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Publicaciones por autor

Sergio Lotauro

15 Publicaciones
Es licenciado en psicología, egresado con diploma de honor y medalla al mérito académico. Luego de su graduación, obtuvo un doctorado en neurociencias cognitivas y se especializó en neuropsicología. Desde hace doce años, su interés de investigación se centra en el estudio del cerebro y su relación con la conducta. Ha publicado trabajos acerca de psicología experimental en revistas especializadas y disertado como invitado en diversas jornadas afines a estos temas. Es asimismo escritor y columnista sobre psicología, neuropsicología y neurociencias cognitivas en publicaciones de divulgación cultural y científica.
  • Análisis
  • Artículos de opinión (Op-ed)

La humildad de la ciencia

  • 22/07/2019
  • Sergio Lotauro

Los científicos tenemos fama de ser soberbios e inflexibles. Y aquellos que específicamente nos dedicamos a estudiar el cerebro, somos los peores: Fríos, algo desquiciados y un poquito maquiavélicos. La culpa la tiene el doctor Viktor Frankenstein, Hannibal Lecter, y Mr. Freeze (si, el archienemigo de Batman) entre otros personajes remotamente emparentados con la ciencia y que no nos rinden honor, precisamente. 

En parte, esta mala reputación tiene que ver con los estereotipos, esa vieja y remanida estrategia cognitiva que los seres humanos utilizamos para clasificar a las personas. 

La construcción de categorías mentales en donde poner a la gente a partir de unos pocos datos como la profesión, la nacionalidad o el signo del zodíaco es una de las falacias más extendidas en el mundo entero, pero que tiene la enorme ventaja de ayudarnos a simplificar lo complejo, a no tener que pensar, evitando que tengamos que partir desde cero cada vez que conocemos a alguien. Cuando nos presentan a Fulano, con solo saber dónde nació, y si es de “tauro” o “libra” ya alcanza: Sabemos automáticamente como es esa persona, o creemos saberlo. Nos ahorramos el arduo trabajo de tener que conocerla en profundidad para poder llegar a alguna que otra modesta conclusión. Los estereotipos nos facilitan la vida, es cierto, pero lo que obtenemos a cambio es una verdad de perogrullo. 

Los argentinos somos pasionales y dramáticos, los gallegos son duros de entendederas (este creo que corresponde exclusivamente a mi país), los alemanes son estrictos y disciplinados, y los asiáticos son genios en matemáticas. Todos sabemos eso, ¿o no?

Pero ahí no termina la cosa. Quiero contarles algo que me pasó hace apenas unos días: Un amigo muy dado a las terapias alternativas me dio a entender, con cierta sutileza mal concebida, que por mi condición de científico, soy un tanto necio, ya que a priori mi visión “acotada del mundo” no me permite aceptar la posibilidad de que haya otras realidades, como la presencia de entes espirituales y fantasmas, los meridianos que atraviesan el cuerpo, y la existencia de vidas pasadas. Finalmente también me invitó a no cerrarme a cualquier disciplina alternativa por el solo hecho de que no se ajuste a “mi estrictísimo” método científico. 

La verdad es que escucharlo hablar me llevó a pensar si en realidad me estaba describiendo a mí, o se estaba describiendo él mismo.

Me explico. 

Si bien es cierto que hay muchos científicos arrogantes, estos no deben ser confundidos con la ciencia como ente abstracto. Hay gente pedante de bata blanca en los laboratorios y hospitales, pero esto no es exclusivo de los científicos, también hay gente así en el resto de las disciplinas, incluidos los actores, barrenderos, pilotos de aviación y fumigadores de cucarachas. 

Otro punto a tener en cuenta es que la ciencia como tal se encuentra permanentemente revisando sus postulados, buscando la refutación de sus propias hipótesis, considerando el error en todas y cada una de sus premisas como una posibilidad muy real. 

La ciencia es vulnerable, plausible de fallar, y cualquier verdad que acepte como tal será  considerada una verdad transitoria, solo válida mientras no aparezca una nueva verdad complementaria o contraria, ya sea que integre a la anterior o la desplace. 

Sí, damas y caballeros. Contrariamente a lo que mi prejuicioso amigo cree, la ciencia es humilde, no soberbia. No se aferra al conocimiento que genera de manera rígida e inamovible; algo que, por ejemplo, si ocurre en la astrología o en la armonización de los chakras, por citar algunos ejemplos de pseudociencias muy en boga en estos tiempos. 

la ciencia como tal se encuentra permanentemente revisando sus postulados, buscando la refutación de sus propias hipótesis

La ciencia también acepta la multicausalidad. Entiende que el comportamiento de una persona, es la consecuencia de su carga genética, sobre la que además influye la crianza que esa persona recibió de sus padres cuando era niña, el colegio al que asistió, y muchos etcéteras que están en danza en la lotería de la vida. Para la astrología (que desde la concepción de mi amigo se presume mucho más receptiva que la ciencia) la conducta de una persona está determinada por el mes en el que nació: Hecho insignificante al cual llaman “virgo” o “acuario”, y se resiste a cotejar sus propios conocimientos con los generados en otras disciplinas, como la medicina o la psicología.

No fue precisamente Galileo Galilei quien quiso prender fuego a aquellos que descreían que la tierra giraba alrededor del sol, y no el sol alrededor de la tierra. Pero si fue la iglesia católica y sus seguidores los que quisieron quemar vivo a Galileo por poner en tela de juicio la afirmación bíblica que sostiene que nuestro planeta es el centro del universo.

Galigelo Galilei antes de la inquisición ©Bianchetti/Leemage

Entonces, cabe preguntarse: ¿Quién en verdad es el necio e inflexible? ¿Quién realmente se encuentra ciego a explicaciones disímiles? ¿Quién es más fundamentalista: El científico o el pseudocientífico?

El amigo Galileo, con gran humildad, consideró la posibilidad de que el hombre no fuera, después de todo, tan importante y grandioso como los mismos hombres pensaban. También cuestionó lo evidente, aquello que los ojos muy claramente nos muestran con solo mirar al cielo u observando cualquier atardecer: ¡Que el sol se mueve!  

Los postulados de Galileo cayeron muy mal no solo porque contradecían la palabra divina, sino porque además ponían de relieve que, no éramos tan especiales como pensábamos y que al universo (y al mismísimo dios, en última instancia) le importamos un comino.

En sintonía con lo anterior, tampoco hay que olvidar que en psicología existe algo que se conoce como el efecto Dunning Kruger. Simplificando un poco la cosa, este postulado sostiene que cuanto más ignorante es alguien, más tenderá a considerar sus escasos conocimientos como la verdad absoluta. Esto ocurre por una simple razón: Es su propia estupidez, ni más ni menos, la que le impide contemplar e integrar a su acervo aquellos conocimientos que no termina de comprender; ergo se queda con lo simple, lo sencillo, eso que ya conoce, y se cierra al resto. 

Wayne Dyer no es santo de mi devoción, pero le doy la razón cuando dijo: “El grado más alto de ignorancia es cuando rechazas algo que ni siquiera conoces”.

La persona inteligente y bien formada, por el contrario, tiene mayor conciencia de lo poco que sabe y de lo mucho que le queda por aprender. Acepta también que hay cuestiones que por el momento no se pueden explicar, y otras que tal vez no se vayan a explicar nunca, y no trata de rellenar esos huecos de conocimiento inventando un dios, o apelando a la supuesta  presencia de extraterrestres o la mística de la numerología.

Este mayor grado de conciencia hace que se sienta pequeño y dubitativo, lo que a su vez, paradójicamente puede traducirse en un mayor grado de inseguridad y vacilación en la vida. 

Recuerdo una vieja sentencia del Chavo del 8 (el clásico personaje de Chespirito): “Solo los tontos están seguros”. La otra cara de la misma moneda diría: “Solo los inteligentes dudan”.

El efecto Dunning Kruger define perfectamente al pseudocientífico, no al hombre de ciencia. La soberbia define perfectamente al pseudocientífico, no al hombre de ciencia. 

“No quiero saber, quiero creer” dijo Carl Sagan. Y te queremos por eso, Carl.

  • Artículos de opinión (Op-ed)

¿Por qué las “ofertas” por «fin de temporada” nos resultan tan tentadoras e irresistibles?

  • 30/11/2016
  • Sergio Lotauro

Buenos Aires, la ciudad en donde vivo, tiene varias particularidades, algunas buenas y otras malas, como cualquier otra gran urbe del mundo.

Dentro del primer grupo, se destaca la vasta oferta cultural que ofrece la capital de Argentina: galerías de arte, centros de exposiciones, cines, teatros y museos para todos los gustos y preferencias.

Una vez al año, y solo una vez, los museos de Buenos Aires abren sus puertas al público de manera gratuita. El evento se lo conoce como “la noche de los museos” y si bien uno puede satisfacer su apetito de arte y regodearse en esculturas y pinturas cuando le venga en gana, durante esta jornada en particular se puede ingresar sin pagar arancel.

Lo curioso del asunto es que los museos de la ciudad, en líneas generales, durante el resto del año atraen a un porcentaje menor de visitantes en términos comparativos. La gente no se desespera, precisamente, por visitar los museos, y esto ocurre a pesar de que los tickets habitualmente suelen ser bastante económicos.

Pero, por alguna extraña razón, cuando llega la noche de los museos, la gente se lanza masivamente a recorrer todos los establecimientos que pueda. De repente, una especie de fiebre del arte se apodera de la población y así es como por un día, y solo por ese día, pueden observarse largas filas de personas para ingresar a donde sea y ver lo que sea, y grandes multitudes desparramadas por aquí y por allá en los diferentes salones y galerías.

Mi hipótesis personal sobre este curioso fenómeno es que, en líneas generales, a juzgar por la concurrencia del público durante el resto del año, los museos son de escaso interés para la mayoría de la gente, no siendo el caso de otros eventos como el fútbol y los espectáculos deportivos. Pero la noche de los museos, incluso para aquellos que no sienten un especial interés por el arte, resulta una oferta muy tentadora, difícil de resistir, solo por el hecho de ser acotada en términos de tiempo: es ahora, o luego habrá que esperar al año que viene.

Ahora bien, imaginemos la siguiente situación:

En el paseo de compras que está a pocas calles de su domicilio, acaba de abrir una tienda de venta al público de chocolates.

Como parte de la promoción inaugural, una bonita señorita de ojos claros y trenzas rubias, vestida como campesina belga, se encuentra parada frente a un stand en la puerta de la tienda, ofreciendo bombones gratis en el marco de una degustación entre los visitantes que asisten al centro comercial.

Ante la oportunidad de saborear una confitura sin necesidad de tener que sacar la billetera del bolsillo, usted se acerca al stand y la promotora, mientras despliega frente a sus ojos un delicado estuche que contiene dos bombones, lo saluda con melosa amabilidad y le explica que lo que está a punto de saborear ha sido elaborado con el más fino y delicioso chocolate del centro de Europa. Acto seguido, lo anima a que tome uno de los dos bombones del exclusivo estuche y lo pruebe con confianza.

Lo que usted no sabe, es que la promotora en cuestión ha sido contratada para colaborar en un experimento psicológico.

A la mitad de los transeúntes, les dará a probar un bombón que ellos mismos deberán extraer de una caja en la que solo caben dos. A la otra mitad, les dará a probar un bombón de una caja más grande, en donde fácilmente entran veinte o treinta.

Luego, la promotora le dará una breve encuesta en donde usted deberá puntuar en una escala cuanto la ha gustado el bombón, y también especificar cuánto estaría dispuesto a pagar por él.

Como ya se estará imaginando, las personas que tomaron su bombón del estuche que contenía solo dos, manifestaron en promedio que les gustaba mucho más que aquellas personas que lo tomaron de la caja grande. Y en general, también estaban bien predispuestas para pagar un precio mayor.

Tanto el ejemplo de la noche de los museos como el de la degustación de bombones son ilustrativos de una particular característica del cerebro, que nos impulsa a valorar, como mucho más atractivo, cualquier producto o servicio que percibamos como escaso.

Todos, alguna vez, hemos pasado por alguna situación similar a la que describiré a continuación.

