distinguir entre evitación y la vacilación no es sencillo –y no colabora el hecho de que a menudo la propia persona no ha notado que se trata de evitación. Puede ser útil para esto tener una conversación sobre las motivaciones involucradas en la elección que se presenta, para identificar si hay una alternativa preferida y lo que se está rechazando son los costos que ella implica. Si efectivamente identificamos que se trata de evitación el proceder clínico puede ser el tradicional: trabajar habilidades de defusión y aceptación, amplificar el contacto con valores, etcétera.

Distinguir entre evitación y la vacilación no es sencillo

Si no está claro si se trata de vacilación o evitación, conviene abordar a la situación como si fuera un dilema, es decir, tratarlas como si fueran alternativas equivalentes, y construir un mapa de los aspectos relevantes para facilitar que la persona elija (en la segunda sección del texto veremos algo más sobre esto).

Elegir bien

En estas situaciones las personas suelen buscar elegir bien, realizar la elección correcta, la mejor u otras categorías similares. Se trata de un deseo perfectamente válido y comprensible, pero adoptar estas categorías con demasiada rigidez puede dificultar la selección de alternativas.

Sucede que en estos tipos de situaciones no hay una alternativa que sea simplemente buena y otra que sea mala, sino que lo que hay son diferentes caminos de acción con múltiples y diferentes consecuencias en cada caso. No hay criterio objetivo ni es posible comparar la vida con hijos y la vida sin hijos y determinar cuál sería la elección “correcta”. Ni siquiera podemos decir cuál sería la alternativa correcta basándonos en el bienestar o malestar que pudiere implicar. Una persona puede elegir expatriarse para ofrecerle un mejor futuro a sus hijos, aun cuando para ella misma resultase algo doloroso y ofreciese numerosas consecuencias indeseables. Aquí vuelve la antigua sabiduría que ACT retoma: actuar hacia los propios valores no siempre lleva al bienestar– a menudo involucra más bien lo contrario. Intentar reducir esta complejidad a un juicio unidimensional y general, intentando determinar cuál sería la mejor alternativa puede estancar indefinidamente el proceso.

Imagínense ir a un refugio para adoptar un gatito y tener que elegir entre varios: ¿cuál sería la mejor elección en ese caso? La respuesta dista de ser sencilla: podríamos elegir al que se vea más sano y fuerte, pero también a uno que se vea más frágil para darle una vida de cuidados; podríamos elegir un gatito joven, pero también un gato anciano al que nadie quiera adoptar (podríamos decir que no hay gatito al cual no le corresponda la categoría de mejor, pero sería irnos por las ramas. También podría decir que lo mejor sería adoptar a Matilda, y esa sería una respuesta indiscutiblemente correcta). Ninguna de esas elecciones será la mejor, sino que cada una de ellas nos llevará por distintos caminos, nos brindará diferentes y mayormente impredecibles experiencias.

Estas situaciones son difíciles precisamente porque no hay una forma clara de determinar si una alternativa sería globalmente mejor que otra –es una ambigüedad que se puede reducir pero no eliminar. Abordar la elección como la búsqueda de la “mejor” alternativa nos puede rápidamente llevar a un punto muerto. En lugar de eso, puede proponerse abordarla como la búsqueda de la alternativa que mejor resuene con la persona y su circunstancia, dejando de lado categorías unidimensionales y de aplicación universal.

Razonar y resonar

El ejemplo anterior de adoptar un gato nos permite señalar algo más: una elección de esta naturaleza no es un hecho lógico sino psicológico, un acto que involucra al organismo integrado con todo su repertorio de respuestas. No sólo involucra lo que podamos pensar sobre una alternativa, sino también (y diría que preferentemente), lo que en términos amplios sentimos hacia ella.

Dicho de otro modo: no elegimos sólo con la cabeza sino con todo lo que somos.

No he elegido a mis amigos por lo que he pensado sobre ellos, sino por la afinidad que he sentido interactuando con ellos. Tampoco solemos elegir pareja o tener hijos basándonos meramente en una lista de pros y contras, ni elegimos nuestra música o comida favorita con un árbol de decisiones: las razones vienen mayormente después. Nos enamoramos primero y luego construimos las razones de por qué esa persona es especial; nos gusta una canción, y luego explicamos por qué nos gusta. Esas explicaciones no causan la elección, sino que identifican algunos de sus elementos clave.

Lo que sucede es que toda elección es una conducta y como tal está controlada por múltiples factores, como los aspectos ambientales, el estado actual del organismo, su historia de aprendizaje con los aspectos que el contexto ofrece, e involucra a todo el repertorio de respuestas del organismo, operantes, respondientes, verbales, no verbales, etc. La razón es sólo uno de esos factores, que interactúa con las otras conductas, pero no es la fuerza única detrás de la elección.

Una lista de razones a favor y en contra puede ser suficiente para elegir entre alternativas comparables, como qué modelo de celular comprar o qué día conviene salir de viaje, pero no resulta de mucha ayuda cuando las alternativas involucran factores emocionales imposibles de cuantificar. Puedo comparar la cámara o el procesador de uno y otro celular pero, ¿cómo comparar, por ejemplo, el afecto por la propia tierra, los cariños de familia y amigos, con los sueños e ideales que persigue quien emigra de ella?

No elegimos sólo con la cabeza sino con todo lo que somos

Por este motivo una elección involucra atender en algún grado a lo que podríamos llamar intuición, a falta de un término mejor. Quizá suene algo esotérico, pero se trata simplemente de que al presentarse un contexto, como por ejemplo al considerar una de las alternativas de una elección, una persona producirá todo un espectro de respuestas que irá más allá de lo puramente verbal o racional, incluyendo sensaciones físicas, sentimientos, impulsos de acción, etcétera. Si en este momento considero la posibilidad de alguna actividad que suela disfrutar, como salir a sacar fotos, puedo notar no sólo la aparición de pensamientos y razones al respecto, sino también las respuestas preparatorias más sutiles de mi cuerpo, frente a una situación que ha resultado apetitiva en el pasado. En lenguaje coloquial, siento ganas. Podríamos llamar intuición al registro de las respuestas físicas no verbales que surgen frente a aspectos clave del contexto.

Notar cómo respondemos globalmente al considerar alguna situación nos dice algo sobre nuestras preferencias, sobre lo que nos conmueve, sobre lo que nos repulsa. Dicho de otro modo, resonamos al contexto de acuerdo a nuestra historia de aprendizaje y con todos los sistemas de respuesta de nuestro organismo, no sólo con el repertorio conductual relativamente menor que involucra a la lógica y la racionalidad. Escuchar esas resonancias es una fuente de información tan válida como cualquier otra. Podemos decir, con Pascal, que “conocemos la verdad, no solamente por la razón, sino también por el corazón”.

