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Análisis

356 Publicaciones
  • Análisis

Catatonía: el cuerpo de la persona puede estar congelado, pero sus mentes no lo están – nuevo estudio

  • 07/06/2022
  • Equipo de Redacción

Ocasionalmente, como médico, se me pide que vea a un paciente en el servicio de urgencias que está completamente mudo. Se sientan inmóviles, mirando alrededor de la habitación. Levanto el brazo y se queda en esa posición. Alguien se hace un análisis de sangre y ni siquiera hace una mueca de dolor. No han comido ni bebido nada durante uno o dos días.

Las preguntas empiezan a pasar por tu mente. ¿Qué les pasa? ¿Responderían a otra persona? ¿Tienen una lesión cerebral? ¿Se lo están poniendo? Y, lo más difícil de todo, ¿cómo voy a saber lo que está pasando si no pueden decírmelo?

Soy psiquiatra e investigador especializado en una rara afección conocida como catatonia, una forma grave de enfermedad mental en la que las personas tienen problemas con el movimiento y el habla. La catatonia puede durar desde unas pocas horas hasta semanas, meses o incluso años. Algunas personas tienen episodios recurrentes. He hablado con médicos, enfermeras, académicos, pacientes y cuidadores sobre esta afección. Una pregunta surge más que cualquier otra: ¿qué piensan las personas con catatonía? ¿Están pensando?

Una persona catatónica apareció en un video de educación médica publicado en 1938. Tenga en cuenta la máscara de ojo blanco: un medio rudimentario de anonimizar a la persona en ese momento. Dominio público / Biblioteca Nacional de Medicina

Cuando una persona apenas puede moverse o hablar, es fácil asumir que tampoco es consciente. Las investigaciones realizadas en los últimos años han demostrado que este no es el caso. De hecho, en todo caso, es todo lo contrario. Las personas con catatonía a menudo expresan una ansiedad intensa y dicen que se sienten abrumadas por los sentimientos. No es que las personas con catatonía no tengan pensamientos, puede ser que tengan demasiados.

Pero, ¿cuáles son estos pensamientos? ¿Qué podría hacer la mente que te hiciera congelar? En un nuevo estudio, mis colegas y yo hemos intentado arrojar algo de luz sobre esto.

Cientos de pacientes

Al observar las notas del caso de cientos de pacientes que habían experimentado catatonía, descubrimos que algunos habían hablado de lo que había sucedido, ya sea en ese momento o más tarde. Muchos no sabían o no recordaban lo que estaba pasando.

Algunos describieron experimentar un miedo abrumador. Algunos eran conscientes del dolor de mantenerse rígidos durante tanto tiempo, sin embargo, parecían incapaces de moverse. Lo que nos pareció más interesante, sin embargo, fueron aquellas personas que tenían, en un nivel, una explicación racional de la catatonía. Las notas de un paciente dicen:

Lo encontré arrodillado en el suelo con la frente en el suelo. Dijo que había adoptado la posición para salvar su vida y seguía pidiendo que lo viera un médico del cuello… Seguía hablando de que su cabeza se le caía del cuello.

Si realmente creyeras que tu cabeza corría un riesgo inminente de caerse, tal vez no sería una mala idea mantenerla en su lugar en el suelo.

Para otros, eran las voces (alucinaciones) las que les instruían a hacer ciertas cosas. A una persona se le decía que su cabeza explotaría si se movía, una razón bastante convincente para quedarse quieta. Otro pensamiento que Dios le estaba diciendo que no comiera ni bebiera.

Una mujer con catatonía "postura". Imágenes del libro de archivo de Internet/Wikimedia
Una mujer con catatonía «postura». Imágenes del libro de archivo de Internet/Wikimedia

Mancha de la muerte

Una teoría para la catatonía es que es similar a la «mancha de muerte» que muestran algunos animales. Cuando se enfrentan a un depredador de tamaño o fuerza abrumadores, algunos animales presa se congelarán y presumiblemente el depredador puede no darse cuenta de ellos.

Una paciente del estudio describió vívidamente ver una serpiente (que también le habló). No podemos decir por un ejemplo que su cuerpo estuviera adoptando una defensa primitiva a un depredador, pero sin duda es una posibilidad.

La catatonía sigue siendo una condición misteriosa, atrapada a medio camino entre la neurología y la psiquiatría. Al menos al entender lo que la gente puede estar experimentando, podemos proporcionar tranquilidad y empatía.

Artículo original publicado en The Conversation y republicado con autorización en Psyciencia.com

Jonathan Rogers, Becario clínico de Wellcome Trust en Psiquiatría, UCL

  • Análisis

Pruebas para evaluar problemas de conducta alimentaria o TCA

  • 06/06/2022
  • Laura Ruiz

Los problemas o Trastornos de la Conducta Alimentaria, también conocidos como TCA, por sus siglas, son un grave problema para la salud tanto física como mental, que afecta a una gran parte de la población, siendo especialmente vulnerables los adolescentes. 

Su aparición no se debe exclusivamente a una causa en particular, sino que responde a múltiples causas que incluyen todos los ámbitos del ser humano como ente biopsicosocial que es.

Resulta alarmante que el número de casos de personas con TCA haya aumentado considerablemente en los últimos años. Esto hace necesario el contar con herramientas de evaluación eficaces que permitan hacer un diagnóstico confiable lo más temprano posible.

Pero, ¿cuáles son las pruebas diagnósticas que más se utilizan? Analizamos las expuestas en el documento de Losada y Marmo (2013) y en el libro de Cohen & Swerdlik (2002), “Pruebas y evaluación psicológicas”.

Pruebas para evaluar los TCA

El primer tipo de evaluación que se realiza para determinar la existencia de problemas de la conducta alimentaria es una exploración física que debe ser llevada a cabo por un médico. El mismo realizará un chequeo general del estado de salud de la persona para evaluar su estado. 

Aunado a esto, realizará la evaluación del índice de Masa Corporal (IMC), un instrumento antropométrico basado en estándares determinados según el peso y la estatura de la persona, que permite evaluar la cantidad de grasa corporal que tiene el evaluado. 

Entrevistas clínicas

Una de las pruebas más importantes al momento de realizar cualquier evaluación son las entrevistas clínicas. En este sentido, las entrevistas de tipo estructuradas ofrecen grandes ventajas al momento de evaluar a las personas para determinar si existe o no un problema de conducta alimentaria. 

Entre las entrevistas estructuradas de mayor uso para evaluar estos trastornos se encuentran:

  1. Entrevista de Desórdenes del Comer (EDI), que determina la existencia de TAC en la población en general.
  2. Entrevista para el Diagnóstico de Trastorno Alimentario (IDED), que aborda trastornos como la anorexia nerviosa, la obesidad, sobreingesta compulsiva y la bulimia nerviosa.
  3. Examen de Desórdenes del Comer (EDE), que con sus 62 ítems permite evaluar la existencia de TAC.
  4. Instrumento Clínico que tasa el Desorden de Comer (CEDRI), que evalúa la existencia de sintomatología asociada a la Anorexia Nerviosa y Bulimia Nerviosa. 
  5. Lista de Evaluación de Resultado Morgan Russell (MR AS), que evalúa la existencia de anorexia nerviosa.

Cuestionarios autoaplicados

Otro tipo de instrumento que se utiliza frecuentemente para evaluar los problemas de conducta alimentaria son los cuestionarios autoaplicados. 

Y es que se trata de herramientas de fácil uso, que puede ayudar a los especialistas a obtener mucha información valiosa que permita hacer un diagnóstico y evaluar el tratamiento más adecuado para la persona.

Entre los cuestionarios más utilizados se encuentran: 

  • Cuestionario Auto informado de Desorden (EDE-Q), que evalúa anorexia y bulimia nerviosa. 
  • Cuestionario de Actitudes hacia la Comida (EAT). En él se evalúan las inquietudes y síntomas de la persona ante la comida.
  • Cuestionario de Bulimia Revisado (BULIT R), que evalúa bulimia nerviosa, preocupaciones y síntomas relacionados. 
  • Cuestionario de Comer y Modelo de Peso Revisado (QEWP-R), que identifica el trastorno por atracones y la bulimia. 
  • Cuestionario de Diagnóstico de Trastornos de la Conducta Alimentaria (QEDD). Permite una evaluación general de los trastornos relacionados con la conducta alimentaria. 
  • Cuestionario de Tres Factores de la Alimentación (TFEQ). Evalúa la restricción de alimentos, el límite de ingestión calórica y la susceptibilidad al hambre.
  • Cuestionario SCOFF, que significa Enfermo, Control, Un, Grasa, Alimento, por las siglas en inglés de: Sick, Control, One, Fat, Food.
  • Inventario de Desórdenes Alimentarios (EDI). Valora la existencia de anorexia y bulimia nerviosas a partir de las conductas y los pensamientos. 
  • Test Edimburgo de Investigación de Bulimia (BITE); evalúa síntomas asociados a la bulimia nerviosa.

Autoevaluación corporal

Otro método para evaluar la existencia de problemas de conducta alimentaria, que también se usa frecuentemente, es la autoevaluación corporal, la cual permite comprender cómo la persona se autopercibe y si esto se corresponde o no con la realidad. Entre los métodos más utilizados aquí se encuentran:

Cuestionario de la Forma Corporal (BSQ)

Desarrollado por Cooper, Taylor y Cooper & Fairburn en el año 1987, este instrumento evalúa la imagen corporal, la preocupación e insatisfacción por su apariencia física, el temor a subir de peso, la evitación de situaciones en las que la persona se siente expuesta, así como las intenciones de bajar de peso. 

Examen del Trastorno Dismórfico (BDDE) 

Elaborado por Rosen y Reiter en el año 1996, se trata de un test diseñado para evaluar el Trastorno Dismórfico Corporal, que sigue los parámetros (criterios diagnósticos) establecidos por la Asociación Americana de Psiquiatría en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales DSM-IV-TR (2000).

Test de Siluetas (TS) 

Creado por Thompson y Gray en el año 1995, este test consta de imágenes de siluetas de cuerpos humanos masculinos y femeninos con un puntaje cada uno, siendo el 1 la más delgada hasta el 9. En el test la persona evaluada debe identificar el tipo de silueta que según ella se le parece.

Si crees que puedes estar padeciendo algún trastorno de la conducta alimentaria o conoces a alguien que podría estarlo, no dudes en solicitar ayuda profesional de los especialistas en salud mental. 

El diagnóstico e intervención temprana de los TAC puede marcar la diferencia en cuanto a su afectación en la salud tanto física como mental y emocional. ¡Está bien pedir ayuda! Te la mereces.

Referencias: 

  • American Psychiatric Association, APA (2000). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, Text Revision. DSM-IV-TR (Vol. 4). Washington DC: APA
  • Cohen, R.J. & Swerdlik, M.E. (2002). Pruebas y evaluación psicológicas. McGraw-Hill: Madrid.
  • Losada, A. y Marmo, J. (2013). Herramientas de Evaluación En Trastornos de La Conducta Alimentaria. Madrid: Editorial Académica Española.
  • Análisis

Sesgos cognitivos: tipos y descripciones

  • 16/05/2022
  • Laura Ruiz

Los seres humanos percibimos la realidad en función de diversos factores, incluyendo los sesgos cognitivos que son, en muchas ocasiones, responsables de la forma distorsionada en la que percibimos lo que nos rodea.

¿Qué son los sesgos cognitivos?

Los sesgos cognitivos no son más que atajos que utiliza nuestra mente, también se les conoce como prejuicios cognitivos. Este tipo de procesos se dan de manera inconsciente y tienen como cualidad ser automáticos.

Estos tipos de ‘atajos’ nos ayudan a reaccionar de manera rápida al momento de tomar decisiones y, aunque en apariencia son racionales, lo cierto es que se trata de todo lo contrario, ya que desafían por completo a la lógica si les prestamos atención.

¿Cómo influyen los sesgos cognitivos?

Según un artículo de Concha y colaboradores (2012), nuestra vida entera puede estar influenciada por los sesgos cognitivos, en tanto que nuestro cerebro utiliza estos atajos para responder de manera rápida a ciertas situaciones. Pero es necesario tener en cuenta que los sesgos cognitivos pueden llegar a afectarnos seriamente de forma negativa.

Las capacidades para la resolución de problemas pueden verse opacadas por los sesgos cognitivos, llegando a distorsionar la manera en la que se almacenan recuerdos, perdiendo gran parte de la fiabilidad de nuestra capacidad para recordar las cosas que hemos experimentado.

Pueden incluso llegar a afectar el desempeño a nivel académico o laboral de las personas y, en muchos casos, son un factor agravante de problemas como la depresión y la ansiedad (Castillo, Vilar, 2010). Así, estos atajos pueden llegar a afectar también nuestra vida personal y la manera en la que nos relacionamos con las demás personas.

«Somos incapaces de desentrañar la complejidad del mundo, así que nos contamos un cuento simplificador para poder decidir y reducir la ansiedad que nos crea que sea incomprensible e imprevisible.”, Daniel Kahneman.

Tipos de sesgos cognitivos

Desde que fueron descritos por primera vez en 1972 por los especialistas en psicología Tversky y Kahneman, se han logrado describir más de 100 tipos de sesgos cognitivos, número que parece seguir en aumento al dia de hoy, por lo que abordar cada uno de ellos resulta ser una tarea compleja.

Sin embargo, existen algunos prejuicios cognitivos que se presentan con relativa frecuencia en las personas. A continuación os describiremos algunos de ellos:

Sesgo de confirmación

Se trata de la tendencia a buscar información que valide aquello que creemos cierto. Este sesgo nos empuja a recordar, buscar y, en muchos casos, interpretar determinada información en función de que confirme aquello en lo que decidimos creer.

Efecto halo

Bajo este sesgo cognitivo tenemos tendencia a calificar de manera positiva a personas a las cuales hemos valorado anteriormente por cualidades buenas. Este tipo de sesgo es ampliamente utilizado como estrategia de marketing, al utilizar personas atractivas físicamente para tratar de vender algún producto o servicio.

Sesgo de anclaje

Este sesgo hace que nos ‘anclemos’ en determinada información, que generalmente es la primera que se nos presenta, haciendo que descartemos por completo lo que se nos muestra después. Esto provoca que no tomemos en cuenta otra información ni que la evaluemos de manera racional.

Aversión a la pérdida

Se trata de uno de los sesgos cognitivos más comunes en el que no evaluamos las situaciones en función de las ganancias que podemos obtener, limitándonos a un no actuar por miedo a una posible pérdida.

Nos enfocamos en lo que podemos llegar a perder, dejando pasar incluso muy buenas oportunidades de obtener ganancias.

Sesgo de observación selectiva

Este sesgo es muy frecuente cuando tenemos algo en mente y entonces nuestra atención se enfoca solo en ello, discriminando por completo el resto de la información. Por ejemplo, cuando una mujer está embarazada, es común que solamente se fije en otras mujeres embarazadas en la calle, ignorando por completo a las demás personas a su alrededor.

Efecto Forer

También conocido como efecto Barnum. Es la tendencia a identificarnos con la información que se nos presenta aunque la misma sea ambigua.

Un ejemplo perfecto de este efecto es lo que sucede con los horóscopos, que presentan información ambigua y a veces contradictoria; sin embargo, las personas deciden quedarse solo con la parte con la que se identifican.

Sesgo de status quo

Este tipo de prejuicios cognitivos limita la toma de decisiones de las personas, relegándolas a escoger sólo aquellas alternativas que no alteran en gran medida su vida actual. Es decir, escogen en función de mantener su vida sin cambios.

Prejuicio de retrospectiva

Bajo este sesgo tendemos a pensar que pudimos prever las cosas que ya sucedieron. Sentimos que era evidente poder determinar lo que iba a suceder aunque esto puede no ser cierto.