Estamos considerando la idea de comprar un televisor nuevo, ya que el que tenemos lleva algunos años instalado en el living de nuestra casa y está empezando a mostrar algunas fallas propias de la obsolescencia planificada.

Sin estar del todo convencidos, mientras paseamos por los pasillos de la casa de electrodomésticos, vemos un plasma que captura nuestra atención.

Lo observamos cuidadosamente de un lado y del otro, empezamos a hurgar en las características técnicas del producto, y es en ese preciso momento, cuando impresionamos estar interesados, que se nos acerca un vendedor y nos suelta la típica pregunta: “¿Los puedo ayudar en algo?”.

Le respondemos que solo estamos mirando, y el hombre añade: “Este es un excelente televisor, no solo por la calidad y definición de la imagen, sino también por el precio. Se ha vendido muchísimo esta semana, la gente se lo lleva como pan caliente; de hecho, creo que ya no tenemos más y la fábrica los ha discontinuado por este año. Solo queda este, y está para exhibición”.

Una mueca de fastidio aparece entonces en nuestro rostro. Antes no estábamos seguros si queríamos comprarlo o no, pero ahora que la posibilidad de tener un televisor nuevo y a buen precio se nos ha escurrido entre los dedos de la mano, el artículo se vuelve repentinamente mucho más atractivo. Incluso, perdemos de vista nuestras dudas y vacilaciones anteriores.

“¿No habrá quedado alguna unidad en el depósito’”, le preguntamos al vendedor, mientras en nuestro interior la fuerza de la frustración hace que crezca exponencialmente el deseo de poseer el producto.

“Mmm no creo”, nos responde el vendedor por lo bajo mientras mueve la cabeza. “Puedo averiguar… Llamar a otras sucursales. Si se los consigo, ¿me aseguran que se lo llevan?”, nos pregunta entonces con su mejor expresión de entusiasmo e ingenuidad.

Alcanzado ese punto, ya nos hemos tragado el señuelo con anzuelo y todo. Nos hemos comprometido a comprar el televisor impulsados por el poder de lo inalcanzable.

Como termina la historia también es un cliché: el vendedor vuelve invariablemente unos cinco minutos después, portador de la feliz noticia de que encontró un último televisor embalado en el depósito.

Dar marcha atrás y escapar de la trampa es sumamente difícil, y las investigaciones demuestran, además, que es también improbable. Seguimos adelante con la transacción. El vendedor nos felicita por la elección y la “buena suerte” y se dispone a embaucar al próximo incauto que se pasee dubitativo por el establecimiento.

Los trailers de las películas que se van a estrenar, usualmente terminan con la leyenda “sólo en cines”. Por supuesto, esto es una verdad a medias. En la era de la informática e internet, muchos filmes que todavía no llegaron a la pantalla grande ya pueden verse en forma clandestina en la red, eso sin mencionar que si no los vemos en el cine en el momento que se nos indica que debemos hacerlo, seguramente podremos disfrutarlos “on-line” un par de meses después, sin movernos del living de nuestra casa.

La sentencia “solo en cines” pretende limitar geográficamente el acceso a la película, y volverla así más interesante.

“Oferta solo por hoy”, “edición única limitada” y “llame ahora, quedan muy pocas unidades” son ardides típicos destinados a incrementar el grado de deseabilidad de artículos que luego, supuestamente ya no van a estar disponibles.

La idea de las “liquidaciones por fin de temporada” en tiendas de indumentaria usualmente no son reales, y tienen por objetivo impulsarnos a comprar cosas que, tal vez, en un principio no teníamos la intención de comprar, pero que capturan nuestra atención y nos empujan subrepticiamente a considerar con seriedad la idea, en la medida de que si no lo hacemos ahora, después deberemos pagar un precio mayor por el mismo artículo.

Esta es la misma premisa que subyace a eventos como “black friday” y “cyber monday”, que disparan autenticas corridas de compras por ser escasos y limitados: Sólo se realizan una vez al año y duran exactamente 24 horas.

El año pasado instalaron a pocas calles de donde vivo, una sucursal de una famosa franquicia de gimnasios.

Un par de semanas antes de la inauguración, ya se podía acceder a la recepción del establecimiento para adquirir información. En la vereda del gimnasio, un enorme y colorido letrero anunciaba con bombos y platillos que las primeras 300 personas que se inscribieran no pagarían matrícula de ingreso, y accederían además a una cuota mensual reducida por apertura.

La señorita que entregaba la folletería y explicaba las condiciones se ocupaba de dejar bien en claro a quien estuviera interesado que una vez cubierto el cupo de 300 personas, ya no se podría evitar la matrícula inicial y la cuota mensual sería alrededor de un 100 % más cara.

“Ya se apuntaron 285 personas” me dijo personalmente la promotora cuando me acerqué al stand para informarme al respecto. “Quedan disponibles solo 15 vacantes, así que no se demore mucho en pensarlo” subrayó con énfasis mientras depositaba en mis manos un folleto que describía las bondades del lugar y los beneficios de comprar ahora.

Una semana después, envié a una persona de mi confianza a preguntar por la “oferta lanzamiento” del gimnasio. “Le recomiendo que se apure” le dijo esta vez un muchacho alto y fornido, enfundado en una remera con el logo del establecimiento: “Tenemos 280 personas inscriptas, solo nos quedan 20 lugares”, remató.

La idea que está detrás del truco es simple: Sentimos una mayor atracción hacia las cosas que percibimos como escasas o de difícil acceso.

Tanto objetos como personas son más deseables y apetecibles en la medida que no abunden y además, sea difícil acceder a ellos.

La explicación que subyace a este fenómeno hunde sus raíces en la evolución de nuestra especie.

La zona del cerebro que nos incita a acaparar todo lo que podamos, es exactamente igual a la de nuestros antepasados, que hace miles y miles de años vivían en un mundo donde la escasez de alimentos era la norma.

En un sentido nada metafórico y muy real, el cerebro sigue pensando que aún habitamos en ese mundo hostil, donde cada día, conseguir algo para comer constituye un verdadero problema.

El cerebro primitivo está programado para detectar cualquier oportunidad que se presente, ignorando sistemáticamente cualquier información que le indique que ya tenemos suficiente.

No importa que estemos gordos como una ballena, y contemos de sobra con todo lo necesario para pasarlo bien sin mayores carencias ni limitaciones. Toda esta información se asienta en áreas del cerebro diferentes de las que regulan el apetito, el sexo, la búsqueda permanente de la comodidad personal y otras cuestiones básicas asociadas a la supervivencia.

Y es precisamente a esas áreas primitivas del cerebro a las que le hablan y tientan los vendedores astutos.R

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

Cerebro y procrastinación

  • 28/11/2016
  • Sergio Lotauro

Siempre me gusta decir que el cerebro es como una mamushka, ya que en su interior contiene otro cerebro más chico, conformado por una serie de núcleos que en su conjunto controlan y regulan aquellos aspectos más ligados a la vida instintiva, como la alimentación, la sexualidad y la búsqueda de seguridad y protección, que son los tres pilares de la supervivencia en el reino animal.

Como luce el exterior del cerebro todo el mundo lo sabe. Es bastante parecido a una nuez, pero de un color rosáceo y consistencia viscosa. Pero en realidad, eso que podemos ver es solo la capa externa, llamada corteza cerebral.

La corteza posee un espesor de varios milímetros, y envuelve a otras regiones con una morfología y una bioquímica completamente diferente, que en su totalidad reciben el nombre de cerebro paleomamífero, más comúnmente conocido como sistema límbico.

Mientras las neuronas de la corteza cerebral están dispuestas en capas y se ocupan de dar soporte biológico a las funciones cognitivas más elaboradas del ser humano, como la personalidad, el pensamiento y el lenguaje; las neuronas del cerebro paleomamífero se encuentran apiñadas, dispuestas en grupos o conglomerados que constituyen núcleos cerebrales que cumplen diferentes tareas, más estrechamente vinculadas al metabolismo del cuerpo.

el cerebro es como una mamushka

No me voy a extender demasiado sobre las características anatómicas y funcionales de nuestros dos cerebros, pero es necesario que el lector sepa que la corteza cerebral es la sede de los procesos conscientes; es decir, gracias a ella podemos comprender y verbalizar aquella información que circula por nuestro cerebro.

Pero no ocurre lo mismo con la información que circula por debajo de la corteza. Los núcleos que conforman el sistema límbico funcionan con relativa independencia del resto del cerebro.

De hecho, las funciones cognitivas que residen en la corteza solo tienen una influencia muy limitada sobre las áreas subcorticales.

Para acelerar un poco la cosa, quiero dejar establecido que mientras utilizamos la corteza para hacer un cálculo matemático, leer un libro, o elaborar una teoría científica; el sistema límbico regula nuestro bienestar psicológico y una gran parte de la fisiología del cuerpo, como el funcionamiento del corazón, la tensión arterial, el sistema endócrino, el sistema digestivo y el sistema inmunológico.

Y mientras utilizamos la corteza de forma voluntaria, de acuerdo a nuestros intereses del momento, el sistema límbico, por el contrario, trabaja de forma automática, silenciosa, y más allá de nuestras intenciones.

Por ejemplo, no necesitamos pensar que el corazón bombee sangre para que pueda hacerlo. Tampoco le damos conscientemente la orden a nuestros pulmones para que respiren el oxigeno que necesitamos para vivir, ni le pedimos al estómago que digiera los alimentos, ni al sistema inmunológico que nos defienda de posibles virus o bacterias que invaden nuestro organismo.

En pocas palabras, no tenemos control ni registro consciente de lo que ocurre por debajo de nuestra corteza. Solo tenemos consciencia del resultado de estos procesos automáticos e invisibles.

En todo caso, podemos escuchar a nuestro corazón latir, o sentir a nuestros pulmones respirar, pero no tenemos que proponernos nada de eso para conseguirlo.

Que tengamos dos cerebros independientes e interrelacionados es la razón, probablemente, del porque nos cuesta tanto cambiar un habito o una costumbre fuertemente establecida.

Cuando nos proponemos hacer una dieta para bajar de peso o inscribirnos en el gimnasio para llevar una vida más saludable y menos sedentaria, nos cuesta muchísimo llevarlo a la práctica.

Muchas veces el resultado es la eterna postergación, la búsqueda infructuosa del “momento adecuado” para poder hacerlo.

De esta manera, demoramos el paso a la acción de nuestra decisión, y cabe pensar que tal vez se deba a que no es suficiente con la determinación consciente; el cerebro necesita estar convencido en su conjunto.

En casos como este, pareciera que estamos asistiendo a una lucha de poder entre las fuerzas conscientes del cerebro versus las inconscientes, en donde estas últimas claramente siempre tienen ventaja.

no tenemos control ni registro consciente de lo que ocurre por debajo de nuestra corteza

Aquí es donde se pone de manifiesto la necesidad de una decisión integral. Difícilmente alcance con nuestra corteza cerebral para doblegar los impulsos y las tendencias inconscientes que nacen en el sistema límbico.

Así es, el cerebro es desidioso, y muchas veces se deja arrastrar por los beneficios inmediatos que proporciona determinada decisión (ir a la cafetería de la esquina a comer una porción de torta de chocolate, por ejemplo), ignorando beneficios futuros mayores de la elección contraria (ir al gimnasio a hacer una rutina de actividad cardiovascular).

Esto es lo que se conoce como procrastinación, un mal que se ha extendido sobre la faz de la tierra como una pandemia y que afecta a casi todas las culturas por igual.

Muchas veces nos comportamos de una manera completamente hedonista, como si no existiera un mañana, o en su defecto, como si en el futuro fuéramos a estar menos cansados o mejor predispuestos de lo que estamos hoy.

El placer de saborear un helado de crema rusa nos proporciona una gratificación instantánea con la que no puede competir la valoración de un futuro en donde nos veamos más delgados, más apuestos, y probablemente más sanos.