 Una elección no se hace sólo razonando sino también resonando

Y así como una buena forma de decidir si nos gusta una música es escucharla y notar qué nos genera, lo mismo aplica a una elección difícil: podemos contemplar sus alternativas y notar qué nos generan, qué sentimos frente al explorarla, qué partes de nuestra historia resuenan con ella.

En otras palabras: una elección no se hace sólo razonando sino también resonando, atendiendo a los ecos completos que en el presente tiene nuestra historia. Por supuesto, la intuición por sí sola puede ser engañosa y basta. La intuición es una respuesta global que no discrimina demasiado los matices –una persona que está guiada sólo por sus sentimientos amorosos puede elegir establecer una relación con otra que es violenta o cruel hacia ella. Es necesario “escuchar” lo puramente intuitivo, pero también incluir otras consideraciones que pueden atemperarlo o amplificarlo.

El punto es que no es una buena idea aplanar y reducir estas elecciones a un proceso puramente racional ni a una reacción intuitiva, sino que de lo que se trata es de expandir la exploración para abarcar el panorama con toda su complejidad. En estos casos, no existe lo simple, sino sólo lo simplificado.

Neutralidad clínica

Es frecuente que en estos caso el propio terapeuta tenga preferencia por alguna de las alternativas que se examinan, pero es necesario cuidarse de influenciar la decisión de la paciente. Dado que no somos nosotros quienes lidiaremos con las consecuencias de la elección, es aconsejable abstenerse de tomar partido abiertamente por alguna de ellas.

Este es especialmente el caso cuando se trata de elecciones que incluyen fuertes expectativas sociales, como por ejemplo sobre tener hijos o no, asunto sobre el cual todo el mundo, incluyendo terapeutas, tiene una opinión respecto a qué y el cómo deberían hacerse las cosas. Me ha tocado escuchar en más de una ocasión a pacientes refiriendo cómo sus terapeutas patologizaban la elección de no tener hijos. La cuestión insoslayable aquí es que posición del terapeuta implica una asimetría de poder. Nuestras opiniones y respuestas pueden fácilmente malinterpretarse como si fueran indicaciones sobre la elección “correcta”, en lugar de lo que son: respuestas influidas por nuestra historia y situación particular, diferentes a la de nuestra paciente. Ni siquiera es necesario tomar partido abiertamente por alguna alternativa: como cualquier clínico sabe, para exhibir nuestra preferencia a veces basta con interesarse más por una de las opciones, o indagar más sobre lo negativo de una y sobre lo positivo de la otra.

Dado que no somos nosotros quienes lidiaremos con las consecuencias de la elección, es aconsejable abstenerse de tomar partido abiertamente por alguna de ellas.

Digámoslo así: salvo que estén dispuestos a compartir los costos de la elección, guárdense su opinión. Esto no quiere decir que si una paciente nos pregunta qué pensamos debamos siempre impostar un aire misterioso y esquivar la pregunta. A fin de cuentas, es difícil ocultar por completo las preferencias propias. En esos casos puede ser preferible responder con honestidad pero con cautela, enfatizando que no se trata de la alternativa correcta sino de una opinión como cualquier otra, hecha desde nuestro lugar, con nuestra historia, y gozando de la ventaja de no tener que lidiar con las consecuencias.

Elección y control aversivo

Es frecuente que una elección importante involucre un grado considerable de control aversivo, usualmente bajo la forma de juicios, mandatos y expectativas (“si no logro X soy un fracaso”, “debería hacer esto”, “tendría que”, etc.), entre otros malestares verbalmente determinados. Esto es un problema porque es difícil realizar una elección libre cuando se está bajo control aversivo, sea directo o verbalmente mediado.

El control aversivo tiende a reducir el repertorio conductual y a favorecer las respuestas de evitación o escape. Una persona que está huyendo de un enjambre de abejas no cuenta con el repertorio conductual más flexible y matizado en ese momento, sino uno enfocado en escapar de la situación, no hay tiempo de oler las flores, de ponderar el sentido del universo, ni de preguntarse qué es lo que uno quiere de la vida. Esto es normal y deseable en términos de supervivencia, pero desastroso si sucede en el contexto de una elección difícil con múltiples matices. Una persona fuertemente fusionada con una expectativa del estilo “si a los treinta años no te has casado es que no vales nada”, puede elegir ponerse en pareja con la primera persona que aparezca, no tanto por deseo propio sino más bien por la presión de esa sentencia –cuando uno se está ahogando no importa demasiado cuál sea el salvavidas. Si, en cambio, el impacto de esa creencia se reduce, mediante un trabajo de defusión y aceptación, será posible una elección más libre, una que se haga prestando atención a otros factores y motivaciones personales.

El control aversivo tiende a reducir el repertorio conductual y a favorecer las respuestas de evitación o escape

Parte del trabajo clínico en esos casos puede enfocarse en reducir en todo lo posible el control aversivo verbalmente establecido, identificando y reduciendo la fusión con expectativas sociales, desnaturalizando creencias, reduciendo la evitación, aumentando la aceptación de la incertidumbre, aumentando el contacto con el presente, etcétera.

Mapeando la elección

En esta sección querría ocuparme de algunos aspectos más bien técnicos del trabajo clínico en estos casos.

Un camino posible –aunque no el único, por supuesto– de lidiar clínicamente con elecciones consiste en mapear sus aspectos centrales para traer un poco de claridad y orden a la situación, algo similar sacar todas las piezas del rompecabezas de su bolsa y ponerlas a la vista para facilitar su armado.

Mapear consiste en explorar, mediante la conversación clínica, los factores personales que juegan algún papel en la elección: creencias, emociones, valores, entre otros, tanto en sus manifestaciones actuales como también en la historia del paciente.

Esto no soluciona la elección, pero permite tener una conversación más rica y matizada sobre ella, una que traiga a primer plano los miedos, esperanzas, y la historia personal relevante, en lugar de quedarse en una mera evaluación de pros y contras. Examinar las creencias y reacciones emocionales puede señalar los obstáculos verbales que impiden la consideración cuidadosa de alguna alternativa y eventualmente reducir su impacto; identificar las metas perseguidas y los valores involucrados puede arrojar algo de luz sobre qué sostiene la elección, amplificando su impacto y ofreciendo alternativas; explorar el contexto de la elección en sí puede ayudar a reducir su sentido de urgencia, etcétera.