Sesgo de negatividad

Este sesgo hace que nos enfoquemos en las cosas malas de las situaciones o en la información negativa, obviando por completo las cosas positivas, abandonando totalmente la perspectiva neutral de la situación.

Efecto dotación

Se trata de un sesgo cognitivo que nos lleva a darle un valor superior a las cosas por el simple hecho de ser nuestras o de haberlas realizado nosotros mismos.

Este valor no corresponde con la realidad y suele ser más elevado de lo que debería. Este sesgo se suele ver en personas que venden cosas con sobreprecio solo por el hecho de ser elaboradas por ellas mismas.

Resistencia reactiva

Sucede cuando hacemos lo opuesto a lo que nos han recomendado, solo como una respuesta reactiva ante la percepción de algún tipo de amenaza.

También se puede presentar si se nos ofrece la libertad para elegir. Tomamos decisiones impulsivas que van en contra de lo que nos aconsejan.

Sesgo de riesgo cero

Bajo este prejuicio cognitivo limitamos nuestras acciones con la finalidad de limitar los riesgos al máximo. Puede producir una no acción con la finalidad de evitar riesgos.

Sesgo del punto ciego

Es un sesgo muy interesante y es que nos hace pensar que somos menos proclives a los efectos de los sesgos cognitivos de lo que puede llegar a ser la mayoría de las personas.

Y tú, ¿conocías estos sesgos? ¿Crees que los reproduces sin darte cuenta? ¿Qué impacto tienen en tu vida? ¡Te animamos a reflexionar sobre todo ello!

Referencias:

  • Castillo, M. D., & Villar, M. D. C. (2010). Mecanismos explicativos de los sesgos cognitivos en la ansiedad. In Ansiedad Interpsiquis 2010. 11 Congreso Virtual de Psiquiatría En: http://hdl-. handle. net/10401/1188.
    Concha, D., Ramírez, M. Á. B., Cuadra, I. G., Rovira, D. P., & Rodríguez, A. F. (2012). Sesgos cognitivos y su relación con el bienestar subjetivo. Salud & Sociedad, 3(2), 115-129. DOI: https://doi.org/10.22199/S07187475.2012.0002.00001
  • Análisis

La alianza terapéutica: consensos y disensos

  • 10/05/2022
  • Fabián Maero

Hablaremos hoy sobre el tema favorito de las publicaciones en redes sociales cada vez que llega el día de la psicología: la alianza terapéutica.

Probablemente se trate del concepto psicológico con mayor consenso en la literatura especializada. Tradiciones psicoterapéuticas que, en otros aspectos, están dispuestas a arrojarse mutuamente objetos contundentes de todo tipo, coinciden en cambio en subrayar la importancia de la colaboración entre terapeuta y paciente para un buen trabajo clínico, y es de hecho muy difícil encontrar modelos clínicos que no hayan dedicado capítulos o volúmenes enteros al tema.

La alianza terapéutica es entonces un concepto que es ampliamente admitido y reconocido –lo cual debería de bastar para ponernos inmediatamente en guardia: el consenso suele ser hijo de la ambigüedad. Y en efecto, el consenso general sobre la alianza terapéutica se desvanece cuando llegamos a lo específico: ¿En qué consiste una buena alianza terapéutica? ¿Cuáles son sus características centrales? ¿Cómo se la puede generar, sostener a lo largo de un tratamiento, y reparar cuando se daña? ¿Cómo se relaciona con las intervenciones y tareas clínicas específicas?

Proporcionar respuestas claras a estas preguntas es de vital importancia para el trabajo clínico y la investigación. Lamentablemente, aunque generalmente es aceptado que la alianza terapéutica tiene un papel central en los tratamientos exitosos, no está tan claro cuál es ese papel. Se suele señalar que la alianza terapéutica es el factor común por excelencia (véase Wolfe & Goldfried, 1988, p. 449), pero aún permanece en discusión si es una variable predictora, mediadora o moderadora de los resultados terapéuticos (Barber et al., 2010). Incluso no está del todo claro si la alianza lleva a la mejoría sintomática o si, por el contrario, es la mejoría sintomática la que contribuye al fortalecimiento de la alianza (DeRubeis et al., 2005, p. 179).

La situación, entonces, es que estamos todos de acuerdo –sólo falta establecer en qué estamos de acuerdo.

Lo que haremos durante las páginas que siguen será ofrecer una perspectiva algo inusual sobre la alianza terapéutica, intentando si tenemos suerte echar algo de luz sobre el asunto, o, en su defecto, mezclar tanto las cosas como para que todo sea válido –el viejo adagio de “si no puedes convencerlos, confúndelos”, que tan provechoso resulta para la literatura académica. Para esto necesitaremos visitar varias conceptualizaciones accesorias, por lo cual este será un viaje largo, árido, y de recorrido sinuoso. Abróchense el cinturón, péinense un poco y ármense de paciencia –créanme, la van a necesitar.

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La alianza conceptualizada por Bordin

Probablemente la conceptualización sobre la alianza terapéutica más conocida y ampliamente adoptada sea la postulada por Edward Bordin, conceptualización que, a pesar de las décadas transcurridas desde su formulación inicial (1979, 1994), aún sigue utilizándose en investigaciones y desarrollos clínicos de diversas orientaciones teóricas (véase por ejemplo, Hatcher & Barends, 2006; Horvath, 2001, 2018).

Bordin (cuya orientación era psicoanalítica, dicho sea de paso) postuló que uno de los factores principales de todo proceso de cambio es el establecimiento de una alianza de trabajo entre la persona que está buscando un cambio y la que se ofrece como agente de ese cambio (Bordin, 1979, p.252). Esto no se limita a la psicoterapia, sino que es requisito de todas las situaciones en las cuales las personas colaboran para lograr un cambio: estudiantes y docentes, grupos de trabajo y líderes, padres e hijos, entre otros (los ejemplos son de Bordin). La alianza en psicoterapia sería entonces un caso particular, pero no el único, de personas colaborando para lograr un objetivo (nota: Bordin utilizó el término “alianza de trabajo terapéutica” para referirse a la colaboración que tiene lugar en la psicoterapia, aquí lo abreviaremos como “alianza terapéutica”).

Bordin sostiene que una alianza terapéutica efectiva consta de tres características clave: un acuerdo en los objetivos, colaboración en las tareas, y un vínculo mutuo positivo. El primer punto se refiere a la necesidad de establecer objetivos terapéuticos mutuamente comprendidos y acordados, como un compromiso entre las expectativas de la paciente y lo que la terapeuta ofrece. Es central, para construir una alianza terapéutica sólida que se realice  “una búsqueda cuidadosa, junto al paciente, del objetivo de cambio que más completamente capture la lucha de la persona con los dolores y frustración relativos a la historia de su vida” para así construir un objetivo compartido para el trabajo clínico (Bordin, 1994, p.15).

El segundo punto se refiere a una cooperación en las tareas necesarias para lograr los objetivos acordados. Las actividades terapéuticas serán distintas según el modelo terapéutico y las características del problema presentado, y si bien mayormente es el terapeuta quien propone las actividades terapéuticas, “el paciente debe comprender la relevancia de estas actividades de cambio para mantener el papel de participante activo” (p.15).

El tercer aspecto señala el vínculo personal de confianza y apego mutuo entre terapeuta y paciente que es necesario para llevar a cabo las actividades al servicio de los objetivos acordados: “el vínculo de las personas en una alianza terapéutica surge de su experiencia de asociación en una actividad compartida. La compatibilidad entre participantes puede ser expresada y sentida en términos de simpatía, confianza, respeto mutuo, y un sentido de compromiso común y comprensión compartida de la actividad” (p.16).

Estas tres características constituyen para Bordin los cimientos de una alianza terapéutica sólida. Esta conceptualización, como podrán notar, en principio es aplicable a cualquier modelo psicoterapéutico, por lo que se trata de una conceptualización transdiagnóstica.

Probablemente el mayor mérito de la conceptualización de Bordin fue el proporcionar un lenguaje compartido que resultó enormemente útil para la investigación (Horvath, 2018, p. 504).Estas ideas fueron adoptadas por modelos pertenecientes a tradiciones psicológicas muy distintas, y aún hoy es improbable encontrar un desarrollo o investigación sobre la alianza terapéutica que no las mencione o que no incluya de alguna manera.

Su relativa popularidad, sin embargo, puede hacernos pasar por alto lo provocadores que resultan algunos aspectos de esta conceptualización, y las rupturas que han generado con ciertos modos tradicionales de pensar a la alianza terapéutica.

Rupturas

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Las ideas de Bordin sobre la alianza pueden parecernos intuitivamente adecuadas –no pareciera haber nada demasiado controversial en señalar que es necesario que paciente y terapeuta logren un acuerdo sobre los objetivos y tareas de la terapia y que desarrollen un vínculo positivo. Sin embargo, esta conceptualización significó una ruptura con respecto a dos posiciones diametralmente opuestas con respecto a la alianza, que Bordin encontró encarnadas típicamente en los modelos clínicos predominantes de su época, pero que aún hoy siguen vigentes como formas de pensar a la alianza.

Para entender qué es lo controversial de la posición de Bordin hay que tener en cuenta que señala que “la persona buscando un cambio toma una posición activa en el proceso de cambio” (1994, p.14, el énfasis es mío). Bordin subraya que es necesario que la paciente participe activamente junto a su terapeuta en la negociación de las metas y tareas: una buena alianza requiere una negociación, un acuerdo entre ambas partes, no un mero asentimiento pasivo, y es esto lo que marca un fuerte diferencia con dos formas de pensar la relación terapéutica que son características de ciertos modelos de psicoterapia.

En primer lugar, esto marca una fuerte diferencia con una tendencia que Bordin encuentra mejor representado por el psicoanálisis, su propia orientación teórica: enfatizar el papel del terapeuta en la relación y reducir el del paciente. Bordin (1994, p.15) explicita: “El tratamiento psicoanalítico, con algunas excepciones, tiende a proponer que sea el terapeuta quien tome las riendas del tratamiento: son ellos quienes negocian las metas y tareas”.

Por mi parte, creo que esta tendencia no es exclusiva de los tratamientos psicoanalíticos, y que de hecho sigue completamente vigente en tratamientos pertenecientes a las más diversas orientaciones teóricas. Sucede con frecuencia que las metas y tareas de los tratamientos no son discutidas y negociadas con los pacientes sino decididas de manera unilateral por los terapeutas. Más aún, en una proporción no despreciable de los tratamientos, las metas y tareas ni siquiera les son informadas a las pacientes, que no tienen en claro hacia dónde se dirige el tratamiento ni qué va a requerir de su parte. Un síntoma de esto es que incluso el consentimiento informado (que requiere informar mínimamente aspectos centrales del tratamiento) es eje de fuertes controversias y rechazos, incluso por parte de quienes sostienen que la relación terapéutica es un elemento central.

Bordin se distancia de esta tradición, señalando que el papel del paciente no puede quedar reducido al de proporcionar un mero asentimiento pasivo de lo que la terapeuta indique, sino que debe tomar parte activa en definir los aspectos centrales del trabajo clínico.

Esto no niega el conocimiento específico del clínico, por supuesto, sino que señala que hay una diferencia notable entre que el clínico le diga a su paciente algo como “vamos a hacer X e Y para lograr Z”, versus algo como “¿qué te parecería si nos ponemos a Z como objetivo? ¿estarías interesada y dispuesta a hacer X e Y para eso?”. Es la diferencia entre indicar lo que hay que hacer y hacer una propuesta abierta a negociación. Vale la pena señalar la obviedad de que, en terapia y en cualquier otro ámbito, las personas tendemos a participar y comprometernos más intensamente cuando nuestra opinión es solicitada y tenida en cuenta.

Pero la propuesta de Bordin también representa una ruptura con respecto a otra forma de pensar la alianza terapéutica, que él encuentra mejor representada por los modelos humanistas (menciona específicamente a Rogers), pero, al igual que con el punto anterior, por mi parte creo que sigue encarnándose en tratamientos de diversos modelos teóricos.

Se trata de las formas de pensar a la relación terapéutica que ponen un fuerte énfasis en la autodeterminación y libertad del paciente, sosteniendo que tanto una relación positiva como los resultados terapéuticos simplemente sucederán por sí mismos en cuanto la paciente logre liberarse de ciertas cargas u obstáculos personales. Esta posición tiende a generar que la terapeuta adopte un papel más bien pasivo en cuanto a los objetivos de la terapia, sin proponer objetivos, ya que asume que “la participación activa de la terapeuta en el proceso de establecer metas interferiría con su meta de liberar a la persona de su excesiva dependencia de la evaluación de otro” (Bordin, 1994, p.15).

Esta posición, a pesar de encontrarse en la vereda opuesta a la anterior, termina llevando al mismo lugar: las metas y tareas no se negocian ni se acuerdan, porque la terapeuta, so color de respetar a la paciente, se desliga completamente del proceso. No hay negociación posible porque la terapeuta no propone objetivos terapéuticos.

Entonces, cuando Bordin postula que para la alianza es necesaria una negociación y acuerdo en los objetivos y tareas, está adoptando una posición muy distinta de las que acabamos de describir. Por un lado, se distancia de la posición psicoanalítica, porque señala que es necesario que el paciente participe activamente en el establecimiento de metas y tareas. Por otro lado, se distancia de la posición humanista, porque señala que es necesario que el terapeuta se involucre activamente en ese acuerdo, proponiendo metas y tareas. Si la primera posición encarnaría una posición autoritaria por parte del terapeuta, la segunda encarnaría una posición excesivamente laissez-faire. Ninguna se presta para llegar a un acuerdo, ya que no es posible acordar realmente algo sin la participación de todas las partes involucradas.

Poner al acuerdo, la negociación activa entre ambas partes como componente central de la alianza terapéutica significó entonces un quiebre notable, que, como veremos, puede tener consecuencias profundas e interesantes para el trabajo clínico.

La conceptualización de Bordin representó un notable paso adelante con respecto a la alianza terapéutica, y la duradera repercusión que tuvo sobre la literatura académica da fe de ello. En efecto, es muy útil para guiar una parte del trabajo clínico, ya que nos señala algo que una y otra vez las investigaciones han corroborado: el acuerdo activo y cooperativo entre paciente y terapeuta respecto a las metas de la terapia y las tareas a llevar a cabo potencia enormemente los resultados terapéuticos. Dedicar un tiempo durante las primeras sesiones para explorar y acordar las metas que sean más relevantes, como así también explicitar y obtener un acuerdo explícito sobre las tareas clínicas sobre las que estaremos trabajando puede tener un impacto positivo sobre cualquier tratamiento.

Ahora bien, el problema con la conceptualización de Bordin es que, si bien nos proporciona una guía para abordar varios aspectos cruciales de la alianza terapéutica, permanecen sin responder varias preguntas cruciales sobre la alianza, cuestiones de extrema relevancia clínica. Veamos de qué se tratan.

Objeciones y dificultades

Quizá el mayor mérito del abordaje de Bordin haya sido el de brindar un vocabulario claro y compartido con el cual explorar estos temas. Sin embargo, hay varios puntos que pueden criticársele. Hay dos objeciones en particular que querría señalar.

La primera es una que ha sido señalada por Horvath (2018, p.505), y consiste en que Bordin enfatiza aspectos que suelen ser más relevantes en las primeras fases de la terapia (acordar metas y tareas), pero que quedan en segundo plano a medida que la terapia avanza. Esto es, proporciona una buena guía para generar una buena alianza, pero no para sostenerla ni para lidiar con las tensiones que frecuentemente aparecen en el transcurso de la terapia.