También, esa es parte de la razón por la cual, como sociedad, nos encontramos inmersos en un consumismo desenfrenado, donde las compras compulsivas son cada vez más frecuentes entre la población, socavando la posibilidad de ahorrar dinero para una mejor jubilación y pasar económico en el día de mañana.

el cerebro es desidioso, y muchas veces se deja arrastrar por los beneficios inmediatos que proporciona determinada decisión

Los objetivos loables a largo plazo los planifica nuestra corteza cerebral. Ella es completamente capaz de hacer minuciosos análisis de costos y  beneficios, de sopesar las ventajas y desventajas de, por ejemplo, hacer una oportuna visita al dentista.

Sabe perfectamente que a largo plazo, la inversión en tiempo, dinero y sufrimiento personal, más el lucro cesante añadido como consecuencia de una simple caries en una muela, es sustancialmente mayor que el beneficio que reporta quedarse en casa durmiendo la siesta, o mirando la televisión mientras se bebe una cerveza.

Pero entonces aparece el sistema límbico con esa fuerza arrolladora que todos alguna vez hemos experimentado y el abandono se impone. Optamos por la satisfacción inmediata que nos proporcione cualquier otra actividad trivial. Preferimos algo de placer ahora, aún sabiendo que el beneficio futuro es exponencialmente mayor.

Sin duda, sabemos cuál es la mejor opción, la que nos favorece en el sentido más amplio posible, pero a una parte de nuestro cerebro no le gustan los sacrificios a corto plazo, y siempre tenemos a mano una buena razón para postergar lo indeseable, desde la dieta que empezaremos “sin falta” el lunes, hasta la catarata de buenas intenciones y objetivos que siempre nos proponemos todas las navidades para el inicio del año siguiente.

Y es entonces cuando empezamos a justificar nuestra conducta poco deseable en base a toda clase de racionalizaciones.

Las racionalizaciones se utilizan a menudo para reducir el malestar psicológico que provoca determinado comportamiento cuando no se ajusta a lo que creemos sobre nosotros o a nuestros valores.

Por ejemplo, si pensamos que la utilización del castigo físico no es adecuada y hasta resulta nociva en la crianza de los niños, pero por otra parte usualmente apelamos a las nalgadas o peor aún, a los cachetazos cuando nuestro pequeño hijo nos desobedece, es inevitable que en algún momento nos demos cuenta de la contradicción y nos sintamos, en consecuencia, confundidos y culpables ante nuestro propio proceder.

Con el propósito de reducir la tensión interna resultante, procuraremos entonces movernos en alguna dirección que alivie el malestar y ponga en congruencia nuestras acciones (pegarle a nuestros hijos) con nuestras creencias (no pegarle a nuestros hijos).

Podemos, naturalmente, dejar de castigar a nuestro pequeño vástago del averno, pero también podemos suavizar nuestra forma de ver el problema introduciendo racionalizaciones en la ecuación, que nos ayuden a ganar consistencia interna.

Podemos decirnos entonces: “Bueno, pero una nalgada de vez en cuando no le va a provocar ningún trauma psicológico”.

O bien: “Mi propia madre de vez en cuando me pegaba y tan mal no creo haber salido”.

Cuando quedamos atrapados en un conflicto de intereses, una buena racionalización resulta muchas veces más simple de poner en práctica que un cambio real y profundo de un hábito arraigado o una rutina enquistada, difícil de desmantelar.

Hacia donde miremos nos vamos a encontrar con personas haciendo racionalizaciones.

Todos sabemos, por ejemplo, que hay una correlación fuerte entre el tabaquismo y el cáncer de pulmón, y también todos conocemos a alguien que a sabiendas de esto, mientras enciende un cigarrillo se justifica diciendo: “Bueno, pero yo conozco a Fulano que a su vez conoce a Mengano, que tiene 98 años, una excelente salud y fumó toda su vida!”

O argumenta algo más absurdo aún: “Si, está bien, pero el cigarrillo a mi no me afecta como a los demás”.

Una buena racionalización puede dejar a salvo nuestra autoestima y ayudarnos a dormir con la conciencia tranquila durante la noche. Pero conviene tener presente que, en esencia no es otra cosa que un invento, una explicación falsa elucubrada por nuestra corteza cerebral para no admitir su derrota frente al imperativo hedonista del sistema límbico.

Racionalizar es venderle el alma al diablo.

Usted acaba de leer este artículo y ahora lo sabe. Se le acabaron las excusas.

Artículo recomendado: El habito de postergar: técnicas comportamentales para su modificación

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

¿Cómo ayudar a que los demás brinden lo mejor de sí mismos?

  • 18/10/2016
  • Sergio Lotauro

Nuestras propias creencias y expectativas contribuyen a configurar la forma en que nos comportamos.

El conocimiento previo que tenemos sobre las cosas, afecta no solo la forma en que vemos al mundo, sino que también condiciona como enfrentamos las diferentes vicisitudes que nos presenta la vida.

Pero lo hasta aquí dicho tiene incluso implicancias más serias, porque nuestras expectativas no solo guían nuestro comportamiento, sino que también tienen un peso importante para moldear los sentimientos y las conductas de los demás.

Si le preguntamos a un amigo, durante una charla de café, si se siente bien o le duele algo porque lo vemos ojeroso, demacrado y con el cutis amarillento, es bastante probable que el pobre muchacho se empiece a sentir mal, o al menos experimente cierta inquietud y desasosiego, inducido por el poder de la sugestión de nuestras palabras.

las expectativas que el profesor pueda tener sobre los alumnos ejercen un poder significativo sobre el desempeño escolar

Las expectativas que tenemos sobre los demás muchas veces toman la forma de “etiquetas” que terminan impactando fuertemente sobre la conducta de la otra persona.

Por ejemplo, dentro de un grupo de amigos es típico que, a alguno de ellos se lo tilde de “gracioso” si alguna vez, durante una salida en grupo o una partida de póker, el muchacho en cuestión tuvo el buen tino de hacer algún comentario o contar un chiste más o menos divertido.

Todos reirán, sobre todo si circuló el alcohol durante la jornada y se sienten bien predispuestos para la risa fácil, y alguien le señalará, seguramente, que es “un tipo con buen humor”. A partir de ese momento, es altamente probable que el recién bautizado como el miembro “gracioso” de la velada se sienta impelido a hacer más comentarios ocurrentes. Si es así como lo ven los demás, inconscientemente tratará de sostener esa imagen contando un chiste cada vez que se presente una oportunidad.

Nunca sabrá a ciencia cierta que fue “etiquetado” casi arbitrariamente, así como tampoco, el poder y grado de influencia que ejerce esa etiqueta sobre la forma en que se comporta.

Inconscientemente, procurará confirmar y sostener las expectativas de su grupo de pertenencia.

Todos conocemos a alguien así. El tipo simpático de la oficina, o del club, que siempre está tratando de hacer reír a los demás, no porque quiera, sino porque de alguna manera siente que es su responsabilidad hacerlo.

Todos nos hemos cruzado, alguna vez, con alguien que vive haciendo comentarios hilarantes para el disfrute de todos, incluso en ocasiones en las que su propia vida no está marchando como le gustaría, o está atravesando un mal momento, o en su fuero interno se siente profundamente triste por algún problema que lo aqueja.

En este sentido, hay un sinfín de numerosos experimentos que demuestran que dentro del aula del colegio, las expectativas que el profesor pueda tener sobre los alumnos ejercen un poder significativo sobre el desempeño escolar, las calificaciones y la conducta en general.

Si un profesor cree, por el motivo que sea, que un alumno posee cualidades intelectuales sobresalientes, es mucho más probable que ese niño alcance logros realmente sobresalientes, o por lo menos, mayores a los que cabría esperar si el docente no tuviera tan altas expectativas.

Se ha comprobado en diversas oportunidades. Es suficiente con que se le diga a un maestro, en forma azarosa, que tal o cual alumno posee un coeficiente intelectual superior a la media, para que la idea que se le ha implantado en la mente al docente termine por convertirse en unos logros académicos acordes.

Por supuesto, esto no tiene nada de mágico, se trata de un mecanismo de acción bastante concreto y definido.

El profesor que confíe en las supuestas habilidades extraordinarias del niño le dará un trato preferencial.

No solo le dedicará más atención, sino que le explicará con mayor detalle y perseverancia, le hablará más pausado, será mucho más permisivo y paciente, y lo alentará con mayor entusiasmo cuando se trate de alcanzar determinadas metas.

Y le puedo asegurar, estimado lector, que lo mismo ocurre muchas veces en la oficina entre el jefe y el empleado recomendado, o aquel que cuenta con el aval de un currículum excelente.

Por supuesto, nada de todo esto es suficiente para convertir a un idiota en un genio, pero el mejor trato recibido tanto por el alumno como por el empleado, dispensado por la figura de autoridad en su cadena de mando correspondiente, resulta ser un gran facilitador para un mayor y mejor rendimiento.

En un experimento clásico sobre creencias y expectativas, se le pidió a un grupo de participantes varones que llamaran por teléfono a determinadas mujeres con el propósito de relevar cierta información.

Estos hombres, en principio no sabían nada de las mujeres con las que se tenían que comunicar, a excepción, por supuesto, de lo que el experimentador les decía.

A todos los participantes se les mostró una foto de la señorita con la que debían hablar.

A la mitad de ellos se les mostro la imagen de una damisela muy agraciada y voluptuosa. A la otra mitad, se les mostró una imagen de una damisela muy desgraciada y horrorosa.

Ambos retratos utilizados eran falsos, vale aclarar.

Luego dejaron que cada cual realizara su cometido mientras se disponían a grabar las conversaciones.

Hay que tener mucho cuidado con lo que pensamos de los demás, porque puede inducirlos a comportarse en forma acorde a nuestras expectativas

¿Qué es lo que descubrieron estos ocurrentes psicólogos?

Pues bien, escuchando detenidamente las cintas en un análisis posterior, pudieron observar que las mujeres que se suponía que eran bellas, hablaban como si realmente lo fueran. Sus voces se notaban impostadas, más cercanas a un tono coqueto o llanamente seductor.

¿Estaban estas chicas representando un personaje?

De ninguna manera. Ellas no sabían que eran parte de un experimento, no habían recibido ninguna instrucción ni entrenamiento especial. Ni siquiera sabían que se las iba a llamar. Se trataba simplemente de mujeres comunes conversando con un desconocido que acaba de contactarlas por teléfono.

Fueron sin duda las expectativas de los hombres las que indujeron a las mujeres a comportarse de esa manera. Cuando los participantes pensaban que estaban hablando con una autentica belleza etrusca, la trataban con mayor amabilidad y usando un tono de voz más cálido y cordial.

Este trato diferencial que recibían las señoritas en cuestión, las predisponía a comportarse como si realmente lo fueran hermoss, asumiendo un rol mucho más elegante y agradable en comparación al grupo de chicas que se suponía que eran feas.

Hay que tener mucho cuidado con lo que pensamos de los demás, porque puede inducirlos a comportarse en forma acorde a nuestras expectativas.

Usualmente el tipo de trato que recibimos de otras personas refleja la manera en que nosotros las hemos tratado a ellas.

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

¿Qué sucede en el cerebro cuando salimos de shopping?

  • 07/10/2016
  • Sergio Lotauro

Hace poco tiempo me invitaron a participar en un programa que se emite por History Channel, que consiste en una serie de episodios documentales en donde se muestra como funciona el cerebro de las personas ante diferentes situaciones que se le presentan en la vida cotidiana.

El desafío que la producción del programa me planteaba estaba relacionado con la venta de cerveza en un pequeño supermercado de productos exclusivos y gourmet en el barrio de Palermo.

En el local, se vendían dos marcas de cerveza, que a decir verdad, ya no recuerdo bien, pero que a los fines explicativos vamos a rebautizar, tentativamente, como “Ranzig Wasser Munchen” (Cerveza “A”) y “Bayerische Faulen Fisch“ (Cerveza “B”). Ambas de orígen alemán, obviamente.

Estas dos bebidas se exibían en una punta de góndola de un supermercado, y el problema que se le presentaba al dueño, era que vendía a diario muchas botellas de la primera marca, y vendía muy pocas de la segunda, sin que lograra entender del todo el motivo del fenómeno ya que, en principio, las dos cervezas eran de excelente calidad y estaban destinada al consumo de un público selecto y exigente.