Mapear consiste en explorar, mediante la conversación clínica, los factores personales que juegan algún papel en la elección: creencias, emociones, valores, entre otros

Esta indagación no debería emprenderse con un espíritu de encuesta o inventario. Como mencioné antes, no se trata tanto de razonar sino de resonar, de explorar las múltiples formas en que la historia personal resuena en la situación actual. Por esto conviene que tenga un carácter más bien experiencial, prestando una especial atención al contacto con el momento presente, a las reacciones psicológicas más sutiles. Un cambio en el tono de voz, en la cadencia de las palabras, en la postura, en los gestos, puede indicar que la conversación ha tocado una fibra sensible y quizá relevante, por lo que puede ser útil en esos momentos invitar a notar las reacciones físicas, las emociones, pensamientos, o recuerdos que pudiesen haber surgido. Esto implica que en algunos casos será necesario, como antesala de la conversación, mejorar las habilidades de contacto con el presente de la paciente y evocarlas periódicamente durante el trabajo clínico.

Hay cuatro aspectos cuyo mapeo me parece indispensable en una elección: el contexto de la elección en sí mismo, las creencias y razones, los sentimientos y emociones, y los factores motivacionales.

El contexto actual de la decisión

Una línea de indagación provechosa puede ser explorar los motivos actuales para la elección, es decir: ¿por qué considerar la elección justo ahora, en lugar de en cualquier otro momento?

Nos interesa en particular explorar si es necesario realizar la elección en este momento en particular o si es impuesta por fuerzas externas. Por supuesto, esto no es relevante en varios casos: muchas elecciones son interrogantes que han estado presentes durante largo rato y que son llevados a terapia como cualquier otro tema, mientras que otras pueden ser impuestas por las circunstancias (por ejemplo, una oferta de trabajo inesperada).

No todas las preguntas necesitan respuestas, ni todas las preguntas que necesitan una respuesta la necesitan de inmediato. Realizar una elección apresurada puede ser tan mala idea como realizarla demasiado tarde –no parecería una buena idea que una persona elija una carrera universitaria a los doce años, por ejemplo.

Es de particular interés identificar si la elección está siendo impuesta por presiones socioculturales. Por ejemplo, una persona que se acerca a los treinta años puede comenzar a debatirse entre tener hijos o no, no tanto por deseo personal sino como resultado de presiones externas, implícitas o explícitas, que establecen arbitrariamente esa edad como límite. Que el criterio sea arbitrariamente establecido no hace que la pregunta deje de ser legítima, por supuesto, pero discernir cuánto hay de aspiraciones personales y cuánto de presiones externas en la decisión puede reducir su urgencia y traer un poco más de flexibilidad a la situación.

Creencias y razones

Otro foco de exploración consiste en identificar y explicitar los componentes verbales o cognitivos de la situación: pensamientos, creencias, juicios, expectativas, reglas, mandatos, etcétera. Toda elección se hace sobre una red de supuestos y creencias, que rara vez están clara y explícitamente formulados, pero que configuran cómo se plantea la elección, qué alternativas son válidas, cuáles no, etcétera. Muchas veces estas creencias bloquean arbitrariamente la exploración de las alternativas de la elección. Una creencia como “irse del país es cobarde” puede hacer que se descarte esa alternativa sin siquiera considerarla.

Algunos posibles contenidos verbales a explorar pueden ser:

  • Creencias y juicios respecto a la decisión misma, como por ejemplo creer que la decisión tendría que ser fácil, que las dificultades en decidir son síntoma de algo malo en la persona, o cualquier otra creencia en esa línea.
  • Creencias y juicios sobre cada una de las alternativas examinadas.
  • Creencias y juicios sobre sí mismo en relación con la elección, como por ejemplo creer que elegir una determinada alternativa significaría ser una mala persona o un fracaso.

Toda elección se hace sobre una red de supuestos y creencias

Cabe aclarar que no hacemos esto para discutir esas creencias, sino para traerlas a la luz y examinarlas desde una perspectiva defusionada e historizante: ¿en qué contextos sociales e históricos de la vida de la persona apareció esa creencia? ¿cómo la aprendió o formuló? ¿qué efectos tiene y ha tenido adherir a ella? ¿qué cambiaría del dilema actual si esa creencia se tratase como un slogan recibido en lugar de una verdad incuestionable?

Emociones y sentimientos

Una elección importante suele despertar todo tipo de respuestas emocionales que a su vez impactan sobre ella, por lo que identificarlas puede ser de utilidad para la tarea clínica. Esto incluye el espectro completo de experiencias privadas tales como emociones, sentimientos, impulsos de acción, sensaciones físicas, etcétera.

Por un lado, nos interesa identificar experiencias emocionales displacenteras porque su evitación o intolerancia puede obstaculizar la elección. Por ejemplo, si alguna de las alternativas involucra culpa, y la persona tiene una historia de evitación respecto a esa clase de emociones, puede hacérsele muy difícil considerar la elección con ecuanimidad.

Si encontramos que la exploración de alguna de las alternativas involucradas se ve impedida por evitación, quizá sea una buena idea ocuparse en primer lugar de desarrollar habilidades de aceptación o tolerancia al malestar. Por otro lado, identificar experiencias emocionales agradables puede ayudarnos a identificar y de esa manera amplificar los aspectos apetitivos para la alternativa implicada.

Nos interesa identificar experiencias emocionales displacenteras porque su evitación o intolerancia puede obstaculizar la elección

La exploración de este aspecto podría resumirse así:

  • ¿Qué experiencias emocionales, positivas o negativas, surgen respecto a la decisión en sí? Por ejemplo, la elección en sí misma puede involucrar un grado de incertidumbre que la persona no esté dispuesta a experimentar.
  • ¿Qué experiencias emocionales, positivas o negativas, surgen respecto cada alternativa?
  • ¿En qué momentos de su vida ha surgido cada una de ellas? ¿A qué clase general de situaciones obedece?
  • ¿Cuál es la relación actual e histórica con esas experiencias emocionales, esto es, cómo responde y ha respondido a ellas? ¿puede hacerles lugar o más bien ha tendido a evitarlas, racionalizarlas, o ignorarlas? ¿qué consecuencias ha tenido su forma de responder a ellas?

Aspectos motivacionales

Toda elección incluye como cuestión central establecer lo que atrae y lo que repulsa de cada alternativa. La exploración de este aspecto incluye, aunque no se limita, a:

  • Los costos y beneficios esperados de cada alternativa explorada.
  • Los costos y beneficios de dilatar la elección.
  • Los valores involucrados en cada una de las alternativas.