La segunda objeción es que no indica de manera suficientemente clara cómo ocuparse del vínculo personal positivo entre paciente y terapeuta. Este no es un punto menor, ya que de entre los tres factores que señala, éste es el más sostenidamente relevante durante los tratamientos. En efecto, los objetivos y tareas de la alianza terapéutica suelen negociarse y establecerse en las primeras sesiones, tras lo cual dejan de ser inmediatamente relevantes y con frecuencia no es necesario revisarlos durante el resto de la terapia. El vínculo, en cambio, sigue siendo activamente relevante durante toda la duración de la terapia. A diferencia de los objetivos y las tareas, no es algo que simplemente pueda acordarse, ni tampoco algo que se establezca de una vez y para siempre, sino que varía según lo que va sucediendo en las sesiones. La dificultad aquí reside en que, aunque Bordin señala al vínculo como un elemento central para la alianza, no está claro en sus textos cómo generarlo, como sostenerlo, ni como recomponerlo cuando hay dificultades.

Esto es particularmente relevante porque el vínculo personal entre paciente y terapeuta ha sido tratado durante décadas como lo más relevante de la alianza terapéutica –al punto que con frecuencia alianza terapéutica y relación terapéutica son tratados como sinónimos. Y es justamente este aspecto el que Bordin menos se ocupó de describir.

En los textos sobre el tema suele efectuarse la siguiente operación conceptual: en primer lugar, la alianza terapéutica se reduce a la relación terapéutica, a los sentimientos mutuos de agrado y confianza entre terapeuta y paciente. En segundo lugar, esa relación se postula como resultado de las características personales de sus participantes (en particular las de la terapeuta). Es decir: la alianza de trabajo se reduce a sentimientos mutuos positivos, que se atribuyen en última instancia a rasgos de personalidad del paciente y, muy especialmente, del terapeuta.

De esta manera, la alianza terapéutica termina siendo reducida a las características personales de la terapeuta, y sobre esas características se pone el foco de manera casi exclusiva. Por ejemplo, Rogers(1965), subraya que es crucial la congruencia o autenticidad, la aceptación incondicional, y la empatía por parte del terapeuta; más recientemente, Sharpless y colaboradores (2010) señalaron que para la alianza es necesario que la terapeuta muestre profesionalismo, interés, ser confiable y cortés, ser cálida, amistosa y empática, la habilidad de regular afectos negativos y de tolerar malestar, entre otras.

Por supuesto, no estoy implicando que esas cualidades personales sean irrelevantes o indeseables, en absoluto. Lo que sí estoy diciendo, con Bordin, es que hay una diferencia entre pensar una relación de cooperación entre dos personas y las cualidades interpersonales de las mismas. La alianza terapéutica, en tanto colaboración de trabajo, es diferente de la relación terapéutica, como vínculo personal positivo. Si alguna vez han encarado algún proyecto colaborativo con un amigo probablemente se hayan dado cuenta que no basta con tener un buen vínculo con una persona para que el trabajo compartido avance –ayuda muchísimo, por supuesto, pero no es suficiente.

Piénsenlo como un análogo a lo que sucede en una relación de pareja: los aspectos interpersonales como la atracción, el afecto y el gustarse mutuamente son cruciales, pero no son ni por asomo los únicos factores que hacen que una relación sea amorosa y duradera. Los acuerdos sobre algunos temas tales como sexualidad, proyectos vitales, modos de relacionarse, de lidiar con desacuerdos, etc., juegan un papel central en el porvenir de toda relación de pareja. De hecho, los problemas en el vínculo suelen aparecer como consecuencia de desacuerdos en esos temas. Y si bien dos personas (o más, depende del día) pueden darse el lujo de omitir estos acuerdos y sumergirse en lo caótico de la pasión sin ocuparse de un proyecto compartido, las consideraciones éticas y técnicas de una relación terapéutica impiden que se pueda hacer lo mismo. Parafraseando el título del libro de Beck sobre parejas: con el vínculo no basta.

Entonces, el vínculo personal que se desarrolla entre paciente y terapeuta es uno de los factores de la alianza terapéutica. Importante, pero no el único. Reducir la alianza a la relación corre el riesgo de hacernos perder aspectos importantes de la colaboración en psicoterapia.

Como señalan Hatcher y Barends (2006, p.294), la teoría de Bordin no descarta, en absoluto el vínculo, sino que no le asigna un papel estático, sino que implica una pregunta sobre el papel de la relación en la alianza: “¿De qué manera, y en qué medida, esta relación refleja, encarna y asiste el trabajo colaborativo e intencional de los participantes?”. Para Bordin un vínculo positivo es sólo un aspecto de la cooperación, aspecto que “surge de la experiencia de asociarse en una actividad compartida” (1994, p.16).

Ahora bien, creo que es posible ampliar y modificar las ideas de Bordin en una conceptualización de la alianza terapéutica más amplia y más precisa, que resulte útil como guía durante todo el proceso terapéutico, sin caer en el reduccionismo de las características personales y manteniendo el espíritu de negociación activa entre paciente y terapeuta. Eso es precisamente lo que intentaremos explorar a continuación. Levántense de la silla, estírense un poco, vayan a buscarse un café, que esto va para largo.

Un cambio de perspectiva sobre la alianza terapéutica

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Mencionamos entonces que la alianza terapéutica suele abordarse como el resultado de la interacción entre paciente y terapeuta con sus características individuales respectivas. Pero esta no es la única forma de abordar una relación entre personas.

Cada vez que nos ocupamos de personas actuando de manera coordinada, personas que están cooperando, podemos adoptar uno de dos niveles de análisis para la interacción: el nivel de los individuos o el nivel del grupo que constituyen. Tomemos como ejemplo una colmena de abejas: es posible realizar un análisis sobre las abejas individuales y sus interacciones, pero también es posible tomar como foco del análisis a la colmena en sí, como una entidad compleja o supraorganismo –esta es, de hecho, la perspectiva que adopta la aproximación multinivel de la teoría de la evolución, que propone que la evolución puede entenderse mejor como operando en múltiples niveles de selección y no solo en el nivel individual, (véase Wilson & Sober, 1994).

Se trata, en esencia, de distintos niveles de análisis. En el primer caso, los individuos son tomados como primarios, mientras que el grupo es visto como una mera consecuencia de sus interacciones; en el segundo caso el grupo es abordado como primario, como una unidad cuyo funcionamiento no puede ser reducida a las características de sus integrantes. Algo similar podemos notar en la distinción entre psicología y sociología: en ambos casos se trata de seres humanos, vistos desde distintas perspectivas.

Ambas aproximaciones son válidas, por supuesto, pero cada una puede llevar a distintas comprensiones y ser más útil en diferentes casos. Consideremos por ejemplo un equipo de fútbol que está teniendo dificultades en los partidos: si nos centramos exclusivamente en quienes juegan nuestras intervenciones tenderán a centrarse en mejorar sus características individuales, como su estado físico o sus destrezas futbolísticas. Si nos centramos en el equipo, en cambio, nos ocuparemos más bien de su organización y funcionamiento: el flujo de pases, la distribución de ataque y defensa, la estrategia general, etc.

Por supuesto, idealmente querríamos utilizar ambos niveles de análisis, pero con la alianza terapéutica pasa algo curioso: en su mayoría, las conceptualizaciones de la alianza terapéutica han adoptado la primera posición, enfocándose exclusivamente en los rasgos personales de sus integrantes y esperando que una buena cooperación surja a partir de allí.

Lo que estoy postulando aquí es que ambos niveles son complementarios pero irreductibles: intentar resolver aspectos organizacionales apelando a cualidades individuales es una vía muerta. Si un equipo de fútbol funciona mal como resultado de una pobre coordinación y estrategia, no tiene mucho sentido intentar resolverlo mandando al gimnasio a las jugadoras, sino que es necesario ocuparse de la organización y funcionamiento.

Aquí intentaremos, entonces adoptar la segunda perspectiva, es decir, ocuparnos de las características de una alianza terapéutica exitosa considerada como una organización, como a cualquier grupo de personas que cooperan activamente con un fin en común. Que sean dos personas no impide que podamos pensarlas como a un grupo –como señalamos al principio, Bordin postuló su conceptualización como aplicable a cualquier número de personas que estén cooperando para lograr un cambio en cualquier ámbito (Bordin 1979, p.252).

Se trata, en definitiva, de abordar a la alianza terapéutica desde una perspectiva grupal y considerar de qué manera se la puede diseñar de manera de sostener un buen funcionamiento a lo largo del tiempo.

Esto es rigurosamente consistente con las objeciones que Bordin formuló contra las posiciones tradicionales de la alianza terapéutica: poner la responsabilidad de la alianza exclusivamente en la terapeuta o en la paciente es problemático, como también es problemático enfocarse exclusivamente en el aspecto vincular/afectivo. Por supuesto, esto no quiere decir que abordar las características individuales sea inútil. Todo lo contrario, es complementario al buen funcionamiento de la alianza. Lo que estoy diciendo aquí es que la alianza no se agota en las características individuales.

Retomando el ejemplo que usamos en la sección anterior podríamos decir que, si el objetivo es lograr una relación de pareja que funcione armoniosamente, apelar exclusivamente a las características personales de sus miembros (empatía, calidez, ecuanimidad, etc.) suele resultar infructuoso, ya que es recomendable también enfocarse en la relación como proyecto compartido, que además de lo puramente afectivo abarca acuerdos y diferencias sobre el tipo de relación deseada, los valores personales y de pareja involucrados, objetivos a largo plazo, etc. Una relación es también una organización, y lo mismo aplica para la relación terapéutica.

Es posible que el fuerte impacto que tuvo la conceptualización de Bordin sobre toda la literatura subsiguiente se derive de que lo que propuso fue ante todo un cambio de perspectiva: una perspectiva de organización y cooperación, en lugar de una perspectiva enfocada en rasgos personales y afectivos. Creo que esta fue la originalidad de la propuesta de Bordin, que en gran medida fue pasada por alto por la mayoría de las conceptualizaciones posteriores de la alianza terapéutica, que siguieron enfocándose casi exclusivamente en las características individuales asociadas con un buen devenir psicoterapéutico.

Entonces, la propuesta aquí es cambiar la forma en que consideramos a la alianza terapéutica, pasando de una perspectiva individual/afectiva a una perspectiva grupal/cooperativa de la alianza terapéutica.

Creo que esto es de hecho lo que Bordin intentó hacer, con un éxito notable, pero parcial. Su conceptualización resultó muy útil en lo relativo a acuerdos y tareas, los elementos básicos de una alianza terapéutica, pero menos en cuanto a cómo sostenerla en tiempo , y sobre qué aspectos hacer foco cuando surgen dificultades. Quizá esto se debió a que en su época no contaba con una conceptualización sólida sobre cuáles son los factores que permiten fomentar, sostener, y reparar la cooperación en grupos. Nosotros, varias décadas después, estamos en otra posición, ya que contamos con otras herramientas conceptuales para intentar la formulación de una perspectiva cooperativa de la alianza, para continuar, de alguna manera, lo que Bordin empezó hace cuarenta años.

Búsquense otro café, que esto no termina (aunque a esta altura un whisky quizá sea mejor idea).

De las comunidades a los grupos

Abordar a la alianza terapéutica como un grupo de personas cooperando con un fin nos brinda la posibilidad ampliar el repertorio conceptual disponible. La pregunta se desplaza, ya que lo que está en juego no es, digamos, cuáles son las cualidades personales que debería tener una terapeuta para generar una alianza terapéutica sólida, sino la pregunta sobre qué condiciones pueden fortalecer o deteriorar la cooperación entre personas. Es decir, en lugar de buscar otras respuestas, cambiamos la pregunta. La buena noticia es que tenemos buenas respuestas a esa pregunta –respuestas con soporte empírico que están basadas en el trabajo de Elinor Ostrom.

Ostrom fue una politóloga estadounidense que se destacó en las investigaciones y conceptualizaciones sobre el gobierno de los bienes comunes, trabajo por el cual recibió el premio Nobel en Ciencias Económicas en 2010. Dicho mal y pronto, en economía política los bienes comunes son aquellos recursos naturales a los que una comunidad tiene acceso pero que no son propiedad exclusiva de nadie: un río que se utiliza para irrigación, un lago que utiliza una comunidad de pescadores, pasturas de montaña, bosques comunitarios, etc. (hay también bienes comunes abstractos, que podemos pasar por alto para esta discusión).

En tanto es toda una comunidad la que tiene acceso al recurso es necesaria la existencia de normas, formales o informales, que regulen su apropiación. Caso contrario el recurso, aún siendo explotado de manera racional, puede ser sobreexplotado y estropeado, perjudicando así a toda la comunidad. Esto es lo que se denominó en economía “la tragedia de los bienes comunes” (Hardin, 1968), y durante mucho tiempos se creyó que, sin una regulación externa o privatización, este era el destino fatal de este tipo de recursos.

Ostrom demostró que tal desenlace no es en absoluto inevitable. Investigando numerosas comunidades que manejan bienes comunes en todo el mundo encontró que cuando éstas cumplen con ciertas condiciones pueden administrar exitosamente los recursos comunes de manera sustentable, sin necesidad de contar con una regulación externa o una privatización. Es decir, cuando un grupo está organizado de cierta manera, puede autorregularse y funcionar exitosamente. Ostrom resumió estas condiciones en ocho principios de diseño. Un principio de diseño es un “elemento o condición esencial” que permite dar cuenta del éxito de una organización que administra un recurso común (Ostrom, 1990, p. 90).

Un principio de diseño no es una regla sino más bien de una regla sobre reglas. No indica soluciones específicas, sino que indica qué es necesario resolver. Uno de los principios de diseño postulados por Ostrom, por ejemplo, establece que en la comunidad que accede al bien común es necesario que haya un mecanismo de resolución de conflictos. Entonces, una comunidad determinada puede instrumentar ese principio por medio de una regla informal que recurra a un consejo de ancianos, mientras que otra puede emplear una regla que involucre un mecanismo de mediación entre las partes en conflicto. De esta manera, un mismo principio de diseño puede llevarse a la práctica de diversas formas según el contexto local en que opera cada comunidad.

Los principios de diseño han sido exhaustivamente investigados en una amplia variedad de contextos, y cuentan con una cantidad notable de evidencia que los respalda (Cox et al., 2010). Ahora bien, estos principios fueron formulados por Ostrom no para cualquier grupo, sino que fueron concebidos para ser aplicados en comunidades que explotan algún recurso, sea tangible o intangible. Aquí es donde entra en escena la segunda pieza de nuestro rompecabezas, de la mano de David Sloan Wilson.

El trabajo de Wilson, un biólogo evolutivo, se ha centrado fuertemente en la evolución multinivel, la idea de que la selección natural no sólo opera a nivel individual sino a nivel de grupos (entre otros niveles). Su trabajo lo llevó a investigaciones sobre cultura y altruismo desde una perspectiva evolutiva. Es conocida la frase que ha acuñado junto a E.O. Wilson (sin relación de parentesco): “El egoísmo le gana al altruismo dentro de los grupos. Los grupos altruistas le ganan a los grupos egoístas. El resto son comentarios”. Es decir, sostienen que, si bien el egoísmo puede ser evolutivamente favorable para un individuo, el altruismo es un rasgo evolutivo favorable para un grupo.

Wilson no sólo teorizó sobre altruismo y cooperación, sino que a través de su organización The Evolution Institute llevó a cabo diferentes proyectos comunitarios en su ciudad empleando principios evolutivos para mejorar la calidad de vida de sus habitantes y resolver problemas sociales locales (pueden ver algunos de estos proyectos en su sitio web).

En 2014 Wilson y Ostrom publicaron conjuntamente un artículo en el cual sostuvieron que los principios de diseño no sólo serían aplicables a comunidades que administran recursos comunes, sino a todo tipo de grupo que coopere con algún fin. Cito: “a causa de su generalidad teórica, sostenemos que los principios tienen un rango de aplicación más amplio que los grupos CPR (comunidades de bienes comunes), y que son relevantes para casi cualquier situación en la cual las personas deben cooperar y coordinarse para alcanzar metas compartidas. Por ambas razones, los principios pueden ser utilizados como una guía práctica para incrementar la eficacia de grupos” (Wilson et al., 2013, p. 22).