A ojo de buen cubero, me dijo el dueño del establecimiento que calculaba que vendía un 80 % de la cerveza “A”, contra un 20 % de la cerveza “B”. Es decir, el público optaba preferentemente por la Ranzig e ignoraba la Bayerische, estando ambos productos exhibidos en el mismo estante, uno al lado del otro, y en un lugar preferencial dentro del establecimiento.

¿Por qué esto representaba un problema?

Bueno, el dueño del local había adquirido una cantidad importante de cerveza Bayerische que no se estaba vendiendo, y las cajas de botellas empezaban a acumularse en el sótano. Es decir, el hombre tenía una pequeña fortuna invertida en un producto que la gente, por alguna misteriosa razón, no compraba.
Desde luego, el motivo no resultó no ser tan misterioso como él pensaba, y paso a explicar porqué.

Cuando me dispuse a examinar como estaban siendo promocionados los productos, lo primero que noté fue que ambas cervezas tenían precios diferentes. Ya no recuerdo exactamente los importes, pero para que se entienda el asunto, voy a proponer cifras simbólicas: la cerveza Ranzig costaba $ 10, mientras que la cerveza Bayerische costaba $ 15.

LA MAYOR TIEMPO EL CEREBRO FUNCIONA EN UNA MODALIDAD DE ECONOMÍA MENTAL O AHORRO DE ENERGÍA

Obviamente, lo primero que le propuse al dueño del supermercado fue que lanzara una oferta de cerveza Bayerische: podía rebajar el precio de $ 15 a $ 8 y seguramente la gente se agolparía en su local para quitársela de las manos…
Pero mi buen amigo no estaba dispuesto a prescindir ganancias. Había invertido mucho dinero en la Bayerische y rechazaba enérgicamente la idea de cualquier forma de promoción.

Pero el precio no era la única diferencia. La Bayerische, además de ser más cara, traía adosado un pack de maníes sin pelar; es decir, la cerveza contenía un plus, un estuche de snack salado ideal para acompañar la espumosa bebida en un día caluroso de verano. De este agregado, seguramente se desprendía el costo extra de $ 5.
Para resumir e ilustrar el problema de las cervezas, la imagen a continuación muestra como estaban exhibidos ambos productos en la punta de góndola del supermercado:

screen-shot-2016-10-06-at-10-12-22-pm
Le expliqué al dueño que sus clientes seguramente compraban preferentemente la cerveza Ranzig sesgados cierta pereza mental o cognitiva.

Alcanzado este punto, el lector debe saber que la mayor tiempo el cerebro funciona en una modalidad de economía mental o ahorro de energía.

En este caso, eso quiere decir que cuando los clientes se paraban frente a la góndola, quedaban expuestos a una multiplicidad de variables distintas. Cada potencial comprador se enfrentaba en el supermercado a un pequeño mundo rico en posibilidades: diferentes marcas, diferentes tipos de envases, diferentes contenidos, diferentes sabores, diferentes precios, diferentes modalidades de pago, diferentes ofertas y descuentos, y varios etcéteras.

Así, la cerveza Ranzig era más económica que la cerveza Bayerische. Por otra parte, le Bayerische traía un estuche de maníes.

“¿Se justifica pagar $ 5 de más por los maníes?” “¿Resulta más barato comprar los maníes por separado?” “Pero, un momento… ¿realmente deseo comprar maníes o solo quiero tomar una cerveza” “¿Me gustan los manís o prefiero como aperitivo unas aceitunas?”…

Todas estas eran dudas que, tal cual estaban dadas las circunstancias en el supermercado gourmet, fácilmente podían tomar por asalto el cerebro del cliente al momento de hacer su elección. Preguntas difíciles de responder y que interferían con el proceso decisorio.

Hacer un análisis de costos y beneficios de todos estos factores insume una gran cantidad de tiempo y de energías.

Aturdidas y estimuladas en exceso, usualmente las personas toman decisiones eligiendo solo uno o dos de todos estos atributos posibles. Generalmente, es el precio el que comanda la elección final del producto que se compra. Y esa era la razón principal por la cual el 80 % de las personas que querían cerveza, se quedaban con la Ranzig.

Ahora bien, ¿era posible invertir a proporción de venta sin hacer una oferta con la cerveza “B“, o sin retirar del supermercado la cerveza “A“, de manera que solo hubiera una marca disponible?

Estaba seguro que si. Solo era necesario hacer algunos ajustes en la exposición del producto.

Ambas cervezas eran difíciles de comparar ya que poseían caracterísitcas muy distintas que entorpecían el proceso de decisión. Pero, ¿qué sucedería si introducíamos en la ecuacion una tercera cerveza, muy similar a la que el propietario pretendía vender, pero con algunas desventajas claras y significativas?

Lo que hice fue lo siguiente: Fuí al depósito donde se almacenaba la mercadería y le quité el pack de maníes que venía adosado a una veintena de botellas de Bacherische. Luego acomodé las botellas en la góndola, junto con las demás, aunque sin modificar el precio. Es decir, ahora la gente tenía tres opciones diferenes: la cerveza Ranzig a $ 10, la cerveza Bacherische (con pack de maníes) a $ 15, y la cerveza Bacherische (sin pack de maníes) tambíen a $ 15.

Los productos quedaban exhibidos al público de la siguiente forma, donde la tercera opción era igual a la segunda, pero sin el paquete de maníes:

screen-shot-2016-10-06-at-10-12-32-pm
¿Qué era esperable que ocurriera ante esta nueva configuración?

Desde una mirada ingenua del asunto, no debería ocurrir nada diferente; la gente que asistía al supermercado a comprar cerveza tendría que seguir eligiendo, en forma mayoritaria, la cerveza “A“, que era la más económica. Después de todo, la inclusión de una tercera opción con una clara desventaja con respecto a las otras dos, no debería tener ninguna incidencia sobre la preferencia del público.

Pero el cerebro no se rige por reglas racionales e inmutables. Ya dejamos establecido que la cerveza “A“ era difícil de comparar con la cerveza “B“ por una variedad de razones. Pero la inclusión de una tercera cerveza casi idéntica a la segunda simpificaba bastante el asunto, porque se trataba de la misma marca y del mismo precio.

Simplificando un poco el asunto: la cerveza Bacherische es facilmente comparable con la cerveza Bayerische, y obviamente la opción “con maníes“ es mejor que la opción “sin maníes“.

EL CEREBRO NO SE RIGE POR REGLAS RACIONALES E INMUTABLES

¿Cuál fue el resultado? Pués que la gente que desfilaba frente a la góndola, empezó a ignorar a la cerveza Ranzig, después de todo, no había ningún punto de referencia para compararla. Por otra parte, existían dos opciones de cerveza Bacherische, donde una de esas opciones era claramente superior a la otra.

No importaba demasiado si a los compradores les gustaban o no los maníes, o si tenían ganas de comer maníes en ese momento. Lo crucial del asunto era que el público parecía pensar que el pack de maníes de la segunda opción era gratis, o venía bonificacdo con el producto, al contrastarlo con la cerveza de la misma marca que no traía maníes, lo cual convertía a la propuesta en una oferta altamente atractiva: maníes gratis, por el mismo precio..!

El cambio radical que se produjo en la venta fue tan contundente que nunca fue necesario retirar de la vista del público a la marca Ranzig. Simplemente alcanzó con darle a las personas deseosas de tomar cerveza un nuevo parámetro de referencia que redirija su atención y razonamiento.

Nuestro cerebro está estructurado para hacer jucios de valor siempre en contexto. No podemos pensar ni tomar decisiones en vacío, siempre estamos comparando, aunque no nos demos cuenta que lo hacemos, y esto sienta las bases para una forma de manipulación sutil ampliamente utilizada en marketing.

Colocar un producto mucho más caro, o de peor calidad, al lado del producto que se tiene la intención de vender constituye un viejo truco psicológico que se apoya, precisamente, en la dificultad del cerebro humano para establecer el valor de las cosas.

Si usted es dueño de una casa de electrodomesticos y está interesado en vender un modelo de heladera en particular, puede exhibirlo al lado de otra heladera de las mismas características técnicas pero, que además presente una clara y notoria desventaja, como puede ser un freezer más chico, una garantía más corta, o la imposibilidad de pagarla en cuotas sin interés con tarjeta de crédito.

La clave esta en que en el resto de las caracterísitcas técnicas, ambos productos sean idénticos, de modo de facilitar la comparación en la mente del potencial comprador.

Si en cambio, usted es dueño de un bar o un restaurante, le conviene incluír en la carta un vino excesivamente caro que funcione como línea de base y contraste para otro vino de la misma bodega pero más económico.

Dentro de la variable precio, los estudios demuestran que por lo general, a la hora de hacer sus compras, las personas tienden a elegir el segundo valor más caro o un valor intermedio, lo cual le permite a los profesionales de la venta preparar el escenario para inducir a que sus clientes compren exactamente ese artículo que ellos quieren vender, y no otro. Lo mismo es válido para heladeras, teléfonos celulares, automóviles, seguros de vida, pasajes aereos, y servicios de catering.

NUESTRO CEREBRO ESTÁ ESTRUCTURADO PARA HACER JUCIOS DE VALOR SIEMPRE EN CONTEXTO

Para que el lector tenga una idea de cuan poderoso puede ser este fenómeno psicológico, le cuento que hay agencias inmobiliarias que poseen propiedades destruidas o en muy mal estado que en principio no estan destinadas a la venta, sino que son utilizadas para ser mostradas y generar un fuerte contraste con el inmueble que se desea vender.

Si usted está interesado en comprar un departamento de dos ambientes, por ejemplo, es probable que el agente inmobiiario lo lleve primero a ver un inmueble que se encuentre en mal estado, ya sea que le falte revoque y pintura, tenga manchas de humedad, haya que hacerle el piso a nuevo, o todo lo anterior junto.

En realidad, este departamento es propiedad de la agencia inmobiliaria y no está a la venta. Solo es utilizado como cortina de humo cada vez que se presenta la oportunidad. Su precio de venta, siempre es indefectiblemente el mismo (o muy similar) que el del departamento que le mostrarán a continuación. En sintonía con el caso anterior del supermercado, el inmueble en mal estado sería el equivalente a la opción 3 (cerveza Bayerische sin maníes).

Luego el vendedor le mostrará el inmueble verdadero que se propone vender. El solo hecho de haber visto previamente otro departamento parecido pero desmejorado, genera un contraste que realza y hace que esta opción se vea mucho mejor (y por consiguiente, más apetecible) de lo que en realidad es.

Vamos por la vida haciendo comparaciones. Relevamos permanetemente el contexto en el que estamos inmersos cada vez que tomamos una decisión.

Vivimos conformes con nuestro sueldo hasta que nos enteramos cuanto cobra el vecino del edificio del al lado por hacer un trabajo similar, momento a partir del cual empezamos a sentirnos esclavizados por nuestro jefe.

Nos sentimos profundamente enamorados de nuestra nueva novia hasta que nos presenta a una amiga que es modelo de pasarela, lo que trastoca para siempre nuestra apreciación de la belleza femenina.

Estamos a punto de comprar el teléfono celular que queremos, hasta que vemos un spot publicitario de un nuevo modelo que viene con satélite propio incorporado y empezamos a odiar a Antonio Meucci.

No podemos evitar tomar decisiones basándonos en comparaciones. Está en nuestra naturaleza, forma parte modus operandi del cerebro.

El problema radica en que esta dinámica nos induce a actuar de forma irreflexiva y automática, le abre la puerta a todo timador astuto y bien entrenado, dispuesto a obtener ventaja sobre nosotros.

  • Análisis

Hombres solteros vs hombres casados: ¿Quiénes son más atractivos para las mujeres?

  • 18/09/2016
  • Sergio Lotauro

Recuerdo que estaba viendo el canal de música cuando empecé a pensar en el asunto por primera vez.