El primer ítem es lo que traducimos en la vieja y querida lista de pros y contras. Por ejemplo, pasar de trabajar en relación de dependencia a trabajar de manera autónoma puede ser deseable por la posibilidad de acceder a una mejor remuneración e indeseable por la pérdida de la estabilidad económica. Identificar claramente las consecuencias materiales positivas y negativas para cada alternativa puede despejar un poco el panorama, y en algunos casos puede ser lo único necesario, particularmente cuando se trata de elecciones simples cuyas alternativas difieren en pocas dimensiones, como por ejemplo si se trata de elegir entre ofertas de trabajo muy similares, que difieren sólo en remuneración y horas de trabajo.

Sin embargo, cuando se trata de elecciones importantes y multidimensionales (y estas suelen ser las que las personas traen a consulta) rara vez la evaluación racional de pros y contras resulta suficiente. Digamos, si la cuestión es elegir entre estudiar psicología en una u otra Universidad, una lista de pros y contras puede ser suficiente, pero si se trata de decidir entre estudiar psicología o dedicarse a la fabricación de canastas, la cuestión puede ser más difícil de zanjar por ese procedimiento. En estos casos identificar los valores involucrados resulta particularmente útil.

Cuando se trata de elecciones importantes y multidimensionales (y estas suelen ser las que las personas traen a consulta) rara vez la evaluación racional de pros y contras resulta suficiente.

Quizá sea necesaria una breve aclaración de a qué me refiero cuando hablo de valores personales, ya que es fácil confundirlos con otros conceptos relacionados. Cuando hablo de valores personales me refiero a cualidades de la experiencia que están presentes y definen a los momentos significativos de la propia vida, cualidades que son intuidas, verbalizadas y elegidas como guía para las acciones.

Como ejemplo personal, muchos momentos importantes de mi vida comparten una cualidad particular que se encarna de distinta manera en cada caso pero que es común a todos ellos, como si fuera un motivo que se repite de distintas maneras en una melodía. Un amigo que me visita, la mano que me acompaña en la ambulancia, la voz de un anestesiólogo al despertar de una operación, mi padre ayudándome a salir de la ducha cuando moverme era difícil, son algunas de las cuentas de un largo collar, enhebradas por esa cualidad común que involucra una cierta forma de relación entre seres humanos. Esa cualidad no es ningún estímulo particular sino que se trata de una suerte de configuración funcional de la situación.

Es la presencia de esa cualidad compartida la que hace que esos momentos sean significativos en mi vida y en mis recuerdos. Por qué esa cualidad me resulta significativa, no lo sé con certeza. La respuesta está enterrada en mi historia, y de mi historia, como todo el mundo, solo conozco algunos fragmentos. Pero en cualquier caso no necesito esa respuesta para apreciar la cualidad. Intuyo esa cualidad en esos momentos, como se intuye la potencia de un cuadro o el dolor en una melodía.

Una vez intuida esa cualidad puedo ponerle un nombre, aunque más no sea para hacerla más manejable, más memorable, más visible. La palabra no capta completamente la cualidad, sólo apunta a ella. A veces llamo a esa cualidad cuidado, otras la llamo compasión, otras la llamo amor. Pero no es el concepto de cuidado definido desde arriba, desde lo abstracto y universal: es el concepto construido desde abajo, desde lo concreto y particular de mi experiencia personal. Me importaría un bledo si alguien objetase que el concepto de amor es otra cosa, podría llamar a esa cualidad ñamfifrufi o designarla con un ideograma, su función sería la misma. Así intuida y designada, esa cualidad puede funcionar de allí en más como guía para mis acciones: en cualquier situación relevante puedo actuar de manera coherente con esa cualidad, puedo insuflar esa cualidad en la experiencia modificando qué hago y cómo. De esa manera, mis acciones hacen que la cualidad esté presente en esa experiencia, volviéndola significativa. Esa cualidad, junto con otras que surgen de manera similar, conforman el conjunto de mis valores personales.

Esta es la forma general en la que comprendo los valores personales tal como se emplean en el ámbito clínico.

En una elección difícil, cada una de las alternativas que se examinan constituye un contexto que puede favorecer la expresión de algunos valores y dificultar la de otros. Ese es uno de los factores que hace que la elección sea difícil: cada alternativa puede favorecer la expresión de cualidades diferentes a las que favorece la otra. Es similar a lo que sucede con cualquier elección cotidiana: si un jueves a la noche salgo a cenar con mis amigos estaré eligiendo un contexto que facilitará la expresión de cualidades relacionadas con el afecto y la diversión; si me quedo en casa estudiando estaré eligiendo un contexto que facilitará la expresión de cualidades relacionadas con el aprendizaje. Sin embargo, en esos casos el contexto es de corto plazo: puedo salir y estudiar otro día, o estudiar y salir otro día. Pero en las elecciones que se presentan en la clínica el contexto elegido es más duradero: una vez que me vaya del país o que nazca mi hijo, por ejemplo, será más difícil cambiar ese estado de cosas.

Por ese motivo conviene tener en claro cuáles son las cualidades vitales valiosas que cada alternativa favorecerá, es decir, explorar los valores que están en juego: ¿qué valores involucra la elección en sí? ¿qué valores pasarían a primer plano en cada alternativa postulada? ¿con qué valores personales están relacionados los costos y beneficios de cada alternativa?

Identificar los valores involucrados es crucial porque nos brinda una herramienta que facilita la elección: los sucedáneos, las acciones sustitutas. Esto es, un valor puede encarnarse en un amplio espectro de acciones, por lo que en casi todos los casos en que una acción en particular no es posible por el motivo que fuere, es posible sustituirla por alguna otra que, aun cuando fuere menos satisfactoria, pueda hacer que ese valor esté presente en alguna medida. Podría preferir expresar mi valor de cuidado hacia otra persona compartiendo tiempo con ella, saliendo a caminar, compartiendo un café. Pero si ello no fuera posible por razones de distancia, podría expresar ese mismo valor con un sucedáneo como una videollamada, una carta, un regalo por mensajería. Esta es la razón por la cual el trabajo con valores constituye una estrategia central en activación conductual para depresión: permite encontrar actividades sucedáneas, que encarnen algún valor importante pero que ofrezcan menores dificultades o requisitos para su ejecución por parte de una persona que está deprimida.