Es decir, propusieron una generalización de los principios de diseño. En lugar de ser algo exclusivamente aplicable a comunidades de bienes comunes, propusieron que, al ser coherentes con principios evolutivos sobre cooperación, podían ser aplicados a todo tipo de grupos con un fin. La trama se complejiza, como notarán.

Entonces, tenemos aportes de la economía política y de la teoría de la evolución. Por supuesto, lo que falta en nuestro rompecabezas es ciencia de la conducta. En un artículo de 2014, D.S. Wilson, Hayes, Bigland y Embry argumentaron que la ciencia de la evolución podía beneficiarse de los desarrollos de la ciencia conductual y viceversa, que una cooperación entre ambas disciplinas podría ofrecer una perspectiva más amplia y útil sobre cómo generar cambios en las prácticas culturales que subyacen a problemas sociales de crucial importancia (Wilson et al., 2014). De esta colaboración surgió el estupendo libro Evolution and Contextual Behavioral Science (Wilson & Hayes, 2018).

Pero esta colaboración tuvo otro resultado. Los principios de diseño que Ostrom formuló para comunidades de recursos comunes en 1990, y que junto a D.S. Wilson generalizaron a todo tipo de grupos, fueron condensados en una intervención conductual dirigida a aplicar esos principios en grupos: Prosocial (Atkins et al., 2019).

Dicho de manera resumida, Prosocial es una intervención que se realiza con un grupo de personas que cooperan con algún fin en común y que quieren resolver dificultades grupales o simplemente mejorar su funcionamiento. Durante la intervención se utilizan en primer lugar recursos de flexibilidad psicológica de Terapia de Aceptación y Compromiso para facilitar una discusión grupal guiada respecto a cada uno de los principios de diseño. Durante la intervención se exploran valores grupales e individuales, se hace una breve recorrida sobre aspectos centrales de la flexibilidad psicológica, identificando los pensamientos y sentimientos que pueden obstaculizar el diálogo grupal, se proporcionan algunas herramientas para lidiar flexiblemente con esos contenidos, y a continuación grupalmente se presentan y discuten cada uno de los principios de diseño, se evaluando la situación del grupo en cada uno de ellos y decidiendo colectivamente formas de implementar cada principio o de resolver los problemas que en ellos se encontraren (si les interesa trabajar con grupos, periódicamente se realizan entrenamientos de facilitación Prosocial, en donde se aprende a llevar a cabo la intervención).

En todo este recorrido, los principios de diseño que Ostrom formuló en 1990 fueron ligeramente adaptados para hacerlos más aplicables y compatibles con una terminología conductual. Es decir, se preservó el espíritu de cada principio, modificando ligeramente su formulación. Estos son los principios de diseño tal como los define Prosocial:

  1. Identidad y propósito compartido: un grupo funciona mejor cuando hay una fuerte identidad grupal, cuando sus miembros entienden su propósito y lo perciben como valioso.
  2. Distribución equitativa de costos y beneficios: las contribuciones realizadas por los miembros y los beneficios de esas contribuciones deben ser distribuidos equitativamente.
  3. Toma de decisiones justa e inclusiva: los miembros del grupo deben poder involucrarse en las decisiones que los afectan, en particular aquellas sobre el funcionamiento del grupo.
  4. Monitoreo de conductas acordadas: es necesaria una forma de monitoreo de las conductas relevantes.
  5. Respuestas graduales a conductas útiles y perjudiciales: el grupo debe tener mecanismos por los cuales se sancionen de manera gradual a las conductas que transgredan lo acordado y que refuercen las conductas cooperativas.
  6. Resolución de conflictos rápida y justa: el conflicto y desacuerdo son parte normal del grupo, es necesario incluir algún sistema de resolución de conflictos en su diseño.
  7. Autoridad para autogobernarse: el grupo tiene que tener la capacidad de tomar sus propias decisiones.
  8. Relaciones colaborativas con otros grupos: al relacionarse con otros grupos, los principios 1 a 7 deben ser respetados.

Cada principio tiene distintas funciones. El principio 1 define el grupo, los principios 2 a 6 se ocupan de que funcione con efectividad, reduciendo los obstáculos internos, mientras que los principios 7 y 8 se ocupan de las relaciones externas del grupo, con otros grupos o con la sociedad en general. La idea es entonces que diseñar un grupo siguiendo estos ocho principios puede aumentar su eficacia, fomentar la cooperación de sus miembros, y mejorar las relaciones interpersonales en él.

Revisar exhaustivamente cómo se aplican estos principios para un grupo está fuera del alcance de este texto, pero pueden visitar este otro artículo, o incluso el librito que hace un tiempo escribimos con un amigo, en donde reseñamos la posible aplicación de estos principios en agrupaciones musicales (Maero & Bonadío, 2019). Hecha la digresión por Ostrom, Wilson, y Prosocial, volvamos al tema en cuestión.

La alianza como grupo

Recapitulemos un poco lo que hemos visto hasta ahora.

Hemos señalado que es posible extender la conceptualización de Bordin sobre la alianza terapéutica y que, en lugar de abordarla desde un nivel puramente afectivo y centrado en las características personales de sus integrantes, la alianza puede ser abordada desde un nivel de grupo u organización. Si adoptamos esa perspectiva lo que nos interesaría entonces sería especificar las condiciones de funcionamiento e interacción que ayudan a que un grupo funcione con efectividad. A este fin hemos reseñado brevemente los principios de diseño de comunidades formulados por Elinor Ostrom y luego generalizados por Wilson a todo tipo de grupos con metas compartidas, y cómo estos principios así entendidos se convirtieron en una intervención mediante la cual se puede potenciar la cooperación y funcionamiento de un grupo.

Así llegamos hasta aquí, en donde podemos dar un paso más. Mi propuesta es modesta, y consiste en sostener que los principios de diseño no sólo pueden ser generalizados a grupos, sino también aplicados a las relaciones personales con metas compartidas.

Dos personas que comparten una meta pueden también considerarse un grupo, en tanto deben cooperar, coordinar esfuerzos, resolver desavenencias, etc. Cuantas más personas haya más complejo y dificultoso será el funcionamiento del grupo, por supuesto, pero en última instancia un emprendimiento conformado por dos amigas tendrá que resolver el mismo tipo de problemas que uno conformado por veinte personas. Por tanto, los principios de diseño también pueden aplicarse en esos casos. Esto nos permite aplicar los principios de diseño a todo tipo de relaciones interpersonales en las cuales se requiere una cooperación sostenida en pos de metas compartidas: relaciones de pareja, familiares y, entre otras, la alianza terapéutica.

En otras palabras, si la alianza terapéutica es considerada como un grupo (y no hay razones fuertes para no hacerlo), entonces los principios de diseño deberían aplicarse también a ella, y todo el corpus conceptual respecto a cómo las personas cooperan puede ayudar a diseñar ese aspecto clave de nuestra práctica clínica. Esto nos proporciona la posibilidad de reformular y adaptar los principios de diseño a la relación terapéutica, no proporcionando reglas específicas a seguir, sino especificando las condiciones que deben cumplirse, de cualquier manera que resulte apropiada a las circunstancias particulares en las cuales opera la alianza terapéutica, para que la misma funcione de manera efectiva, propiciando la cooperación entre paciente y terapeuta.

Ahora bien, los principios de diseño fueron formulados para abarcar todo tipo de grupos, con diferentes configuraciones, y por eso resultan relativamente genéricos, para poder aplicarse tanto a un grupo de pescadores como a un equipo de fútbol. Pero la alianza terapéutica no es cualquier grupo, sino uno que ofrece ciertas particularidades, por lo cual es posible refinar y adaptar los principios a ellas.

Por ejemplo, la alianza terapéutica no adopta cualquier configuración, sino que involucra roles definidos a priori (paciente, terapeuta) que entrañan una disparidad de poder y responsabilidades. También los objetivos son a grandes rasgos similares a pesar de las diferencias entre los tratamientos: una persona acude a la otra generalmente buscando apoyo o ayuda para lograr algún cambio personal, y la segunda recibe algún tipo de retribución económica por esa ayuda. Además, la terapia es una actividad que está regulada con un marco legal específico que impone ciertas restricciones a su funcionamiento.

Entonces, al considerar cómo aplicarían los principios de diseño es necesario tener en cuenta que no estamos lidiando con cualquier grupo, sino con uno que tiene un funcionamiento muy particular. Entonces, lo que voy a ofrecer es una forma de interpretar el espíritu de los principios de diseño de manera que se ajuste a las particularidades de la alianza terapéutica. Los he adaptado y luego revisado la adaptación con ayuda de Paul Atkins (entrenador de Prosocial y el primer autor del libro), que ha dado su visto bueno a esa primera aproximación. De todos modos, la responsabilidad de lo que sigue es completamente mía, no metamos en este berenjenal al bueno de Paul. Tengan en cuenta que no es la única forma de adaptarlos, ni siquiera la mejor posible, sino que se trata de la forma en que mejor he podido adaptarlos a mi propia práctica clínica, de una manera que me resulta sencilla de aplicar y transmitir. 

Diseñando la alianza terapéutica

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Aquí recorreremos una posible adaptación de cada uno de los principios de diseño. He resumido y nombrado a cada uno con una sola palabra, intentando que sea más relevante y comprensible en entornos clínicos que el nombre completo de cada principio –tiendo a olvidarme de todo, por lo que la simplicidad es un requisito más que un lujo.

Las condiciones que debe cumplir la alianza terapéutica, entonces, pueden resumirse así:

  1. Propósito
  2. Satisfacción
  3. Participación
  4. Transparencia
  5. Consistencia
  6. Receptividad
  7. Autonomía
  8. Integración

El principio 1 establece las bases de la alianza,los principios 2 a 6 son los que protegen a la alianza de desestabilizaciones internas (surgidas de sus integrantes), y los principios 7 y 8 son los que protegen a la alianza de influencias desestabilizadoras externas. Veamos de qué se trata cada uno.

Principio 1: Propósito

El primer principio de Prosocial establece que, para funcionar adecuadamente, un grupo debe tener un claro sentido de identidad compartida y claridad en su propósito. Es decir, el espíritu de este principio consiste en explicitar y acordar quiénes participarán del grupo y de qué se trata el mismo, su propósito.

En la alianza terapéutica, en particular, la identidad de quienes participan no suele ser un tema a resolver, ya que está condicionado por la situación: hay uno o varios pacientes, y el terapeuta (a fines prácticos, de aquí en adelante asumiré un formato tradicional de terapia individual, pero lo mismo aplicaría a terapia grupal). En cambio, un aspecto más relevante de este principio es explicitar y acordar cuál será el propósito y funcionamiento de la alianza terapéutica, en particular:

  1. Cuál es el propósito o los objetivos terapéuticos del trabajo clínico.
  2. Cuál es la formulación o evaluación de la situación presentada.
  3. Qué actividades, intervenciones, o recursos se emplearán para alcanzar el propósito.
  4. Bajo qué condiciones se realizará el trabajo clínico (frecuencia, horarios, honorarios, etc.).

Esto, por supuesto, forma parte del consentimiento informado, y es esencialmente lo especificado en los textos seminales por Bordin (1979, 1994). Como vimos, Bordin señaló como aspectos centrales de la alianza el acuerdo y cooperación en las metas, en las tareas, y el establecimiento de un vínculo terapéutico. Este principio se ocupa explícitamente de los dos primeros puntos: un acuerdo respecto a las metas de la terapia (punto 1) y las tareas terapéuticas involucradas (punto 3).

Los otros dos ítems son sus extensiones naturales. Por una parte, el propósito de la terapia está relacionado con la evaluación de la situación, que debe ser compartida entre terapeuta y paciente (punto 2). Bordin de hecho especificó que parte de la actividad terapéutica en torno a la alianza consiste en llegar a una formulación compartida de la situación (1994, p.22). Sólo a través de una formulación de la situación que se puede especificar de qué manera las tareas de la terapia permitirán alcanzar los objetivos de la terapia. Por otra parte, otro aspecto relevante al negociar las tareas o actividades clínicas es el detalle de las condiciones bajo las cuales serán llevadas a cabo, es decir, el encuadre (punto 4): frecuencia y horarios de las sesiones, lugares, honorarios, y demás aspectos relevantes de la terapia.

Ahora bien, este principio, al igual que el resto, no establece un contenido particular para cada ítem, que en cada caso adoptará formas diferentes. Por supuesto, el terapeuta no puede proponer ni aceptar cualquier objetivo de terapia porque hay un marco ético, legal, y científico al cual la alianza terapéutica debe subordinarse (por ejemplo, en muchos países no es ético ni legal que el objetivo de la terapia sea el cambio de orientación sexual). Lo que este principio sí establece es que una condición necesaria para establecer una buena alianza terapéutica es que estos ítems sean explicitados, compartidos, negociados cuando es necesario, hasta que terapeuta y paciente lleguen a un acuerdo mínimo sobre ellos.

Es muy difícil lograr cooperación si no hay acuerdo sobre su propósito. Si, por ejemplo, la paciente ignora cuál es la formulación que la terapeuta tiene de su problema, o si está en desacuerdo con las tareas clínicas que la terapeuta propone, es poco probable que coopere enérgicamente. Si, en cambio, la paciente tiene en claro cuáles son los objetivos de la terapia y a qué evaluación de la situación están atados, si tiene en claro qué se espera de ella, tanto en términos de actividades clínicas como en las condiciones del encuadre, podrá cooperar de manera más activa, aportando sus propias ideas y tomando la iniciativa.

La aplicación de este principio suele ser más relevante durante las primeras sesiones, pero con frecuencia es necesario volver a revisarlo cuando la terapia está bien avanzada. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto la paciente como la terapeuta conocen y están de acuerdo sobre el propósito de la terapia, la evaluación de la situación, las tareas terapéuticas y la forma de trabajo?

Principio 2: Satisfacción

Como mencionamos arriba, los principios 2 a 6 son los que protegen a la alianza de acciones desestabilizadoras internas, es decir, especifican las condiciones necesarias para que el trabajo sea efectivo e interpersonalmente fluido.

El principio 2, tradicionalmente, establece que es necesaria una justa distribución de costos y beneficios, es decir, que los integrantes del grupo perciban que lo que obtienen del grupo es justo respecto a lo que están aportando. En la alianza terapéutica esto se traduce como la necesidad de cuidar que tanto terapeuta como paciente estén satisfechos sobre lo que obtienen de la alianza con respecto a lo que están aportando.

Simplificando mucho la situación, digamos que, en líneas muy generales, el paciente aporta su tiempo, energía, y dinero, esperando una ayuda para alcanzar los objetivos clínicos acordados; la terapeuta, por su parte, aporta su tiempo, conocimiento y actividad, esperando a cambio una retribución económica o social. Si cualquiera de los dos percibe que lo que obtienen de la alianza no es adecuado según lo que están aportando, su cooperación tendrá a reducirse. Si, por ejemplo, el paciente siente que la terapia no está avanzando de la manera esperada, o si la terapeuta está insatisfecha con respecto al pago de sus honorarios, tenderán a desinvolucrarse de la terapia.

Es necesario entonces cuidar, durante el transcurso de la terapia, la satisfacción de ambas partes con respecto al trabajo realizado, y abordar cualquier dificultad que apareciera en este aspecto. Por ejemplo, esto podría involucrar tener una conversación sobre el pago de honorarios atrasados y el impacto que esto tiene en la motivación de la terapeuta. La pregunta que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida paciente como terapeuta están satisfechos de lo que están recibiendo de la alianza terapéutica?

Principio 3: Participación

Este principio, en los grupos tradicionales, es el que establece la necesidad de participación colectiva en las decisiones del grupo. El espíritu de este principio es que quienes estén afectados por los resultados de una decisión grupal, especialmente aquellas relativas al funcionamiento del grupo, participen de ella. Este principio aplica sin mayores cambios a la alianza terapéutica: cada vez que una decisión afecte a cualquiera de las partes, es necesario que esa parte tenga voz y voto en ella.