Me llamó la atención que todos los videos de algunos géneros musicales, como el rap y el hip hop, eran iguales, parecían clonados: El vocalista situado en el centro de la escena, cantando con cara de recio, y rodeado de una multitud de chicas jóvenes, ligeras de ropa, que se contoneaban en una danza de cortejo sobreactuada mientras se autoerotizaban tocándose a sí mismas y pasándose la lengua por los labios en un frenesí de sugerente desparpajo; como si la sola presencia del rapero en cuestión fuera suficiente para excitarlas hasta el paroxismo.

Lo que me preguntaba era: ¿Por qué la formula? ¿Por qué la misma receta repetida una y otra vez? ¿Acaso a los raperos en particular se les estaba empezando a apagar la llama de la creatividad?

La predilección de las hembras por los machos se encuentra predeterminada genéticamente en todas las especies animales, incluso en los seres humanos.

Así dadas las cosas, la hembra del pavo real siente mayor atracción por los machos que tienen la cola más grande, colorida y brillante. Entre los cangrejos, importa el tamaño, la altura, y la ostentación de fortaleza física que pueda hacer con las pinzas.

En el caso de los seres humanos, es importante la contextura del hombre: Las mujeres de todas las culturas, lo acepten conscientemente o no, los prefieren más altos que ellas; de espalda, frente y mandíbula ancha, cintura estrecha, trasero enjuto y firme, y piernas atléticas.

La predilección de las hembras por los machos se encuentra predeterminada genéticamente en todas las especies animales, incluso en los seres humanos.

Los héroes del comic, como Batman o Superman, representan muy bien el conjunto de características físicas en las que ponen atención las mujeres cuando se fijan en un hombre.

Pero como quedó claro en mi artículo anterior sobre el tema, titulado EL EFECTO GIGOLÓ, la cosa no termina ahí; en los seres humanos el cortejo parece ser un poco más complejo. Las mujeres también ponen atención a indicadores indirectos, como cierta actitud positiva; y culturales, como la profesión, el estilo para vestir, o que tengan los zapatos bien lustrados.

En cierta clase de peces y otros animales se ha observado (Withfield, 2011), bajo rigurosas condiciones experimentales, que si por alguna razón, a la hora de elegir pareja para aparearse, una hembra se inclina por un macho de segunda o tercera categoría en cuanto a atractivo físico, es mucho más probable que otras hembras hagan la misma elección, aún cuando la oferta sea más amplia y otros machos de mejor porte y más ostentosos se muestren en exhibición y con disponibilidad.

Las hembras siguen su instinto, por supuesto, a la hora de formar familia, pero todo parece indicar que también se fijan en lo que hacen otras hembras y muchas veces terminan por imitarlas. Es como si pensaran “bueno, este Fulano me parece espantoso, pero si Mengana lo eligió, es porque algo bueno debe tener”

Si esto es válido para algunos peces, ¿podría ser válido también para las hembras humanas?.

¿Acaso los raperos polígamos del canal de música, o quienes los asesoran, han captado esto intuitivamente, y por eso se rodean de mujeres atractivas en sus videos o cuando tienen que acudir a una fiesta o a una entrega de premios multitudinaria en donde van a estar expuestos ante los ojos de todo el mundo?

Esto también podría ser una buena forma de aumentar el estatus personal, como el guardapolvo de médico o el auto caro al que hacía referencia anteriormente.

Rodearse de mujeres bellas que juegan el rol de seducidas por el sujeto en cuestión crea la ilusión entre la fauna femenina de que se encuentran ante el macho más macho de todos.

Hace algunos años, un amigo fue a ver un recital de una banda de rock cuyo vocalista es, desde un punto de vista biológico, un macho pusilánime y deslucido, la clase de hombre en la que ninguna mujer se fijaría si se lo cruzara caminando por la calle: extremadamente bajito, flacucho, desgarbado, y porque no decirlo… muy pero muy poco agraciado. En condiciones normales, la clase de hombre que estaría condenado a no dejar descendencia.

Y no, no voy a decir cuál es la banda de rock de la que estoy hablando porque es bastante exitosa y me metería sin dudas en problemas legales.

Pero lo que si importa de la historia es que mi amigo estaba indignado: no había podido escuchar prácticamente nada en aquel recital por la enorme cantidad de mujeres que colmaban el predio con gritos furibundos, alaridos ensordecedores y toda una catarata de variadas propuestas de connotación sexual lanzadas al aire sin ningún tipo de vergüenza ni censura moral.

Como si esto fuera poco, también tuvo que ver volar bombachas y corpiños de todos los colores, que las descontroladas fanáticas le arrojaban al insignificante vocalista de prosodia gangosa devenido en macho alfa.

Rodearse de mujeres bellas que juegan el rol de seducidas por el sujeto en cuestión crea la ilusión entre la fauna femenina de que se encuentran ante el macho más macho de todos.

“El tren que me lleva todos los días a trabajar va repleto de tipos como este, que pasan por esta vida sin pena ni gloria”, me dijo mi amigo, visiblemente enojado, tal vez porque en algún punto, sentía que él también formaba parte de ese desgraciado grupo.

Quise contar aquí la anécdota como ejemplo extremo de lo que en psicología se denomina contagio social (Myers, 2004). Si un pequeño grupo de mujeres se siente atraída por un hombre en particular, parece probable que las demás la imiten.

Ahora bien, ¿es este un mecanismo inconsciente o consciente?

Cabe preguntarse si cuando una mujer elige a un caballero guiándose por la preferencia de otra, lo hace porque empieza a ver al hombre seleccionado como más bello de lo que en realidad es, o por el contrario, su percepción permanece inmutable, pero decide seguir adelante de todas formas confiando en las posibles razones de quien lo ha mirado con buenos ojos primero?

Para averiguarlo, decidí repetir el experimento que ya había realizado en EL EFECTO GIGOLÓ pero con una variante.

Para quien leyó el experimento anterior, repasemos el protocolo. Para quien no lo leyó, intentaré ser breve y conciso: Tomé una nueva muestra de 120 mujeres de edad comprendida entre los 20 y los 65 años, y la dividí azarosamente en dos grupos de 60 personas cada uno.

A las participantes del primer grupo les mostré en forma individual una foto tamaño carta y a color de un caballero posando en primer plano de la cintura hacia arriba. El sujeto, de alrededor de 35 años, lucía una camisa blanca y mostraba una expresión neutra estampada en su rostro. A esta condición del experimento la denominé “neutra”.

A las participantes del segundo grupo les presenté, de igual forma, una foto del mismo caballero, en condiciones contextuales y escenográficas idénticas a las de la imagen anterior, pero con una diferencia: lo mostré acompañado por una mujer que lo observaba con cierta dosis de enamoramiento manifiesto en su mirada. A esta nueva condición, la denominé “aprendizaje social” y en ella aparecía una bonita señorita rubia que, tomando al caballero por los hombros, lo miraba con devoción. El sentido que transmitía con su actitud era claramente que le pertenecía, como si estuviera diciendo: “este hombre es mío, ¡yo lo vi primero!”

Factores como la edad de las mujeres de ambos grupos, así como su nivel educativo, fueron debidamente bloqueados merced a las características del diseño experimental escogido. Soy consciente de que algunas variables como las mencionadas pueden influir sobre las elecciones personales en materia de gustos masculinos, de ahí que decidiera neutralizarlas convenientemente.

Una vez que las mujeres tenían en sus manos la foto que les correspondía, y habiéndola observado detenidamente, les formulaba tres preguntas consecutivas que detallo a continuación:

¿Cuán atractivo le parece este hombre? Es decir, ¿cuánto le gusta desde un punto de vista físico o estético?

(Puntuar de acuerdo a escala de “1” a “10”, donde “1” equivale a la menor calificación posible y “10” a la máxima calificación posible).

Si no existieran impedimentos morales, religiosos, de fidelidad a una pareja estable actual, o diferencia de edad… ¿Estaría dispuesta a tener una cita con él? (tomar un café, salir a cenar)

(SI / NO)

Si no existieran impedimentos morales, religiosos, de fidelidad a una pareja estable actual, o diferencia de edad… ¿Tendría relaciones sexuales con él?

(SI / NO)

La primera de las preguntas apuntaba a determinar el grado de atractivo físico que las mujeres le otorgaban al hombre de la foto. Las siguientes dos preguntas, procuraban averiguar, siempre ateniéndose a lo que las participantes podían percibir a través de los ojos, cuán lejos estaban dispuestas a llegar con el caballero en cuestión en un sentido romántico.

llegado el momento de la verdad, confían más en su propio criterio antes que el criterio ajeno

La idea final era comparar estadísticamente el resultado obtenido por ambos grupos.

En rigor a la verdad, aquí tampoco encontré diferencias significativas en el nivel de atractivo físico que las mujeres de ambos grupos le atribuían al hombre. En promedio, el caballero evaluado recibió un puntaje que oscilaba entre los 4.70 y los 5.55 puntos en la escala de belleza masculina; de lo cual se desprende claramente, que la sola valoración positiva de una señorita enamorada no hace más hermoso a nadie.

Las mujeres de las dos condiciones tenían plena consciencia de lo que se encontraba frente a sus ojos.

No obstante, las participantes del segundo grupo se mostraban mucho mejor predispuestas a tener una cita con él, aunque la cautela aumentaba a la hora de decidir si darían también el siguiente paso, y tener relaciones sexuales.

En resumen, no obstante que el puntaje en cuanto a atractivo físico del hombre seguía siendo el mismo, su probabilidad de tener una cita, aumentaba, aunque no tanto como cuando aparecía solo y vestido de médico. En cuanto a sus chances de tener relaciones sexuales, disminuía un poco, en relación a la condición neutra.

O tal vez, sea lícito decir, que permanecían en suspenso, supeditadas tal vez a lo que ocurriera o como se comportara el hombre durante esa primera cita.

Era como si las mujeres que hubieran visto al hombre, previamente elegido por otra mujer, estuvieran dispuestas a darle una oportunidad solo por ese mero hecho, reservándose el derecho de aceptar o no, un mayor grado de intimidad para una segunda instancia.

Todo parece indicar que las hembras de la especia humana, también ponen atención a la elección que hacen otras hembras y actúan por imitación, aunque llegado el momento de la verdad, confían más en su propio criterio antes que el criterio ajeno, y se orienten y tomen una decisión de acuerdo a su propia experiencia, en función de la vivencia personal y la valoración de primera mano que hagan del potencial candidato.

Referencias Bibliográficas:

Myers, D., (2004), Exploraciones de la Psicología Social, Madrid, España: McGraw-Hillinteramericana de España.

Withfield, J., (2011), People Will Talk: The Surprising Science of Reputation, London, UK: John Wiley & Sons

  • Artículos de opinión (Op-ed)

Cómo hacer realidad nuestra peor pesadilla

  • 18/08/2016
  • Sergio Lotauro
Creencias

V oy a contarles la historia de Edipo, pero no la parte que todo el mundo conoce, cuando el personaje de la mitología griega se enamora y se casa con su madre, sino lo que ocurre antes; la serie de eventos desafortunados que llevan al extravagante desenlace. La precuela, para estar en sintonía con los tiempos que corren.

Edipo vivía feliz con sus padres en Corinto. Sin embargo, parece que tenía una naturaleza algo ansiosa… Preocupado por lo que le deparaba el futuro, en cierta ocasión decidió consultar al Oráculo de Delfos, algo parecido al horóscopo moderno pero más sofisticado, emparentado con las habilidades adivinatorias de ciertos dioses griegos.

Ante la incertidumbre y la inseguridad de Edipo sobre su futura suerte, el Oráculo se pronunció de manera trágica y contundente: “Tu destino es asesinar a tu padre y casarte con tu madre”.

Por supuesto, Edipo quedó horrorizado ante la idea.

¿Cómo podría él llegar a hacer semejante cosa? Le parecía algo impensable, inconcebible; pero lo cierto era que el Oráculo tenía una reputación impecable: Jamás se equivocaba a la hora de vaticinar el destino de quien le consultaba. Lo que el Oráculo anticipada, se cumplía. Era ley.

Edipo lo sabía perfectamente, al igual que todos los habitantes de la antigua Grecia. No obstante, se negaba a resignarse a su suerte, debía hacer algo inmediatamente para evitar verse envuelto en semejante atrocidad. Sin conocer las razones que podrían llevarlo al parricidio y al incesto, pero convencido de que así sería si no tomaba cartas en el asunto, decidió abandonar la casa donde vivía sin dar mayores explicaciones y marcharse a otra ciudad, bien lejos de las tentaciones que lo acechaban en el futuro.