Si se entiende que el conflicto no está entre los valores sino entre los medios disponibles para actuar, la elección entre alternativas puede volverse más flexible

Remitirnos a los valores subyacentes y considerar sucedáneos permite flexibilizar la elección. Supongamos que tenemos dos alternativas de elección, una con los valores a y b, y otra con los valores c y d. Si elegir la primera alternativa significara perder todo contacto con los valores c y d, la elección podría parecer imposible. Los valores c y d son, a fin de cuentas, una expresión de la historia personal, por lo que renunciar a ella puede resultar no sólo doloroso, sino incluso alienante. Pero si esos valores se pueden cultivar de alguna otra manera por medio de algún sucedáneo, aunque no sea la manera ideal, la elección será menos polarizada porque no implicará una renuncia total de aquello que es importante.

Aquí quizá sea necesaria una aclaración: los valores, en sí mismos, rara vez entran en conflicto. En una situación en la cual una persona vacila entre quedarse en su país con su pareja o tomar una beca de estudio en el exterior, la primera alternativa puede estar asociada a valores vinculados con el cuidado y el cariño, mientras que los valores involucrados en la segunda pueden estar más relacionados con la curiosidad y el aprendizaje. Pero allí no hay un conflicto entre los valores: se puede apreciar el cuidado y también apreciar la curiosidad. El conflicto está en que algunas de las acciones orientadas en una dirección serán excluyentes de algunas de las acciones orientadas en la otra dirección, pero no entre los valores en sí. Si la persona eligiera aceptar la beca de estudio, los valores de cuidado y cariño seguirán siendo significativos, sólo que deberán ser perseguidos por otros caminos, según lo que ese contexto permita. Para decirlo con un símil: no puedo escuchar al mismo tiempo una zamba y un rock (al menos no de manera inteligible), pero eso no quiere decir que tenga un conflicto entre ambos géneros.

La vida exige una negociación entre lo que queremos y lo que es posible, los valores permiten que esa negociación sea más flexible

Esta aclaración es relevante porque asumir que el conflicto sucede entre los valores es buscar el problema en el lugar equivocado. Casi que podríamos decirlo al revés: el problema surge cuando no hay conflicto entre ellos, cuando ambos valores son deseados pero el contexto impide ponerlos en acto de ciertas maneras al mismo tiempo. Pero si se entiende que el conflicto no está entre los valores sino entre los medios disponibles para actuar, la elección entre alternativas puede volverse más flexible, menos terminante, permitiéndonos explorar sucedáneos para los valores que quedarían en segundo plano. Siguiendo con el ejemplo anterior, podríamos explorar cómo podría seguir sosteniendo en algún grado los valores de cuidado y el cariño si aceptara la beca en el exterior, y también cómo podría sostener la curiosidad y el aprendizaje si, en cambio, eligiera quedarse con su pareja. Por supuesto: no será lo mismo. No será lo mismo, por ejemplo, aceptar la beca y estudiar en el exterior que quedarse en su país con su pareja y buscar formaciones locales que le permitan aprender.

Cualquiera sea la alternativa elegida implicará un monto de dolor, de pérdida, por el valor que quedará postergado y eso es inevitable. Pero podemos hacer presente de alguna manera aquello que nos importa, aun cuando no sea lo que querríamos. La vida exige una negociación entre lo que queremos y lo que es posible, los valores permiten que esa negociación sea más flexible.

Explorar y avanzar

Así como planear una excursión es más fácil si tenemos un mapa del territorio y las áreas de interés, mapear la elección, identificar experiencialmente sus componentes verbales y no verbales, actuales e históricos, puede facilitar una visión de conjunto de la situación, de lo que implica y lo que puede costar. Pero planear no es la excursión, y mapear no es elegir. Elegir es llevar a cabo las acciones que encaminan hacia uno u otro contexto.

En algunos casos, mapear la situación puede ser suficiente para que la persona se mueva en una u otra dirección. Si es así, estupendo, lo que viene a continuación es el trabajo clínico habitual. Pero en una buena parte de los casos el mapeo es insuficiente. La persona, sabiendo y contactando experiencialmente con lo que implica cada alternativa, vacila entre ellas sin tomar una decisión. En esas situaciones hay varios caminos clínicos que se pueden intentar.

Un foco posible de trabajo es realizar un desvío, cultivar primero habilidades de defusión y aceptación (también momento presente y self como contexto cuando apliquen), para luego aplicar esas habilidades con las experiencias internas que estuvieran funcionando como obstáculo para la elección. Algunos focos típicos para este trabajo son las experiencias de ansiedad e incertidumbre en general, mandatos sociales, creencias sobre la elección (como la búsqueda de la elección “correcta” que mencioné anteriormente), creencias relativas a las propias capacidades para afrontar alguna de las alternativas, entre otros.

También puede ser de utilidad en estos casos conducir una exploración general de los valores personales en general –en lugar de sólo los relacionados con la elección– y reforzar las habilidades de identificación de cualidades valiosas en la vida cotidiana. Explorar y amplificar el contacto con las cualidades que han sido importantes en la vida –recordarlas experiencialmente, por así decir– puede dar el impulso necesario para avanzar en una u otra dirección. En otras palabras, lo que estoy sugiriendo es el cultivo de las diferentes habilidades de flexibilidad psicológica para facilitar la elección.

Un camino bastante menos ortodoxo consiste en avanzar sin elegir. Esto es, en cada elección hay una suerte de punto sin retorno, a partir del cual cambiar de alternativa se vuelve más difícil –aunque lo de punto sin retorno puede ser engañoso, ya que muy rara vez es imposible dar marcha atrás, sino que se vuelve más costoso. Por ejemplo, si se trata de elegir entre diferentes carreras universitarias, ese momento puede ser la acción de inscribirse en ella.

Pero usualmente es posible avanzar bastante antes de llegar al punto sin retorno. Es posible explorar todo lo posible cada alternativa sin comprometerse con ninguna de ellas, contactando experiencialmente con lo que ella ofrece, resolviendo lo que se pueda resolver, buscando información relevante, llevando a cabo sucedáneos de los valores involucrados, etcétera.

Tomar contacto directo o indirecto con un contexto determinado, permitir que empiecen a operar sus cualidades destacadas, puede facilitar la decisión

Es difícil realizar una elección teniendo poco contacto con la situación concreta, por lo cual aumentar el contacto con lo que las alternativas implican puede hacer que las contingencias “guíen” la elección. Por ejemplo, alguien que está vacilando entre varias carreras universitarias puede visitar las Facultades en cuestión, tomar algunos cursos relacionados, hablar con personas que hayan cursado esas carreras, y notar el impacto que esos contextos tienen sobre ella. También resolver obstáculos puede facilitar la decisión. A una persona que está dudando entre expatriarse o quedarse en su país puede resultarle de ayuda el averiguar y resolver en la medida de lo posible todo lo que sería necesario para poder migrar: renovar su pasaporte, averiguar ofertas de trabajo en el exterior y en su país, tener opciones de alojamiento, etcétera.