En la alianza terapéutica, debido a la desigualdad de responsabilidades y poder, la participación no es pareja: la terapeuta generalmente tiene mayor participación y poder en la toma de decisiones, por lo cual aplicar este principio involucra equilibrar los tantos, facilitando la participación de los pacientes en las decisiones de la terapia.

Más concretamente, consiste en alentar y facilitar la participación activa de la paciente en las decisiones clínicas relevantes, pidiendo su opinión y consentimiento al respecto. Esto puede encarnarse de múltiples maneras: por ejemplo, invitando a la paciente a dar su parecer y consentimiento sobre los objetivos y tareas de la terapia; pidiendo permiso antes de realizar una intervención difícil o antes de abordar un tema doloroso; consultando si está de acuerdo en llevar a cabo alguna tarea entre sesiones, etcétera.

Por supuesto, esto no quiere decir que la paciente tenga que estar de acuerdo con todas las decisiones. Debido a la naturaleza de la actividad clínica, hay decisiones que deben ser tomadas incluso aunque la paciente se oponga, como puede ser el caso en una internación involuntaria, o si es necesario contactar a los familiares de una paciente que tiene riesgo de vida. Y ciertamente esas decisiones, aun cuando sean necesarias, afectarán negativamente a la alianza –que el impacto sea irremediable o no dependerá de la fortaleza de la alianza y del estado del resto de los principios. Pero incluso en esos casos es distinto tomar la decisión de manera unilateral que hacer participar a la persona en la decisión, compartiendo las razones para esa decisión y negociando dentro de lo posible.

Participación no es lo mismo que agrado, no implica que todas las decisiones tengan que gustarles a los pacientes, sino que se trata de buscar vías por las cuales los pacientes puedan participar en ellas en algún grado. Es similar a lo que sucede con el sistema electoral de un país: el derecho a votar no significa que se vayan a cumplir nuestros deseos, sino tan solo que podemos participar en cierto grado de la toma de decisiones colectiva.

Prestar atención a las opiniones de la paciente y pedir su consentimiento en las decisiones relevantes es una condición aconsejable para el establecimiento de una buena alianza. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta consideran que su opinión y consentimiento son tenidos en cuenta en las decisiones clínicas?

Principio 4: Transparencia

Este principio de diseño, originalmente, establece que es necesario establecer una forma de monitoreo de las conductas acordadas. Por ejemplo, puede ser recomendable que las finanzas de un grupo sean accesibles a todos sus miembros. El espíritu de este principio es que las conductas relevantes del grupo sean transparentes y accesibles.

Traducido a la alianza terapéutica, este principio requiere transparencia para toda acción y reacción que sea relevante para sus participantes. Esto abarca dos ámbitos: lo que sucede fuera de las sesiones y lo que sucede durante las sesiones. Fuera de las sesiones, es necesario que terapeuta y paciente sean transparentes con respecto a las acciones que pudieran involucrar al otro. Por ejemplo, si el terapeuta quiere contactarse con un familiar del paciente es aconsejable que el paciente esté al tanto de ello. No es posible aplicar el principio 3, de participación, si el paciente no está al tanto de lo que está sucediendo.

Durante las sesiones, este principio se aplica a un aspecto clave del trabajo clínico: las propias reacciones y pensamientos. Esto es, transparencia con respecto a reacciones emocionales y pensamientos que sean relevantes al funcionamiento de la terapia. Esto es obvio en lo que concierne al paciente, ya que suele ser central para el trabajo clínico que comparta abiertamente sus pensamientos y emociones, pero resulta menos obvio indicar que esto también incluye al terapeuta.

En otras palabras, es importante que el paciente tenga acceso a los sentimientos y pensamientos del terapeuta que impacten sobre el funcionamiento de la terapia. Por ejemplo, si el terapeuta está molesto con el paciente por una demora en el pago de honorarios y esto incide sobre su trabajo clínico, es aconsejable que sea transparente respecto a ello, de manera de poder buscar una solución de manera conjunta.

Por supuesto, qué información compartir y cuándo hacerlo requiere ejercer un mínimo de criterio clínico, pero en líneas generales, el misterio no tiene lugar si lo que queremos es generar cooperación. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta están al tanto de las acciones, pensamientos y sentimientos del otro que son relevantes a la terapia?

Principio 5: Consistencia

Este principio originalmente planteaba sanciones graduales para las transgresiones a lo acordado en el grupo –haciendo énfasis en lo gradual más que en las sanciones. En Prosocial se lo reformuló como consecuencias graduales para las acciones, es decir, incluyendo tanto sanciones para las transgresiones como recompensas para la emisión de conductas acordadas (castigo y reforzamiento, en términos conductuales).

En la alianza terapéutica esto se traduce en responder de manera consistente aunque gradual a las acciones de la otra persona relacionadas con lo que haya sido acordado. Por ejemplo, una transgresión al encuadre acordado (llegar tarde a sesión, por ejemplo), puede tener como consecuencia un simple reconocimiento la primera vez que sucede (“oh, empezamos más tarde hoy”), una indagación breve cuando sucede por segunda vez, un análisis conductual más detallado la tercera, y así hasta llegar a consecuencias más severas, como por ejemplo decidir terminar la terapia.

El problema central del que este principio se ocupa es la tendencia a que las consecuencias proporcionadas por el terapeuta sean de tipo “todo o nada”. Es frecuente que los terapeutas dejen pasar transgresiones menores que se repiten, y que al reaccionar por primera vez lo hagan con mucha intensidad (la situación típica de quedarse callado hasta finalmente explotar). Es preferible, en cambio, proporcionar consecuencias que escalen suave pero consistentemente.

Este principio aplica de la misma manera a las conductas que cumplen con lo acordado, señalando la necesidad de proporcionar consecuencias positivas para ellas: desde un simple “gracias” al recibir los honorarios hasta un reconocimiento más efusivo cuando el paciente lleva a cabo una acción acordada más desafiante (por ejemplo, al realizar una intervención de exposición). La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta responden de manera consistente a las conductas que transgreden o cumplen con lo acordado?

Principio 6: Receptividad

Este principio en su formulación original subraya la condición de establecer en el grupo algún mecanismo de resolución de conflictos que sea rápido y justo, anticipándose a su ocurrencia.

En la terapia, sin embargo, el problema central con los conflictos internos es que no sean expresados, o que sólo lo sean cuando superen cierto límite, de manera similar a lo que sucede con el principio anterior. Por esto puede ser una buena idea explicitar, al comienzo de la terapia, que es completamente esperable que surjan conflictos y diferencias a lo largo del tratamiento, y que cuando ello suceda es posible conversarlos y encontrar soluciones de manera conjunta.

Por supuesto, esto involucra que la terapeuta en lo sucesivo muestre receptividad a la expresión de conflictos por parte del paciente, esto es, mostrarse dispuesta a escucharlos, considerarlos como válidos sin responder de manera defensiva, y disponiéndose a buscar una solución conjunta. De poco valdría el afirmar que los conflictos son esperables si, en el momento en que el paciente expresa una queja con respecto a la terapia o la terapeuta, lo que recibe una andanada de interpretaciones o indicaciones.

En cierto sentido, este principio opera como la contracara del principio 4: la honestidad del terapeuta en expresar sus pensamientos y sentimientos incómodos se complementa con su disposición a mostrar receptividad cuando es la paciente quien los expresa. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida tanto paciente como terapeuta responden de manera receptiva a los conflictos, alentando y respetando su expresión?

Principio 7: Autonomía

Los principios 7 y 8 se ocupan de las interferencias externas al grupo, es decir, aquellas que surgen de otros grupos y de la sociedad en general. Ambos son relevantes para la terapia, pero por la naturaleza misma de la actividad rara vez requieren que se les preste atención.

El principio 7 establece que el grupo tiene que tener autonomía sobre su propio funcionamiento respecto a los principios anteriores, de manera que, si alguno de ellos se ve interferido por personas u organizaciones externas al grupo, es necesario tomar medidas para reducir su interferencia.

Durante la terapia, las principales fuentes de interferencias externas son el entorno social de la paciente y el entorno institucional de la terapeuta. Ahora bien, no nos interesa cualquier interferencia, sino aquellas que dificulten la autonomía en los principios 1 a 6. Digamos, si el entorno familiar de la paciente dificulta que se lleve a cabo una tarea de activación conductual, eso constituiría un problema clínico, claro está, pero no sería algo directamente relacionado con la alianza.

Una situación distinta sería si el entorno familiar quisiera forzar un motivo de consulta al que la paciente se opone, o si la institución en la que trabaja la terapeuta le pidiese que actuase de manera deshonesta con la paciente, ya que ello sí tendría un impacto directo con la alianza (en los principios 1 y 4, respectivamente). En esos casos sería necesario conversar con la paciente para encontrar formas de preservar la autonomía de la alianza terapéutica. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida la alianza terapéutica tiene autonomía para tomar sus propias decisiones en los principios 1 a 6?

Principio 8: Integración

Este principio establece que, al relacionarse con otros grupos se deben respetar los principios 1 a 7. Este es el principio que guía el diseño de grupos conformados por grupos y que permite escalar los principios de diseño a organizaciones más complejas.

Este principio se vuelve pertinente para la alianza terapéutica cuando ésta se relaciona con otras organizaciones o personas. Esto puede suceder cuando la terapia requiere intervenciones accesorias tales como un entrenamiento en habilidades sociales, un programa de mindfulness, o una intervención de activación conductual, entre otras. También puede aplicar cuando es necesario cooperar en entornos institucionales.

Dicho de manera sencilla, este principio establece que la alianza terapéutica, al relacionarse con terceros, debe cuidar que 1) estén claros los objetivos que llevan a esa interacción, 2) que las necesidades específicas que llevaron a esa interacción sean atendidas, 3) que haya una adecuada participación en las decisiones pertinentes, 4) que haya transparencia en los procedimientos, 5) actuar de manera consistente a los objetivos, 6) buscar formas de resolución de conflictos expeditivas y justas, y 7) llevar a cabo las acciones necesarias para preservar la autonomía sobre los propios objetivos. La pregunta central que este principio plantea podría formularse de esta manera:

¿En qué medida se respetan el resto de los principios en la relación con otras personas u organizaciones?

Un marco de cooperación para la alianza terapéutica

Según lo que hemos visto hasta aquí, los principios pueden ser pensados como una guía de diagnóstico de la alianza terapéutica entendida como relación cooperativa. Con esa guía, podemos tomar cualquier tratamiento que estemos llevando a cabo y preguntarnos:

  1. ¿En qué medida paciente y terapeuta conocen y están de acuerdo sobre el propósito de la terapia, la evaluación de la situación, las tareas terapéuticas y la forma de trabajo?
  2. ¿En qué medida ambos están satisfechos de lo que están recibiendo de la alianza terapéutica?
  3. ¿En qué medida consideran que su opinión y consentimiento participan en las decisiones clínicas?
  4. ¿En qué medida cada uno están al tanto de las acciones, pensamientos y sentimientos del otro que son relevantes a la terapia?
  5. ¿En qué medida se responde de manera consistente a las conductas que transgreden o cumplen con lo acordado?
  6. ¿En qué medida responden de manera receptiva a los conflictos, alentando y respetando su expresión?
  7. ¿En qué medida la alianza terapéutica tiene autonomía para tomar sus propias decisiones en los principios 1 a 6?
  8. ¿En qué medida se respetan el resto de los principios en la relación con otras personas u organizaciones?

Cada uno de estos ítems puede pensarse como una dimensión, y es posible incluso construir una escala asignándole a cada pregunta una puntuación de 1 a 10 para tener una referencia más precisa del estado de cada principio en un momento dado de la relación (en Prosocial se hace una evaluación así al principio y al final de la intervención). Una puntuación baja en alguno de los principios nos estaría señalando qué sería necesario resolver para que la alianza pueda cooperar más efectivamente.

Es necesario tener en cuenta, sin embargo, que lo que se evalúa es la situación de la alianza, por lo cual una escala así debería ser completada por ambos miembros de la alianza. Tener solo las puntuaciones asignadas por la terapeuta puede ser útil, pero fatalmente fragmentario: sería similar a querer conocer el estado de un matrimonio interrogando a solo uno de sus miembros. Como práctica, un buen ejercicio sería puntuar esas ocho preguntas dos veces, una primera vez desde nuestro propio punto de vista, y una segunda vez, intentando adoptar la perspectiva de nuestra paciente e imaginando qué puntuación le asignaría a la alianza en cada principio de diseño.

Por supuesto, que haya dificultades en uno de los principios no significa que la alianza sea insostenible, sino que marca un punto de vulnerabilidad. Una alianza en la cual haya poca transparencia, por ejemplo, puede funcionar de todos modos, pero probablemente haya menos confianza mutua y menos espacio de maniobra en situaciones difíciles. Una hipótesis que pareciera razonable sobre esto es que una mayor puntuación en los principios de diseño debería de correlacionar con mejores puntuaciones en otras escalas de la alianza terapéutica y mejores resultados clínicos (ahí tienen un tema de tesis, si están buscando uno).

A este respecto, mucho se ha hablado y escrito sobre la relación entre los resultados terapéuticos, y si éstos dependen de las técnicas e intervenciones específicas o de la relación terapéutica. La respuesta que los principios de diseño parecen ofrecernos al respecto es la siguiente: la psicoterapia, sea cual sea la orientación teórica del terapeuta, puede pensarse como una relación cooperativa que se entabla al servicio de un objetivo, para el cual se emplean medios técnicos particulares (derivados del modelo teórico del terapeuta). Sin una adecuada cooperación difícilmente pueda realizarse un trabajo clínico efectivo, por lo cual establecer una alianza adecuada es vital para toda la actividad. Pero si las actividades terapéuticas no son adecuadas para el fin planteado, difícilmente importe la calidad de la alianza terapéutica. Dicho con una analogía: si quisiéramos montar una escudería de autos de carrera, de poco nos serviría contar con potentes automóviles de última generación si el equipo técnico y administrativo no opera de manera coordinada. Pero la situación opuesta, de contar con una excelente organización y automóviles en estado lamentable, tampoco será muy útil. Claro está, la situación ideal es una en la cual haya buena cooperación y buenas herramientas.

El principal atractivo de los principios de diseño es que proporcionan una guía concreta para generar una buena cooperación. No son respuestas, sino que más bien señalan donde pueden estar las respuestas, cuáles son las condiciones mínimas necesarias para que la cooperación suceda: claridad compartida en el propósito y en las actividades vinculadas, satisfacción de lo que los participantes obtienen en relación a lo que aportan, la posibilidad de participación activa en las decisiones clave, transparencia en las actividades centrales, consistencia en las consecuencias de las acciones, receptividad hacia los conflictos, autonomía respecto al propio funcionamiento, e integración fluida y coherente con otras organizaciones o personas.

Algunas consideraciones finales quizá sean necesarias. En primer lugar, cada principio de diseño puede ser resuelto de distintas maneras, según las condiciones de funcionamiento de cada alianza. No hay una forma única de, por ejemplo, responder de manera consistente a las transgresiones al encuadre, sino que cada terapeuta puede encontrar distintas soluciones según la situación. En segundo lugar, las condiciones establecidas en los principios de diseño no son estáticas, sino que necesitan ser observadas y ajustadas periódicamente a medida que las circunstancias cambien. Una solución puede dejar de ser efectiva con el paso del tiempo, y una circunstancia adversa puede cambiar espontáneamente. Finalmente, con frecuencia abordar los principios de diseño requerirá desplegar algunas habilidades psicológicas. Por ejemplo, la receptividad ante los conflictos requiere un cierto grado de tolerancia al malestar, la transparencia requiere disposición a exhibir vulnerabilidad, establecer el propósito de la terapia requiere un cierto grado de empatía, etcétera. La principal utilidad de estas cualidades radica en facilitar el establecimiento y protección de una relación cooperativa.