Así, montó en su caballo y se dirigió a Tebas.

La travesía transcurrió sin problemas, hasta que cierto día, en un paraje desolado cerca de la entrada de la ciudad que lo acogería y libraría de su funesto destino, según Edipo creía, tuvo un altercado con un anciano que conducía un carruaje. Discutieron sobre quien debía pasar primero, se insultaron, y antes de que ambos hombres pudieran darse cuenta se habían enfrascado en una terrible pelea que tendría el peor final: En el forcejeo, y cegado por la ira, Edipo terminó matando al anciano y huyendo asustado del lugar. En cuestiones de tránsito, nada ha cambiado desde entonces.

Algún tiempo después, ya instalado en su nuevo hogar, Edipo conoció a Yocasta, la reina de Tebas, que recientemente acababa de enviudar, y se enamoraron. Para simplificar un poco la historia y ahorrar detalles que no vienen al caso, voy a decir que estuvieron de novios unos meses y luego se casaron.

Lo que continúa es la parte de la historia que todo el mundo conoce. Edipo descubre que a quienes creía sus verdaderos padres, en realidad no lo eran, pues había sido adoptado cuando era muy pequeño. El anciano con el que había tropezado camino a la ciudad no era otro que Layo, el rey de Tebas y padre biológico de Edipo, y la mujer con la que se había casado, su verdadera madre. Un desastre de proporciones griegas, ni más ni menos.

Horrorizado por lo que había hecho, y preso de la más acuciante desesperación, Edipo se arrancó los ojos con sus propias manos y se condenó a sí mismo al destierro, el peor de los castigos por aquel entonces, y solo aplicable a quienes cometían los crímenes más aberrantes.

Los dramáticos designios del Oráculo se habían cumplido al pie de la letra. Finalmente Edipo había sido alcanzado por su destino.

Es probable que el lector se esté preguntando por que le estoy contando esto en un artículo que en su título promete otra cosa. Bueno, me parece un interesante punto de partida, una bonita metáfora para entender lo que sigue.

¿Creencias = Realidad?

En realidad, fue la “creencia” en la certeza del oráculo lo que provocó, justamente, que el pronóstico del Oráculo se convirtiera en realidad. Cuando Edipo decide abandonar Tebas, en lugar de buscar más información al respecto, puso en marcha los mecanismos que lo llevarían directamente a su destino final.

Más allá de la evidente paradoja, aquí es interesante observar el poder de la creencia por sobre la realidad.

Por definición, una creencia es una afirmación o una premisa que influye sobre nuestro pensamiento y nuestra conducta, sin que en realidad esa afirmación se encuentre fehacientemente demostrada o tengamos pruebas válidas que sustenten su veracidad.

Creer “algo” no es sinónimo de que ese “algo” efectivamente exista. Sin embargo, el mero hecho de creerlo, muchas veces alcanza para convertirlo en una realidad luego comprobable. En la historia de Edipo, “creer” que iba a terminar con la vida de su padre fue lo que gatilló, ni más ni menos, que termine con la vida de su padre.

El conjunto de nuestras creencias, antes que nuestra propia realidad, muchas veces determina las cosas que nos ocurren en la vida, y como nos sentimos.

Así somos. Así funcionamos.

Ciertas creencias suelen estar en la base de la vulnerabilidad al estrés. Veamos algunos casos típicos.

Ejemplo 1:

Ramiro cree que para poder atraer y conquistar a una chica, se tiene que mostrar excéntrico, ingenioso y sofisticado. “Si me muestro tal cual soy, no le voy a gustar a nadie”, se dice a sí mismo.

Bajo esta premisa, cuando Ramiro sale por primera vez con una chica, se calza un personaje que en realidad le resulta totalmente ajeno. En su afán por agradar, no para de hablar de sí mismo, de destacar sus valores, de alardear abiertamente de sus virtudes y maximizar sus logros.

Que a nadie le sorprenda que Ramiro no tenga novia. Las mujeres que han salido con él lo califican como poco espontáneo, ególatra y aburrido.

El pobre muchacho nunca pasa de la primera cita. Una vez más, este Edipo moderno toma el vuelo que lo lleva sin escalas a la perdición.

Ejemplo 2:

Silvia, por otra parte, cree que es imposible vivir sin amor. Y con tal de sentirse querida por su pareja es capaz de todo.

Evita los conflictos por cualquier medio, porque piensa que una pelea puede desencadenar en la ruptura de la relación. En este contexto, Silvia nunca discute por nada con Franco, cierra la boca ante cada cosa que hace él y le molesta; y acepta de inmediato, ya sea que esté de acuerdo o no, todo lo que él dice o propone.

Silvia cree que hay que inmolarse por amor, y así se desarrolla su relación de pareja, hasta que un buen día, Franco, exasperado por tanta sumisión, pasividad y falta de iniciativa, decide terminar repentinamente con la relación.

A quien le pregunte, Franco no tiene reparos en explicar que él necesita una auténtica mujer a su lado, no una hija, ni mucho menos una sirvienta.

Ejemplo 3:

Carla está de novia con Fernando, un importante abogado, y desde hace algún tiempo se le ha metido en la cabeza la idea de que su pareja le es infiel.

Por su profesión, el hombre pasa mucho tiempo fuera, pero más allá de eso, en realidad Carla no tiene ninguna prueba de que su novio la engañe.

No obstante, Carla está obsesionada. Permanentemente le revisa el teléfono celular en busca de algún indicio incriminatorio, lo llama infinidad de veces al día solo para controlar donde se encuentra, y se enoja y lo regaña con frecuencia, ante pequeños deslices de él, como por ejemplo llegar diez minutos tarde cuando se encuentran para hacer algo juntos, hecho que para ella siempre es significativo y la lleva a sospechar que “anda en algo turbio”.

Asustada y resentida con su novio por las ideas que se gestan en su propio cerebro, antes que por la realidad, Carla pasa buena parte del día de mal humor. A modo de venganza ante las improbables fechorías de él, la mitad del tiempo lo trata con fría indiferencia y la otra mitad está bien predispuesta para discutir a propósito de cualquier nimiedad.

No importa cuántas veces él le diga todo lo que la quiere, que le regale bombones, que la lleve a cenar todos los fines de semana, o le obsequie para el día de la novia un día completo en un spa; Carla desatiende sistemáticamente todos estos gestos positivos y continúa obstinada en su búsqueda infructuosa por demostrar la veracidad de sus creencias paranoides.

En este contexto, Fernando, por supuesto, se siente desatendido, no correspondido en su amor por ella y muchas veces maltratado. En ocasiones hasta bromea con sus amigos diciendo que se ha enamorado de una oficial de la Gestapo.

Un día, por casualidad, sin que se lo proponga, Fernando conoce a una chica que es la hermana de un cliente. Ella le impresiona como cordial, simpática y desestructurada. Se gustan y antes de que quieran darse cuenta, terminan tomando un café y conversando en un bar cercano a Tribunales, y luego… Bueno, dejo librado a la imaginación del lector lo que ocurre luego.

Alcanzado este punto, probablemente si la relación con Carla no hubiese estado tan deteriorada por su infatigable desconfianza, Fernando no se hubiera tentado ni tenido la necesidad de buscar afecto en otra mujer.

Carla, al igual que los personajes anteriores de estas pequeñas historias de ficción inspiradas en casos reales de mi experiencia clínica, ha sido la artífice de su propio destino.

Examinemos nuestras creencias

Dejamos así establecido que nuestras creencias y expectativas afectan la forma en cómo nos percibimos y percibimos a los demás, y puede llevarnos por el camino equivocado.

Para colmo de males, estamos siempre bien predispuestos a buscar evidencias que confirmen nuestras creencias previas, y somos muy remolones para buscar evidencias en contra.

Somos grandes entusiastas a la hora de corroborar lo que pensamos, y de igual pereza para indagar en los motivos por los que podríamos estar equivocados.

La paradoja aquí es que muchas veces, procurar desestimar nuestras propias opiniones constituye el camino más sensato para saber si estamos en lo cierto o no.

Creo que conviene revisar periódicamente todo aquello en lo que creemos, sobre todo si es negativo, porque podría estar ejerciendo un poderoso impacto en nuestro día a día, sin que seamos conscientes de ello, y empujarnos, sin que nos demos cuenta, a crear una realidad que no nos favorece.

Alguien dijo en una ocasión: “define una realidad, y será una realidad en sus consecuencias”. Es absolutamente cierto. Edipo puede dar cátedra de esto.

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

El cerebro mentiroso

  • 01/08/2016
  • Sergio Lotauro

El cerebro está en la base de todo aquello que somos y hacemos.

Es la sede de nuestra personalidad, responsable de nuestras emociones, y de cómo nos sentimos durante el día; pero también es el órgano que nos posibilita masticar un chicle, patear una pelota, salir a tomar un café con un amigo, leer un libro, planificar dónde iremos de vacaciones, preparar un trabajo práctico para la universidad, enamorarnos, elegir una iglesia para casarnos y miles y miles de etcéteras. Desde la acción aparentemente más pequeña y trivial hasta los procesos mentales más sofisticados.

A los fines del artículo que nos convoca, el lector debe saber que el cerebro está dividido en dos grandes estructuras que se conocen con el nombre de hemisferios cerebrales.

Los dos hemisferios conforman un todo; el cerebro trabaja como una unidad

El hemisferio izquierdo y el hemisferio derecho son, en apariencia, morfológicamente iguales, como si uno fuera la imagen reflejada en espejo del otro. Se encuentran a ambos lados de la cabeza, levemente separados por una fisura externa, pero conectados en su interior por un grueso manojo de fibras nerviosas denominado cuerpo calloso.

El hemisferio izquierdo es la sede de la comprensión analítica, la comprensión numérica y el análisis lógico. También aquí se encuentra la región responsable del lenguaje.

El hemisferio derecho, no aprende en forma teórica, como en el caso anterior, sino a través de la experiencia directa. Se ocupa de procesar la información no verbal y afectiva del lenguaje, como puede ser el tono de la voz, el ritmo y el significado emocional de lo que está escuchando.

Como se puede apreciar, estas diferencias son complementarias. Los dos hemisferios conforman un todo; el cerebro trabaja como una unidad y es justamente el cuerpo calloso el que permite la comunicación e interacción permanente entre ambas estructuras.

Otro dato que no es menor: el hemisferio izquierdo controla el lado derecho del cuerpo, y el hemisferio derecho controla el lado izquierdo.

Vamos a ver un ejemplo sencillo. Si usted cierra el ojo derecho y observa la fotografía de un tulipán, el estímulo viaja preferentemente hacia su hemisferio izquierdo, y de allí cruza al hemisferio derecho a través del cuerpo calloso. De esta manera, su cerebro percibe la imagen en sus diferentes aspectos pero en forma integral. Obtiene una comprensión cabal de lo que está observando; puede asegurar sin lugar a dudas que se trata de un tulipán. Puede describirlo e incluso recordar todo lo que sabe sobre esa flor y verbalizarlo.

Pero hace algunos años, un grupo de científicos se percató de una serie de fenómenos extraños en pacientes diagnosticados con epilepsia y que recientemente habían sido sometidos a una operación conocida con el nombre de ablación del cuerpo calloso.

Por supuesto, hay diferentes tipos de epilepsia y de distinta magnitud, la mayoría de ellas controlables con medicación. Pero en los casos severos, cuando la frecuencia y la intensidad de las crisis son muy altas, y se han agotado todos los tratamientos posibles, existe un último recurso: se trata de una intervención quirúrgica en la que se secciona el cuerpo calloso, dejando a los hemisferios cerebrales permanentemente desconectados.

El cerebro humano ha evolucionado para ayudar al individuo a entender y adaptarse lo mejor posible a la complejidad de un mundo cambiante

Desde luego, esto no cura la enfermedad, pero al menos evita que la crisis epiléptica que se inicia en uno de los hemisferios cerebrales, tome por asalto al hemisferio de la vereda de enfrente, que cruza raudamente por el cuerpo calloso.