En esta misma dirección, es posible realizar acciones comprometidas al servicio de los valores involucrados para tener un contacto indirecto con lo que cada alternativa puede implicar. Supongamos una persona que se debate entre continuar en una relación que se ha vuelto aburrida o insatisfactoria (como mis artículos), o separarse y dedicarle un poco más de tiempo a la propia vida social y a los proyectos personales. Un camino posible en esa situación podría ser explorar e identificar claramente los valores personales asociados con cada alternativa: cuáles son las cualidades que querría desplegar en una relación, cuáles serían las cualidades a encarnar en caso de separarse. Identificados los valores, es posible actuar hacia ellos sin tomar una decisión.

Supongamos que para esa persona lo valioso en una relación se relaciona con la compañía y compartir actividades, mientras que lo valioso de separarse tiene que ver con explorar nuevas actividades y tener una vida social activa. Si ese fuera el caso, sería posible intentar traer esas cualidades a su vida cotidiana sin tomar una decisión en uno u otro sentido. Por ejemplo, podría llevar a cabo acciones que encarnen esas cualidades a su pareja, tales como proponer salidas o tener gestos de cuidado cotidianos, al mismo tiempo que las cualidades de la otra alternativa, por ejemplo explorando hobbies y realizando actividades sociales. Si por la naturaleza de la elección fuera imposible contactar con algunas de las actividades de una alternativa sin tomar una decisión, a menudo es posible explorarla con actividades sucedáneas al servicio del mismo valor.

La idea detrás de esto es acercarse todo lo posible a las contingencias de cada alternativa, porque ese contacto con no poca frecuencia termina de precipitar la elección. Tomar contacto directo o indirecto con un contexto determinado, permitir que empiecen a operar sus cualidades destacadas, puede facilitar la decisión. En un sentido, es el contexto el que elige, y una parte importante de nuestra tarea es facilitar el contacto con él. Para decirlo con una analogía, la mejor manera de averiguar si un sabor de helado nos gusta o no es probarlo y notar cómo respondemos a él.

Cerrando

Lo que he ofrecido hasta aquí son sólo algunas observaciones y sugerencias generales, que pueden ser de ayuda en algunos casos y resultar insuficientes en otros. Cada elección es única, y cada vez son diferentes los elementos que se ponen en juego en ella pero, en una buena parte de los casos con los que he tenido que lidiar, las consideraciones que he expuesto han resultado de utilidad.

El texto ha sido extenso, de manera que quizá sea necesario un breve resumen. Señalé algunos puntos a tener en cuenta en estos casos, tales como distinguir si se trata de un verdadero dilema o de evitación; no perseguir la elección “correcta”; incluir razón e intuición en la elección; mantener la neutralidad clínica; reducir el control aversivo en todo lo posible. Sugerí luego que construir un mapa de la elección, incluyendo el contexto actual, las creencias, sentimientos, y valores involucrados puede facilitar el proceso. Finalmente, frente a dificultades con la elección, trabajar habilidades de flexibilidad psicológica y aplicarlas a los obstáculos, como así también avanzar y explorar las alternativas sin comprometerse aun con ninguna de ellas, pueden ayudar a desatascar un proceso trabado. Ninguna de estas consideraciones es exhaustiva ni debería aplicarse rígidamente. La clínica es el reino del depende, de lo particular, de la excepción, y por tanto del criterio profesional frente a cada caso.

Si tuviera que enfatizar algo de lo dicho, sería esto: una elección no es algo solo racional, sino que involucra a todas las respuestas de la persona. Facilitar y amplificar las respuestas no verbales puede hacer que la decisión sea más sustanciosa que un mero cálculo de pros y contras, puede insertar la elección en el tejido de la vida. En última instancia, lo que se pone en juego con estas elecciones es el carácter particular que tomará la vida. Por ello no hay respuestas correctas o incorrectas: hay diferentes direcciones vitales.

Articulo publicado en Grupo ACT y fue cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Análisis

El tiempo en el conductismo

  • Fabián Maero
  • 23/11/2023

Suelo sostener en congresos y fiestas de egresados que el conductismo, en tanto adherente a la cosmovisión pragmática, probablemente sea el paradigma psicológico que más seriamente se ocupa de la cuestión del tiempo.

Con esto no me refiero meramente a ocuparse del tiempo como tema de ensayo –lo cual, después de todo, está al alcance de toda teoría– sino a que la dimensión temporal es crucial para el funcionamiento de todos los conceptos conductuales o pragmáticos en general, la clave de bóveda sin la cual el edificio conductual/pragmático se desmoronaría. Comprender su papel, creo, permite entender mejor cómo operan el conductismo y el análisis de la conducta, y especialmente, entender algunas de las incompatibilidades que tiene con el resto de la psicología.

Sin otro prolegómeno, vayamos texto adelante, que el tiempo es corto.

El tiempo en el análisis de la conducta

Si se entretiene la conjetura de que el tiempo juega un papel central en el mundo conductual, es inevitable comenzar a notar la profusión de alusiones al mismo en la literatura conductual.

Consideremos por ejemplo, la unidad básica de análisis conductual, la contingencia de tres términos. Se trata ni más ni menos que de una unidad temporal: es la sucesión de antecedentes, conducta, consecuencias –es decir, los eventos pasados y futuros respecto a un evento conductual determinado. Fijado el presente en un evento, las preguntas claves del análisis son: ¿qué pasaba antes y qué pasó después? La dimensión temporal es crucial para identificar la función de cualquier evento conductual: un reforzador, por ejemplo, debe suceder luego de la conducta blanco, nunca antes. Modificar el orden de los eventos es modificar inmediatamente su función –aquí, el orden de los factores sí altera el producto.

De hecho, podría sostenerse que la definición de “ambiente”, a pesar de lo que el término parece sugerir, es más temporal que espacial: no es lo que está fuera del organismo, ya que también incluye estímulos sucediendo dentro del mismo (la piel no es una barrera importante, decía Skinner), sino lo que está antes y después de la conducta –por ello, un estímulo interno puede ser parte del ambiente, en tanto suceda antes de la conducta.

El contexto de la conducta es el tiempo en torno a ella.

El tiempo en los supuestos filosóficos

Similarmente, podemos encontrar a la dimensión temporal ocupando un lugar central en el criterio de verdad pragmático/conductual.

Más allá de la interpretación particular que adoptemos del mismo (y hay mucha tela para cortar al respecto), el criterio instrumental de funcionamiento exitoso involucra que un enunciado sólo puede ser considerado verdadero en tanto inserto en una dimensión temporal.