Conclusión

Si por milagro han llegado hasta aquí, espero que les haya sido leve. Y si algo de suerte nos queda suelta, espero que el texto les resulte útil. Se trata, en definitiva, de operacionalizar la alianza terapéutica, viéndola desde una perspectiva grupal/cooperativa en lugar de individual, a través de la óptica de principios de cooperación bien establecidos.

Por supuesto, todo lo expuesto hasta aquí es puramente especulativo. No hay, hasta donde sé, investigaciones en las que se hayan evaluado los principios de diseño a la alianza terapéutica, ni a otros tipos de relaciones diádicas. Sin embargo, sí hay evidencia indirecta sobre el aporte de los aspectos centrales de los temas centrales de cada principio en las relaciones humanas (por ejemplo, el papel de la participación, de la transparencia, de consecuencias claras y consistentes, de receptividad hacia los conflictos, etc.). Revisar esa evidencia va más allá del alcance de este texto, pero una búsqueda rápida en las bases de datos académicas basta para comprobar la relativa abundancia de evidencia indirecta sobre esos puntos.

Hasta tanto esa situación cambie, todo lo aquí escrito debe ser tomado con mucha liviandad –se trata meramente de algunas ideas que quizá sea útil tener en cuenta para el quehacer clínico. Desde este punto de vista, la alianza terapéutica no depende exclusivamente de características individuales estáticas, sino del acuerdo, dinámico, desordenado, y humano, que permite cooperar a dos personas para apoyarse mutuamente en el camino de la vida.

Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.

Referencias

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  • Análisis

Tratamientos psicológicos para problemas de ira

  • 03/05/2022
  • Laura Ruiz

La ira es una de las emociones que todos los seres humanos experimentamos en algún momento de nuestras vidas, y es importante destacar que no se trata de algo malo de por sí. Las emociones están allí para ayudarnos a entender y a afrontar las diversas situaciones que se nos presentan. 

Lo malo sucede cuando la ira se hace presente de manera constante, y cuando sentimos que perdemos el control ante ella y actuamos de manera impulsiva y arriesgada, llegando a ponernos en peligro a nosotros mismos y/o a terceras personas. 

La ira: qué es y cómo se manifiesta

La ira puede definirse como una reacción emocional que surge cuando consideramos que existe un resultado negativo para nuestros intereses; también, cuando nos frustramos (suele ser la consecuencia directa), cuando nos dañan, nos mienten, consideramos que nos han fallado… o cuando las cosas no suceden como esperábamos.

Sobre todo, sentimos ira cuando pensamos en que lo que está sucediendo, podría haberse evitado. Lógicamente, a cada persona le afectará de una forma única (y surgirá por unas causas u otras). 

A nivel fisiológico, cuando sentimos ira, nuestro cuerpo se sobreactiva para “luchar”, tanto a nivel motor como cardiovascular. El sentimiento de ira muchas veces va acompañado por el de enfado, y esta emoción está orientada a mostrar nuestra disconformidad ante la situación. Aunque la ira descontrolada genera malestar y debe abordarse, desde un punto de vista psicológico, lo cierto es que esta emoción también incluye una serie de funciones adaptativas, tales como:

  • La organización y regulación de procesos internos, tanto de nuestro cuerpo como de nuestra mente.
  • La regulación y construcción de relaciones interpersonales y sociales.
  • Así, ¿cómo saber si tenemos problemas de ira y por lo tanto, requerimos de ayuda psicológica? Os damos algunas claves para averiguarlo.

¿Tengo problemas de ira?

Como te hemos explicado, sentir ira ante determinadas situaciones es algo normal e incluso esperado; entonces, ¿cómo saber si tengo problemas de ira? Ten en cuenta las siguientes señales: 

  • Experimentas rabia de forma muy frecuente, incluso ante situaciones que no ameritan que te enojes. 
  • Discutes frecuentemente con otras personas por diversas razones. 
  • Actúas de manera impulsiva cuando sientes ira.
  • Puedes llegar a la violencia en momentos de ira, no solamente nos referimos a violencia física, sino también verbal. 
  • Sientes mucha irritabilidad, tienes muy poca paciencia y puedes ser muy hostil con las demás personas.
  • En momentos en los que has experimentado mucha ira has llegado a golpear o romper objetos sin control.
  • Has llegado a decir cosas de las que te arrepientes durante tus momentos de rabia. 
  • Tus relaciones interpersonales se han visto afectadas por tu ira.
  • Sientes que tienes mucha rabia y que no puedes controlarla.
  • Prefieres evitar ciertas situaciones en las que sabes que puedes tener estallidos de rabia. 

Si has respondido afirmativamente a algunos de estos ítems es probable que tengas problemas del control de la ira. Esto no es algo por lo cual debas sentirte mal ni reprocharte, pero si es algo que te debe impulsar a solicitar la ayuda de personas calificadas para aprender a gestionar tus emociones. 

Tratamientos psicológicos para la ira: técnicas o estrategias comunes

Dentro de los abordajes psicológicos existen una gran variedad de técnicas para el tratamiento de la ira, que varían en función de su enfoque, objetivos a trabajar, características de la persona, etc. Sin embargo, existen algunos cánones (técnicas, estrategias y/u objetivos) en común para cualquier tipo de terapia del control de la ira. Los extraemos de los tratamientos propuestos en el Manual de tratamientos psicológicos de Caballo (2002):

El autoconocimiento es la clave

Aprender a reconocer en ti mismo las señales que te indican que vas a tener un ataque de ira es fundamental para aprender a controlarla; por ello, en cualquier tipo de terapia se trabaja para ayudar al paciente a que aprenda a identificar las señales de alerta antes que nada (ese momento de “no retorno”, que nos lleva a enfadarnos en exceso).

Determinar la causa

En cualquier abordaje, uno de los puntos principales a trabajar es determinar cuál es la causa real de la ira. 

Con esto no nos referimos a lo que sucede que hace que estalles, sino al trasfondo que la causa (esto implica aprender a diferenciar lo que nos sucede de lo que interpretamos que nos sucede).

Reconocer los detonadores

Por otro lado, es importante que aprendas a reconocer cuáles son las situaciones que hacen que tu ira se desencadene, y según estas, aprender a gestionarlas asertivamente. 

Adquirir nuevas herramientas

Tener nuevas estrategias para actuar en los momentos en los que sientes ira te ayudará a manejar mejor la situación. Puede que se presente en situaciones que no puedas evitar, pero sí puedes cambiar la forma en la que lo afrontas.

La comunicación es importante

Aprender a comunicar lo que sientes de forma asertiva puede ayudarte a crear mejores estrategias para afrontar la ira.

Se trata de un trabajo continuo, pero que con el tiempo, notarás que te resulta mucho más fácil. Es importante aprender a hablar de forma respetuosa sin necesidad de llegar a ser agresivos.

No ignorar lo que sientes 

Es importante que le prestes atención a la ira, y más si notas que tienes problemas para su control. Ten en cuenta que frecuentemente la rabia y los estallidos constantes de ira se relacionan con otros problemas psicológicos que pueden llegar a ser graves, como la depresión. 

Si sientes que te cuesta controlar la ira, o que la experimentas con mucha frecuencia en tu vida, te animamos a solicitar ayuda profesional. Un psicólogo o psiquiatra podrá ayudarte a comprender lo que sientes, y te dará estrategias para gestionar estas situaciones de manera asertiva y saludable para ti.

Referencias:

  • Caballo (2002). Manual para el tratamiento cognitivo-conductual de los trastornos psicológicos. Madrid. Siglo XXI.
  • Análisis

¿Autosabotaje en psicoterapia?

  • 03/05/2022
  • Fabián Maero

De tanto en tanto alguna expresión o término relacionado con la psicología se instala brevemente en el centro del clima cultural durante un tiempo, gozando de un cierto auge para luego pasar a un segundo plano o incluso caer en gracia. Algunas de esas expresiones pueden resultar útiles, condensando y simplificando temas complejos, pero algunas son directamente nefastas.

Para peor, algunas de ellas son adoptadas y repetidas por profesionales de la psicología, lo cual les da un aire de legitimidad que las vuelve aún más dañinas. Hay una en particular que cada vez que escucho me genera un leve tic nervioso en el ojo izquierdo, y sobre ella querría hablar hoy: el autosabotaje o autoboicot.

Oh, sí. Hablemos del condenado autosabotaje.

De términos y conceptos

En caso de que hayan vivido en un frasco durante la última década, estamos hablando de la idea de que una persona puede intencionalmente actuar de manera tal de hacer fracasar los propios planes o proyectos. Hay varios motivos por los cuales esos términos resultan nefastos –si no tienen nada mejor que hacer, permítanme que enumere algunos de ellos.

Empecemos por uno de los aspectos que más me molesta de la cuestión, porque sugiere que quienes han acuñado el término han tenido alguna suerte de carencia terminológica: boicot es un término muy específico que se refiere al cese de relaciones comerciales con una persona u organización (más precisamente, Boycott es el apellido de una persona que resultó un caso emblemático de esta práctica). En otras palabras, boicotear consiste en dejar de comprar los productos o servicios de una persona o de una organización, pero no en estropear u obstaculizar su funcionamiento de ninguna manera. Hablar de un autoboicot sería entonces… ¿interrumpir las relaciones comerciales con uno mismo? ¿dejar de comprarse cosas a uno mismo? ¿cerrar su autocuentacorriente?

Sabotaje, en cambio, significa intencionalmente estropear o dañar una actividad o instalación o de impedir su funcionamiento. Originalmente el término se utilizó para designar a una forma de protesta laboral, y luego se generalizó a actividades por fuera del campo laboral, al punto que hoy es un término más frecuente en el ámbito militar que en el laboral. Entonces, si estamos hablando de obstaculizar o estropear proyectos y planes propios, hablar de autoboicot no tiene pies ni cabeza, pero autosabotaje sería un término más adecuado. Pero más allá de qué término utilicemos, el concepto en sí es una bazofia.

Autosabotaje, tengamos en mente, implica que la persona está estropeando deliberadamente sus propios planes u objetivos. No es una descripción, sino que es una interpretación de un evento: vemos a alguien que, por ejemplo, procrastina en lugar de sentarse a estudiar, o que intentando dejar el alcohol tiene una sobreingesta, o cualquier otro tipo de plan que male sal, y entonces se explica el evento diciendo que la persona se está autosaboteando.

El concepto involucra un aspecto crucial. En particular, requiere que la intencionalidad de ese supuesto autosabotaje sea inconciente. Esto es indispensable para el concepto porque, claro está, por lo general nadie tiene la intención explícita de que sus proyectos o planes fracasen, nadie dice “quiero que mi tienda de accesorios para bigotes fracase estrepitosamente”. De manera que, si el supuesto autosaboteado protesta diciendo que su intención es que a su tienda de accesorios para bigotes le vaya bien, el explicador puede decirle que en realidad es una intención inconciente. Ya saben, el inconciente, ese señor que vive adentro de uno y hace las cosas. Esa intención que se puede aducir recurriendo selectivamente a indicios que parezcan dar la razón, y omitiendo otros que resulten inconvenientes.

Decir que la intención es inconciente es la palabra mágica para que esa interpretación sea imposible de negar. Si digo que intencionalmente me estoy perjudicando, entonces el explicador tiene razón; si digo que no he tenido tal intención, el explicador puede aducir que en realidad tal intención fue inconciente, y que mi opinión no importa, ya que quien realmente sabe cómo son las cosas es el explicador. Es el mismo esquema interpretativo que se utiliza para explicar que algo fue voluntad de algún dios: dado que la divinidad, al igual que el inconciente, no está disponible para opinar al respecto, le podemos hacer decir y desear cualquier cosa. Es una forma de decir algo y lavarse las manos.

Entonces, se trata de interpretar a todo resultado negativo como si hubiese sido secretamente deseado. Ese esquema interpretativo puede ser aplicado a cualquier tipo de desenlace. ¿Perdimos un partido de fútbol? Es que inconcientemente queríamos perderlo. ¿Perdimos la llave de casa? Es que queríamos perderla ¿Nos dio un cáncer? Es que inconcientemente queríamos tenerlo. ¿Tropezamos? Es que queríamos tropezar ¿Disminuyó el poder adquisitivo de nuestro salario? Es que inconcientemente queríamos que disminuyera.

Obstáculos y objeciones

El concepto de autosabotaje, claro está, es una falacia, una pseudoexplicación en la cual se confunde el ponerle un nombre a algo con explicarlo. Siempre es una buena práctica plantear esta pregunta: ¿bajo qué condiciones podríamos decir que la interpretación de autosabotaje  para un determinado evento es errónea? ¿Qué tipo de información sería necesaria para que el explicador dijese algo como “ah, mala mía, he razonado fuera del recipiente”? Si no hay nada que pueda contradecir a una interpretación, entonces no estamos lidiando con una explicación, sino con un dogma.

Pero, más allá de sus fallas lógicas, el concepto me parece problemático porque es poco compasivo y es poco útil. Ambas objeciones están cercanamente relacionadas. El término resulta una forma velada de culpabilizar a una persona: le fue mal porque en el fondo quería que le fuera mal (como mencioné, si la persona dice que quería que le fuera bien, se la puede refutar con el sencillo procedimiento de decir que era inconciente). Es la versión soft de culpar a la víctima: si te pasó algo, es porque inconcientemente querías que te pasara (con la misma impunidad podríamos decir que hablar de autosabotaje es inconcientemente un autosabotaje en el cual se utiliza un concepto inútil para no resolver nada).

Pero un aspecto mucho, mucho más serio, es que explicar un problema partiendo de hipotéticas motivaciones pasa por alto las circunstancias modificables de las cuales el problema es función. Interpretar que, por ejemplo, la procrastinación de estudiar para un examen se debe a un autosabotaje inconciente, impide considerar otros posibles escenarios: quizá hubo obstáculos externos, quizá hubo un mal manejo del tiempo o pobre planificación, quizá faltaron habilidades para lidiar con aspectos clave de la situación, tales como creencias o emociones difíciles.

El problema, en última instancia, es que interpretar de esta manera es dejar de escuchar, tanto a la persona como a sus circunstancias. Interpretar de esta manera es imponer un sentido global a lo observado más allá de sus particularidades. Es una opinión disfrazada de descripción.

En todos los años que llevo de clínica, jamás he visto a una persona que se autosaboteara. He visto, eso sí, a personas haciendo cosas contraproducentes respecto a sus objetivos o valores importantes, pero sin excepción, lo que hemos encontrado cada vez han sido dificultades lidiando con emociones o pensamientos, soluciones fallidas, factores contextuales o interpersonales problemáticos. Personas procrastinando como forma de evitar la ansiedad que algo genera; relaciones interpersonales fallidas por intentar seguir reglas contraproducentes; proyectos descuidados por pobres habilidades de gestión del tiempo. Cada vez, se ha tratado de personas haciendo lo mejor que podían con las herramientas de las que disponían, personas con miedo, con vergüenza, con su historia a cuestas.

Por supuesto, me podrán decir que en realidad el autosaboteo es una forma de referirse a la evitación de malestar, o a algún otro factor concreto. Perfecto, pero si es ese el caso, el concepto es innecesario: pueden ahorrarse el concepto intermedio de autosabotaje y sus connotaciones condenatorias, y pasar directamente a las circunstancias y conductas particulares de las cuales depende el problema en cuestión.

El problema principal de las pseudoexplicaciones es que detienen el análisis, detienen la curiosidad, detienen la escucha. Nos inventamos una explicación, la blindamos de todo contraargumento, y dejamos de explorar, dejamos de buscar activamente de qué manera podríamos estar equivocándonos.

  • Análisis

Conducta suicida en adolescentes: ¿a qué debemos estar atentos?