Pero resulta que el procedimiento deja algunas secuelas insospechadas, una serie de efectos colaterales tan extraños como intrigantes: cuando se les preguntaba a los pacientes por el motivo por el cual habían tomado una determinada decisión, y dependiendo de qué hemisferio procesaba la información, podían mentir abiertamente en sus respuestas, y lo que era peor, parecían no ser conscientes de que lo hacían.

Si a una persona común se le pide que realice una acción concreta, como por ejemplo, que cierre los ojos, y luego se le pregunta por qué lo ha hecho, con naturalidad responderá que simplemente se ha limitado a acatar la orden que se le dio.

Pero esa respuesta esperable, sincera y espontánea, cambiaba drásticamente cuando el neuropsicólogo se inclinaba sobre el paciente recientemente operado y le susurraba la orden al oído izquierdo, y luego le preguntaba por las razones de su conducta, pero al oído derecho.

En ese caso, para sorpresa de todo el mundo, el paciente daba una respuesta falsa.

“Me duele un poco la cabeza, y necesito descansar los ojos”, podía decir tranquilamente, con la seguridad de quien se sabe honesto y está diciendo la verdad.

“Levante un brazo”, se le podía ordenar al oído izquierdo. “¿Por qué ha hecho eso?”, se le preguntaba luego al oído derecho. “Bueno, estoy un poco tensionado y necesitaba estirarme”, respondía el paciente lo más campante.

¿Qué estaba sucediendo? Hagamos un repaso

Antes dijimos que la información viaja al hemisferio contralateral. Si determinado dato ingresa por el ojo o el oído izquierdo, viaja hasta el hemisferio derecho, y luego se integra al resto del cerebro cruzando por el cuerpo calloso.

También sabemos que el lenguaje es una función bien lateralizada, y que se encuentra ubicada en el hemisferio izquierdo. Puede decirse, simplificando un poco el tema, que el hemisferio derecho del cerebro, es un hemisferio mudo.

Si aunamos estos dos conocimientos, tenemos la respuesta al problema.

Si el puente que conecta las dos mitades del cerebro fue dinamitado, la crisis epiléptica queda restringida a uno de los hemisferios. Pues bien, lo mismo ocurrirá entonces con cualquier información que ingrese a través de los sentidos.

Cualquier instrucción que el experimentador pudiera darle al paciente, inexorablemente quedaba atrapada en el hemisferio derecho. Equivale a decir que este lado del cerebro conocía las verdaderas razones para la realización de la acción solicitada, pero cuando al paciente se le preguntaba, no podía verbalizarlas, ya que las áreas del lenguaje se encuentran en la otra mitad.

Como contrapartida, el hemisferio izquierdo puede hablar, pero desconoce lo que está ocurriendo. Ha seguido la conducta realizada por el individuo, ya que cuando se tocaba la punta de la nariz o se paraba en una sola pierna, ambos ojos monitoreaban lo que estaba haciendo, aunque no pudiera dar cuenta del porqué.

Las justificaciones que estas personas hacen de sus acciones son el resultado de los esfuerzos que hace el cerebro por encontrarle un sentido a aquello que está observando

Sin embargo, y aquí viene lo sorprendente, lejos de admitir con humildad su desconocimiento, de aceptar que no tiene la respuesta para todo lo que observa, el hemisferio izquierdo se aventura a dar una explicación, que en principio puede sonar razonable, pero que en realidad se encuentra muy alejada de los verdaderos motivos que dieron origen a la conducta.

“¿Por qué se ha puesto a cantar?”, se le preguntaba al paciente luego de darle la orden al hemisferio derecho.

“De repente me vino esa melodía a la mente”, respondía el hemisferio izquierdo. O bien: “Creo que hoy me siento especialmente feliz”.

A la pregunta: “¿Por qué se está rascando la cabeza?”, el paciente con los hemisferios cerebrales escindidos miraba sorprendido al hombre de la bata blanca que lo está evaluando y replicaba, con cierto desdén: “Porque me pica, ¿qué más podría ser?”. A la luz de estos descubrimientos, es lícito pensar que una de las tantas funciones del hemisferio izquierdo es la interpretación de la realidad.

Las justificaciones que estas personas hacen de sus acciones son el resultado de los esfuerzos que hace el cerebro por encontrarle un sentido a aquello que está observando.

El cerebro humano ha evolucionado para ayudar al individuo a entender y adaptarse lo mejor posible a la complejidad de un mundo cambiante. Por esta razón, una de sus principales funciones es interpretar la realidad, formular y esgrimir teorías que puedan explicar las vicisitudes a las que nos vemos expuestos durante el transcurso de nuestro ciclo vital.

Algunas veces esas teorías son verdaderas y se ajustan bien a la realidad, pero todo parece indicar que la mayoría de las veces, solo se trata de meras especulaciones, pero que sin embargo son tomadas como válidas por la persona, ya que su aceptación contribuye a crear certidumbre en un mundo plagado de fenómenos misteriosos, y sensación de control sobre lo incontrolable.

No sabemos muy bien por qué hacemos lo que hacemos y lo que es peor, desestimamos las influencias externas

Así, el hemisferio izquierdo es un incansable fabricante de racionalizaciones, argumentos ilusorios creados para satisfacer las propias expectativas y hacer de este mundo un lugar un poco más predecible.

Y lo que es válido para los estímulos externos, es decir, todo aquello que ingresa a través de los canales sensoriales, también es válido para los estímulos internos.
¿A qué llamamos estímulos internos? Pues bien, a los pensamientos.
El cerebro recoge información del mundo por medio de los cinco sentidos. Pero también es cierto que no necesita de la vista ni del oído para generar pensamientos. Y los pensamientos, estimado lector, son la materia prima para las representaciones mentales, ese cúmulo de explicaciones con las que justificamos todo lo que somos y hacemos, tanto a nosotros mismos como a los demás.

Tenemos una explicación para todo pero, ¿es la explicación real? ¿O es tan solo una interpretación posible entre tantas otras?

¿Por qué compramos una marca de mermelada y no otra? ¿Por qué vamos a la cafetería de la otra cuadra y no a la que está en la esquina? ¿Por qué optamos por un auto de dos puertas y no de cuatro? ¿Por qué nos gusta Mozart y no Beethoven? ¿Por qué preferimos Mar de las Pampas para salir de vacaciones en lugar de las sierras de Córdoba? ¿Por qué nos ponemos de novios con Fulana y no con Mengana? ¿Por qué decidimos estudiar Derecho y no Medicina?

Todas estas son preguntas que usualmente podemos responder con facilidad pero, ¿son fiables nuestras respuestas?

No sabemos muy bien por qué hacemos lo que hacemos y lo que es peor, desestimamos las influencias externas que nos pueden haber empujado a hacer tal o cual cosa.

En otras ocasiones, ocurre exactamente lo contrario: sobre-estimamos factores que apenas están relacionados, atribuyéndoles un peso o poder que no es tal.
Es lo que muchas veces ocurre cuando nos sometemos a un tratamiento determinado, con cierto monto de expectativas positivas.

El simple hecho de creer que una terapia nos va a ayudar a sentirnos mejor con nosotros mismos, o a bajar de peso, o a controlar la ansiedad que nos aqueja, hace que experimentemos una mejoría mucho más importante de la que se podría dar cuenta objetivamente. Y cuanto mayor sea el tiempo y el dinero invertido, más convencidos estaremos del beneficio obtenido.

¿Cómo podemos estar seguros, luego de conocer estos experimentos, de que las explicaciones con las que vamos por la vida no son otra cosa que el producto resultante de una parte de nuestro cerebro dispuesta a opinar de todo y obsesionada por argumentar sobre lo que nos va aconteciendo?

Pues bien, amigo lector, ahora ya sabe que no puede tomarse demasiado en serio sus propias creencias y pensamientos, y esto incluye todas esas “certezas” acerca de sí mismo y de los demás. La historia de la humanidad da cuenta de las nefastas consecuencias de dejarnos llevar por fanatismos e ideas aparentemente incuestionables. Debemos procurar siempre, tener en cuenta que nuestra cosmovisión, la forma en la que vemos el mundo, es solo una “interpretación” posible, pero no necesariamente verdadera, ni la única. En la medida que nos permitamos dudar y nos animemos a bucear en el cuestionamiento, nos iremos acercando lenta pero inexorablemente a la verdad.

  • Ciencia y Evidencia en Psicología

¿Qué es el razonamiento emocional?

  • 21/07/2016
  • Sergio Lotauro

En el día a día, las emociones forman parte de nuestro repertorio conductual, nos orientan en nuestra búsqueda permanente de satisfacción y bienestar, y nos ayudan a evitar el perjuicio y el malestar que pueden atentar contra nuestra salud física y psicológica. 

Sin embargo, tan importantes beneficios conllevan algunos efectos secundarios. Hay ocasiones en que las emociones nos juegan una mala pasada, aún si gozamos de plena salud mental.

Un ejemplo típico de esto último es lo que en el ámbito de la psicología se conoce como razonamiento emocional.

Hacer un razonamiento emocional implica, como su nombre lo indica, razonar en función de cómo uno se siente.

Imaginemos que nos ha ido mal en un examen de matemáticas, o que hemos sido despedidos del trabajo. En tales circunstancias, es probable que “sintamos” que hemos fracasado, si eso es lo que “sentimos”, entonces tiene que ser porque efectivamente “somos” unos fracasados. Cuando caemos en la trampa del razonamiento emocional, llegamos a conclusiones aparentemente verdaderas pero sin seguir una secuencia de razonamiento lógico, sino poniendo atención únicamente a cómo nos sentimos.

Luego, se hace una generalización excesiva a partir de un hecho anecdótico o muy puntual. Que nos haya ido mal en un examen de matemáticas no indica, necesariamente, que hayamos fracasado en la vida. Y esto es algo en lo que incurrimos permanentemente; extraemos conclusiones apresuradas y, por lo general, tajantes, sin que exista alguna prueba válida y objetiva que las justifique.

En el mismo sentido, si nos sentimos solos, podemos llegar a pensar que nos lo merecemos, que no somos dignos de ser queridos, o que tenemos algún defecto que aleja a las personas. De allí, a creer que vamos a quedarnos solos para toda la vida, hay un paso.

El razonamiento emocional tiene otra vertiente enfocada hacia el exterior. También solemos juzgar las conductas o los estados emocionales de los demás de acuerdo a cómo nos sentimos nosotros en ese momento.

Si estamos enfadados porque un superior nos niega un aumento, es mucho más probable que le atribuyamos malicia al vecino de al lado que está escuchando rock a todo volumen, o que tomemos como un agravio personal las maniobras imprudentes al conductor del auto que va delante nuestro en la autopista.

Cuando nos sentimos iracundos vemos ira en los demás, y somos incapaces de darnos cuenta de que somos realmente nosotros los que estamos enfadados y proyectamos nuestras emociones en los demás.

Todo esto no debe llevarnos a pensar que las emociones en sí son dañinas para nosotros. Me gusta pensar en el conjunto de emociones humanas como un sistema primitivo de comunicación intra e interpersonal. Esto puede sonar excesivamente sofisticado, pero en realidad es bastante simple.

Vayamos por partes, veamos palabra por palabra.

Digo primitivo sistema porque las emociones, tal cual las conocemos, dentro del marco de la evolución de la especie humana, son muy anteriores al lenguaje. Cuando éramos apenas poco más que primates que vivían en la copa de los árboles saltando de rama en rama y completamente incapaces de articular cualquier sonido ni remotamente parecido a lo que hoy conocemos como la palabra humana, ya contábamos con la posibilidad, sin embargo, de expresar una gama amplia de emociones.

Y esto nos lleva al segundo concepto: sistema de comunicación. Cuando alguien nos sonríe y se le ilumina el rostro al vernos, nos está diciendo (antes de que articule cualquier palabra) que le regocija nuestra presencia. O bien que le agradamos en algún aspecto, o que no tenemos por qué temerle, ya que no guarda intenciones hostiles hacia nosotros. Estas interpretaciones son válidas, por supuesto, dependiendo del contexto.