La verdad no es estática, sino que mira al futuro. Un enunciado promete, por así decir, una determinada experiencia y sólo termina de verificarse como verdadero cuando esa experiencia sucede. La verdad pragmática no habla de cómo es el mundo (de aquí lo que a veces se denomina como posición a-ontológica), sino cómo será si se actúa de cierta manera. Si se lo considera sólo en el momento presente en que es emitido, no es posible determinar a ciencia cierta si un enunciado es verdadero o no. Se requiere la verificación, operación que vincula un evento presente y un evento futuro (el enunciado y su verificación), para que el criterio de verdad pragmático funcione. Eso hace que la verdad pragmática siempre sea provisoria, relativa, falible, ya que por más que la verificación haya sido positiva mil veces, nada garantiza que lo será también la próxima vez.

Más aun, si seguimos el análisis de Pepper(1942), podríamos sostener que la dimensión temporal está incrustada en el corazón mismo del pragmatismo (al que denomina contextualismo). Pepper identificó como “metáfora raíz” a una intuición tomada de la experiencia cotidiana que contiene en germen las categorías que le darán su cariz particular, sensibilidades y contradicciones, a un determinado sistema filosófico. En otras palabras, la metáfora raíz es la piedra fundacional sobre la que se construye un edificio filosófico.

En el caso del contextualismo la metáfora raíz es el acto en contexto. O al menos, así es como se la suele conocer, ya que en rigor de verdad esa fue solo una de varias formas en que Pepper se refirió a esa intuición fundante.

La primera denominación que Pepper empleó en su texto para la metáfora raíz del contextualismo señala a las claras que estamos lidiando con algo que involucra el tiempo: “el evento histórico”. Pepper lo explicó así: “no significa el evento pasado, uno que, por así decir, está muerto y tiene que ser exhumado. Significa el evento vivo en su presente (…) El evento histórico real, el evento en su actualidad, es cuando está sucediendo ahora, el evento activo dinámico y dramático. Podemos llamarlo un ‘acto’, si así preferimos, en tanto tengamos cuidado con nuestro uso del término. Pero no es un acto aislado ni abstraído, es un acto en un con su entorno, un acto en su contexto” (p.232, el subrayado es mío). Esto señala a las claras que no se trata de una filosofía basada en sustancias (por ejemplo, átomos o elementos primordiales), sino en eventos desarrollándose en el tiempo.

Tengo para mí la persistente sospecha de que el lugar central que la dimensión temporal ocupa en él explica en parte la potente aversión que el conductismo tiene hacia posiciones como el biologicismo y neurocentrismo. Se trata de un rechazo categorialmente determinado, una suerte de alergia o disonancia categorial hacia todo lo que involucre explicaciones basadas en substancias estáticas, que de ser adoptadas congelarían la dinámica y un poco caótica plasticidad del mundo conductual.

Esta alergia categorial impregna no sólo los razonamientos, sino incluso las sensibilidades y modos expresivos de quienes adoptan esta cosmovisión. Veamos eso a continuación.

El tiempo en los recursos expresivos

La mayoría de las teorías en psicología emplean términos y representaciones que enfatizan las dimensiones espaciales de los conceptos. Mientras que el grueso de la psicología se comunica en términos de sustancias y engranajes, cuya dimensión principal es espacial (lo importante es dónde está un engranaje en relación al resto), el conductismo se comunica en términos de procesos, cuya dimensión principal es temporal (lo importante es cuándo sucede un evento en relación al resto). Es la diferencia entre pensar en términos de cosas y pensar en términos de procesos.

Por ejemplo, el psicoanálisis de Freud utiliza mayormente analogías espaciales para ilustrar sus conceptos y teorías, como se puede notar en su primera y segunda tópica (recordemos que “tópica” viene del griego topos, lugar), o en la analogía recurrente del inconciente como la parte sumergida de un iceberg, entre otras. Lo mismo sucede con las teorías cognitivas o neurocientíficas: basta abrir cualquier libro de texto para encontrarse con mapas, módulos, diagramas, etc., que describen dónde se ubica cada elemento en relación a los demás.

En contraste, los recursos expresivos conductuales suelen más bien enfatizar aspectos temporales, aludiendo a procesos, al flujo temporal de los eventos. Un ejemplo claro son los registros acumulativos o los análisis funcionales de la conducta, que no son mapas sino sucesiones temporales. Digamos: casi siempre hay un eje temporal en los gráficos conductuales.

Otro recurso expresivo que el conductismo emplea hasta el hartazgo tiene que ver con el uso de verbos y el énfasis en “verbalizar” sustantivos, a contramano de las tendencias inherentes en los lenguajes naturales. Por ejemplo, si bien en Teoría de Marco Relacional se suele hablar de “marcos relacionales”, la denominación correcta sería “enmarcar relacionalmente”: no una cosa espacial, sino una acción desenvolviéndose en el tiempo.

No es casualidad que uno de los peores pecados que un conductista pueda cometer (y que la comunidad académica se encargará de señalar rápidamente) sea el de reificarconceptos, convertirlos en cosas; por ejemplo hablar de recuerdos en lugar de recordar, percepción en lugar de percibir, pensamientos en lugar de pensar, etcétera. Este rechazo puede entenderse si se considera que reificar un concepto lo congela, lo vuelve estático, le quita su presencia temporal; un “recuerdo” funciona como un objeto, algo que está, que se guarda, que se pierde; nada de eso es posible con recordar, que es una actividad que sucede en el tiempo. Creo que esta particularidad del conductismo puede entenderse mejor si se la considera como una expresión de su dimensión básica temporal, en lugar de un simple capricho estilístico.

Profundidad y duración

Algo que ilustra la diferencia de perspectiva entre el conductismo y la mayoría de las corrientes teóricas en psicología es que una crítica que éstas le suelen dirigir a aquel es la de ser poco profundo, de no ir al interior de las personas.

Esa crítica, basada en metáforas espaciales, revela más sobre quienes la formulan que sobre su destinatario. Postular que un análisis sea mejor que otro por ir metafóricamente más adentro de un organismo sólo tiene sentido en un mundo que ha sido ordenado espacialmente, en un mundo de sustancias y localizaciones, en la cual lo que está afuera/encima tiene un estatus diferente de lo que está adentro/debajo. En esas corrientes, lo que está adentro/debajo es lo que explica lo que está arriba/afuera.

Pero ese no es el mundo conductual. La metáfora espacial no tiene mucha relevancia en su cosmovisión: en un mundo ordenado temporalmente, como es el caso el mundo conductual/pragmático, hablar de la profundidad de un evento tiene tan poco sentido como hablar de la altura de las tres y cuarto de la tarde.