  • 03/05/2022
  • Equipo de Redacción

La conducta suicida es uno de los principales problemas de salud a nivel mundial en la juventud. En España, es la primera causa de muerte no natural, incluso por encima de los accidentes de tráfico. Según datos del Instituto Nacional de Estadística de España, en el año 2020 se suicidaron 3 941 personas, de las que 300 eran jóvenes. 

Cada vez son más los adolescentes que refieren deseos de morir, comunican su intención o realizan un intento de suicidio. Por ejemplo, en un reciente estudio realizado con adolescentes españoles, se encontró que el 17,8 % de la muestra había pensado en quitarse la vida, aunque aún no tuvieran un plan o solo fuera una idea. 

En esta realidad tornadiza que nos ha tocado vivir, muchas cuestiones quedan aún por resolver. Una de ellas es, sin lugar a dudas, la puesta en marcha de un plan nacional para la prevención de la conducta suicida. Si damos por cierto que las personas jóvenes son nuestro principal capital presente y futuro, y sin que se suene a tópico, ya estamos tardando mucho en actuar.

Un dolor intolerable

No hay una única causa por la que una persona intenta poner fin a su vida. Es decir: no existe una causa necesaria y suficiente que determine tal conducta. Es una ecuación probabilística de la que forman parte diferentes parámetros, que se encuentran en continua interacción, y entre los que el sufrimiento tiene mucho que decir. La capacidad de pronosticar o predecir que nos dan los distintos factores de riesgo de conducta suicida es muy limitada. 

Estamos ante un fenómeno complejo, un problema de la vida, donde la persona trata de buscar una solución a una situación vivida como límite, a una enorme dificultad que le provoca un dolor intolerable que no sabe o no puede resolver de otra forma. 

Comprender las razones por las que un joven decide acabar con su vida puede ser muy doloroso para los familiares y, en la mayoría de ocasiones, escapa a nuestro entendimiento (avivado, además, por el estigma social). La conducta suicida surge como respuesta a un contexto biográfico y social determinado que el menor experimenta en función de sus circunstancias personales. Debemos recordar que “nadie se intenta suicidar sin una razón”. 

¿Es posible la prevención?

Hay muchas formas de prevenir la conducta suicida. La primera y más obvia es mediante la (in)formación, la sensibilización y la concienciación. La evidencia científica muestra que no hablar del suicidio no conlleva que éste disminuya, más bien todo lo contrario. Hablar del suicidio (desde el respeto, con información veraz alejada del sensacionalismo y oscurantismo) ayuda a prevenirlo. 

Otra estrategia es la promoción del bienestar emocional en toda la sociedad. La alfabetización emocional y la dotación de pautas de actuación a familiares y profesionales es la herramienta más eficaz de la que disponemos. Y lo es no solo para reducir las tasas de muerte por suicidio, sino también otro tipo de problemas como la ansiedad, la depresión, el acoso, etc. 

Reducir el acceso a métodos potencialmente letales, o facilitar el acceso a tratamientos psicológicos con apoyo empírico, son otras actuaciones que ayudan a su prevención. 

La respuesta tiene que ser holística, integral, inclusiva y multisectorial. Y, sobre todo, planificada y dotada de recursos. Todos somos corresponsables. Hasta usted, sí.

Shutterstock / ANDREI_SITURN

Variables asociadas

Uno de los abordajes clásicos en la prevención de problemas de salud pública es la reducción de factores de riesgo y la potenciación de factores de protección. No acometer directamente la conducta per se (recuérdese que toda conducta es contextual), sino reducir las variables asociadas con su incremento de aparición y, al mismo tiempo, fomentar las variables asociadas con su disminución. 

Un factor de riesgo, por sí solo, no necesariamente tiene que ser un buen factor predictivo, ni tampoco indica necesariamente causalidad. Pero conocer estos factores permite intervenir antes de que ocurra ese posible suceso. 

Factores de riesgo

En una reciente revisión se ha encontrado que los factores de riesgo de la conducta suicida en adolescentes se pueden agrupar en dos categorías. 

Por un lado, estarían los factores de riesgo internos o más vinculados a las rutinas y a la conducta de la persona, tales como la falta de habilidades para resolver problemas, afrontamiento ineficaz de las dificultades, abuso del tiempo dedicado a utilizar los dispositivos electrónicos y los problemas de salud o estilos de vida poco saludables (desequilibrio nutricional, problemas menstruales o patrones de sueño y descanso alterados). 

Por otro lado, los factores de riesgo externos consisten en problemas familiares y sociales: familiares, como los antecedentes de problemas de salud mental, y la presencia de conflicto familiar u otros estresores, como las dificultades económicas en las familias (situaciones de desempleo, por ejemplo).

Dentro de los factores externos, los problemas sociales que plantean un riesgo de acto suicida estarían vinculados a factores económicos, laborales, escolares (acoso escolar, por ejemplo) y políticos. Tanto unos como otros son factores que pueden tener una influencia significativa en la conducta suicida durante la adolescencia.

Factores de protección

En esta misma revisión, entre los factores protectores para la prevención de la conducta suicida destacan la reformulación de una vida con sentido (incluyendo la espiritualidad), buenos hábitos de salud y la calidad de las interacciones entre padres, madres e hijos: buena comunicación familiar, relaciones cariñosas y una adecuada supervisión de los adolescentes, que permita su desarrollo y autonomía al tiempo que establece límites. 

Asimismo, las actividades de ocio, como el uso de los dispositivos, deben estar orientadas a fines saludables (contactar con amistades, consultar información), la lectura de libros o intereses como el cine. Estos también son factores protectores de conducta suicida. 

Shutterstock / chris melville

Otras conductas de alerta

De forma más general, también se tiene que prestar atención a las siguientes situaciones: 

  1. La percepción de ser una carga para sí mismo, para las amistades o para la familia. 
  2. La pertenencia frustrada, esto es, la experiencia de sentirse solo o desconectado de amistades, familia u otros círculos sociales valiosos. 
  3. El atrapamiento o la percepción de estar bloqueado, sintiéndose sin escape, sin posibilidad de rescate e impotente para cambiar aspectos de sí mismo. 
  4. La desesperanza (atribuciones negativas sobre el futuro y la posibilidad de que las cosas cambien).

La prevención de la conducta suicida: una cuestión de todos

Debemos recordar que promover, proteger y cuidar la salud mental de toda la población, pero en particular de los más vulnerables, es un derecho constitucional. Las personas merecemos una atención psicológica accesible, inclusiva, pública y de calidad. 

Todos somos corresponsables y podemos cumplir un papel importante para escuchar y apoyar a los adolescentes, ayudándoles a construir una buena sensación de pertenencia y una vida que merezca la pena ser vivida. Es hora de actuar.

Autores: Eduardo Fonseca Pedrero (Profesor titular de Universidad, Psicología, Universidad de La Rioja); Adriana Díez Gómez del Casal (Profesora área psicología, Universidad de La Rioja); Alicia Pérez de Albéniz Iturriaga (Profesora Titular de Universidad en el área de Psicología Evolutiva y de la Educación, Universidad de La Rioja) y Susana Al-Halabí (Profesora de Psicología, Universidad de Oviedo).

Artículo publicado en The Conversation y cedido para su republicación en Psyciencia

  • Análisis

¿Qué es la psicología forense? 

  • 20/04/2022
  • Laura Ruiz
man person people woman

La psicología es la rama de la ciencia que se encarga del estudio de la conducta humana en sus diversos ámbitos. Cuando nos referimos a lo concerniente al ámbito legal, estamos hablando entonces de la psicología forense. 

En este sentido, hablamos del conjunto de valoraciones, intervenciones, diagnósticos y tratamiento si así lo requiere, de personas en asuntos relacionados a hechos legales, en donde se hace un abordaje de lo sucedido, las secuelas y se proyecta a futuras consecuencias. 

Por ello, el psicólogo forense debe contar con una vasta experiencia en el ámbito clínico que le permita comprender la evolución de las psicopatologías y poder así determinar un pronóstico en relación a los involucrados en hechos de índole legal.

¿Fusión entre la psicología y el derecho?

Podríamos decir que la psicología forense es una ciencia a caballo entre la psicología y el derecho. 

Y así lo sugieren, en un artículo del 2009, Arch & Jarne, cuando hablan de que la psicología y el derecho encuentran su coincidencia en el hecho de que ambas disciplinas son ciencias humanas y sociales, y en que comparten el objeto de intervención: la conducta de las personas. 

Y en el artículo citan a otro autor, Munné (1987), quien dice lo siguiente: “son ciencias llamadas a entenderse como ciencias humanas del comportamiento y sociales”.

Actividad y presencia del psicólogo forense

Por su parte, según un artículo de Manzanero (2009), la psicología forense ha adquirido progresivamente cada vez mayor protagonismo en los tribunales de justicia. 

Y en palabras del propio autor, “su actividad se ha centrado en valorar daños, capacidades, competencias e imputabilidades, desde un punto de vista psicológico, en lo que se ha denominado como la psicología forense clínica”. Pero, ¿qué más sabemos de esta especialización?

¿Cuál es la función de la psicología forense?

La psicología forense no tiene un único campo de acción, por lo que su aplicación se encuentra en diversas áreas, entre las que se destacan:

Ámbito penal: el psicólogo forense puede dar testimonio, evaluar, diagnosticar y abordar casos en los que haya llevado a cabo actos delictivos, como por ejemplo, robos, violencia física, abusos sexuales, abuso y/o consumo de sustancias.

Pero su labor no se limita solo al abordaje del victimario, pues entre sus funciones también está la atención a las víctimas a través de la valoración psicológica y evaluación de los daños causados a nivel psicológico.  

También se encargan de valorar a los criminales para determinar su peligrosidad, así como de proyectar a futuro las posibilidades de recaer en hechos delictivos nuevamente. 

Ámbito civil: en estos casos el psicólogo forense es la persona encargada de realizar las entrevistas y evaluaciones pertinentes que puedan dar peso legal (para justificar o desmentir) asuntos como secuelas psicológicas de personas que han sido víctimas de crímenes. 

También se encargan de valorar a las personas con discapacidades legales, predecir la capacidad volitiva, evaluar casos de tutelas, así como de la impugnación de testamentos. 

Ámbito de lo familiar: las funciones de la psicología forense incluyen las valoraciones, abordajes y en algunos casos que así lo requieran, el tratamiento a las personas involucradas en procesos de adopción, patria potestad, guarda y custodia.

Además son los encargados de realizar los informes psicológicos que serán utilizados posteriormente para fines legales. Les corresponde evaluar las competencias parentales e intervención en casos de separaciones o divorcios. 

Ámbito laboral: dentro del área laboral el psicólogo forense se encarga de evaluar a las personas que han sido víctimas de accidentes en sus sitios de trabajo. También se encarga de evaluar para descartar o confirmar la simulación de síntomas.

El acoso laboral, también conocido como mobbing, es competencia del psicólogo forense, así como el acoso sexual y los casos en los que se presenta el Síndrome de Burnout.

Psicología forense, un área compleja

La psicología forense es un área bastante compleja de estudio, pues el perfil del profesional dedicado a esta rama debe ser muy completo. No se trata pues de solo hacer una especialización en esta área, sino que además debe contar con una amplia experiencia. 

El psicólogo forense debe saber de psicología clínica, conocer a profundidad las psicopatologías y cómo afectan están la conducta humana. 

Además debe estar calificado en predecir la evolución de muchas patologías, no solamente las mentales, pues también hay problemas de índole física que pueden llegar a alterar la conducta de los seres humanos. 

Aunado a esto, el psicólogo forense debe conocer muy bien el ámbito legal del país o región en el cual labora. Debe ser un conocedor de las leyes y saber cómo se realizan los procedimientos penales y los mecanismos legales que puedan ser aplicables en cada caso en particular.

El psicólogo forense jamás juzga

Es preciso destacar que la labor del psicólogo forense se basa en la valoración y descripción de los resultados obtenidos y observados en los casos para los cuales se solicite su apoyo. 

Debe ser completamente neutral en todos los procesos en los cuales se requiera su ayuda. En ningún caso puede actuar como fiscal de ninguna de las partes involucradas. Su trabajo se debe limitar a describir. 

Dentro de sus labores está la parte predictiva de lo que puede suceder más adelante, pero esto debe hacerse bajo la más estricta profesionalidad basándose en estudios que avalen sus informes, nunca desde una postura personal ni dando opiniones.

Una influencia relevante

La información dada por los psicólogos forenses en muchas ocasiones puede llegar a influenciar los veredictos en casos legales, por lo que resulta fundamental tener mucho cuidado al momento de realizar los informes o en los casos de ser requeridos como opinión de expertos, tener un cuidado máximo de las palabras. 

Si te interesa esta rama de la psicología recuerda siempre especializarte y ser neutral en tu labor; ¡prepárate para ser un excelente profesional!

Referencias:

  • Arch, M. & Jarne, A. (2009). Introducción a la Psicología Forense. https://hdl.handle.net/11537/27970
  • Manzanero, Antonio L. (2009) Psicología Forense: Definición y técnicas. In Teoría y práctica de la investigación criminal. IUGM, Madrid, 313-339. 
  • Análisis

El suicidio agresivo o moralista

  • 19/04/2022
  • Pablo Malo Ocejo
mad black woman shouting at sad female

Existe ahora mismo en todas las esferas de nuestra sociedad, tras la pandemia COVID, un renovado interés en el suicidio que ha llegado a instancias políticas y ha motivado que se están poniendo en marcha planes de prevención a nivel nacional. Pero, a mi modo de ver, se está manejando una concepción del suicidio bastante miope que lo limita al suicidio como consecuencia de un trastorno mental, principalmente la depresión. En este blog he hablado antes de otros tipos de suicidio como el suicidio impulsivo, el homicidio seguido de suicidio o el suicido con intención hostil. Precisamente sobre este último tipo de suicidio vuelvo en esta entrada, pero con otras fuentes y otro enfoque.

Como dice Soper, hay dos causas principales del suicidio: el dolor y el cerebro, es decir, un dolor insoportable sea físico o psíquico, unido al suficiente desarrollo cognitivo para darnos cuenta de que si nos matamos a nosotros mismos podemos acabar con ese sufrimiento. Por ello, no existe prácticamente el suicidio en animales o en los niños, porque todavía carecen de ese desarrollo cognitivo. Pero hay muchos tipos de dolor que nos pueden llevar a pensar que nuestra vida no merece la pena ser vivida y no sólo el dolor derivado de un trastorno mental o de una depresión. Muchos de esos dolores tiene que ver con problemas y conflictos en las relaciones interpersonales y con emociones que no son sólo la depresión. Emociones como la culpa, la vergüenza, la pérdida de nuestra reputación o nuestro estatus, la ira, la rabia o la venganza pueden llevarnos a una conducta suicida.

En esta entrada voy a resumir el artículo Aggressive Suicide, del sociólogo Jason Manning en el que trata de los casos en los que el suicidio se usa para hacer daño a los demás, aquellos en los que el suicidio es una especie de agresión interpersonal con la que se busca generar culpa o perjudicar de otras maneras a alguien. 

Primero, como siempre, algunas definiciones. Manning plantea que el suicidio, la autodestrucción, la auto-aplicación de una violencia letal, puede ser una técnica de control social.  Manning se ha formado bajo la influencia del sociólogo Donal Black y su teoría de la sociología pura, pero no necesitamos entrar en profundidades teóricas para entender lo que nos quiere decir Manning. Control social, según Black, es cualquier acción que define y responde a una conducta desviada. Es sinónimo con manejo de un conflicto y se refiere a cualquier forma de responder y manejar un agravio. Hay diversas maneras de control social como la evitación (alejarnos del conflicto, divorciarnos, etc.), la agresión, la negociación o tolerar y aguantar el conflicto. El suicidio puede ser una manera de expresar agravios. Solo una cosa más sobre el control social: muchas conductas que la sociedad considera delitos – como homicidios, robos, agresiones, etc. – pueden ser formas de castigar a la otra parte, es decir, de control social o de violencia moralista; pero no todos los homicidios o robos son control social, por ejemplo, algunos homicidios o robos son pura depredación y el móvil es el dinero. 