Si, en el otro extremo, alguien nos clava la mirada, frunce la nariz levantando el labio superior, nos está haciendo saber, sin que lo exprese verbalmente, que nos desprecia, nos detesta, o por alguna razón se siente lo suficientemente motivado para hacernos daño. De hecho, nuestros compañeros de evolución, los simios, exhiben los colmillos como una forma de amenaza hacia otros. Ostentar el arsenal de ataque suele ser un elemento intimidatorio eficaz, o una forma de disuadir al otro de su intención de atacarnos.

Por eso es posible afirmar que la principal función de las emociones es comunicar estados, actitudes y predisposiciones conductuales, tanto a nosotros mismos como a los demás.

No hace falta que nuestra pareja nos diga si le gustó o no el regalo de aniversario que le compramos; antes de que emita alguna palabra ya lo sabemos por la expresión de su rostro. De la misma forma, sabemos si nuestro jefe nos va a dar un aumento o nos va a despedir cuando nos manda a llamar para hablar en privado e ingresamos en su oficina.

Cuando vemos a alguien con el rostro surcado por la tristeza, sin que lleguemos a preguntarle nada, tenemos la certeza de que está pasando por un mal momento, de que hay algo que lo está haciendo sufrir. Eso despierta nuestro interés, nuestra compasión… su emoción actúa como un facilitador que nos empuja a actuar, a hacer algo para ayudarlo.

La cooperación entre los seres humanos ante la adversidad, o en pos de la consecución de un objetivo común, es uno de los principales componentes que permitieron nuestra evolución y progreso como especie.

El carácter primitivo e interpersonal de las emociones no se da sólo en el plano filogenético (la evolución darwiniana de una especie a otra), sino también en el plano ontogenético, es decir, durante el desarrollo individual de la persona. Para ver esto solo hay que observar cómo se comporta un bebé antes del primer año de vida, antes de que pueda articular palabras sueltas.

Desde el mismo nacimiento, los diferentes llantos del bebé le comunican al adulto que tiene hambre, que está con cólicos, o molesto porque quiere que le cambien los pañales. Toda madre más o menos hábil para decodificar emociones aprende a reconocer los sutiles matices del lloriqueo de su hijo y lo que estos indican durante sus primeros meses de vida.

El razonamiento emocional es una estafa mental, un engaño, una ilusión creada por un mago demoníaco que aparece como resultado de cierta dificultad para interpretar y gestionar correctamente las propias emociones, y que oculto en el anonimato puede llegar a dirigir completamente la vida de la persona afectada, haciéndole creer cosas que no son ciertas, como por ejemplo que no vale nada como persona, que el mundo es un lugar peligroso, e incluso que no hay esperanza alguna de que pueda salir de ese estado.

Es decir, el razonamiento emocional genera ilusiones partiendo de la emoción.

Pero las emociones, en sí mismas, no son ni dañinas ni un error de la naturaleza. En líneas generales, todas ellas, las que resultan agradables y especialmente las desagradables, son muy beneficiosas para el ser humano, ya que desempeñan un rol fundamental para la supervivencia. Nos ayudan a entablar relaciones, estrechar vínculos, y a que nos alejemos de los peligros.

  • Artículos de opinión (Op-ed)

Disfrute, placer, felicidad… ¡Atención!

  • 20/06/2016
  • Sergio Lotauro
Atención

La capacidad para prestar atención de los seres humanos resulta que es bastante limitada.

Pero, ¿qué entendemos por atención? De una manera informal, voy a definir la atención como la habilidad para registrar los diferentes estímulos que forman parte del contexto en el que nos encontramos inmersos.

Otra forma de entender la atención es como un sistema de filtro, ya que nuestro cerebro, en el día a día se ve obligado a tamizar la realidad para impedir que la avalancha de estímulos que caracteriza a la vida moderna provoque una saturación y colapso del sistema de procesamiento de la información del cerebro.

De hecho, se estima que en un mismo instante podemos percibir hasta 11 millones de unidades de información, pero de esa cantidad, solo 40 unidades llegan a la esfera de la conciencia.

El mundo de la publicidad y el marketing hacen un aporte interesante en ese sentido. Se calcula que en nuestra vida, si tenemos la suerte de llegar a los 60 o 65 años, habremos visto alrededor de 2 millones de anuncios televisivos. Eso equivale a 8 horas de anuncios diarios, durante los 7 días de la semana, por un periodo de 6 años.

 la atención está estrechamente ligada a lo que es significativo o importante para nosotros

La cantidad de tiempo que podemos concentrarnos en una misma tarea de manera eficaz es también muy acotada, y ronda alrededor de los 15 minutos. Luego de ese tiempo, nos empezamos a sentir inquietos o aburridos.

Eso, claro, siempre y cuando se trate de una actividad que nos parezca neutra a nivel emocional. Ante algo que realmente disfrutamos o nos apasiona el periodo de tiempo de concentración efectiva puede ser bastante mayor.

Así, la atención está estrechamente ligada a lo que es significativo o importante para nosotros. O en su defecto, posee una gran carga emocional.

¿Y por qué la atención resulta tan importante como para dedicarle un artículo completo?

Porque es un hecho que la atención guía y dirige la conducta. Si queremos comprar un par de zapatos rojos, vamos a la zapatería con el par de zapatos rojos instalados en el centro de nuestra imaginación. Así, cuando observamos la vidriera o el escaparate de la tienda, nos focalizamos selectivamente en los zapatos rojos que constituyen por el momento nuestro único interés e ignoramos las decenas de zapatos de otro color que pudieran estar siendo exhibidos.

Cuando una mujer recibe la noticia de que está embarazada, automáticamente empieza a ver mujeres embarazadas por todas partes. De repente, y sin previo aviso, el mundo parece azotado por una pandemia de panzas gorditas y duras que relucen por doquier.

Si usted es hombre y no me cree, puede preguntarle a la primera embarazada con la que se cruce.

Si tenemos la intención de comprarnos determinada marca y modelo de auto, entonces empezamos a ver obsesivamente y sin que nos lo propongamos, cientos de unidades del auto en cuestión circulando por las calles y avenidas de la ciudad. Esta es la razón por la cual, tratar de cambiar un mal hábito focalizando la atención en evitar, precisamente, ese mal hábito, siempre es una pésima idea que nos conduce inexorablemente al fracaso.

Si, por ejemplo, usted se ha puesto a dieta, no le conviene decirse a sí mismo que “no puede comer helado de chocolate”, ya que la sola idea de no comer helado de chocolate, lleva la atención precisamente hacia el helado de chocolate.

Así, el helado de chocolate aparece entonces en nuestra imaginación, ante nuestros ojos, y nuestra fuerza de voluntad para resistir la tentación se va al demonio.

es preferible llevar el foco de atención hacia conductas alternativas de carácter positivo

En casos como este, la palabra “no” que podamos interponer a lo que nos esforzamos por evitar, no ejerce mucho peso que digamos. El cerebro la desecha, la anula, y se queda con la visualización del fresco y apetitoso helado de chocolate.

“No debes hacer esto” o “no debemos hacer lo otro”, muchas veces favorece que lo hagamos.

“No debo tartamudear durante la lección oral frente al profesor” o “no debo mostrarme inseguro durante la entrevista de trabajo”, allana el camino para que nuestra peor pesadilla se haga realidad, ya que el cerebro parece tener dificultades para entender el concepto de negación, bloqueando en consecuencia la palabra “no” y quedándose con el resto.

Cuando nos enfrentamos a situaciones como esta, es preferible llevar el foco de atención hacia conductas alternativas de carácter positivo.

Volviendo al ejemplo anterior, en lugar de decirse a sí mismo “no debo comer helado de chocolate”, es preferible que se diga “voy a comer una sabrosa y jugosa manzana verde” o bien “voy a darme una ducha de agua calentita para sentirme mejor, más relajado”.

Hay que tener en cuenta que el sistema de atención trabaja también hacia adentro, y posee una dimensión temporal. Esto quiere decir que puede focalizarse en los recuerdos del pasado o anticiparse a lo que está por venir.

Cuando nos concentramos en acontecimientos del pasado, en particular los de carácter negativo, es natural que aparezcan sentimientos asociados a la depresión.

Ya sea que nos lamentemos por algo que hicimos o dejamos de hacer, o nos reprochemos tal o cual decisión, cuando nos regodeamos en el ayer como un cerdito se revuelca en su chiquero, quedamos atrapados en la tristeza, la culpa o la desesperanza.

En el otro extremo de la dimensión temporal está el futuro. Esto ocurre cuanto mentalmente empezamos a repasar la lista de actividades que tenemos que hacer.

el estrés que experimentamos no es la consecuencia de presiones o circunstancias externas, ajenas a nosotros, sino el resultado de vivir con el foco de atención desplazado del presente hacia el futuro

Estamos desayunando y no disfrutamos el sabor del café ni las tostadas con mermelada porque estamos con la atención puesta en lo que tenemos que hacer cuando lleguemos al trabajo. Luego, en la oficina, hacemos todo en piloto automático, mientras mentalmente nos proyectamos hacia una serie de actividades que hemos planificado para el fin de semana: llevar la ropa a la lavandería, hacer la compra mensual en el supermercado, y llevar a nuestro hijo al cumpleaños de un compañero de colegio. Al anochecer, durante la cena, nuestra esposa nos pregunta cómo nos fue, intentando infructuosamente sostener una conversación, pero no la escuchamos, estamos absortos pensando cuándo es el próximo feriado, y que será un buen momento para pintar el garaje, algo que desde hace algún tiempo venimos postergando. Cuando finalmente nos vamos a la cama, nos cuesta conciliar el sueño; hemos apoyado la cabeza en la almohada pero en realidad no estamos allí, sino pensando en la cantidad de gastos extra que nos depara el próximo mes, y de que ya va siendo hora de que nos asciendan en el trabajo.

Si a usted le pasa algo como lo que acabo de describir, entonces apuesto a que últimamente se ha estado sintiendo ansioso, inquieto, acelerado, impaciente, y que no está logrando disfrutar plenamente su vida.

Muchas veces, el estrés que experimentamos no es la consecuencia de presiones o circunstancias externas, ajenas a nosotros, sino el resultado de vivir con el foco de atención desplazado del presente hacia el futuro.

El estrés, estimado lector, es el síntoma de una mente hiperactiva. Sencillamente es imposible disfrutar aquello que estamos haciendo, con independencia de lo que sea, si estamos con la atención en otra parte.

Para saborear un plato de pollo al horno con papas doraditas, entonces tenemos que llevar nuestra atención al sabor que tiene el pollo al horno con papas doraditas. Si estamos en el cine viendo una película de acción, la única forma de disfrutarla es metiéndose de lleno en la historia, acompañando al protagonista en sus peripecias, dejando que la fantasía de la trama eclipse totalmente a nuestra realidad cotidiana, a la que deberemos dejar esperando por un rato fuera de la sala.
Si mientras luchamos con zombies o resistimos una invasión extraterrestre desde la ficción que nos propone la pantalla, estamos pensando al mismo tiempo en que el lunes tenemos turno con el dentista, entonces la aventura en cuestión no nos parecerá tan apasionante.

Estoy seguro de que usted, al igual que yo y la gran mayoría de las personas, disfruta mucho cuando tiene relaciones sexuales con su pareja, o quien fuera.

¿Por qué tener relaciones sexuales es una de las actividades más placenteras para todo el mundo?

Veamos si ha acertado. Porque cuando estamos teniendo relaciones sexuales es prácticamente imposible poner la atención en cualquier otro momento de nuestra línea de tiempo personal que no sea ese. El sexo absorbe todos nuestros recursos atencionales. Solo podemos estar allí, en cuerpo y mente, y en ningún otro lugar si queremos que la cosa funcione.

Tener sexo, jugar a las cartas con amigos, sacar a pasear al perro, escuchar música, observar en vivo y en directo un desprendimiento del glaciar Perito Moreno; son todas actividades que encierran un enorme potencial tanto para el disfrute como para el desasosiego… todo depende de hacia dónde orientamos nuestra atención.

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