Dicho de otra manera, el conductismo pone a todos los eventos conductuales en un mismo plano. Una conducta públicamente observable, como aplaudir, y una privada, como una creencia, están en la misma esfera de eventos. Una no es más “profunda” que la otra, ni mucho menos sirve para explicar a la otra. Nuevamente, la afirmación skinneriana de “la piel no es una barrera importante”, señala que la ubicación espacial de un evento no es lo central para entenderlo.

Las explicaciones conductuales no se construyen llevando la mirada “más adentro” del organismo, sino más bien mirando afuera (en sentido temporal) de la conducta, detectando las regularidades en la relación entre conducta y ambiente a lo largo del tiempo. Una conducta o un mecanismo conductual se explica describiendo (o interpretando, cuando no es posible acceder a ella) la historia de antecedentes y consecuencias que involucra. Por eso los experimentos conductuales tienden al diseño de caso único, es decir, investigaciones realizadas con pocos individuos pero con una larguísima duración, analizando hasta cientos de horas de respuestas de un individuo para comprender algún proceso conductual de interés. Como ejemplo podemos citar el libro Schedules of Reinforcement, de Skinner y Ferster, en el cual se compilan experimentos sobre principios conductuales: en total los experimentos acumularon setenta mil horas de respuestas, pero cada uno fue realizado con entre dos y cinco palomas (Ferster & Skinner, 1957). Determinar la función de una conducta requiere siempre ampliar el marco temporal involucrado.

Cerrando

Hay una historia bastante popular cuyo responsable ignoro, de una persona que pasa caminando por la calle junto a tres albañiles trabajando. Le pregunta entonces al primero de ellos qué es lo que están haciendo, a lo cual éste le responde que están colocando ladrillos; insatisfecha con la respuesta, interroga al segundo, quien responde que están construyendo una pared; interrogado el tercero responde que están construyendo una catedral. Cada respuesta es más satisfactoria no porque sea más “profunda”, sino porque se amplía cada vez el marco temporal involucrado, la sucesión de eventos anteriores y posteriores a la actividad de los albañiles, permitiendo una mejor comprensión de la conducta. Esa es la dirección en la cual el conductismo trabaja. Baum(2013, p. 287), lo expresa de esta manera:

La conducta requiere tiempo. La conducta se extiende a través del tiempo; no puede ocurrir en un instante. (..) Una fotografía captura un instante. Si les muestro una fotografía de una persona sentada con un libro abierto frente a él, ¿qué podemos decir sobre su conducta? No está corriendo ni saltando la cuerda, desde luego, pero existen muchas posibilidades: puede estar leyendo, fingiendo leer, soñando despierto, buscando algo en el libro, etc. Nuestra incertidumbre es máxima en este momento, pero si podemos observarlo durante un período de tiempo, tendremos una mayor certeza de si estaba leyendo o haciendo otra cosa. (…) En un instante, podemos ver cómo luce una actividad (su topografía), pero tenemos máxima incertidumbre en cuanto al trabajo que realiza (su función). Si observamos durante un período de tiempo, ganamos certeza sobre la función de la actividad, pero perdemos certeza sobre su topografía o estructura. Un acto instantáneo (accionar un interruptor de luz) podría ser compatible con un gran número de funciones (leer, advertir a un ladrón, etc.). En el instante, vemos cómo la persona se sienta sosteniendo el libro, pero con el tiempo la vemos moverse, pasar páginas, rascarse la cabeza, levantar la vista de la página, etcétera; ganamos la certeza de que efectivamente está leyendo, pero perdemos certeza de cómo eso se ve exactamente. (…) Nuestra certeza sobre cuál es la actividad crece a medida que vemos más de ella con el tiempo.”

La conducta, como la música, sucede en el tiempo. Y, también como la música, sustraerla del tiempo, detenerla, equivale a aniquilarla.

Referencias

Baum, W. M. (2013). What counts as behavior? The molar multiscale view. Behavior Analyst, 36(2), 283–293. https://doi.org/10.1007/BF03392315

Ferster, C. B., & Skinner, B. F. (1957). Schedules of reinforcement. Prentice-Hall.

Pepper, S. C. (1942). World Hypotheses.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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  • Artículos de opinión (Op-ed)

El vaivén de la aceptación

  • Fabián Maero
  • 27/09/2023

¿Cómo harías vos si estuvieras en mi lugar? –me pregunta un amigo que está pasando por un momento difícil, sabiendo que en lo inmediato las cosas van a empeorar antes de mejorar. Mi amigo pertenece a mi oficio, así que no me está preguntando por técnicas. Me está preguntando qué haría con tanto dolor yo, que he recibido mi porción de sufrimiento, como todos.

Puedo darte dos respuestas –le digo– la profesional y la personal. La primera es que lo aconsejable es aceptar incondicional y radicalmente el dolor. Es, después de todo, el postulado de todos los modelos psicoterapéuticos que lidian con estas cuestiones.

La respuesta personal, sin embargo, difiere. Cierto fundamentalismo de la aceptación quiere que toda evitación sea considerada como problemática. La verdad es que a cada dolor que me ha tocado lo he atravesado con un vaivén: aceptar de a ratos, evitar de a ratos –un vaivén entre contacto y alejamiento, como un barco en un mar tormentoso inclinándose a babor y estribor. Dejarme atravesar por el dolor una parte del tiempo, distraerme con un libro o la compañía de mis amistades el resto del tiempo.

Entiendo las razones del fundamentalismo de la aceptación: es tan ubicua y poderosa la presión social y cultural para distanciarse de todo dolor que a menudo es necesario desplegar una fuerza igualmente terca e indoblegable en la dirección opuesta. Sobrecorregir, si se me perdona el desagradable neologismo, es algo con frecuencia necesario en psicoterapia cuando se lidia con años o décadas de práctica en evitar.

En un mundo de estridentes y rotundos blancos y negros, lo matizado y sutil tiende a quedar ahogado.

Pero atravesar un dolor, como todo en la vida, es una cosa de matices, de gradaciones, de un cierto vaivén. Las cosas que duelen imponen un peaje de dolor a pagar, pero a veces puede ser más gentil pagarlo de a poco. Acercarse y hacerle lugar, tomar distancia para recuperar fuerzas, acercarse nuevamente, buscar un abrazo comprensivo que distraiga y ayude a pasar el día, y así. El vaivén que nos saca del barro.

La compasión también requiere flexibilidad suficiente para acompañar el vaivén que esta persona, en este momento, bajo estas circunstancias, es capaz de desplegar frente a este dolor.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

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