Segundo, he llamado suicido moralista a este suicidio agresivo porque la naturaleza del conflicto interpersonal o de la conducta que requiere una respuesta por nuestra parte es moral, es decir, alguien nos ha hecho algo malo moralmente a nosotros, o nosotros hemos hecho algo moralmente malo a alguien. Mucha conducta suicida es una forma de expresar y de responder a agravios u ofensas morales. El suicidio pertenecería a la misma familia sociológica que las huelgas, los boicots, el encarcelamiento, el cotilleo, la exclusión social, la ejecución o la venganza. De las diversas formas de control social que hemos descrito en el párrafo anterior, el suicidio combina dos: la evitación y la agresión. Por un lado, con el suicido cortamos todos los lazos con la persona que nos ha agraviado (como cuando nos enfadamos y dejamos de hablar con esa persona pero llevado al extremo, o como cuando nos divorciamos o nos alejamos de alguien que nos ha ofendido). Y también tiene un componente de agresión, de infligir un daño o de venganza muchas veces. Como ya he señalado, algunos suicidios ocurren cuando una persona ha hecho algo malo a los demás o con su conducta ha perjudicado a su familia y el resultado es que se siente culpable o avergonzado. Este suicidio también es moralista.

Manning comienza hablando del suicido agresivo en sociedades tradicionales donde es muy frecuente y en algunos casos está hasta ritualizado. Los Lusi de Nueva Guinea, por ejemplo, creen que el suicidio no es natural y que alguien o algo siempre es responsable de toda muerte incluido el suicidio. Según ellos, las personas se suicidan por una razón que tiene que ver con las acciones o actitudes de otra gente y tratan el suicidio como un tipo de homicidio “Le mataron con palabras”. Entre ellos es relativamente frecuente que mujeres maltratadas por sus maridos utilicen el suicidio como forma de venganza y castigo contra ellos y el suicidio tiene un procedimiento:

  1. La mujer debe avisar a otros de sus intenciones, por ejemplo destruyendo sus posesiones personales.
  2. Debe vestirse con sus mejores ropas.
  3. Debe suicidarse en presencia de otros o en un lugar donde sea fácilmente encontrada.
  4. Debe comunicar a otros la identidad de la persona responsable de su muerte: enviar una carta a esa persona, decir su nombre al beber el veneno, decir a amigos que le avisen de su muerte.

El resultado es que la otra persona y su familia están obligados a ofrecer una reparación, muchas veces económica o de otro tipo. De otra manera, la familia de la fallecida podría asesinarlos directa o indirectamente y Manning pone algún ejemplo en su artículo.

Según las creencias de muchas de estas sociedades tradicionales, el suicidio agresivo va a poner en marcha castigos por entidades sobrenaturales: “me suicidaré y los espíritus malignos te atormentarán”…pero, como acabamos de señalar, el castigo vendrá también de terceras partes que no tienen nada de sobrenatural, como familiares o vecinos.

Manning pasa después a hablar del suicidio agresivo en las sociedades modernas y utiliza para ello sobre todo un estudio propio en donde ha revisado 1.114 suicidios de una ciudad norteamericana y de los casos de suicidio agresivo que encontró. 

¿Un gradiente desde el suicidio al homicidio-suicidio?

Es interesante que vemos diferencias de grado en la agresividad o violencia que se emplea. Un tipo de agresión es la agresión verbal que se objetiva en las cartas o notas que dejan las personas que se suicidan. En un escalón superior estarían suicidios en los que persona que se suicida arregla las cosas para que quien la ha agraviado sea la que se encuentre el cadáver. Un hombre va al apartamento de su novia y se ahorca allí, otro se suicida manchando de sangre el salón y los objetos que sabe que a su pareja le gustan…

Un escalón superior sería lo que Manning llama “suicidio por confrontación” (confrontational suicide) refiriéndose con ello a suicidarse directamente delante de la persona que nos ha agraviado buscando claramente un impacto y una culpa mayor. Voy a poner un par de ejemplos de los que cita Manning:

“Esa mañana tuvieron una discusión porque ella asistió al funeral de su ex suegro. A pesar de las objeciones de él, ella asistió al funeral y luego regresó. A su regreso, hablaron durante unos 30 minutos en los que el difunto no parecía estar molesto o enfadado. Ella le preguntó qué quería para cenar y él murmuró algo que ella no pudo entender mientras salía por la puerta trasera. Ella le preguntó qué había dicho y él respondió: «Te lo enseñaré». Sacó una pistola del bolsillo, cargó una bala y se la puso en la cabeza. Ella le gritó que se detuviera, pero él apretó el gatillo (caso 209)”.

“El difunto acudió a la oficina de la Seguridad Social para entrevistarse con un encargado de reclamaciones. Había presentado una solicitud de invalidez, pero la oficina de Baltimore la había rechazado. Acudió a la oficina local y pidió al representante que reconsiderara su solicitud, afirmando que no podía trabajar y que su mujer tenía que trabajar y pagar sus facturas médicas. El encargado le dijo que podía tomar la información y entregarla a otra sucursal para que la tramitara y que esta sucursal le daría una cita para una entrevista. El difunto preguntó cuánto tiempo tardaría, y el representante dijo que entre 2 y 3 meses y el difunto dijo que eso sería demasiado tiempo. El representante dijo que no sabía qué más podía hacer y el fallecido dijo «sí», sacó una pistola del bolsillo de su pantalón y se disparó en la cabeza delante del representante, 58 empleados y otros tantos clientes (Caso nº 491).”

Si nos fijamos en estos dos casos podemos preguntarnos si existe un gradiente desde el suicidio al homicidio-suicidio. En ambos casos no resulta muy difícil imaginar que el individuo hubiera disparado contra las personas que eran la causa de su malestar, el primero contra su pareja y el segundo contra los empleados públicos. En muchos casos de homicidio de pareja o de homicidio múltiple, los sujetos comienzan disparando contra las personas que supuestamente les han agraviado y luego vuelven el arma hacia sí mismos. En algunos de los casos que Manning describe, el autor del suicidio habría contemplado el homicidio, pero al final no lo lleva a cabo:

“Por ejemplo, un hombre recientemente desempleado se suicidó y dejó una nota en la que revelaba que estaba enamorado de su compañera de piso y que le molestaba que ella no compartiera sus sentimientos: «Te quiero. Sé que nunca seremos una pareja y no deseo vivir un día más sin alguien que me corresponda… fuiste enviada para ser mi ángel y nunca te has detenido a escucharme». Incluso menciona haber tenido un breve impulso de «matarte y tomar y reemplazar tus píldoras del corazón cualquier cosa que se pareciera a las que vas a tomar». Sin embargo, unas líneas más adelante afirma: «A quienquiera que lea esto, NO es el responsable de mis acciones, yo, James Riley elegí mi propio destino, y yo, James Riley, elijo la muerte antes que vivir con el hecho de que nunca estaré con la persona que realmente amaba». (Caso #281)”.

“Katie, tal vez seas feliz ahora. He pensado en llevarte conmigo  pero no creo que merezca la pena porque no creo que Dios te deje vivir mucho tiempo. Para ti no hay nada bueno.  Cuida de esa muñeca no veo cómo podría volver a quererte. No puedo entender por qué te fuiste porque seguro que no había nadie más si lo hubiera no haría esto. Dile a esa muñeca que la quiero y que sea siempre buena. Quería hablar con ella, pero me hiciste enojar mucho y sabía que iba a llorar. Me he puesto aquí y he llorado durante una hora. Espero que seas feliz. No veo cómo puedes soportar vivir… Deberías enmarcar esto donde puedas leerlo wonse y un rato que no seas buena perra (Caso #493)”.

No podemos concluir, por supuesto, que exista ningún gradiente, pero la verdad es que con nuestros conocimientos actuales es imposible predecir si la persona cometerá un suicidio, solo un homicidio o un homicidio seguido de suicidio. Manning en la última parte del artículo intenta explicar por qué ocurre el suicido agresivo. Está claro que ocurre en respuesta a una ofensa, a un choque entre bien y mal, a un conflicto moral. Pero ¿por qué el conflicto se resuelve con un suicidio y no de otras formas como llamando a la policía o con un homicidio o con una paliza? Las explicaciones de Manning, a mi modo de ver, se quedan un poco cortas, lo más que llega a decir es que el suicidio agresivo es mucho más frecuente en relaciones íntimas como las relaciones de pareja, sobre todo, o las familiares, donde evidentemente hay tasas altas de conflictos. Pero, evidentemente, solo una minoría de los conflictos de pareja o familiares se resuelven con un suicidio así que nos falta mucho por conocer. Existen, por otra parte, suicidios agresivos que no ocurren en relaciones íntimas, como por ejemplo los casos de personas que se han suicidado quemándose a lo bonzo para protestar por una situación política – como un monje budista en Vietnam en 1963 – pero estos casos son muy raros.

En resumen, la visión más extendida del suicidio en la actualidad en nuestra sociedad sostiene que es resultado de un trastorno mental, fundamentalmente la depresión, y que la solución pasa por los profesionales de salud mental, psiquiatras y psicólogos. Esta visión es demasiado simple dejando fuera las causas sociales e interpersonales del suicidio. En este artículo hemos hablado del suicidio agresivo o moralista y es importante estudiar este y otros tipos de suicidio si queremos tener una comprensión más completa y global de la conducta suicida humana. 

Artículo publicado en Evolución y Neurociencias, el blog de Pablo Malo Ocejo y cedido para su publicación en Psyciencia.

Referencias:

  • Manning J. Aggressive suicide, International Journal of Law, Crime and Justice, Volume 43, Issue 3, 2015, Pages 326-341 Enlace a Research Gate
  • Manning, J. (2012). Suicide as Social Control. Sociological Forum, 27(1), 207–227. http://www.jstor.org/stable/41330920enlace Research Gate
  • Manning J. The Social Structure of Homicide-Suicide. Homicide Studies. 2015;19(4):350-369. doi:10.1177/1088767914547819enlace Research Gate
  • Manning tiene un libro sobre las Causas Sociales del Suicidio que comencé en esta entrada: https://evolucionyneurociencias.blogspot.com/2020/09/causas-sociales-del-suicidio.html
  • Análisis

¿Qué es la psicometría?

  • 22/03/2022
  • Laura Ruiz
people sitting indoors

Dentro de la psicología, una de las herramientas más útiles a nivel de investigación es la psicometría; y es que esta ciencia ha permitido recabar y ordenar datos de tal manera que ha ofrecido la posibilidad de medir cuantitativamente la información de aspectos cualitativos. 

La psicometría tiene un gran peso en la evaluación y medición de los fenómenos que se presentan en las ciencias sociales y de la educación. Gracias a esta ciencia se han logrado obtener datos confiables que permiten comprender, predecir e incluso abordar diferentes problemáticas.

En los últimos tiempos la psicometría ha experimentado avances significativos que se relacionan con la forma en la cual se comprenden los conceptos que la integran, como lo señalan Gómez e Hidalgo (2003), siendo así una de las áreas más importantes de formación para cualquier psicólogo.

El concepto de psicometría

La psicometría se refiere a una disciplina de carácter científico que corresponde a la psicología, y que es la encargada de realizar todos los procesos de medición que competen a la información recabada a través del método científico de una investigación. 

Esta ciencia no solo se limita a la recaudación de información, sino que además permite diseñar pruebas psicológicas que posteriormente se pueden construir. Gracias a sus aportes, estas pruebas pueden ser ajustadas y mejoradas para que puedan ser fiables y confiables. 

Poder contar con datos numéricos que aporten conocimiento acerca de rasgos de personalidad y otros aspectos relacionados a la psique, tanto humana como animal, permite comprender mejor estos fenómenos además de otorgar un carácter predictivo. 

La psicometría no solo se trata de llevar a números la información obtenida, pues además, aborda la ética de la aplicación de dicha información. 

¿De qué se encarga la psicometría? 

La razón de ser de la psicometría es la descripción y medición de las variables que se relacionan a los procesos cognitivos, psicobiológicos, emocionales, conductuales y rasgos de personalidad de los individuos. Esto permite poder observar y medir la información obtenida para determinar las intervenciones en cada caso.

Otro de los puntos fuertes de la psicometría es el poder diseñar y crear instrumentos de medición, siguiendo parámetros estandarizados que permitan obtener resultados confiables y con validez. Además, permite realizar ajustes a estos instrumentos, basados en las deducciones obtenidas de su aplicación.  

Por medio de la psicometría se pueden elaborar informes cuantitativos que permiten tener una mejor visión de los fenómenos psicológicos. Se trata pues, de una de las herramientas más valiosas que se tienen para el estudio e investigación en el campo de la psicología. 

Validez y confiabilidad

Al investigar sobre la psicometría, dos términos que aparecen inmediatamente son los de confiabilidad y validez, dos aspectos imprescindibles para que cualquier instrumento pueda ser tomado en cuenta por los profesionales de la psicología al momento de hacer mediciones. 

  • La confiabilidad se refiere a la capacidad de la prueba para arrojar resultados similares cuando esta se aplica varias veces al mismo sujeto. Para que sea confiable, el test debe presentar resultados similares sin grandes variaciones. En cuanto a la confiabilidad, es importante tener en cuenta el largo de la prueba aplicada, a mayor longitud, la confiabilidad se puede afectar. 
  • La validez es la capacidad del test de medir lo que el investigador busca. Para esto se utiliza como variable en previas investigaciones y se elabora un nuevo instrumento que se contrasta con la opinión de expertos. Después se realiza una selección de aquellos ítems que han demostrado recaudar la información que se requiere para la investigación en curso.

¿Cómo se procesan los datos en la psicometría?

Una vez que se aplican las pruebas psicométricas es importante saber cómo se recopilan, procesan y analizan los datos que se han obtenido. Lo primero es comprender cuales son las técnicas por medio de las que se realiza la recolección de datos y estas son: 

  • Observación directa.
  • Cuestionarios.
  • Entrevistas.
  • Encuestas.
  • Análisis de contenido o de documental. 

Con respecto al análisis de datos, toda la información obtenida mediante la recolección previa debe ser sometida a operaciones y clasificaciones con la finalidad de poder llegar a conclusiones que sean precisas y que ofrezcan más recursos a la investigación. 

Conclusión

La psicometría es y seguirá siendo uno de los recursos más valiosos para la investigación dentro del campo del estudio de la conducta, y es justo por esta razón por la que resulta ser de gran importancia que los profesionales dedicados a la salud mental tengan una buena formación en esta área.

Esto no debe limitarse solo a los profesionales que desean dedicarse al campo investigativo. La psicometría es indispensable a la hora de realizar cualquier trabajo que permita obtener datos acerca de las personas para comprenderlas mejor desde sus cualidades psicológicas y emocionales. 

El estudio de la psicometría va mucho más allá de la evaluación de la inteligencia (siendo este el ítem estudiado más común), pues también se encarga de evaluar otras instancias psíquicas e incluso conductuales, cognitivas y emocionales.

Actualmente, los avances tecnológicos han permitido el desarrollo de cada vez más y mejores recursos que facilitan el trabajo de la psicometría, mediante la creación de programas y/o aplicaciones capaces de poder generar datos confiables y válidos para la creación de instrumentos de evaluación de diversas áreas. 

Y para acabar, decir que durante mucho tiempo, esta rama del conocimiento ha sido un área un poco marginada para muchas personas, pero que, para cualquier investigador riguroso es una disciplina importante de saber, comprender y manejar a la perfección. 

Referencia bibliográfica: Gómez-Benito, J., & Hidalgo-Montesinos, M. D. (2003). Desarrollos recientes en psicometría. Avances en medición, 1(1), 17-36.

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